25.3.15

El libro de la vida de Virginia Woolf

Fin de viaje, la primera obra publicada por la autora inglesa, cumple un siglo


La escritora Virginia Woolf, en 1931. / Colección de la librería de Houghton./elpais.com

Veintiséis años antes de que Virginia Woolf se hundiera en las frías aguas del río Ouse, en 1941, publicó su primera novela donde la vida de la protagonista termina de forma prematura, a la vez que avanza su renovador y magistral futuro literario. Lo hizo hace un siglo, el 26 de marzo de 1915, en una novela premonitoria titulada Fin de viaje. Ahí empezó su cuenta atrás, no solo al contar la historia de la joven Rachel Vinrace, donde criticaba el mundo de la época y rompía los esquemas de la narración, sino también por lo que anida en el libro de lo que fue y habría de ser su vida, su concepción de sí misma y sus últimas horas.
Fin de viaje supone un ámbar biográfico y literario de Virginia Woolf (1882-1941) donde destellan las conexiones entre esa novela y los últimos días de la escritora: los dos hechos suceden casi al comienzo de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, respectivamente; ambos están precedidos por brotes psicóticos de la narradora y ensayista; la protagonista quiere desencorsetarse de la herencia victoriana y reivindica derechos de la mujer, mientras en la vida real, Woolf, con 59 años, ya es reconocida por todo ello y se enfrenta a un mundo insospechado de cambios vertiginosos; es en esta historia donde aparece la señora Dalloway, una de las señas de identidad de la escritora inglesa; en la novela, el amor es un hallazgo, oscilante, que se intenta describir, algo en lo que Virginia Woolf insistió de manera infructuosa… y esto es el primer fogonazo entre su ópera prima y su adiós.
Ilustración: Loredano.

Veintiséis años separan esos dos momentos conectados por un relámpago que lo ilumina todo al echar la vista atrás en las 949 páginas de Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus), de Irene Chikiar Bauer. Es la primera gran biografía en español de una de las escritoras más influyentes del siglo XX y que desde el principio quiso romper esquemas narrativos y dar voz a la Voz, como el agua que fluye y siempre encuentra una salida. Hablan por ella La señora Dalloway, Al faro, Orlando, Las olas, Una habitación propia
Coincide con la edición de una nueva biografía, la más destacada escrita en español
Y aquí, Chikiar Bauer, periodista y escritora argentina, reconstruye esa existencia y muestra el ir y venir entre realidad y ficción. Virginia Woolf, dice la biógrafa, utilizó experiencias de su vida en sus libros, pero, precisa, no se puede “afirmar que la suya sea una escritura autobiográfica o de autoficción, aunque al contar con todo el material autobiográfico del que disponemos, sus cartas, sus diarios personales, ensayos y memorias, veamos que la temática de su literatura tiene que ver con cuestiones que le concernían personalmente”.
Es la felicidad astillada.
Siete años ha invertido la periodista en mostrarla en este volumen dividido en dos partes: la primera recoge sus 22 años iniciales, hasta la muerte de su padre en 1904 (periodo en el cual nacen sus demonios, para bien y para mal, y que la espolean: el padre en la torre de marfil, la madre vigilante, su hermana Vanessa, pintora, y la sombra del incesto por culpa de uno de sus hermanastros). La segunda parte es el resto de su vida, año a año. Supone un asomo al universo Virginia Woolf, que pendula entre las huellas de la época victoriana y las dos guerras mundiales y, en medio, el mundo que se abre al modernismo y al que ella misma contribuye con su literatura o grupos como el de Bloomsbury. Como colofón, su vida en fotografías.
Casi todo y toda ella está en Fin de viaje. Es como el libro de la vida de su vida, escrito 26 años antes de morir, y que Irene Chikiar reconstruye: “Lo empezó en el verano de 1907 y lo envió a la editorial en 1913, hasta que se publicó el 26 de marzo de 1915. Buscó, como en sus principales libros, experimentar maneras menos convencionales de tratar el argumento y los personajes, lo cual requería salirse de los cánones establecidos. Se puede decir que Fin de viaje refleja las preocupaciones de Virginia Woolf durante su adolescencia y primera juventud, siendo centrales cuestiones como las dificultades en las relaciones entre hombres y mujeres jóvenes, la ignorancia sexual y el lugar en la sociedad que ocupaban las jóvenes de su clase, e incluso el efecto de la muerte prematura de la madre”. Ya en esa obra señala la necesidad de un cuarto propio para la protagonista, “donde poder tocar música, leer, meditar, desafiar al mundo, habitación que podía convertir en fortaleza y santuario”.
En Fin de viaje son centrales cuestiones como las dificultades en las relaciones entre hombres y mujeres jóvenes, la ignorancia sexual y el lugar en la sociedad que ocupaban las jóvenes de su clase, e incluso el efecto de la muerte prematura de la madre”.
Irene Chikiar
Y así lo hizo ella misma hasta el final, sin dejar de trabajar los temas que la conectaron con Fin de viaje… En la historia de Rachel, el amor y la felicidad, su búsqueda con el joven Terence Hewet, es frustrada, y “la cuestión sexual no se aborda”, mientras la escritora y Leonard sí se casaron, pero llevaron una vida sentimental singular donde, tanto en la novela como en la realidad, el amor va más allá de lo terrenal y su realización está impregnada de un aire de imposibilidad; la atracción homosexual parece aletear alrededor de la joven protagonista y se concreta en la autora. Rachel enferma y muere prematuramente, mientras la escritora se suicida. Tras la muerte de ambas, mientras en la novela se dice: “Nunca dos personas han sido tan felices como lo hemos sido nosotros. Nadie ha amado nunca como nos hemos amado nosotros”; en el mundo real, Virginia Woolf dejó una carta a su marido cuyas últimas palabras son: “No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que fuimos tú y yo”.
Y todo ocurrió un viernes. Un viernes 26 de marzo de 1915 Virginia Woolf dio a conocer su mundo literario en Fin de viaje y un viernes, 26 años después, ella dijo adiós.

Virginia Woolf en sus novelas

Irene Chikiar Bauer cuenta qué prestó Virginia Woolf de su vida a cuatro de sus novelas más emblemáticas y por qué las escribió. Al faro (1927), novela clave del modernismo y reafirmación de su autora en el canon del siglo XX, y que pasa por ser, quizá, su obra más autobiográfica no está incluida en este recorrido precisamente porque es de las que más se suele hablar. Recuerdos de infancia y manipulación del tiempo resumidos por la biógrafa en Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus): “Las ideas y visiones de Al faro convocaban emociones asociadas al recuerdo de sus padres y de su propia infancia, y evocaban los veranos en St. Ives y toda la fuerza de esa realidad perdida. Mientras escribía, Virginia llamaba al pasado y lo fijaba en palabras”.

La señora Dalloway (1925):

“En esta novela, la preferida de muchos lectores, quiso ‘mostrar lo escurridizo del alma’, pero también, mientras la escribía, sintió que tenía casi demasiadas ideas, quería ‘dar vida y muerte, cordura y locura’, ‘criticar el sistema social, y mostrarlo en funcionamiento, en su forma más intensa’. En La señora Dalloway bosquejó un estudio de la locura y el suicidio: ‘El mundo visto por cuerdos y locos, lado a lado’. Allí volcó experiencias de sus propias enfermedades y trastornos psíquicos (en el personaje de Séptimus, un soldado que sufre stress post traumático y se suicida tras un brote de locura), también reflexionó acerca de la condición de las mujeres de su época, reflejadas en Clarissa Dalloway, su hija, la institutriz, o Sally, la amiga de juventud de Clarissa. Las dificultades de la relación entre hombres y mujeres está presente en este libro, lo mismo que su amor por la ciudad de Londres, o la devastación que produce la guerra, una problemática sobre la que trata en casi todas sus novelas.
Tal vez, una de las cuestiones que ella consideró más importante es que en esta obra logró un gran ‘descubrimiento’, un método que le permitió excavar ‘hermosas cavernas’ detrás de sus personajes, logrando “humanidad, humor, profundidad”. De alguna manera, Clarissa Dalloway actúa como doble de Virginia Woolf; muestra lo que podría haber sido de ella, si la rebeldía a las normas, su conciencia humanitaria y la pasión por la escritura no hubieran interferido el destino victoriano que había trazado sus padres y la época en la que le tocó nacer”.

Orlando (1928):

“Quiso escribir Orlando en un estilo burlón, claro y sencillo, de modo que la gente entendiera la novela. El libro, en homenaje a su amiga y ocasional amante Vita Sackville West, debía tener un cuidadoso equilibrio entre verdad (hechos) y fantasía (ficción). Pero Orlando es más que un ejercicio brillante y liberador. Gracias a esa novela la autora logró ascendiente sobre Vita, la halagó, y a través de ella tal vez elaboró los celos que le provocaban sus relaciones con otras mujeres. Además, gracias al Orlando, expresó, en clave literaria, la liberalidad sexual que caracterizaba a los integrantes de Bloomsbury. Suerte de biografía ficcional de Vita, en el libro también se reconocen versiones satíricas de amigos, parientes e incluso a la propia Virginia Woolf ya que recrea aspectos de su propia experiencia como escritora, aborda las problemáticas de género y alude a la bisexualidad de Vita, y a cuestiones de la identidad al explicitar que en Orlando, ‘el cambio de sexo modificaba su porvenir, no [modificaba] su identidad”.

