15.12.11

El hombre que caminaba

Se cumplen diez años de la muerte de W. G. Sebald. Un volumen recién publicado en inglés, Saturn's Moons, recorre la vida de este profesor, crítico y escritor alemán amante de los paseos y la fotografía
Desde la muerte del gran escritor alemán, se siguen desempolvando textos inéditos. foto.fuente:Revista Ñ

Uno de los misterios mayores de la literatura, y del arte en general, aparece en el momento en que se decide si una obra está terminada. En este sentido, una muerte prematura lo trastoca todo y acelera, paradójicamente, la publicación de obras inconclusas. Campo Santo de W. G. Sebald –editado hace unos años– reúne un buen número de trabajos inacabados y textos dispersos, pero el escritorio de Sebald debía de tener varios cajones secretos porque siguen surgiendo materiales apreciados. De cualquier modo, nunca una obra es tan breve como aparenta. El libro en homenaje a Sebald, Saturn's Moons, incluye diversas piezas recuperadas del olvido, entre ellas un puñado de ensayos, un guión y tres entrevistas redescubiertas. El texto más sustancial, "Los ángeles tallados de East Anglia", de 1974, ya denota su gusto por la prosa semi-documental, como él mismo la llamaba, por iglesias y casas de antigüedades, por regiones que resguardan un tiempo perdido. Otro notable documento es un guión jamás filmado sobre Ludwig Wittgenstein, proyecto que no consiguió fondos a pesar de la precariedad de la propuesta; la intención de Sebald era armar un filme con fotografías.

Considerable material inédito también contiene Across the Land and the Water, que recopila poemas escritos desde 1964 hasta su muerte. Son poemas breves, narrativos, recortados y retirados de la moviola de su prosa. Como suele pasar con sus relatos, lo más memorable es lo pasajero: un encuentro fortuito en un ferry, una confesión repentina, la forma de las hojas de un árbol extraño. No hay que olvidar que su primer libro fuera de los ensayos críticos fue Del natural, un largo poema que retrata a tres exploradores: el pintor Matthias Grünewald –"testigo del milagro de la nieve"–, el botánico Georg Steller y el propio autor. El año que apareció Austerlitz –su último año de vida– también publicó en una revista una serie de poemas sobre pueblos y paisajes del norte alemán y una serie de poemas brevísimos –For Years Now– del estilo de: "En los tiempos de Scipio / uno podía caminar / todo a lo largo / del norte de África / en la sombra".

Otro libro póstumo, también de poesía, fue Sin contar, textos concisos que acompañan fotos de ojos célebres o queridos, entre otros Beckett, Borges y Onetti. Por ejemplo, debajo de los ojos de su perro Moritz leemos: "Por favor envíame // el abrigo marrón / del valle del Rhin / con el que en una época / hacía mis caminatas nocturnas". Su incesante cercanía con la poesía vuelve a subrayar lo incómodo que resulta en su caso el mote de novelista. En sus versos se lo sorprende a Sebald –acaso porque era para él un género todavía más íntimo e inestable– en una posición más vulnerable, más novedosa. Allí se halla el Sebald más desconocido. (Es probable que no encontremos mejor lugar para conocer a alguien, pero también para desconocerlo, que un poema oculto, ocasional.) Los más difundidos de entre sus libros llegan con prestigio previo, adherido, antes incluso del obtenido por su autor, por los temas y nombres con que se involucra: Kafka, Stendhal, Thomas Browne. Cuando hay demasiada historia en Sebald, se ve más al montajista que al escritor. Por eso es más cautivante el Sebald personal, más dubitativo que informativo; cuando las cosas le suceden a él, no porque le pasen a Sebald sino a un personaje, a un anónimo que por momentos lleva su nombre.

Los anillos de Sebald

El gran tomo titulado Saturn's Moons, que acaba de publicarse en inglés con la edición de Jo Catling y Richard Hibbitt, está dividido en secciones que retratan, sucesivamente, al Sebald niño, universitario, profesor, lector, crítico y escritor. El autor de Los emigrados pasó sus primeros ocho años de vida en Wertach im Allgäu, un pueblo de montaña en el límite norte de los Alpes, al sudoeste de Bavaria, sobre la frontera con Austria. Un paisaje de una peligrosa perfección postal. (Sebald coleccionaría postales de muy distinto tipo). La clase de lugar en el que en esa época trasladaban madera en trineo. De chico se entretenía con pedazos de piolín, con los que armaba telas de araña y se quedaba a esperar la próxima presa. Si este episodio suena profético –del método de trabajo que adoptaría Sebald– es porque el asunto es al revés: en algunos la infancia crea las prácticas que serán, precisamente, nuestra única posesión en los años por venir. Por la casi constante ausencia de su padre, el rol central lo asumió su abuelo, con quien realizó caminatas que, fiel a su carácter de interminables, no olvidaría jamás. Esas caminatas con su abuelo reaparecen en El paseante solitario y en Vértigo, la menos singular de sus narraciones, pero la más relevante desde el punto de vista autobiográfico. (La presencia fantasmática de la infancia en una biografía replica la clase de presencia que tiene cuando el sujeto ya la ha dejado atrás hace años.)

Sebald era muy buen nadador y participaba del coro y del grupo de teatro del colegio. Ya de chico dependía del clima como le sucedía a su admirado Wieland. El clima a menudo proveyó a Sebald, como a tantos melancólicos, del ánimo conveniente, o funcionaba como conciliador entre extremos. En una ocasión admitió: "El reverso de la melancolía es siempre la ironía. A veces a uno le da risa la propia angustia y son dos estados de ánimo complementarios." A esa clase de ironía correspondería lo que notó uno de los alumnos: Sebald usaba un reloj en cada mano, uno digital y otro análogo. Algunos recuerdan que el profesor Sebald era introvertido, amable, un buen narrador oral, y que los recibía en su oficina sentado en una silla baja, "casi oculto detrás de los sacos colgados". Una de sus palabras favoritas, dicen, era "imposible". Puntuado por datos como éste, o revelaciones como la que asegura que su nombre cotidiano (Max) era un nombre adoptado por su incomodidad con el origen demasiado ario de sus dos nombres de pila legales (Winfried Georg), Saturn's Moons va delineando el lento trayecto de Sebald. De profesor a crítico, de crítico a poeta, de poeta a narrador, sin abandonar nunca ninguna de estas vocaciones (el método era siempre el mismo).

