13.11.09

Herta Müller: por una literatura menor

Premio Nobel

Rafael Lemus
En el principio fue el desconcierto. ¿Por qué ella, Herta Müller, y no uno de esos escritores –guapos, viejos, prolijos– que todos conocemos? Luego, cuando empezaron a difundirse los primeros datos, fue la decepción. Otra europea: nacida en Rumania pero de lengua alemana. Otra narradora: responsable de cuentos y novelas breves, presuntamente minimalistas, nada que ver con las Grandes Obras de los Voluminosos Autores que todos admiramos. El colmo: una escritora –ay, de prosa poética– y no una Figura Pública habituada a manosear, ante el Gran Público, los Grandes Temas.

Ahora, después de haber leído En tierras bajas (1982) y El hombre es un gran faisán en el mundo (1986), además de algunos cuentos sueltos y un par de entrevistas con la autora, sé que el que busque algo grande y pesado en la vida y la obra de la nueva Premio Nobel se llevará un merecido chasco. Lo que hay, para empezar, es una minoría –un pequeño grupo de ciudadanos suabos, esos individuos de origen alemán que emigraron, a partir del siglo XII, a la ribera del Danubio y entre los que nació, en 1953, Müller. Lo que hay es un modesto pedazo de tierra –el Banato rumano, en la frontera con Serbia y Hungría, escenario de buena parte de sus ficciones. Lo que hay, finalmente, son lacónicas estampas de la vida de esos suabos, campesinos miserables y maltratados después de la derrota del nazismo, en la Rumania de Nicolae Ceauşescu. No mucho más que eso. Suficiente.

Sé, también, que lejos, bastante lejos, de estos libros están los delirios posmodernos, el optimismo del modernism o la largueza de las creaciones decimonónicas. Sé que aquí el timbre narrativo es beckettiano, que es como decir: áspero, agónico. Son pocas las palabras y a menudo parecen balbuceadas o escupidas. Son escuetos, descarnados, los párrafos y rara vez se comunican armónicamente unos con otros. Son, sobre todo, muchas y tajantes las prohibiciones que se impone Müller: la prosa no debe fluir dócilmente; la trama no debe envolver a los lectores; el tono no debe optar, nunca, por la magnificencia.

Sé, por último, que no hay en estos libros un grano de épica. Como si también eso, el heroísmo romántico, se negara Müller. Aunque se conoce que ella fue una aguerrida opositora de la dictadura de Ceauşescu, y que por lo mismo tuvo que abandonar Rumania en 1987 para instalarse, ya definitivamente, en Berlín, no parece haber, al menos no a primera vista, nada abiertamente sedicioso en estas páginas. La dictadura aparece al fondo, mirada al sesgo y retratada con algunas imágenes de feroz poesía (“El manzano tiembla. Sus hojas son orejas que están a la escucha”). Los personajes son, podrían ser, cualquier cosa salvo inflamados rebeldes –en medio de la dictadura sobreviven atónitos, fatigados, esperando el pasaporte que les permita abandonar el país (El hombre es un gran faisán en el mundo) o rumiando amargamente su enfado (en los cuentos de En tierras bajas). En el Banato rumano, por otra parte, nada, ninguna chispa, está por encenderse. Más bien al revés: es una tierra casi baldía, salpicada de ancianos y sin lugar para niños y jóvenes.

¿Por qué se impone Müller este voto de pobreza? ¿Por qué su acritud? Tal vez porque lo contrario, la obesidad y las falsas ilusiones, son cosa de las mayorías, del Estado, de la dictadura. Tal vez porque lo que ella pretende escribir, una literatura deliberadamente menor, es al fin y al cabo la solución más subversiva. Ya lo advertían Gilles Deleuze y Félix Guattari en su clásico sobre Kafka: la literatura de veras perturbadora es, hoy, aquella que una minoría escribe maliciosamente dentro de una lengua –o un discurso– mayor.

Así, como piezas menores, minoritarias, marginales, actúan las obras de Müller.

Por ejemplo: para involucrarse en la tradición rumana, la escritora decide emplear su lengua materna –el alemán– y no el rumano que aprendió a los quince años.

Por ejemplo: cuando escribe el alemán, no lo hace como una nativa sino como una intrusa –pensando en rumano y escarbando en el idioma hasta encontrar “su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su desierto” (Deleuze y Guattari dixit).

Por ejemplo, y sobre todo: en vez de reproducir la grandilocuente retórica estatal, trabaja una lengua privada, una prosa elemental y pequeña iluminada por repetidos fogonazos. (“Del jardín de la iglesia alzan el vuelo unas palomas silvestres. Son grises como la luz. Sólo el ruido permite diferenciarlas”).

Digamos, para terminar, que la misma lógica impera en su retrato de la Rumania de Ceauşescu: la condensación, no la holgura. Antes que entregar relatos edificantes –más bien propios del realismo socialista– sobre la disidencia, Müller compone oscuras miniaturas, detalladas estampas –canciones, supersticiones y refranes incluidos– de la vida rural suaba. Para decirlo con un disparate, piénsese en Marc Chagall; en el Marc Chagall de los años previos a la Primera Guerra Mundial; en sus folclóricas pinturas sobre las aldeas judías de Bielorrusia; en La lluvia (1911), por ejemplo, pero aún más sombría:

Algo así, por lo pronto. ~

fuente: Letras Libres

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