Las olas (1931):

“Aquí hizo confluir introspección y aventura estética y justifica su tendencia, siempre presente en los diarios íntimos, de volver al pasado para entender el presente y proyectarse al porvenir. Desde un punto de vista autobiográfico, explicó Las olas como un intento de plasmar una visión o estado mental que tuvo cuando terminaba Al faro, su anterior novela, sintiéndose muy desdichada y experimentando el ‘dolor físicamente como una dolorosa ola que se hincha sobre el corazón’. También había deseado expresar ciertas visiones: ‘El lado místico de la soledad’. Las olas es un libro de madurez, donde recrea los ‘momentos de vida’ que tanto la habían conmovido de niña; como la vez que no pudo saltar un ‘charco en el sendero’, porque ‘todo de repente fue irreal […] el mundo entero se volvió irreal’. En esta novela quiso expresar ‘la idea de una corriente continua, no solo de pensamiento humano’ sino de la Infancia, aunque dejando en claro que no se trataría de su propia infancia. En polifonía, alternan los soliloquios de seis personajes que se conocen desde niños y que conservarán su amistad a lo largo de sus vidas. Un séptimo personaje, al que los demás evocan, tiene claras analogías con Thoby, el hermano que murió en su juventud. Asimismo, características de los personajes se pueden asociar a los de la propia Virginia Woolf, o a los de su marido, Leonard Woolf, su hermana Vanessa, y otros integrantes del grupo Bloomsbury”.

Entre actos (1941):

“En tanto que Tres guineas (1938) puede considerarse un alegato pacifista, en sus últimas novelas, Los años (1937) y Entre actos (1941), la referencia a la Segunda Guerra Mundial es ineludible. Una Europa ‘erizada de cañones, cubierta de aviones’ da marco a la última novela de Virginia Woolf. En el libro se pasa registro a la vida social de una aldea inglesa. El tema es afín a su objetivo de relacionar las vidas de sus protagonistas con la mayor parte de la historia del país; y si bien hay una pequeña escena que tiene lugar la noche anterior, la historia se desarrolla durante el transcurso del siguiente día, con los preparativos y finalmente la representación teatral organizada anualmente por los lugareños para juntar fondos para instalar luz eléctrica en la iglesia del pueblo. La obra cuenta con un público que incluye a la pequeña nobleza, a la alta burguesía y a los aldeanos, que además de ver la obra, comparten un refrigerio. Durante los últimos años de su vida, marcada por la guerra y sin poder regresar a Londres, Virginia Woolf convivió estrechamente con la gente de Rodmell, donde tenía su casa de campo. Puede afirmarse que en Entre actos, recreó muchas de sus preocupaciones y temas que la guerra reactualizaba: su amor por Inglaterra, su particular patriotismo ligado a la tradición literaria y al paisaje inglés, sus planteamientos acerca de la vida individual y comunitaria, sus temores asociados con la guerra. También se refiere a su idea de la imposibilidad de comunicación, aun entre personas que se aman. De hecho, los personajes se unen y se separan consciente o inconscientemente, guiados por afinidades electivas cambiantes, rechazos y atracciones que van dibujando constelaciones que los unifican, o los rescatan, al menos momentáneamente, de su aislamiento. Las diferencias de clase, generacionales, sexuales e incluso ideológicas actúan como fuerzas de atracción y repulsión, que afectan a los individuos, aislados en su propio universo.
Además de innovar en el estilo, Virginia intentaba indagar en una problemática de amplio espectro y que abarcaba desde temas acerca del futuro de la civilización, a otros específicamente literarios como la relación entre el autor y su público y los modos de representación, para llegar a cuestiones de orden cuasi metafísico”.

Su vida reflejada en las novelas

El físico sentimental

Paolo Giordano retrata en  Como de la familia  la nostalgia por la figura de la 'mamma' en una joven pareja tras la muerte de su tata

Paolo Giordano, el viernes, en el Hotel Omm de Barcelona./elperiodico.com

Paolo Giordano (Turín, 1982), un joven físico italiano, encontraba a faltar en su trabajo científico un espacio para algo que descubrió que le interesaba más que las interacciones entre las partículas elementales: "Los sentimientos, el ser humano y las relaciones humanas". Así que probó suerte como novelista, y lo suyo fue un big bang. Ahora regresa con su tercera novela, Como de la familia (en castellano, editorial Salamandra; Negre i plata en la traducción al catalán de Edicions 62, que se atiene al título original). En esta breve novela, "una pequeña miniatura de una vida familiar", el cáncer se lleva a la señora A., una tata y asistenta que suple durante ocho años la ausencia de las figuras paterna y materna, de los abuelos y de lo que haga falta, en la vida de una pareja joven con un hijo.
"Hoy no todos los abuelos quieren hacer de abuelos, quieren continuar su vida. Eso lleva a las familias más jóvenes a vivir una situación de soledad parcial y las obliga, cuando hay niños, a buscar soluciones muy imaginativas; nos hemos convertido todos un poco en acróbatas", explica Giordano. ¿La necesidad de buscar un sustitutivo no es una muestra de inmadurez de sus personajes? "Tener necesidad de personas que te continúen haciendo de padres, que continúen dando seguridad, no significa necesariamente ser inmaduro. Seguramente todos tenemos siempre esta necesidad", responde.
La larga enfermedad y muerte de la señora A. saca a la luz, sin embargo, las grietas ocultas en la plácida relación entre de Nora y su marido. "Cuando falta esta figura materna se sienten desamparados, pero es una gran ocasión también para salvarse, para madurar y encontrar soluciones cuando quizá aún no sea demasiado tarde. La cotidianidad no es emocionante, nunca. Pero puede haber una convivencia serena. Quizás esta búsqueda de un entusiasmo continuo se convierte en una jaula que nos creamos", comenta.
Giordano mantiene "un cierto juego", el de dejar que su condición de físico se insinúe en sus textos. Una excentricidad se convierte en "una cola de una curva de Gauss", la relación entre la joven pareja y la señora A. parece un núcleo atómico que se fisiona y emite una partícula que se pierde en el vacío... "Siempre he pensado en este libro como lo que en física se denomina una dinámica de tres cuerpos, tres cuerpos celestes que se mueven conjuntamente, una dinámica que es complicadísima de expresar en forma de una ecuación y en la que en cuanto desaparece uno de estos tres cuerpos se debe reinventar", reconoce. "Pero -matiza- no hay analogías exactas entre ambos mundos. Lo belllo de una metáfora es que tiene un cierto grado de exactitud y también un cierto grado de sombra. En cierto sentido, las relaciones humanas siempre tienen una cantidad de misterio que excede la precisión científica. Es lo que yo trato de hacer".
El negro y la plata del título, dos elementos que se identifican con los dos miembros de la pareja, se refieren al humor negro y al metal, a conceptos de la medicina precientífica y a la alquimia. Dos disciplinas que no sanaban pero que quizá puedan explicar la naturaleza humana de forma más viva que la física de partículas elementales. "Quizá las partes más violentas del libro son aquellas que muestran la medicina de hoy en día, la medicina oncológica hecha de palabras frías, de análisis, de fármacos. Afortunadamente existe, pero para una persona como la señora A. es también una medicina muy monstruosa. Hay una gran búsqueda de curación en un sentido que sea próximo a una cura espiritual", dice el escritor, hijo de médico "convencional" que admite haber recurrido a la acupuntura. ¿Y la homeopatía? "¡No -responde-, a eso aún no he llegado!"

24.3.15

Lo que aún queda por decirse

La herencia de Eszter y El último encuentro, de Sándor Márai, como dos modos posibles en que puede habitar y tomar cuerpo la espera