En Sebald, vida y obra tienen una relación oblicua, clandestina, similar a la de un texto y una imagen que conviven en una misma página. Nunca dejó de admitir que las biografías y las vidas ajenas eran de lo que más lo fascinaba, al igual que las coincidencias entre una vida y otra, entre otra vida y la propia. Encontrar en la vida de otro algo inesperado de la propia. Lo que hace Sebald es lo que él mismo dijo que hacía tan bien su adorado Robert Walser: "la invención de todo un pueblo de pobres almas, un desfile ininterrumpido de máscaras funcionales a la mistificación autobiográfica". No sorprende que a la larga diera con Pessoa, precursor absoluto del ocultismo de los heterónimos. La obra de Sebald parece suscribir al credo de Michael Holroyd: toda biografía nos da la oportunidad de un trabajo en colaboración con los muertos. Sebald empezó y terminó escribiendo sobre otros. Evitando por todos los medios de caer en aquello que el pintor Frank Auerbach –transformado en Max Ferber en Los emigrados– le dijo a un alumno a modo de crítica: "Le has puesto rouge a un cadáver". Seguramente este experto en legados y herencias, restos y ruinas, comulgara con Edwin Panofsky cuando este se preguntaba por qué debemos estar interesados en el pasado: "Porque estamos interesados en la realidad. No hay nada menos real que el presente. Una hora atrás, esta conferencia pertenecía al futuro. En cuatro minutos, pertenecerá al pasado."

Luces y sombras

Además de proporcionar raros retratos del propio Sebald, Saturn's Moons tiene una sección enteramente dedicada a su conexión con la fotografía. Su obra parece, de hecho, una serie de epígrafes inagotables a las imágenes que vemos en sus libros y a otras aludidas, al punto que el texto casi hace de cuenta que las imágenes no existen. Acaso por eso la foto con texto alrededor funciona mejor que aislada en una página. Las fotos ajenas que Sebald fue coleccionando para su posterior uso en sus libros no dejan de tener un costado heroico, y parecen representar las vidas que otros vivieron por nosotros, una vida utópica, pasada o futura. Es como si Sebald creyera que el tiempo de olvido que acumula una vieja foto compensara las pocas milésimas de segundo de exhibición que se necesitaron para sacarla, e indujera a quien la encuentra a una contemplación más prolongada. Esas cosas sucedieron, pero no pasaron, no terminaron de pasar. Sebald aparenta seguir el dogma de la luz disponible: no trabajar con luz artificial (en la imagen, en el texto). Al modo de Gerhard Richter desde la pintura, a veces se siente que por escrito Sebald está rehaciendo fotografías que luego pasan a ser no las copias sino los originales. Y que estuviera procurándole a lo azaroso aquello que sugería Richter: "La fotografía asumió una función religiosa. Todos produjeron sus propias 'imágenes devotas' que cuelgan o exhiben en sus casas: son los retratos de familiares y amigos que se guardan en su memoria". Por momentos hay una transacción tragicómica entre texto e imagen, como una nueva variante de las investigaciones de Wittgenstein acerca de la relación sinuosa entre decir y mostrar.

Clive Scott repasa las marcas y anotaciones de Sebald en los libros seminales de Berger, Barthes y Sontag sobre la fotografía, y el capítulo siguiente está consagrado a la biblioteca de Sebald, parte de la cual se conserva en el archivo de Marbach. Saturn's Moons provee curiosidades como la lista de libros favoritos de Sebald: Modos de ver, de John Berger, Habla, memoria de Nabokov, Vidas breves de John Aubrey, un Bernhard, un Stifter, un Hrabal, La marquesa de O de Von Kleist, Tres cuentos de Flaubert, W. o el recuerdo de la infancia de Perec, El jardín botánico de Claude Simon. Y un catálogo de la biblioteca revela la insistente presencia de Canetti, Enzensberger, Handke, Hölderlin, Hofmannsthal, Hamburger, Kluge, Koeppen, Ransmayr, Arno Schmidt, Peter Weiss, Michel Butor, Frank Kermode, Levi-Strauss. Los más subrayados son Adorno, Benjamin, Proust y Wittgenstein. Es evidente que algunos gustos literarios funcionan como catalizadores de otros, o como agentes que neutralizan la excesiva potencia de un vecino. Releyendo, se descubre que repetidas veces en Sebald la levitación funciona como la descripción suprema del efecto de la lectura.

La cuestión del ritmo

Saturn's Moons ofrece diversas entrevistas inéditas y uno de los principales asuntos de discusión es la traducción. A Sebald le preocupaba la cuestión del ritmo en una traducción, le parecía que los traductores menospreciaban esa cuestión: "Quizá nunca la leyeron en voz alta; creo que es bastante importante, incluso cuando uno escribe, murmurar la mayor parte del tiempo". Las páginas reproducidas con las correcciones de Sebald a las traducciones al inglés demuestran que la infinita cantidad de modificaciones las convertía en otro manuscrito, otro original. Esa inestabilidad del texto es fiel a su metodología, que bien pueden describir expresiones a las que el propio Sebald recurre en Los anillos de Saturno: "en círculos", "a tientas", "a campo traviesa". La desorientación como procedimiento. (Hay algo inconfesable en ciertos métodos de trabajo, que de conocerse cabalmente serían tildados de demenciales.) La hibernación, el montaje lento, tardígrado, para dar con su llave maestra, la sincronicidad: "el modo en que incidentes y experiencias bastante distanciadas terminan estando ligados, aunque no podamos explicar cómo".

El narrador de Sebald es una primera persona en estado de borrador, afantasmada, un Thomas Bernhard en contexto histórico, más erudito, medicado. Un narrador que podría definirse con algunas indicaciones de Debussy a sus preludios: lento y grave, dulcemente expresivo, profundamente calmo. Recurre con frecuencia, sí, a la hipérbole deliberada, para lograr un efecto entre catastrófico y casi cómico. Sebald tiene debilidad por la exageración y la dramatización de momentos estáticos, a medias reales –como una aparición– que culminan en un instante de enmudecimiento. En Sebald, la menor cosa causa la máxima impresión y deja huellas imborrables.

Una prosa anacrónica

La contracara de la deriva exploratoria, preliminar, es el férreo control de los textos en Sebald (no es casual que a cada rato un personaje tema caer en la locura). Sebald tiene debilidad por las cosas que no sabe por qué motivo se hicieron o sucedieron, pero las cuenta con una claridad meridiana. En su afán por desaparecer el narrador recurre a citas –una obra hecha de citas, como quería Benjamin– y repudia sus propias fantasías. La de Sebald es, podría decirse, una prosa anacrónica puntuada por una técnica moderna (fotos intercaladas); moderna en cuanto a que es una herramienta con margen para seguir explorándose aun décadas después de la Najda de André Breton. Es una prosa adornada con imágenes, pero del modo en que alguien adornaría un árbol de Navidad con granadas. Sembrada por una galería de personajes en los que es difícil encontrar uno solo que carezca de algún grado de excentricidad.