/David Lladó | imatges.net./revistadeletras.net
Nos hemos acostumbrado demasiado a la vida hacia delante: un niño crece, trabaja día y noche, muere; una niña se hace mujer, viaja, muere. Una respiración curiosa nos impulsa a los sueños después, a las ideas después, al descanso después; pero después no queda margen, no hay tiempo, la vida se aplana y estrecha en sus extremos: la vida hacia delante es una quimera cuyo sentido demora en comprenderse, y al comprenderse, si acaso ello ocurriera, en ese extraño instante en que nos damos cuenta que la vida no era hacia delante sino hacia los lados, el sinsentido nos viste con ropas luctuosas.
Pero hay vidas cuya gravedad no está en lo que se despliega hacia delante, sino en todo aquello que se contiene hacia atrás, lo que está punto de decirse y todavía no se pronuncia, vidas que se someten a la ilógica de un doble vértigo: el de la pasión desordenada –el deseo rugoso, la terquedad de la belleza- y el de las palabras que no se dicen, que no suceden, guardadas en sigilosos cofres, siempre pequeños, incapaces de retener la explosión inminente de una lengua que vocifera y calla al mismo tiempo.
La existencia como confesión casi secreta: algo se dirá, pero luego, más tarde, algo fundamental, algo que después –quizá fuera de tiempo- cambia todo el argumento de la obra, algo que no puede decirse en el momento porque nunca hay un momento oportuno, algo que no puede imitar al deseo ni seguir como torpe traducción a la intensidad de lo vivido. Algo que necesitar esperar.
Viene a la mente La herencia de Eszter y El último encuentro, de Sándor Márai, como dos modos posibles en que puede habitar y tomar cuerpo la espera: la espera casi natural de una mujer por liberarse de un hombre, de una idea particular de un hombre, de las amarras de un pasado común con un hombre; esa espera paciente y creciente, descreída, que conducirá al definitivo y deseado alejamiento; la espera como una conclusión prevista desde siempre, cuya desembocadura no podrá ser sino el desprecio y el olvido, en vez de la humillación sostenida con la que el hombre la mantiene en vilo, con una promesa de un pasado remoto donde las cartas escritas hace décadas quisieran ocupar todo el ancho del presente.
“No sé de ninguna carta (…) Es una pura mentira todo eso. Las cartas son una mentira, como el anillo, como todo lo que me has dicho o prometido”, dice Eszter, abatida pero con una firmeza nueva, reveladora, como una frase que se dice aquí y ahora pero proviene de antes, de mucho antes, del inicio, del instante en que quiso decirlo y no pudo.
Salamandra
Salamandra
Y, por otro lado, la espera que deja a un hombre pendiendo de un hilo, como si se tratase de una hebra desfalleciente, de una línea recta cuyos puntos se debilitan hasta perderse en un horizonte magro: un hombre cuya espera es la de una pregunta a un amigo que demora cuarenta años en pronunciarse, la espera de una verdad que ha definido una vida sin su consentimiento, en la especulación de la duda, como una flotación en un océano indigente.
Existe una separación evidente entre vivir lo que se vive, y decir lo que se vive; una línea perceptible que distingue el rumor incesante de la intimidad con la intención de conversar someramente; existir en lo esencial sin insistir en darlo a conocer.
Y es que no somos materia de opinión, sino de percepción. Damos nombres a todo lo que ocurre, y un guión silencioso va tejiendo al mismo tiempo una historia por completo diferente: desconocidos que dejan –casi sin quererlo, casi sin saberlo- señales o símbolos imperceptibles y duraderos, voces de otros que aúllan dentro de nosotros. Como si un desconocido no fuese una verdad, pero la encarnase; como si la verdad, siempre, viniera de otra parte.
Sin embargo, no se trata de la verdad última, postrera, que da cuenta de todo aquello que no se ha visto ni comprendido antes, una razón lúcida que sobreviene sólo hacia el final como moraleja quieta: es más bien la decantación de un relato que da un sentido oblicuo hacia el pasado, una suerte de terremoto que comenzó lejos de aquí, hace tiempo, y que ahora hace temblar toda la patria del presente.
Por ejemplo: un hombre recibe una carta, un pliego de quince o veinte páginas, hojas escritas en letra débil, exhausta. Una mujer desconocida le escribe para confesarle, para ofrecerle la revelación de su propia vida:
“A veces se me oscurece la vista, y quizá no pueda acabar de escribir esta carta, pero quiero reunir todas mis fuerza para, por una vez, sólo esta vez, hablarte a ti, amor mío, que nunca me conociste”.
Salamandra
Salamandra
¿Es acaso posible que el hombre no supiera de la existencia de alguien para quien fuera todo el argumento de su vida? ¿Es posible que su existencia haya obviado el sentido sustantivo del amor, y no haber reconocido la presencia ineludible de una desconocida presente?
La escritura se vuelve, así, la memoria común de un par de vidas hasta aquí ignoradas por una de ellas, la reconstrucción de cada paso que se dio sin saberlo, el amor que se dio sin darlo, la expectativa, el deseo, la espera de un otro sin uno.
Y con la última carta comienza otra vida: una vida al revés, desde este punto inaprensible hacia todo lo que está detrás, impedido de moverse hacia la impunidad de los días que vendrán y ahora condenada, sujeta, a una vida que ya era suya sin su presencia. La indiferencia suprema, voluntaria o no, desquiciada o no, que ha confinado otra vida a un relato sin nosotros, pura intimidad sin voz.
Hasta que ya es imposible el ocultamiento y el silencio, y aparece de frente a un espejo de décadas por el que nunca se había pasado antes, como si nada se hubiera fijado en esa imagen que era suya, girando el rostro por azar o desidia o estupidez, para impedir mirarse de verdad.
La Carta de una desconocida, de Stefan Zweig, muestra hasta qué punto nuestras vidas son relatos cuya autoría está escrita en otra parte, en otro tiempo, con otras palabras, con otra letra, casi sin nosotros.
Acantilado
Acantilado
¿De dónde vienen esas flores que celebran cada aniversario; de dónde ese aroma puntual; dónde está el hijo que no se conoce y que ahora se ha muerto sin poder volver atrás; cómo se hará para continuar una conversación cuyo inicio no fue escuchado? ¿Cómo se hará para avanzar, si la verdad que se ofrece, la verdad del amor, ahora comienza a retirarse como una sombra bestial por debajo de cada una de las puertas, impedido de gritar, ausente de su propia creación, de su propia evidencia desatendida?
“Fue como si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frió hubiera penetrado desde el más allá en su tranquila habitación –escribe Zweig-. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía”.
Y ya no se podrá sino mirar como si todo ocurriera por primera vez, como si nunca se hubiera mirado en cierta dirección, y ver que el jarrón azul encima del escritorio, allí donde el hombre está leyendo la carta de la desconocida, ya no tiene flores, justo hoy, el día de su nuevo aniversario, el día que comprende todas las vidas presentes y perdidas, el día en que, de verdad, sabrá de que está hecho el frío y cómo es irreparable la muerte.
(Extracto del libro inédito Escribir, tan solo, de Carlos Skliar)

21.3.15

Coover contra Nixon

El escritor publica  La hoguera pública, todo un clásico de los años 70 y Ciudad fantasma, humorística revisión de la mitología del western

Robert Coover, en Barcelona Kosmopolis./Mónica Tudela./elperiodico.com

Robert Coover es el maestro secreto de la literatura norteamericana más transgresora en forma y estilo. Una especie de gemelo de Thomas Pynchon con menos reconocimiento público al que le ha costado no poco trabajo subir al podio de los grandes no solo por la radicalidad de su escritura sino también por su grotesca utilización de la incorrección política.
Coover visita Kosmopolis con dos nuevos libros, Ciudad fantasma (Galaxia Gutenberg) y La hoguera pública (Pálido fuego), todo un clásico de 1977, que incomprensiblemente no había sido traducido hasta el momento. La hoguera pública sigue el famoso juicio contra el matrimonio Rosenberg, acusados de ser espías comunistas y obligados a sentarse en la silla eléctrica en 1953. Coover convierte a los paranoicos Estados Unidos de la guerra fría en un ambicioso circo de los horrores y coloca como narrador a Richard Nixon, feroz anticomunista. Antes de llegar a la presidencia fue un activo miembro del Comite de Actividades Antiamericanas. "Había escrito la mayor parte de mi novela cuando se desató el Watergate -recuerda el autor- y tuve que alquilar una casa en Princeton -yo entonces vivía en Inglaterra- para sentarme ante el televisor y tomar notas. Me vi obligado a rehacer mi trabajo porque la realidad había superado mis expectativas".
Tampoco lo tuvo fácil a la hora de encontrar editor, porque el libro olía a pleitos por difamación a distancia. En parte por el trazo grueso con el que estaban dibujandos Nixon y su esposa. "Seguí esa enseñanza de Kafka que dice: 'una vez elegida la metáfora hay que seguirla hasta el final' y lo hice no sin dificultad, pero durante mucho tiempo creí que esta novela solo la leerían mis amigos". Finalmente fue Viking  quien se atrevió a lanzarla al mercado, tras una dura negociación en la que Coover se negó a cambiar los nombres reales de los personajes. Ya en las librerías, el sello reculó y plegándose a las presiones no repuso ejemplares mientras la fama de esa novela maldita e inencontrable iba creciendo.  "Estados Unidos siempre ha sido un país maniqueo y aunque esto es algo que todavía persiste, actualmente se han roto barreras. Años después de que apareciera mi novela, en Saturday Night Live se pudieron hacer chistes contra todo el mundo y hoy cualquier autor norteamericano puede tomar los principios de la República y reírse de ellos".
El mito del western
Coover también se las ha tenido con algunos de los grandes mitos fundacionales de su país. Es el caso de Ciudad fantasma que en principio tenía que ser una gran novela épica que  se quedó en una divertida aproximación a las historias del Oeste en la que encierra en una ciudad fantasma, literalmente, toda esas imágenes que todos conservamos sobre el género. "Todos en algún momento hemos acariciado esa idea de vivir en libertad total y de poder matar que nos permite el western".
A sus 83 años, Coover está en plena forma. Acaba de ver publicada en Estados Unidos su novela The brunist day of wrath, mil cien páginas de nada en la que continua las andanzas de los brunistas, una secta inventada que protagonizó su primera novela en 1966. "Creo que a los críticos les gustaba la idea de que mi obra quedara encerrada entre esas dos novelas y que se completara el ciclo, pero me temo que les voy a decepcionar". Y es que Coover ha emprendido la redacción de una nueva novela, en la que reescribe una aventura inacabada de Tom Sawyer y Huck Finn, en cuyos diálogos no usa ninguna palabra que no hubiera utilizado original Mark Twain. Pero con el sello inequívoco de Coover, claro está.

20.3.15

Purgatorio de los escritores

Homenaje. Dujovne los conoció en París, donde triunfaron. Bianciotti, Sarduy y Scorza merecen un lugar menos ingrato en la literatura, dice la autora


Héctor Bianciotti, autor argentino, hoy en el olvido. revista Ñ.

Manuel Scorza, autor peruano, también en el olvido.

Grandes autores. Los libros del cubano Severo Sarduy, entre otros, son ejemplos de obras latinoamericanas premiadas, traducidas e injustamente olvidadas.
Alguien cuyo nombre he olvidado ha dicho que la Gloria, con mayúscula, es un ave de rapiña que se alimenta de cadáveres. Acaso el no recordar quién fue el autor de la frase pruebe que él mismo no consiguió ser devorado por ese pajarraco voraz. En otras palabras, que su celebridad no lo ha sobrevivido. ¿Pero por qué no me lo imagino vivito y coleando, capaz de responderme por Internet para reprocharme una amnesia que él atribuiría a mi incultura, no sin razón? La respuesta es muy simple: porque esa frase surge, a todas luces, de un pasado romántico en el que la muerte agregaba en vez de quitar, rodeaba las cabezas de una brillante aureola, confería prestigio.
Tiempos idos: hoy el aspirante a la fama debe poder mostrarse, aparecer en diversas pantallas, tener imagen. Estar muertos no sirve. La Gloria ya no come cadáveres, y tampoco picotea como un cuervo sino como un pajarito, hartándose enseguida y eligiendo sus presas entre los artistas o escritores en buen estado, pero también, en lo posible, de buena presencia, visto y considerando que la ausencia pasó de moda.
La expresión “el Purgatorio de los escritores” no es nueva, sin embargo. Siempre ha habido creadores lo bastante famosos como para que su estancia en ese sitio intermedio entre Cielo e Infierno nos sorprenda (los desconocidos pasan sin más trámite al círculo infernal concebido especialmente para ellos, el de la irremediable desmemoria). Cuando un escritor de primera fila zarpa hacia el más allá, lo que lo espera es el Cielo, vale decir, que se lo siga recordando, citando, quizás hasta leyendo. Cuando uno de segunda toma el mismo camino, puede ocurrir que lo borremos durante un tiempo más o menos extenso, hasta que alguien lo redescubra y, con bombo y platillo, nos lo traiga de vuelta.
Así fue como el Purgatorio terminó para Sandor Marai, para Nina Berberova, para Irène Nemirovsky –célebres en su tiempo– sin hablar de Stendhal que en vida ni siquiera se molestó en publicar.
Estas reflexiones sirven de prólogo para el caso de tres importantes escritores latinoamericanos a los que conocí en París: el argentino Héctor Bianciotti, el cubano Severo Sarduy y el peruano Manuel Scorza. Tres autores premiados, traducidos a todos los idiomas del planeta, que un buen día se mueren y desaparecen del mapa, ignorados por ese pájaro de la Gloria que en nuestra época prefiere la carne viva.
Originario del campo cordobés y nacido, nadie entendió jamás por qué misterio, en el seno de una familia de inmigrantes piamonteses, Héctor tenía una manera inimitable de mascullar entre dientes las dos palabras que para él resumían todo el tedio del mundo: “pampa seca”. Allí había crecido, soñando con salvarse de la continua polvareda, y de la “cárcel” de lo ilimitado –un encierro que no consiste en estar metidos entre cuatro paredes, sino rodeados por un horizonte inalcanzable. “¿Te imaginás lo que era, para un chico –me decía– pensar que nunca podría salir de un sitio tan enorme?” Para salvarse, el niño al que llamaban, en su casa, “la mosca blanca”, se refugiaba en el jardincito plantado por la madre, hasta que el padre lo agarraba de una oreja para sacarlo de ahí, porque las flores no son para los hombres; o contemplaba embelesado las revistas femeninas que a su tía la soltera le mandaban de la ciudad; o leía. Libros.
Un hijo de campesinos que devora novelas no está hecho para quedarse en la granja con sus hermanos rudos, con sus hermanas resignadas. El seminario al que lo destinaron no habrá salvado su alma, pero le permitió descubrir la poesía de Paul Valéry. Cuando, más adelante, el peronismo persiguió a los homosexuales (él mismo lo ha contado en su autobiografía sin el menor empacho), Héctor se subió a un barco junto al poeta Rodolfo Wilcock (otro al que corresponde arrancar del Purgatorio con urgencia), y se fue a Europa para no volver.
Héctor, tan buen mozo y elegante con su mecha rubia sobre la frente, su aire distante, sus ojos entrecerrados. Cuando lo conocí, recién llegada a París, en 1978, esos ojos plegaditos me hicieron comprender que me estudiaba. Pasé el examen. Dentro del mundo parisiense cuyos códigos secretos manejó como nadie, Héctor fue mi mentor, mi protector, y mi amigo, es claro, aunque siempre pudoroso, siempre medido.
Con todo, algo me dijo sobre sus años de miseria, en Roma, cuando dormía bajo las estrellas, tomaba el agua de las fuentes y arrancaba yuyos de los parques para comer, y mucho sobre su elección del francés como lengua literaria (“entre la palabra pájaro que evoca un ave de alas desplegadas, y la palabra oiseau que para mí es un pajarito en su nido, yo prefiero la más pequeña, la más íntima”), pero nada sobre su fulgurante ascensión en París: Maurice Nadeau que lo hace publicar en La Quinzaine Littéaire , su trabajo de asesor literario en las Editions Gallimard, de crítico en Le Monde , en Le Nouvel Observateur , sus novelas, sus premios, el Médicis, más tarde el Prince Pierre de Monaco, el de la Lengua Francesa.
Un día, la secretaria de las Editions Grasset me llama para anunciarme: “¡Héctor es verde!”. Me preocupé, de bruta, hasta que el sentido de la frase me quedó claro: mi amigo vestiría el uniforme verde de la Académie Française. No era el primer argentino convertido en académico de bonete emplumado: muchos años atrás lo había precedido Joseph Kessel, nacido en Villa Clara donde sólo vivió sus dos primeros años. Pero Héctor fue argentino de verdad, argentino hasta en su rechazo de esa pampa a la que puso, sin embargo, en el corazón de su obra; una pampa vista a través de una escritura proustiana que incomprensiblemente le queda bien.
Supe lo que le pasaba la noche en que me invitó a un restaurante donde lo conocían. No se acordaba del nombre de ningún plato y los mozos, para ayudarlo, le sugerían comidas que él terminaba aceptando por cansancio, le gustaran o no. “¿Te das cuenta de lo que es para un escritor olvidarse de las palabras?”, me confió. “¿De todas? ¿Las del castellano y las del francés?”, le pregunté pensando en alguna venganza sigilosa de esa lengua natal a la que él había abandonado tan por completo. “De todas”, suspiró. Cuando su afasia, o su Alzheimer (ni siquiera quise saber cómo se llamaban esas ausencias que lo dejaban mudo) empeoraron, yo estaba en Buenos Aires. No lo oí balbucear y lo prefiero así. Los que tuvieron el coraje de visitarlo cuentan que en ese geriátrico adonde lo confinaron, él seguía buen mozo y elegante, siempre rubio, siempre de beige. Murió “pobre y olvidado”, según la frase consagrada para aludir al triste fin de nuestros héroes patrios. Nunca más se habló de él, todos a su respecto parecen sufrir de afasia, o de Alzheimer. Cada vez que bajo al laberinto del Métro recuerdo aquel afiche gigantesco donde anunciaban una de sus novelas, Héctor sonriendo apenas con sus ojos plegados, semblanteándonos.
Un olvido inmerecido
A Severo Sarduy también lo conocí al llegar. Un cubano de piel dorada y brillante, con cara de Buda (no por nada una de sus novelas se intituló Maitreya ), y ese modo indolente de sacarse las palabras de la garganta, sin molestarse casi en mover los labios. El había llegado a París en el sesenta, justo cuando convenía llegar, en pleno boom de la literatura latinoamericana. En el acto se conectó con las Editions du Seuil, la otra gran editorial junto a Gallimard y a Grasset (a las tres juntas se las llama Galligrasseuil) y con el grupo Tel Quel presidido por Philippe Sollers, el seductor, el irresistible de la pipa metida entre los labios. Severo, que en materia de seducciones tampoco fue lerdo, se convirtió en el barroco tropicalísimo de esa corriente literaria que, aquí entre nosotros, necesitaba desesperadamente su chispa, su calor, el esplendor de una lengua desbordante pero nada espontánea, trabajada como una joya.
Al igual que su colega argentino, él también dominó los arcanos del parisianismo, ese mundito de intrigas y traiciones, surgido en línea recta de la corte del Rey Sol y que te pone por las nubes con la misma rapidez con que te borra del mapa. El no perdió ni un minuto en estudiarme a fondo. Casi con demasiada inmediatez me ofreció de todo, escribir en Les Nouvelles Littéraires , publicar en Seuil, y alguna vez cumplió. Jamás me he divertido con nadie como con este Severo que no le hacía honor a su nombre –¿una ironía anticipada, una broma natal imaginada por los padres el día de su bautismo, en Camagüey, en 1937, viendo a ese bebé risueño que con mayor propiedad debió llamarse Bonifacio, o Benigno, o Félix?–, ni he conocido a nadie que luciera con tanto desparpajo su condición de gay. Cuando presentamos juntos la traducción francesa del poema “Dador”, obra de su maestro Lezama Lima, Severo me largó delante del micrófono: “Estuvimos divinas, parecíamos el Dúo de las Mulatas de Fuego”.
En aquellos años noventa nada tenía de asombroso que se pescara el sida. Lo sorprendente, para mí, fue nuestro último encuentro. Nos habíamos citado para ir juntos a una exposición de sus pinturas. Esa vez no bromeó. Susurraba, había que acercarse para oírlo. “Yo me equivoqué al venir a París, tendría que haber sido gusano en Miami. Para los franceses, los latinoamericanos somos intraducibles”. “¡Pero vos siempre te has traducido a vos mismo, tu francés es perfecto!”, le contesté sin entender. “No hablo del idioma, hablo del alma. Nunca los entenderemos, nunca nos entenderán”. Me dio la mano y, durante toda la noche, rodeados por ese mundito parisiense cuyos secretos, ahora se daba cuenta, habría preferido ignorar, me la tuvo agarrada como en el medio de un naufragio. Una mano de fiebre, flaca. Murió poco después. También su nombre se ha esfumado como por ensalmo de la ciudad infiel.
Manuel Scorza, el peruano nacido en Huancavélica, vivía en París desde mucho antes, desde 1948, cuando el golpe de Estado del general Odria lo obligó a exiliarse. Con su primera novela, Redoble por Rancas , inauguró un fabuloso ciclo de novelas al que llamó La guerra silenciosa , donde relata las revueltas de los comuneros de la Sierra peruana. Literatura indigenista, mezcla de realidad social con leyenda ancestral –y es cierto que Manuel solía presentarse a sí mismo como indio puro, cosa que su apellido quizá desmienta, pero que su comprensión del campesino quechua, tan íntima, tan desde adentro, avala por completo.
No habíamos conversado jamás a solas hasta ese día de 1983, cuando en el Café de Flore se me acercó a pedirme que le escribiera una reseña para el diario Le Monde . Así, derecho viejo. Le publicaban en francés La tumba del relámpago.
“Ojalá, Manuel –le contesté, parpadeando ligero–, pero es que a mí en ese diario apenas me han sacado algunas cositas…” “No importa, vente a casa y hablamos”. Cómo sospechar que esa única conversación iba a valer por toda una vida.
El cimbronazo inicial, de envidia y maravilla, me lo dio su biblioteca: una pared entera con las cuarenta traducciones de sus libros. Pero barriendo las vanidades con la mano, Manuel empezó a hablar como siguiendo el hilo de una historia que ya me hubiera contado antes.
“Mi obra está plagada de premoniciones. En una de mis novelas, una india teje ponchos con escenas que todavía no han tenido lugar, pero que se harán realidad a su debido momento. En otra, cuento cómo los campesinos de mi región ahorcan a una hacendada. Esa mujer, muy odiada, existió, yo publiqué mi novela y los campesinos la colgaron poco después. ¿Me habrán leído, o tuve la intuición antes de que ocurriera? ¿Fue una predicción o un impulso, una propuesta para que al fin lo hicieran? En la vida también me pasa”. “¿Prevés acontecimientos que terminan por suceder?” “A veces. Lo que tengo muy claro es que los sábados no debo viajar nunca en avión. Y el sábado que viene voy a Caracas, a un congreso de escritores”. “¡No vayas!” “Mi analista piensa lo mismo. Casi se pelea conmigo, ella teme que me maten por razones políticas pero yo sé que no es eso”. “¿Es el avión?” Hizo una pausa. “Sí, pero te contesto igual que a ella: mi decisión está tomada”. Qué decisión oscura, pensé, aunque viéndole los ojos no se lo dije.
Esto habrá sido un miércoles o un jueves. Cuando la noticia del accidente salió en los diarios –decenas de escritores latinoamericanos muertos en el avión que se estrelló en Madrid, cerca del aeropuerto de Barajas–, llamé a Le Monde . Ironía sangrienta, la nota que me publicaron sobre Manuel Scorza no habría aparecido así, en primera plana, de no mediar su muerte. Más tarde, la misma analista con la que compartimos, sin saberlo, ese frío en la espalda, me contó que Manuel había viajado con una valijita llena de libros, los suyos, los publicados y los inéditos. Lo encontraron quemado, con las manos crispadas sobre su valijita, protegiéndola. No he calculado aún cuántas semanas, cuántos días, cuántos minutos habrán podido transcurrir antes de que, pasada la emoción, también en torno de él se hiciera el silencio.
Tres grandes escritores olvidados. No pretendo, con esta nota, sacarlos a la luz (el periodismo no tiene tanto poder, por mucho que se diga), me limito a observar que ese lugar incierto donde están no es el que merecen.