La idea de un escritor como Sebald parece ser atractiva per se y la literatura contemporánea más visible, en general, se ve tan poco fecunda, que se tiende a exagerar el elogio de aquello que cobra otro relieve. En 1990, a los cuarenta y seis años, publicó Vértigo, su primera narración. Diez años después ya había publicado cuatro extensas narraciones y enseguida un accidente clausuró su obra. Otros diez años más tarde está considerado un clásico contemporáneo. De pronto –paradójicamente, dado su temperamento y su trayectoria– a Sebald las cosas le sucedieron demasiado rápido. La vida y la obra de Sebald han viajado a contracorriente, de lo tardío a lo prematuro. La hora cambiada podría verse, entonces, como la cifra de su trabajo. El personaje Max Ferber de Los emigrados cuenta que el padre, que se acostaba más temprano, siempre le decía a la madre: "No es saludable leer tan tarde en la noche". Son los lectores los que sabrán aportar su lentitud, siempre providencial. Caminando, como no pocas criaturas de Sebald, inclinados hacia el viento.

8.11.11

Las elipsis de Shakespeare

En Anatomía de la influencia, el crítico literario Harold Bloom vuelve sobre uno de sus temas preferidos: cómo elaboran los grandes escritores la herencia que reciben de sus predecesores. Aquí, parte de uno de los capítulos principales de esta obra
Harold Bloom nació en Nueva York en 1930. A los 81 años, sigue enseñando en las universidades de Nueva York y Yale. Es autor de dos docenas de ensayos sobre literatura, varios de ellos premiados. foto:Basso Cannarsa. fuente:adncultura.com

Después de Chaucer y Marlowe, el principal precursor de Shakespeare fue la Biblia inglesa: la Biblia de los Obispos hasta 1595 y la Biblia de Ginebra a partir de 1596, el año en que Shylock y Falstaff fueron creados. Al hablar de la influencia de la Biblia sobre Shakespeare, no me refiero a su fe o espiritualidad, sino a las artes del lenguaje: la dicción, la gramática, la sintaxis, las figuras retóricas y la lógica del argumento. Lo supiera Shakespeare o no, eso significaba que su modelo de prosa más influyente era el mártir protestante William Tyndale, cuya descarnada elocuencia constituye aproximadamente el 40 por ciento de la Biblia de Ginebra, un porcentaje mayor en el Pentateuco y el Nuevo Testamento. Puesto que el propio padre de Shakespeare era un disidente católico, muchos estudiosos le atribuyen al poeta dramaturgo simpatías católicas, una opinión que me parece muy dudosa. No sé si Shakespeare el hombre era protestante o católico, escéptico u ocultista, hermético o nihilista (aunque sospecho de esta última posibilidad), pero el dramaturgo se inspiró en la archiprotestante Biblia de Ginebra a lo largo de los últimos diecisiete años de su producción. Milton también era un gran lector de la Biblia de Ginebra, aunque me pregunto cada vez más si el último Milton no era una secta postprotestante de un solo miembro, anticipándose a William Blake y Emily Dickinson.

Entre otros precursores, Ovidio le transmitió a Shakespeare su amor por el flujo y el cambio, las cualidades que Platón más aborrecía. Al principio Marlowe casi apabulló a Shakespeare, incluso en la deliberada parodia que es Tito Andrónico y el maquiavélico Ricardo III . Pero Shakespeare llevó a cabo una lectura errónea tan poderosa de Marlowe, al menos desde Ricardo II en adelante, que todos los rastros de Marlowe se convirtieron en ilusiones férreamente controladas. Chaucer fue un elemento tan fundamental en la creación de personajes ficticios en Shakespeare como lo fue Tyndale en algunos aspectos de su estilo. En otras páginas he seguido el libro de Talbot Donaldson The Swan at the Wall: Shakespeare Reading Chaucer , al describir el efecto de la comadre de Bath sobre sir John Falstaff, y me atengo a mi idea anterior de que Shakespeare sacó de Chaucer la idea de representar a personas que cambian al oírse a sí mismas sin querer. No obstante, incluso Chaucer, el escritor más poderoso en lengua inglesa a excepción de Shakespeare, no fue el definitivo precursor, pues el propio Shakespeare se arrogó ese privilegio a partir de 1596, cuando cumplió treinta y dos años y dio a luz a Shylock y a Falstaff.

¿Podemos hablar de "Shakespeare Agonista"? Creo que ese poeta no existe. Sí podemos hablar de "Chaucer Agonista", que creó autoridades no existentes y no mencionó a Boccaccio. "Milton Agonista" sería sinónimo. Shakespeare, en cambio, subsumió sus influencias: Ovidio y Marlowe en la superficie, William Tyndale y Chaucer mucho más interiorizados.

Caracterizar el contexto de Shakespeare, en su estilo anterior o nuevo, es algo que me agota. Shakespeare y el dramaturgo contemporáneo suyo Philip Massinger parecen el mismo cuando los historiadores de esa época los estudian. No obstante, las obras de Massinger interesan solo a unos cuantos estudiosos especializados. Shakespeare cambió a todo el mundo, Massinger incluido, y sigue cambiándote a ti, a mí y a todos los Historicistas y Cínicos. Lo que Shakespeare deja fuera es más importante que lo que los demás dramaturgos isabelino-jacobinos introducen. Todos los numerosos elementos de la extrañeza de Shakespeare podrían reducirse de manera convincente a su tendencia elíptica en perpetuo incremento, su desarrollo del arte de dejar cosas fuera. Muy seguro de sus poderes mágicos sobre el público corriente y las élites por igual, escribió cada vez más para algo agonístico que había dentro de él.

Aldous Huxley tiene un inteligente ensayo titulado "La tragedia y toda la verdad", en el que argumenta que, en Homero, cuando pierdes a tus compañeros de tripulación te sientas delante de tu carne y tu vino con entusiasmo y te echas una siesta para olvidar tu pérdida.

Esto es todo lo contrario de la tragedia de Sófocles, en la que la pérdida es irrevocable e infinitamente sombría. En la tragedia shakespeariana se fusionan lo homérico y lo sofocleano, mientras que la Biblia inglesa nunca está muy lejos. El género desaparece en Shakespeare porque, contrariamente a lo que afirma Huxley, él quiere darse a sí mismo y a los demás la tragedia y toda la verdad.

Hamlet, por afectado que esté ante lo que parece ser el fantasma de su supuesto padre, no puede dejar de bromear al estilo de Yorick, auténtico padre y madre mezclados, y se dirige irrespetuosamente al fantasma llamándole "topo viejo".

Para acomodar la tragedia y toda la verdad al mismo tiempo, debe dejar fuera todo lo que sea posible, indicando al tiempo cuáles son las ausencias. Ningún lector despierto duda ni de la tragedia ni de toda la verdad de las atroces obras que son Otelo y El rey Lear , ambas campos de inferencia en los que nos perdemos sin comprender lo errático que es nuestro camino. Cuando ante un público o un grupo de discusión de alumnos afirmo que el matrimonio de Otelo y Desdémona probablemente nunca se consumó, casi siempre me encuentro con voces en desacuerdo, cosa que se parece mucho a la actitud con que me enfrento cuando insisto en que el enigmático Edgar es el otro protagonista de El rey Lear , y que es con mucho su personaje más admirable, un héroe de gran entereza aunque con muchos defectos, que comete errores de juicio por culpa de un inmenso amor que no puede aprender a mantener plenamente. Los escépticos que oyen mis palabras objetan de manera comprensible: Si tales interpretaciones son exactas, ¿por qué Shakespeare hace que sea tan difícil llegar a ellas?

Le doy la vuelta a esta objeción: ¿Qué se clarifica en Otelo si el Moro nunca ha conocido cabalmente a su mujer? ¿Qué es todavía más terrible en El rey Lear si su centro pragmático es Edgar y no el destrozado padrino al que ama y venera? La heroica vulnerabilidad del Moro ante el genio demoníaco de Yago se vuelve mucho más comprensible, sobre todo si este sospecha la ambivalente reticencia de Otelo a la hora de poseer a Desdémona. Edgar es la más profunda encarnación del autocastigo de Shakespeare, del espíritu que se desgarra en el proceso defensivo. Si meditamos profundamente sobre Edgar, reajustamos la tragedia de Lear, puesto que solo Edgar y Edmond nos ofrecen perspectivas distintas de la del propio Lear acerca de la caída del gran rey en su abismo. La más elaborada de las tragedias domésticas de Shakespeare se basa, para su coherencia final, en la interactuación entre los sentimientos increíblemente intensos de Lear, la gélida libertad de todo afecto de Edmond, y los tercos sufrimientos de Edgar, incluyendo su apatía, el "cuitado y fingido papel" de Tom O'Bedlam, tal como lo expresa la página del título del Primer Cuarto.

Siempre que busco precedentes -más que fuentes- para Shakespeare, llego más a menudo a Chaucer que a la Biblia inglesa, Ovidio o al Marlowe ovidiano. William Blake, al comentar la comadre de Bath, parece haberla interpretado como la encarnación de todo lo que temía: la Voluntad Femenina. Hoy en día me parece necesario recalcar que Blake descubría la Voluntad Femenina tanto en los hombres como en las mujeres. Chaucer el peregrino se deleita con Alice, la comadre de Bath, y también nosotros. No obstante, aun cuando hubiera despachado a sus primeros tres maridos, bastante débiles, con sus generosamente activos lomos, hay una elipsis justo antes de que su cuarto marido se dirija convenientemente a su funeral y ella lo llore generosamente, liberándola para poder seguir con el amor de su vida, su joven y quinta pareja. Es evidente que fue bastante fácil deshacerse del inconveniente cuarto marido.

A partir de Chaucer, Shakespeare aprendió a ocultar su ironía expandiéndola hasta que hizo falta algo más que la vista para captarla. Con Hamlet ni siquiera podemos oírla. No existe ningún otro personaje literario que tan rara vez diga lo que quiere decir o quiera decir lo que dice. Es un detalle que indujo al clerical T. S. Eliot, que tenía ambivalencias sin resolver hacia su propia madre, a juzgar que Hamlet era J. Alfred Prufrock, y la obra de Shakespeare "sin la menor duda un fracaso artístico!". Con la posible excepción de El rey Lear , Hamlet es sin duda el éxito artístico supremo de la literatura occidental. Eliot, un gran poeta aunque tendencioso, casi con toda seguridad fue uno de los peores críticos literarios del siglo XX. Su absoluto desprecio por Sigmund Freud, el Montaigne de su época, perjudicó al oráculo antisemita, que dominaba el mundo académico en mi juventud.

Richard Ellmann me aseguró que Joyce siempre defendía la brillante lectura de Hamlet que da Stephen en la escena de la Biblioteca Nacional en Ulises . En esa interpretación está implícita la idea de que el amor paternal de Shakespeare por su Hamlet repite la pauta del amor de Falstaff por Hal, una pauta que William Empson y C. L. Barber encontraron presente en los sonetos de amor traicionado de Shakespeare dedicados a Southampton y Pembroke.

La mayor elipsis de Hamlet es todo lo que ocurre con anterioridad a la obra, donde el alma del príncipe ha muerto. Tenemos que conjeturar por qué y cómo, pues la magnitud de su enfermedad mortal tiene que haber precedido con mucho la muerte de su padre y el segundo matrimonio de su madre. La pista más importante es la relación del príncipe con Yorick, que mil veces llevó al muchacho a su espalda e intercambió muchos besos con un niño ávido de afecto. La imagen característica de la obra es el maduro príncipe sujetando con la mano el cráneo de Yorick y formulando preguntas crueles y de imposible respuesta.

Existe una relación oculta entre el prolongado malestar de Hamlet y el singular y deslumbrante enigma de la obra, el vacío que se da en la mimesis desde el acto II, escena dos, hasta el acto III, escena dos. Contemplamos y escuchamos no una imitación de una acción, sino más bien representaciones de representaciones anteriores. El pacto entre el escenario y el público queda abolido en favor de un baile de sombras, donde solo Hamlet el manipulador es real. Al destruir su propio género, la obra nos entrega a un Hamlet que carece de padre. Shakespearelo persigue, pero Hamlet siempre se escapa, un duende locuaz tocado con la guirnalda de Apolo.

¿Cómo puede centrarse una obra teatral en el significado de una autoconciencia apocalíptica y en la trascendencia de una actuación dramática que prácticamente purga la conciencia del yo en el acto V? Eso solo nos lleva a otras cuestiones en este laberinto de elipsis: ¿Por qué Hamlet regresa a Elsinore después de su abortado viaje a Inglaterra? No tiene ningún plan y se niega a concebir ninguno. ¿Por qué se mete en la evidente ratonera del duelo con Laertes? Si en verdad no sabemos absolutamente nada de nada de lo que dejamos tras nosotros, entonces tanto da que partamos en un momento u otro, aunque seguramente Hamlet sepa más que el resto de nosotros acerca del significado y la naturaleza del tiempo. Lo hemos escuchado en siete soliloquios, y aún precisamos muchísimo un octavo, que Shakespeare se niega a darnos.

Otras elipsis abundan en Shakespeare.De las grandes figuras de sus obras -Falstaff, Hamlet, Yago, Cleopatra- solo Hamlet tiene padres, por dudoso que pueda ser uno de ellos. En 1980, R. W. Desai sugirió que Claudio era el padre probable de Hamlet. Pero ni nosotros ni el príncipe sabemos cuándo comenzó la relación sexual entre su tío y su madre. Hamlet, cuya irónica manera de actuar es no decir lo que quiere ni querer decir lo que dice, no expresará su perplejidad, aunque esta debe de dejarle insensible. Una cosa es cargarse a un tío asesino, y otra muy distinta matar al padre.