19.3.15

Sueños de trenes

El narrador Denis Johnson contruye una historia sobre el destino y la fatalidad con tintes de tragedia griega


Vías de tren./ Rubén Díaz Cavledes./revistadeletras.net
“Estaba completamente solo en su cabaña del bosque, hablando solo y sobresaltado por su propia voz. Hasta su perra se había largado a alguna parte, y no había vuelto a pasar la noche con él. Se quedó mirando cómo el fuego parpadeaba en las ranuras de la estufa y el telón movedizo de oscuridad total que lo rodeaba.”
Una novela es el relato de lo que sucede en el transcurso de un tiempo determinado, pero también el ritmo al que esta avanza permite una metáfora temporal. Existen novelas que avanzan como un reloj de cuerda, en el que el paso del tiempo se intuye pero, si miramos las manecillas, no se ve; otras avanzan como un reloj de arena, en el que el tiempo transcurrido se va acumulando fruto del constante trasvase de arena del bulbo superior al bulbo inferior; otras, en cambio, avanzan como un metrónomo, en el que el tiempo absoluto no existe porque lo que importa es el constante martilleo de cada brazada.
Hay quien sostiene que el comienzo de un libro, las primeras frases o el primer episodio, marcan de forma definitiva el resto de la obra; hay quien, exagerando, sostiene que lo importante es dar con la primera frase, y que cuando se acierta con ella el resto del libro se escribe solo. Lo que sí parece cierto es que el tono con que se empieza el relato suele dar un atisbo del tono en que se desarrollará la historia con posterioridad, y el caso de este Sueños de trenes, de Denis Johnson, se cumple a la perfección: sin ningún tipo de introducción, el narrador nos pone ante un intento de linchamiento mediante una descripción aseada y rítmica como un metrónomo.
La historia de Sueños de trenes es la historia de Robert Grainier, un peón que se alquila por horas o por trabajo realizado para los más diversos oficios, uno de los cuales, relacionado con el ferrocarril, le dejará una profunda huella: tender puentes que salvan precipicios.
Literatura Mondadori
Literatura Mondadori
La dureza de la vida salvaje no permite distracciones ni está condicionada por sutileza alguna: en la lucha del hombre contra la naturaleza, la supervivencia depende tanto de la capacidad de adaptación como de la benevolencia del medio, es realmente la otra cara de la epopeya de la conquista de los grandes espacios y la domesticación de lo salvaje; la existencia está sujeta a  tantos imprevistos, es tan precaria, que la supervivencia suele sustentarse más en el azar que en la habilidad: nunca la vida de un ser humano es tan barata como en un mundo de pioneros; y la ayuda que puede esperarse de un compañero siempre estará supeditada a las necesidades propias: la forma que toma el compañerismo es “te invito a beber si no tienes dinero, pero no esperes que te salve la vida si, con ello, la mía entra en riesgo”.
El tren, el leit motiv que recorre todo el libro igual que su existencia recorre la vida de Grainier, supone uno de los principales elementos civilizadores: los pioneros, con su sola presencia, humanizan el paisaje, los poblados constituyen la avanzadilla de unas sociedades en formación, los caminos posibilitan la comunicación y el intercambio, pero el elemento realmente civilizador es el que permite el transporte masivo de bienes y el trasvase de individuos.
La historia de Grainier es una historia trágica y el tratamiento narrativo que le confiere Johnson bebe más de la tragedia griega clásica que de las reformulaciones posteriores.
“Viviendo en el Moyea, con tantas pequeñas tareas para distraerse, se olvidaba que era un hombre triste.”
La marca del destino trágico es indeleble, no hay ninguna posibilidad de escapar del hado, los reveses que se sufren se encajan con la conformidad de la inevitabilidad, y ni siquiera es posible la expresión de los sentimientos: quien no es capaz de mostrar alegría, pues jamás ha tenido motivos para ello, tampoco, como si se hallase ante la otra cara de la misma incapacidad, se siente tan triste como para mostrar pesar, acepta las desgracias como si formaran parte de una inapelable cuota, y nunca se pregunta por la justicia en ese reparto de las adversidades, siendo lo máximo que puede experimentar una alelada confusión. ¿No hay pues, esperanza? No, a las vidas marcadas por la tragedia no se les permite la esperanza ni en los sueños.
“A veces se acordaba de Kate, de aquella chiquilla preciosa, pero no a menudo. La de su hija era una historia tan triste. Apenas había estado despierta, mucho menos viva.”
Los seres marcados por un destino trágico no pueden desprenderse ni siquiera de su pasado, un pasado que les acecha, esperando encontrarles desprevenidos para lanzarles sus dentelladas. Las vidas prescindibles ni siquiera pueden aspirar a la redención, ni tan sólo la muerte altera nada de lo que les rodea.
Con una trama aparentemente sencilla y un tratamiento narrativo distante y desapasionado, Johnson consigue no tanto entristecer al lector como inquietarlo, provocarle incluso algo parecido a un cierto malestar por estar presente en el desarrollo de una historia tan terrible. Pero el verdadero acierto del relato es lo reducido de su extensión, la concentración que provoca esa cortante brevedad, que permite leerla en una sola sesión -se lo recomiendo- sin la posiblidad ni de distracción ni de reelaboración de la trama: Sueños de trenes no un fuego que consume sino un disparo seco y certero al centro de la cabeza del lector.

13.3.15

En recuerdo de un libro excepcional

Las crónicas de la vida cotidiana que narra Jorge Ibargüengoitia en Rebelión en el jardín conforman una de las obras más divertidas e inteligentes

Jorge Ibarguengoitia visto por Agustin Sciammarella./elpais.com

Por más que editores y lectores compitan en su desprecio por las narraciones cortas, Rebelión en el jardín es un libro excelente. Con el agravante, para quienes tanto esperan de las historias largas y maldicen de las cortas, de que ni siquiera son cuentos sino crónicas de la vida cotidiana, encima contadas desde la perspectiva de un hombre sedentario y de provincias y, para acabarlo de arreglar, escritas hace medio siglo o más. Y sin embargo, insisto, esta cincuentena de escritos, unos ya publicados en otras antologías y en vida del autor y otros rescatados después de su muerte, es uno de los textos de calidad más amenos, divertidos y, sobre todo, inteligentes que se pueden encontrar hoy en las librerías.
Lo que aquí, por pura convención llamamos crónicas, es una variopinta sucesión de textos imposibles de catalogar porque casi siempre trascienden el planteamiento inicial (ensayo, narración, crítica de la vida cotidiana o lo que sea), y como un ave cuando gana altura, acaban cerniéndose sobre una realidad que ya no se reconoce a sí misma porque le han subvertido los valores y cambiado las señas de identidad, todo ello sin levantar la voz ni faltar a nadie. Al revés. El autor adopta la actitud del entusiasta dispuesto a ver el lado bueno de cualquier circunstancia pese a que, poco a poco, las cosas no acaban de responder a las expectativas depositadas en ellas. Y el mejor ejemplo de lo que digo es el relato que da título al libro, Rebelión en el jardín.
A principios de los años sesenta, y después de un prolongado intento de hacerse un nombre como dramaturgo, Jorge Ibargüengoitia decidió probar suerte con la ficción. Y para ganarse la vida a la espera de la gran novela, accedió a colaborar con el Excelsior redactando unas crónicas semanales de las que se sentía muy satisfecho porque, decía, le permitían sobrevivir con una semana laboral reducida a un día de trabajo. Los otros seis los dedicaba a una novela que acabó llamándose Relámpagos de agosto en la que glosaba las peregrinas andanzas de un falso general de la revolución mexicana y que le valió ser galardonado con el Premio Casa de las Américas correspondiente al año 1964.
Rebelión en el jardín es el relato de un hombre profundamente agradecido por haber recibido un premio de tanto prestigio y que vuela a La Habana para recogerlo. Como toda persona deseosa de que la justicia triunfe en el mundo, y convencido además de que la revolución castrista era una ventana que se abría a la esperanza, el premiado aterriza en Cuba convencido de estar entrando en una nueva etapa de la historia. El lector podrá comprobar que pocas veces ha leído una crítica más demoledora de la revolución cubana, ni una descripción tan exacta y premonitoria de la catástrofe que ya se cernía sobre esa isla. Y todo, como digo, sin levantar la voz ni faltar a nadie. Sólo a base de recopilar los pequeños detalles que la gran historia pone al alcance de un ciudadano que, casi como quien no quiere la cosa, a base de juntar detalles y retazos acaba dibujando un mural que dejaba sin habla a los Diego Rivera, Rufino Tamayo y compañía.
El autor falleció en el accidente de aviación de la compañía Avianca en Madrid el 27 de noviembre de 1983
Ignoro si Carlos Saura leyó en su día el relato que hace Ibargüengoitia del día que fue al cine a ver la entonces tan alabada Elisa, vida mía, pero no cuesta nada imaginar cómo se le iría demudando la color a medida que el espectador entusiasta, y en principio entregado, va registrando una incongruencia aquí, una cursilada allá, un personaje que prometía mucho y luego no cumple. Demoledor. Pero lo mismo pasa si le da por contar una reunión de familia, la relación con unos vecinos, lo que pasa si la sirvienta se va de vacaciones o si a las autoridades provinciales les da por erigir un monumento al gran hombre. Ibargüengoitia tenía un don especial para, primero, percibir la comicidad inmersa en las situaciones más serias y solemnes, y, después, para subvertir la realidad desde un humor por lo general sosegado, pero en ocasiones con gran riesgo. Y aunque no sea un texto fácil de encontrar, quien sienta curiosidad por ver en qué consiste el riesgo al que me refiero le recomiendo que busque su novela Las muertas (RBA), repleta de humor pese a que el tema, el asesinato de mujeres (nada menos que ochenta) a manos de unas proxenetas en principio no parece propicio a muchas bromas.
Jorge Ibargüengoitia murió el 27 de noviembre de 1983 junto con otras 181 personas que viajaban con él en el 747 de Avianca que se estrelló en Mejorada del Campo cuando se disponía a aterrizar en Madrid. Yo no sabía que él iba a bordo de ese avión, pero leyendo en días posteriores crónicas de aquel accidente se dieron dos circunstancias que él, caso de haber tenido oportunidad de conocerlas (por ejemplo, con sólo haber perdido en París aquel fatídico vuelo) hubiera sabido apreciar. Una de ellas era el relato de un pasajero que estaba recogiendo sus cosas para bajar a estirar las piernas en Barajas antes de saltar el Atlántico y que sin transición se encontraba caminando aturdido en medio de un espantoso escenario de cuerpos y equipajes destrozados y pedazos ardiendo, pero que pronto veía entre las llamas una silueta familiar y, en efecto, era su mujer, a la que estaba abrazando cuando veían dos figurillas familiares y, en efecto, eran sus hijas. Todos estaban ilesos, sin un rasguño, los únicos supervivientes junto a otras siete personas más entre las 191 que viajaban con ellas.
La otra circunstancia, enérgicamente negada por Avianca y enérgicamente confirmada por quienes participaron en la investigación del accidente, era la grabación encontrada en la caja negra y correspondiente a las últimas palabras pronunciadas en la cabina de pilotaje. Tras escucharse reiteradas veces al dispositivo de seguridad avisar que el avión volaba demasiado bajo y que era necesario ganar altura, de pronto, y justo antes del silencio final, se escuchaba una voz diciendo: “¡Calla, gringa!”.
Qué le hubiera costado no ser por una vez tan educado y puntual y haberse dejado seducir por París hasta el extremo de perder el avión.
Rebelión en el jardín. Jorge Ibargüengoitia. Reino de Redonda. Madrid, 2008. 400 páginas. 

11.3.15

Pablo Simonetti, literatura contra el victimismo

El escritor y activista por los derechos de las minorías sexuales aborda en jardín las relaciones de poder que se dan en el seno de la familia


Pablo Simonetti, escritor chileno, autor de jardín./elcultural.es
Delicada y amarga es la nueva novela de Pablo Simonetti, uno de los autores chilenos actuales más reconocidos. jardín (Alfaguara) -en minúsculas que sugieren intimidad y elegancia- es “una novela corta o un cuento largo, según se mire”, una autoficción embebida de la pasión por las plantas y las flores que el escritor heredó de su madre, paisajista y autora de libros sobre jardinería. Camelias, rododendros y azaleas envuelven la historia de Luisa, una madre viuda con la voluntad anulada por el progreso: una inmobiliaria quiere comprar su casa y todas las del barrio residencial en el que vive para demolerla y construir encima grandes edificios de acero y cristal.
El relato se parece mucho a lo que ocurrió realmente en la familia de Simonetti y el narrador es un trasunto del propio autor: el hermano menor y homosexual de una familia conservadora que se rebela ante la pasividad y la autocompasión de su madre, que cede a las presiones de sus hijos para que venda la casa y se instale en un pequeño apartamento. Luisa ama su hogar y, sobre todo, el jardín que ha cuidado con mimo en condiciones climatológicas adversas durante décadas, pero renuncia al derecho a decidir por sí misma. “Mi madre era un poco así, fue una víctima pero a la vez contribuyó a perpetuar las mismas dinámicas que terminaron por victimizarla, al delegar en los demás las decisiones importantes”, reconoce a El Cultural el autor de Madre que estás en los cielos, su primera novela y una de las más vendidas en Chile en los últimos diez años. “Yo también he tenido la tentación del victimismo con respecto a mi homosexualidad. Mi literatura es el resultado de vencer esa disposición a ser la víctima”.
La manera en que el poder se reparte y se ejerce dentro de la familia es, pues, el verdadero tema de la novela. “Pensaba que la novela podía molestar a mis hermanos pero, al contrario, nos ha llevado a compartir un arrepentimiento común”. El sentimiento de culpa de la familia se acentúa al pensar que la madre de Simonetti podía haber vivido los años que le quedaban en su casa, ya que esta fue demolida después de su muerte.