Hamlet reclama su nombre, no ya el de su padre putativo, tras haber arrojado el Fantasma al Mar del Norte, por así decir. Regresa como Hamlet el danés, concediendo quizá que el sátiro Claudio podría ser su padre fálico. No lo sabemos, ni tampoco él. Yorick, el padre imaginativo que amó y crió al pequeño hasta que tuvo siete años, puede considerarse la mayor elipsis en la elíptica tragedia de Hamlet. Nadie tiene por qué dejarse embaucar por el desagrado de Hamlet mientras contempla el cráneo de Yorick. Incluso al otro lado del afecto, Hamlet en el cementerio compone una elegía a Yorick como su auténtico padre y madre, el autor de su ingenio.

De Falstaff, Shakespeare dice tan solo que el ingenioso gordinflón le sirvió como paje a Juan de Gante, el padre del rey Enrique IV. De Yago, solo conjeturamos que como alférez de Otelo comenzó a venerar a su capitán como si fuera un dios de la guerra. De la Serpiente del Nilo anterior a Antonio solo se nos dice que Pompeyo y César disfrutaron de ella, pero solo César -antes de Antonio- engendró con ello un bastardo. ¿Por qué dar tanta grandeza y sin embargo decirnos tan poco?

Los bastardos de Shakespeare comienzan con el maravilloso Faulconbridge de El rey Juan , y a continuación se ensombrecen con el matón don Juan de Mucho ruido y pocas nueces . El espectacular genio de la bastardía es Edmond, aunque Bruto y Hamlet son posibilidades ambiguas. En la segunda parte de Enrique IV , Suffolk habla orgullosamente antes de que lo lleven a ejecutar: "La mano bastarda de Bruto/ apuñaló a Julio César" (IV, 1, 136-137). Plutarco menciona el escándalo (que saca de Suetonio) de que Bruto era hijo de César, y Shakespeare lo insinúa sin decirlo abiertamente en Julio César. Es evidente que Bruto y César conocen su verdadera relación, y Hamlet y Claudio no pueden eludirla.

El Stephen de Joyce se hace eco del elíptico Shakespeare en la escena de la Biblioteca Nacional, donde se nos dice que la paternidad es siempre una ficción, algo que Joyce astutamente contrapone a su insistencia en la condición judía de Poldy Bloom. Joyce, el propio Bloom y todo Dublín están de acuerdo en esta identificación, pero cuentan muy poco contra el Talmud. El padre de Poldy es el húngaro judío Virag, pero su madre y la madre de esta eran católicas. Esto pone el Talmud patas arriba. Al judaísmo normativo simplemente le da igual quién era tu padre: solo el hijo de una madre judía es judío, y punto.

Se dice que Picasso afirmó que no le importaba quién lo hubiera influido, sino quién no quería que lo influyera. Y no obstante sigo a Paul Valéry en su creencia de que la autoinfluencia denota un logro literario singular, es una forma sublime de ser dueño de ti mismo que solo se encuentra en los más poderosos de los escritores poderosos. El candidato más vital tiene que ser la lectura errónea de Shakespeare por parte de Shakespeare. Al influirse a sí mismo, Shakespeare impone el modelo para la advertencia de Valéry de que debemos aprender a entender la influencia de una mente sobre sí misma. Según cómo se cuenten, Shakespeare escribió treinta y ocho obras de teatro, de las que veinticinco más o menos son totalmente dignas de él. Los gustos varían: como devoto falstaffiano no soporto Las alegres comadres de Windsor , y Los dos caballeros de Verona no es mucho mejor, a pesar de un perro adorable. Tito Andrónico , para mí, es una parodia marlowiana, como si el joven Shakespeare estuviera diciendo: "¡Si queréis sangre, aquí la tenéis!"

El Bastardo Faulconbridge de El rey Juan comienza a ser el verdadero Shakespeare, pero su primer gran triunfo es lo que sigo llamando la Falstaffiada: las dos partes de Enrique IV y la elegía en prosa cockney que dedica la señora Quickly a sir John en Enrique V . El éxito instantáneo de Falstaff transformó la carrera de Shakespeare: terminó el aprendizaje con Marlowe y comenzó una absoluta independencia. Falstaff reemplazó a Marlowe como precursor de Shakespeare.

Esto tampoco supone un rechazo de los demás predecesores: Ovidio, Chaucer, el Nuevo Testamento de Tyndale, Montaigne. Sin embargo, como reconoció Giambattista Vico, solo conocemos lo que nosotros mismos hemos hecho, y Shakespeare conocía a Falstaff. Olvidaos de lo que los estudiosos siguen perorando acerca del inmortal Falstaff, aunque tengan a Hal/Enrique V de su parte. Los espectadores y los lectores de Shakespearese enamoran de Falstaff porque pronuncia la bendición laica: "¡Dadme vida!". Hamlet, Yago, Lear y el Bufón, Edgar y Edmond, Macbeth: estos no son para nosotros los embajadores de la vida. Cleopatra lo es y no lo es; Bernard Shaw la denunció astutamente, y también a Falstaff, cuando expresó que lamentaba que la mente de Shakespeare fuera mucho menos amplia que la del creador de César y Cleopatra .

Falstaff engendró a Hamlet, y el Príncipe Negro posibilitó la existencia de Yago y Macbeth. Lo que los gnósticos denominan el pleroma , la plenitud, siempre acompaña a Falstaff. Hamlet se desvía irónicamente del gigante de la comedia, una desviación a la que Shakespeare responde de manera sintética con el perfeccionamiento del arte escénico en Medida por medida y Otelo . Si leemos juntas las dos obras, resultan una sinécdoque global del arte de Shakespeare como dramaturgo, se interprete como se interprete al duque Vincentio, ya sea como un benevolente entrometido o como un fastidiaobras tipo Yago.

En el esquema revisionista que propongo, El rey Lear y Macbeth juntas son una kenosis radical, la destrucción del pleroma fasltaffiano. Una sublime compensación puede leerse en la respuesta daimónica de Shakespeare, Antonio y Cleopatra, el horizonte más lejano de su carrera, del cual se retira ascéticamente en Coriolano . El cuento de invierno y La tempestad aparecen como un resplandor final, un candor siempre juvenil, lejano y sin embargo familiar cuando llega. Leontes, Hermione, Perdita y Autólico son una versión del final; Próspero, Ariel y Calibán son otra muy distinta. Falstaff le podría haber dicho muchas cosas a Autólico, pero poco o nada a Ariel. La tempestad es una orilla más salvaje que Cuento de invierno , y la obra más sorprendente de su poeta, que no será superada, su última y mejor comedia, y una extraordinaria despedida para el más revisionista de todos los escritores que han existido.