La idea para esta novela germinó en una noche a partir de tres hechos que confluyeron casualmente: “En 2013 un amigo pintor que tenía su taller en la calle donde estaba la casa de mi infancia me llamó para decirme que la estaban echando abajo. Esa misma noche, otro amigo me contó que había ido a ver una representación de El jardín de los cerezos, y al día siguiente tuve una pelea tonta pero enojosa con uno de mis hermanos. Con estas tres fuentes se fraguó por completo la novela, me vino de un solo golpe y la escribí en un mes y medio, algo que nunca me había pasado antes”. Como la obra de Chéjov, jardín es también, en cierto modo, un relato crepuscular de la clase acomodada, en este caso chilena.

El jardín de la identidad

Para Luisa, el jardín es un lugar de identidad. “La vida aún tiene sentido para ella en ese jardín, que no es un espacio de recreo sino vital”, explica Simonetti. El escritor tiene su propio jardín entre el mar y unos cerros verdes poblados por árboles nativos que la humedad de las neblinas costeras alimentan. Allí escribe. “Yo creé ese jardín, conozco a cada planta y cuándo está a gusto y sana. Pasear por allí es recorrer mi interioridad, los senderos de mi propio pensamiento”.
En cierto modo, el jardín es también un lugar de identidad para Simonetti: “Yo siempre he visto la literatura como una dimensión de mi identidad, ya que nació en mí al descubrir y aceptar quién era yo realmente”, confiesa el escritor, que abandonó la ingeniería para dedicarse a escribir después de reconocer su homosexualidad. Su salida del “clóset”, como dicen en buena parte de Latinoamérica, fue difícil de aceptar para su católica y conservadora familia. “Fue a finales de los 80, no era un tiempo favorable a la inclusión y la diversidad, pero las cosas fueron cambiando y tengo una buena relación con mi familia”, explica Simonetti.

Hacia la igualdad en Chile

 Además de escritor, Simonetti es un destacado activista de los derechos de las minorías sexuales en su país. Fue uno de los creadores de Iguales, fundación que presidió durante dos años. Desde esa posición, ha sido interlocutor de los gobiernos de Sebastián Piñera y Michelle Bachelet en la redacción y aprobación de dos leyes fundamentales para el reconocimiento de los derechos del colectivo LGTBI. La primera de ellas, aprobada en 2012, es una ley antidiscriminación “que fue impulsada en el último momento, es triste decirlo, por la muerte de Daniel Zamudio”, un joven homosexual que fue brutalmente apaleado por un grupo de neonazis en un parque de Santiago y que murió semanas después a causa de las lesiones que le provocaron. Su caso estremeció tanto a la ciudadanía que el gobierno aceleró la aprobación de la norma. “Es una ley simbólica con poca aplicación -explica Simonetti-, pero ha servido para romper unos cercos discriminatorios que muchas veces no están escritos y permanecen en la trastienda del país”.
La segunda norma profundiza en el reconocimiento de las libertades de las minorías sexuales y es la Ley de Unión Civil, que se acaba de aprobar. Cuando la presentó el expresidente Piñera, explica el escritor, era una ley patrimonial que servía para cuestiones relacionadas con la administración de bienes y la herencia en las parejas homosexuales, “pero se ceñía a los bienes muebles, excluyendo los inmuebles y los vehículos, por extraño que parezca”, asegura Simonetti. La que ha sido finalmente aprobada por el gobierno de Bachelet “es un proyecto familiar” en el que los miembros de la pareja adquieren oficialmente la condición de “convivientes civiles”. “Estamos muy contentos con su aprobación, es un paso hacia el matrimonio igualitario” que, en opinión de Simonetti, es la verdadera meta, ya que permitiría la adopción de hijos por parte de parejas homosexuales y más derechos a las familias homoparentales que ya existen. “No se trata de satisfacer un capricho de los padres, sino de otorgar a los niños que tienen dos padres o dos madres los mismos derechos que el resto”, subraya Simonetti. Según el autor, hoy el 70% de los chilenos aprueba la unión civil y el 55% el matrimonio igualitario si lo entiende sin hijos, mientras que el 38% de los ciudadanos de Chile vería con buenos ojos el matrimonio homosexual con hijos.
Según el escritor, estos cambios en la legislación han espoleado un cambio de mentalidad en la sociedad chilena, ya que ha fomentado el debate en los medios de comunicación y en la calle en los últimos años. “La situación ha cambiado diametralmente en los últimos cuatro años, la homosexualidad ha salido de debajo de la alfombra y se ha convertido en un tema de mesa de domingo”.
Simonetti ha contribuido a la apertura de la conservadora sociedad chilena no sólo desde los púlpitos políticos, sino a través de una narrativa poblada de personajes en busca de su propia identidad, como en La razón de los amantes, La soberbia juventud y La barrera del pudor. “Creo que mis novelas han ayudado a mejorar la convivencia en aquellas familias con hijos homosexuales, mostrando la profunda injusticia que existe no sólo en el ámbito del Estado, sino en el de las personas que más nos quieren”.

9.3.15

La cronista de sí misma

Gabriela Wiener publica el libro de periodismo literario  Llamada perdida

 
Atrevida .La escritora y periodista peruana Gabriela Wiener, en Barcelona./Mónica Tudela./elperiodico.com
No hay nada que a la cronista peruana Gabriela Wiener (Lima, 1975) le interese más que tensar el límite. Bueno sí, le interesa mucho más cruzarlo y si por el camino se escandaliza alguien, ¡qué le vamos a hacer! Suele decir que hay por ahí mucha corrección política "apestosa". Wiener, que vivió en Barcelona y en el 2009 se trasladó a Madrid, ha cortado a su medida la vieja crónica gonzo del nuevo periodismo, esa en la que el/la periodista puede llegar a convertirse en el artífice de la noticia. En el pasado, su aportación, entre otras, fue ponerse a  disposición de una dominatrix o preguntar a desconocidos si se acostarían con ella para registrar sus reacciones. Lo plasmó en su libro Sexografías.
Las crónicas literarias que  ahora Wiener ha reunido en  Llamada perdida (Malpaso) pueden parecer menos extremas, pero seguramente son mucho más expuestas y arriesgadas, porque su objeto de observación es ella misma. En ellas se dedica a hablar de sus obsesiones numerológicas (tiene una fijación con el 11),  relata un juvenil y fallido intento de vivir en un trío a lo Jules et Jim (pero con más transgresión sexual), le da por pensar en la muerte mientras aplasta los piojos de su hija  y aunque toma como modelo a ese gran autor del yo que es el noruego Karl Ove Knaus-
gard, el genio de moda, también se reconoce en veteranas periodistas hartas de hablar de sí mismas como Joan Didion o Susan Orlean.
"Creo que en estos textos he roto las reglas de la clásica crónica latinoamericana en la que no está permitida la digresión. Aquí me atrevo a hacer metacrónica, me detengo y me pongo a reflexionar sobre lo que estoy contando". Y como en la mayoría de libros de Wiener, la reflexión sobre el propio cuerpo, de cómo vivir tu sexualidad se encuentra en primer término. "Las mujeres tienen una mayor conexión entre mente y cuerpo, lo que nos hace entrar en conflicto contra un cierto determinismo biológico. Mis libros tratan de cómo romper los condicionamientos de pareja, de cómo ser madre, de cómo relacionarte con tu cuerpo o cómo vivir la sexualidad. Yo vengo de un país donde el aborto no es legal y donde no existe el matrimonio igualitario".
Conviene la escritora que este libro, que convive en las librerías con el reciente poemario Ejercicios para el endurecimiento del espíritu (La Bella Varsovia), le ha salido un poco más sombrío que los anteriores. "Quizá sea porque me hago mayor", asegura risueña. Se rebela contra la idea de que quizá se hayan atemperado su curiosidad y su osadía. De momento, después de haber abandonado trabajos muy bien remunerados que no acababan de satisfacerla ha optado por un modo de vida más austero "en sintonía con los tiempos que corren" y en lo personal han decidido con su marido desde hace 15 años, el escritor Jaime Rodriguez Z. , "ampliar la familia", lo que en su caso no significa tener otro hijo, sino tratar de que el experimento del amor múltiple, vivir en un trío con otra mujer, tenga éxito; esta vez sí. "Soy consciente de la dificultad de este tipo de relaciones, pero también te sirven para aprender que es posible amarse de otra forma. Que somos tres personas o somos tres parejas en una. Qué más da". 

Antonella Cilento: "La escritura es como el cerdo, no se tira nada"

La autora italiana publica  Lisario o el placer de las mujeres

La escritora italiana Antonella Cilento. / Giliola Chistè./elpais.com

Como la Bella Durmiente. Bueno, casi. Porque las diferencias son unas cuantas. Ante todo, nada de príncipe azul: a Lisario Morales la despierta un médico tan salido como incapaz. No lo consigue con un beso, sino con toqueteos cada vez más íntimos. Y la pobre joven abre los ojos en un lugar que poco tiene que ver con los cuentos de hadas: la Nápoles del Seiscientos, “una selva peligrosísima” bajo el Virreinado español. Las palabras son de la escritora italiana Antonella Cilento, autora de la novela Lisario o el placer infinito de las mujeres (Alfaguara) así como del símil con la Bella Durmiente. Para terminar, una última diferencia: la protagonista del libro, que el año pasado optó al premio literario más prestigioso de Italia, el Strega, duerme por su propia elección personal, para evitar una boda y un mundo que no quiere.
“El Seiscientos es un siglo que anticipa muchos temas que vivimos hoy. A pesar de la revolución de las mujeres, para la sociedad sigue siendo cómodo si son guapas, callan y duermen”, relata Cilento (Nápoles, 1970). En realidad, la pequeña Lisario Morales no podría hablar ni si quisiera: una intervención quirúrgica malograda la dejó muda y sin manera de comunicarse con el mundo. Rodeada por la incomprensión y el rechazo, la niña busca refugio en unas cartas que escribe a la Virgen María y en la lectura hambrienta de las Novelas Ejemplares de Cervantes.
“Es un libro que el padre de Lisario mantiene escondido, una obra del Cervantes maduro, metida en el tiempo de la Historia, donde aparecen las colonias americanas y, por primera vez, se representa a la camorra. Son novelas ejemplares en el sentido opuesto, de peligrosas y pecaminosas”, explica la elección la autora. En su novela también caben decenas de temas a la vez, de la muerte a la “suciedad de la política”, pasando por el refinado erotismo que puebla varias de las páginas de la obra. Por encima de todos los demás, sin embargo, destaca la reivindicación de las mujeres y su papel en la sociedad.
Para la escritora, de hecho, Lisario hasta va más allá de la batalla por la igualdad de los derechos. “Es un personaje posfeminista. No llora, no se queja, no necesita reivindicar: ‘Yo soy así’. A veces la responsabilidad femenina en el machismo es incluso mayor, por perpetuar comportamientos y lecciones equivocados”, asegura Cilento. Acto seguido, la escritora analiza las raíces de un problema que pese a sus avances está lejos de resolverse. De hecho, cree, a ratos hasta está en fase de regresión: “El machismo es un problema mundial: en Occidente estamos volviendo atrás. En la industria editorial italiana hay muchas más escritoras que escritores, pero se publicita a los hombres, que son los que ocupan las listas de ventas. Y casi siempre a las autoras se les pide que rindan cuentas por su condición”.
Evidentemente, Cilento no está sola en su batalla. Aparte de décadas de reivindicaciones y de las recientes campañas de muchos personajes famosos, está la lucha diaria de millones de mujeres. Unas cuantas han llegado a enviarle a la escritora cartas en las que le contaban que se sienten identificadas con Lisario, con su sueño prolongado o con el apoyo casi nulo que recibe de su marido.
Aparte de su oda a la igualdad, Lisario o el placer infinito de las mujeres contiene otra declaración de amor: a Nápoles. “Tiene una literatura autónoma a la italiana desde hace más de 700 años. Hay más escritores allí que en cualquier otro lugar del país. Se decía que es la única ciudad de la antigüedad que sobrevivió a la antigüedad. Estando aquí, no se puede sino ambientar aquí las historias”, defiende la autora. Allí, en el fondo, nació la autora y allí se desarrollan muchas de sus novelas.
“La escritura es como el cerdo, no se tira nada”, defiende Cilento. Tan activa como creativa, la autora colabora con varios periódicos y revistas, ha realizado guiones para teatro y cine y es directora del laboratorio de escritura Lalineascritta,. Entre tanta hiperactividad, también conserva 20 años de cuadernos e historias paridas o abortadas. “Escribo todos los días, con continuidad, de ahí que se acumule el material en el tiempo. Así que de vez en cuando vuelvo a mirar los cuadernos de los últimos dos años”. A veces, entre tantas ideas descartadas, encuentra una bella durmiente. Y, claro, la despierta.

7.3.15

La ciudad como cárcel

Fuerzas especiales, de la chilena Diamela Eltit, es una lacerante metáfora sobre la pobreza y la indefensión

La escritora chilena Diamela Eltit, en el centro Matadero de Madrid./elpais.com

En uno de sus últimos libros (el ensayo La gran novela latinoamericana), Carlos Fuentes incluía, mediante una fórmula metodológica muy cercana a la puesta en práctica por el hispanista británico Donald L. Shaw para los estudios literarios, a una serie de novelistas chilenos bajo el capítulo titulado ‘El post boom’. Marcela Serrano, Isabel Allende, Carlos Franz, Arturo Fontaine (a estos dos últimos les dedica extenso espacio), Alberto Fuguet, Ariel Dorfman y Diamela Eltit eran sus elegidos para esa clasificación. Pero curiosamente de Eltit no dice una palabra. Sin embargo, Donald L. Shaw sí le dedica un espacio amplísimo en sus muchas veces reeditado Nueva narrativa hispanoamericana.
Hasta donde he leído de la escritora chilena, su literatura era lo más cercano a un debate a tumba abierta entre el estatuto tradicional de la manera de contar y su férrea negación a respetarlo. Estamos hablando de novelas como Lumpérica (1983) y Por la patria (1986). Con esa filosofía, Diamela Eltit se fue ganando fama de indescifrable. O dicho de otra manera, autora para epígonos. Lo cierto es que la escritora ensayó siempre un experimentalismo con un altísimo grado de verosimilitud ética. Si en algunos lugares del mundo se ensayaba (y se ensaya todavía) una manera muy sutil de hacer imposible la vida a millones de personas, en otras (Chile entre ellos) se ensayaba una manera violentísima de reprimirlas. Cuando se llega a esas situaciones, viene a indicar la autora, el modelo tradicional de comunicación narrativa mediante la ficción se hace ineficaz. Pero además Diamela Eltit agregaba otra cuestión a su literatura: la situación de la mujer bajo regímenes autoritarios. Aquí debemos citar una novela paradigmática en este sentido: Los vigilantes (1994).
Diamela Eltit inspiró siempre uno de los grandes debates literarios: el de su legibilidad. Su rotundo desapego a la narrativa testimonial agregó más argumentos a la polémica. Mientras esto sucede y seguirá sucediendo, al margen de lo que siga haciendo nuestra autora, ahora se publica su nueva novela, Fuerzas especiales, limada su antigua programática oscuridad, pero no menos transgresora en su forma y en su discurso.
Fuerzas especiales es una de las mejores novelas escritas en castellano que he leído en los últimos tiempos. Lo es por su excelencia narrativa y por la perspectiva desde la que está narrada. En este último sentido, estoy tentado a decir que esta es una novela aristotélica, una novela profundamente ética en tanto la ética del estagirita nos enseña la búsqueda de la felicidad propia y el bien de los demás. En Fuerzas especiales todo lo que sucede es casi imposible de concebir, no porque lo que se nos narra sea ficcionalmente inverosímil, todo lo contrario. Lo es porque tanta bajeza moral, tanta agresividad física de un régimen, no se la merece nadie. De ahí esa sensación, esa atmósfera lindando con la novela de antelación que rezuma la historia de Diamela Eltit.
El cuerpo de carabineros y la policía chilenos (también podrían ser fuerzas militares o fuerzas paramilitares de otro país) tienen cercado un barrio de gente trabajadora. Todo lo que sabemos, toda la ingente materia inhumana, la zozobra, la sórdida celda en que se convierte una barriada entera, es vista e interiorizada desde la voz de una mujer que tiene que prostituirse para sobrevivir. Con el horizonte lejano de la felicidad y una bondad futuras. Fuerzas especiales es una lacerante metáfora sobre la pobreza y la indefensión cívica. Un relato sobre la violencia institucionalizada y el fracaso de las ilusiones domésticas y las grandes ilusiones, para decirlo con palabras de Balzac.
Invito al lector a leer esta novela. Nos habla bastante del mundo en el que vivimos. Puede que nos parezca una historia muy lejana en el tiempo y en el espacio, incluso para un lector chileno. Pero estas cosas sucedieron y suceden. El mundo todavía nos sigue siendo muy ancho y ajeno.
Fuerzas especiales. Diamela Eltit. Periférica. Cáceres, 2015. 176 páginas.