23.8.11

Leer sin fundamento

El autor plantea que leer es un acto en sí mismo infundado pero que paradójicamente se halla condicionado por el consenso relativo de cualquier gusto imperante, o por los dictados de críticos prestigiosos

No se cómo, cuándo, ni por qué empecé a leer. Pero si sé porque he continuado leyendo.foto:archivo.fuente:colaboración

Desde siempre me recuerdo leyendo; viviendo ilegalmente, como un intruso, en las historias invisibles y los cosmos virtuales que emergen desde los 28 signos del alfabeto. Con el poder de un demiurgo la tinta se desliza, permutándose, proliferando, sobre la tersa superficie de un papel que siempre tendría que ser como una placenta para mis ensueños y confrontaciones.

No se cómo, cuándo, ni por qué empecé a leer. Pero si sé porque he continuado leyendo.

No obstante, hay tiempos aciagos en que abatido por el aburrimiento no encuentro qué leer. Me aburren y abrumaban los textos que no alcanzan a procurarme ese exquisito, excepcional y maravilloso placer catártico, ese conocimiento abisal, esa abreacción que siempre busco en la lectura. De ninguna manera afirmo que no existan todavía muchas obras maestras dignas de ser leídas, que no he leído, y que podría leer. Solo afirmo que únicamente quiero leer lo que me de la gana. Lo que me satisfaga esa gana de placer y sabiduría heterodoxa, esa gana de terror sublime o de carcajada o compasión sonriente. Sólo quiero seguir la muy arbitraria, caprichosa y conspicua veleidad de mis apetencias. Sólo deseo leer lo que extáticamente agite mis númenes y fantasmas insaciables o señale mis máscaras innombrables. Cuando no encuentro qué leer, entonces, quiero y pretendo escribir la historia soñada que yo mismo ansiaría leer.

Sin ninguna culpa saboreo el mortífero sopor que me provocan el Ulises de Joyce o los textos de Antonio Lobo Antunes. Antes de hastiarme alcancé a leer algunas páginas de Los detectives salvajes. Y como sé muy bien que son reputados literatos, no me atrevo a removerlos de mi congestionada mesa de noche donde reposan, injustamente, junto a los otros libros que tal vez nunca leeré, a los que apenas pude comenzar y no supe continuar leyendo, o a los que sólo puedo leer de vez en cuando, distraídamente y entre bostezos.

De manera muy distinta, a veces, recuerdo el vulgar deleite que en alguna época me depararon las novelitas de Corín Tellado. Como olvidar la veleidosa fruición del inolvidable Salgari, de quien perseguí la continuación de una de sus historias para conocer el desenlace, insoportablemente interrumpido, al final de un libro que continuaba en otro, al que durante años y años busqué sin lograrlo encontrar hasta que un hada milagrosa tuvo la muy sesuda y suspicaz ocurrencia de regalármelo. Como olvidar esa emoción impura y exultantemente hollywoodense de los bestsellers que redactan aquellos mercenarios de la escritura, que sin ningún empacho pregonan que su negocio es vender novelas.

Pero quiero justificar y compensar también los desatinos de mi gusto. A carcajada limpia me he batido con El Quijote y El Buscón. Con gusto he padecido el terror sublime de Poe y Lovecraf, y degustado, sin cansancio ni hastío, el inigualable placer de leer a Proust. Desde el conocimiento abisal que procuran Artaud, Sade, Bataille y Castaneda, cualquiera puede arrojarse en la catársis que desatan Edipo y Segismundo. Cada vez que puedo rescato la abreacción que procuran siempre las gestas insumisas de Don Juan, Fausto y Henry Miller. Aunque las sospechosas apariencias así lo indiquen, no haré ninguna otra enumeración para no pecar de recalcitrante pedantería

André Guide no quiso, no supo, o no pudo leer a Proust. En su época de aparición casi nadie leyó a Moby Dick. Durante la edad neoclásica Shakespeare dejó de ser leído como un gran autor hasta que de nuevo lo reivindicaron los románticos. Algún lector ilustrado exaltaba a Vargas Vila en detrimento del mequetrefe de Proust. Insignes editores no han sabido leer a grandes literatos. No alcanzo a imaginar la desazón metafísica del infeliz editor que no supo leer en el Código Da Vinci las posibilidades de ventas millonarias.

Con estos ejemplos solo pretendo argüir que el acto de la lectura carece de cualquier fundamento que lo regule y legitíme objetivamente, más allá de sí mismo, o con respecto a las normas de alguna verdad superior de donde deduciría su validez.

Leer es un acto en sí mismo infundado pero que paradójicamente se halla condicionado por el consenso relativo de cualquier gusto imperante, o por los dictados de críticos prestigiosos. Los parámetros de cualquier estética determinada se absolutizan para encomiar los valores que la representan y demeritar lo que no responde a sus dictados.

Si el gran Gide no supo leer a Proust fue porque la burbuja dorada de sus propios dogmas se lo impidió. Shakespeare no encajaba en los cánones neoclásicos. Rechazaron al Código Da Vinci porque no respondía a la visión de mercado que guiaba a esa desgraciada editorial. El prestigio y los premios literarios también obedecen a esa dinámica arbitraria del juicio de lectura sesgado por el prejuicio estético o por una determinada escuela crítica o ciertas exigencias políticas o culturales. Ninguna objetividad es posible en la lectura porque nunca han existido verdaderos principios fundamentales que la sustenten. En la edad del nihilismo nos toca leer sin fundamento.

Parafraseando a Nietzsche -en la interpretación de G. Vattimo- el nihilismo es la situación en la que el hombre reconoce explícitamente la ausencia de fundamento como constitutiva de su propia condición.

Para leer sin fundamento es preciso desatar dentro de nuestra subjetividad lo que Foucault llamó una lucha transversal que deconstruya los pretendidos fundamentos culturales que nos sujetan y predeterminan como si fuesen verdades absolutas. Fundamentos que no pueden ser fundamento por que son simples construcciones o consensos relativos a una época, visión de mundo, o tendencia estética. También seria preciso enfrentar críticamente los supuestos fundamentos que podrían hallarse implícitos o expuestos en el texto leído como si fuesen la representación de alguna verdad trascendente.

Leer sin fundamento implica abrirse completamente al texto para que su otredad misteriosa, para que su alteridad interrogante relativice nuestros dogmas, rompa nuestra burbuja dorada. Por esto tengo en mi mesa de noche atestada de todos aquellos libros que no he sabido leer. Espero que su potencial influjo destruya un día las resistencias inconscientes que me sobredeterminan para lograr, por fin, leer el Ulises de Joyce.

Simón Jánicas

25.7.11

El arte de contar historias

"Hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento"
Jorge Luis Borges: Arte poética, uno de su más raros libros compilados a partir de sus conferencias en inglés y traducido por Justo Navarro.foto:archivo.fuente:olvidada

Las distinciones verbales deberían ser tenidas en cuenta, puesto que representan distinciones mentales, intelectuales. Pero es una lástima que la palabra «poeta» haya sido dividida en dos. Pues hoy, cuando hablamos de un poeta, sólo pensamos en alguien que profiere notas líricas y pajariles del tipo de «With ships the sea was sprinkled far and nigh, / Like stars in heaven» («Con barcos, el mar estaba salpicado aquí y allá como las estrellas en el cielo»; Wordsworth), o «Music to hear, why hear'st thoumusic sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy» («¿Por qué, siendo tú música, te entristece la música? / Placer busca placeres, ama el goce otro goce»; Shakespeare). Mientras que los antiguos, cuando hablaban de un poeta –un «hacedor»–, no lo consideraban únicamente como el emisor de esas elevadas notas líricas, sino también como narrador de historias. Historias en las que podíamos encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también las voces del coraje y la esperanza. Quiere decir que vaya hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento.
Quizá el primer ejemplo que nos venga a la mente sea La historia de Troya, como la llamó Andrew Lang, que tan certeramente la tradujo. Examinaremos en ella la antiquísima narración de una historia. Ya en el primer verso encontramos algo así: «Háblame, musa, de la ira de Aquiles». O, como creo que tradujo el profesor Rouse: «An angry man –that is my subject. («Un hombre iracundo: tal es mi tema»). Quizá Hornero, o el hombre a quien llamamos Homero (pues ésta es, evidentemente, una vieja cuestión), pensó escribir un poema sobre un hombre iracundo, y eso nos desconcierta, pues pensamos en la ira a la manera de los latinos: «ira furor brevis». La ira es una locura pasajera, un ataque de locura. Es verdad que la trama de la lliada no es, en sí, precisamente agradable: esa idea del héroe malhumorado en su tienda, que siente que el rey lo ha tratado injustamente, emprende la guerra como una disputa personal porque han matado a su amigo y vende por fin al padre el cadáver del hombre al que ha matado.
Pero quizá (puede que ya lo haya dicho antes; estoy seguro), las intenciones del poeta carezcan de importancia. Lo que hoy importa es que, aunque Homero creyera que contaba esa historia, en realidad contaba algo mucho más noble: la historia de un hombre, un héroe, que ataca una ciudad que sabe que no conquistará nunca, un hombre que sabe que morirá antes de que la ciudad caiga; y la historia aun más conmovedora de los hombres que defienden una ciudad cuyo destino ya conocen, una ciudad que ya está en llamas. Yo creo que éste es el verdadero tema de la lliada. y, de hecho, los hombres siempre han pensado que los troyanos eran los verdaderos héroes. Pensamos en Virgilio, pero también podríamos pensar en Snorri Sturluson, que, en su más joven edad, escribió que Odín –el Odín de los sajones, el dios– era hijo de Príamo y hermano de Héctor. Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria.
Tomemos un segundo poema épico, Podemos leerlo de dos maneras. Supongo que el hombre (o la mujer, como pensaba Samuel Butler) que la escribió no ignoraba que en realidad contenía dos historias: el regreso de Ulises a su casa y las maravillas y peligros del mar. Si tomamos la Odisea en el primer sentido, entonces tenemos la idea del regreso, la idea de que vivimos en el destierro y nuestro verdadero hogar está en el pasado o en el cielo o en cualquier otra parte, que nunca estamos en casa.
Pero evidentemente la vida de la marinería y el regreso tenían que ser convertidos en algo interesante. Así que, poco él poco, se fueron añadiendo múltiples maravillas. y ya, cuando acudimos a Las mil una noches, encontramos que la versión árabe de la Odisea, los siete viajes de Simbad el marino, no son la historia de un regreso, sino un relato de aventuras; y creo que como tal lo leemos. Cuando leemos la Odisea, creo que lo que sentimos es el encanto, la magia del mar; lo que sentimos es lo que el navegante nos revela. Por ejemplo: no tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de anillos, ni para el goce de la mujer, ni para la grandeza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas. Así tenemos las dos historias en una: podemos leerla como un retorno a casa y como un relato de aventuras, quizá el más admirable que jamás haya sido escrito o cantado.
Pasemos ahora a un tercer «poema» que destaca muy por encima de los otros: los cuatro Evangelios. Los Evangelios también pueden ser leídos de dos maneras. El creyente los lee como la extraña historia de un hombre, de un dios, que expía los pecados de la humanidad. Un dios que se digna sufrir, morir, en la «bitter cross» («amarga cruz»), como señala Shakespeare. Existe una interpretación aun más extraña, que encuentro en Langland. La idea de que Dios quería conocer en su totalidad el sufrimiento humano, que no le bastaba con conocerlo intelectualmente, tal como le era divinamente posible; quería sufrir como un hombre y con las limitaciones de un hombre. Pero quien (como muchos de nosotros) no es creyente puede leer la historia de otra manera. Podemos pensar en un hombre de genio, un hombre que se creía un dios y al final descubre que sólo era Un hombre y que Dios –su dios– lo había abandonado.
Digamos que durante muchos siglos, estas tres historias –la de Troya, la de Ulises, la de Jesús–le han bastado a la humanidad. La gente las ha contado y las ha vuelto a contar una y otra vez; les ha puesto música, las ha pintado. Han sido contadas muchas veces, pero las historias perduran, sin límites. Podríamos pensar en alguien que, dentro de mil o diez mil años, una vez más volviera a escribirlas. Pero, en el caso de los Evangelios, hay una diferencia: creo que la historia de Cristo no puede ser contada mejor. Ha sido contada muchas veces, pero creo que los pocos versículos en los que leemos, por ejemplo, cómo Satán tentó a Cristo tienen más fuerza que los cuatro libros del Paradise Regained. Uno intuye que Milton quizá ni sospechaba la clase de hombre que fue Cristo.
Bien, tenemos estas historias y tenemos el hecho de que los hombres no necesitan demasiadas historias. Imagino que Chaucer jamás pensó en inventar una historia. No pienso que la gente fuera menos inventiva en aquellos días que hoy. Pienso que se contentaba con las nuevas variaciones que se añadían al relato, las sutiles variaciones que se añadían al relato. Esto, además, facilitaba la tarea del poeta. Sus oyentes y lectores sabían lo que iba a decir y podían apreciar las diferencias en su justa medida.
Ahora bien, la épica –y podemos considerar los Evangelios una especie de épica divina– lo admite todo. Pero la poesía, como he dicho, ha sufrido una división; o, mejor, por un lado tenemos el poema lírico y la elegía, y por otro tenemos la narración de historias: tenemos la novela. Uno casi siente la tentación de considerar la novela como una degeneración de la épica, a pesar de escritores como Joseph Conrad o Herman Melville. Pues la novela recupera la dignidad de la épica.
Si pensamos en la novela y la épica, nos vemos tentados a pensar que la principal diferencia estriba en la diferencia entre verso y prosa, entre cantar y exponer algo. Pero pienso que hay una diferencia mayor. La diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe: un hombre que es un modelo para todos los hombres. Mientras, como Mencken señaló, la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje.
Esto nos lleva a otra cuestión: ¿Qué pensamos de la felicidad? ¿Qué pensamos de la derrota, de la victoria? Hoy, cuando la gente habla de un final feliz, lo considera una mera condescendencia hacia el público o un recurso comercial; lo consideran artificioso. Pero durante siglos los hombres fueron capaces –de creer sinceramente en la felicidad y en la victoria, aunque sentían la imprescindible dignidad de la derrota. Por ejemplo, cuando la gente escribía sobre el Vellocino de Oro (una de las historias más antiguas de la humanidad), oyentes y lectores sabían desde el principio que el tesoro sería hallado al final.
Bien, hoy, si se emprende una aventura, sabemos que acabará en fracaso. Cuando leemos –y pienso en un ejemplo que admiro – Los papeles de Aspern, sabemos que los papeles nunca serán hallados. Cuando leemos El castillo de Franz Kafka, sabemos que el hombre nunca entrará en el castillo. Es decir, no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizá ésta sea una de las miserias de nuestro tiempo. Me figuro que Kafka sentía prácticamente lo mismo cuando deseaba que sus libros fueran destruidos: en realidad quería escribir un libro feliz y victorioso, y se daba cuenta de que le era imposible. Hubiera podido escribirlo, evidentemente, pero el público habría notado que no decía la verdad. No la verdad de los hechos, sino la verdad de sus sueños.
Digamos que, a fines del siglo XVIII o principios del XIX (para qué molestarnos en discutir las fechas), el hombre empezó a inventar tramas. Quizá podríamos decir que la empresa partió de Hawthorne y Edgar Allan Poe, aunque, evidentemente, siempre hay precursores. Como Rubén Darío señaló, nadie es el Adán literario. Pero fue Poe el que escribió que un relato debe ser escrito atendiendo a la última frase, y un poema atendiendo al último verso. Esto degeneró en el relato con truco, y en los siglos XIX y XX la gente ha inventado toda clase de tramas. Estas tramas son a veces muy ingeniosas; si nos limitamos a contarlas, son más ingeniosas que las tramas de la épica.
Pero, por alguna razón, notamos en ellas algo artificioso; o, mejor, algo trivial. Si tomamos dos casos –supongamos que la historia del doctor Jekyll y el señor Hyde, y una novela o una película como Psicosis–, puede que la trama de la segunda sea más ingeniosa, pero intuimos que hay más detrás de la trama de Stevenson.
En cuanto a la idea que formulé al principio, la de que sólo existe un número reducido de tramas, quizá deberíamos mencionar esos libros en los que el interés no radica en la trama sino en la variación, en el cambio, de múltiples tramas. Estoy pensando en Las mil y noches, en el Orlando furioso y otras por el estilo. Podríamos añadir también la idea de un tesoro maligno. La tenemos en la Völsunga Saga, y quizá al final de Beowulf: la idea de un tesoro que trae males a la gente que lo encuentra. Aquí podríamos llegar a la idea que intenté desarrollar en mi última conferencia, sobre la metáfora: la idea de que quizá todas las tramas correspondan sólo a unos pocos modelos. Hoy, por supuesto, la gente inventa tantas tramas que nos ciegan. Pero quizá flaquee tal ataque de ingenio y descubramos que todas esas tramas sólo son apariencias de un reducido número de tramas esenciales. Y esto, para mí, está fuera de discusión.
Hay que señalar otro hecho: los poetas parecen olvidar que, alguna vez, contar cuentos fue esencial y que contar una historia y recitar unos versos no se concebían como cosas diferentes. Un hombre contaba una historia, la cantaba; y sus oyentes no lo consideraban un hombre que ejercía dos tareas, sino más bien un hombre que ejercía una tarea que poseía dos aspectos. O quizá no tenían la impresión de que hubiera dos aspectos, sino que consideraban todo como una sola cosa esencial.
Llegamos ahora a nuestro tiempo, donde encontramos esta circunstancia verdaderamente extraña: hemos vivido dos guerras mundiales, pero, por alguna razón, no ha surgido de ellas una épica; excepto, quizá, Los siete pilares de la sabiduría. En Los siete pilares de la sabiduría encuentro muchas cualidades épicas. Pero el libro está lastrado por el hecho de que el héroe es el narrador, por lo que a veces debe empequeñecerse, humanizarse, hacerse verosímil en exceso. De hecho, se ve obligado a incurrir en los trucos del novelista.
Hay otro libro, hoy bastante olvidado, que leí, me parece, en 1915: una novela llamada Le Feu, de Henri Barbusse. El autor era pacifista; era un libro contra la guerra. Pero, en cierta medida, la épica atravesaba el libro (me acuerdo de una magnífica carga con bayonetas). Otro escritor que poseía el sentido de lo épico fue Kipling. Lo comprobamos en un relato tan maravilloso como «A Sahib's War», Pero, de la misma manera que Kipling nunca practicó el soneto, porque consideraba que podía distanciarlo de sus lectores, nunca cultivó la épica, aunque podría haberlo hecho. También recuerdo a Chesterton, que escribió «La balada del caballo blanco», un poema sobre las guerras del rey Alfredo contra los daneses. En él encontramos metáforas muy raras (¡me pregunto cómo me olvidé de citarlas en la charla anterior!): por ejemplo, «mármol como sólida luz de luna», «oro como fuego helado», donde el mármol y el oro son comparados con dos cosas que son aun más elementales. Son comparados con la luz de la luna y el fuego, y no con el fuego exactamente, sino con un mágico fuego helado.
En cierta manera, la gente está ansiosa de épica. Pienso que la épica es una de esas cosas que los hombres necesitan. De todos los lugares (y esto podría introducir una especie de anticlímax, pero es un hecho), ha sido Hollywood el que más ha abastecido de épica al mundo. En todo el planeta, cuando la gente ve un western –al contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso–, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no. A fin de cuentas, no es importante saberlo.
Ahora bien, no quiero hacer profecías, porque tales cosas son arriesgadas (aunque, a la larga, pueden convertirse en verdad), pero creo que, si la narración de historias y el canto del verso volvieran a reunirse, sucedería algo muy importante. Quizá empiece en Estados Unidos, pues, como ustedes saben, Estados Unidos posee un sentido ético de lo que está bien y lo que está mal. Quizá lo posean otros países, pero no creo que se dé tan evidentemente como lo descubro aquí. Si llegara a suceder, si pudiéramos volver a la épica, entonces se habría conseguido algo muy grande. Cuando Chesterton escribió «La balada del caballo blanco» obtuvo buenas críticas y esas cosas, pero los lectores no le fueron favorables. De hecho, cuando pensamos en Chesterton, pensamos en la saga del Padre Brown y no en ese poema.
Sólo he meditado sobre el asunto a una edad más bien avanzada; y, además, no creo haber ensayado la épica (aunque quizá haya dejado dos o tres líneas épicas). Es una tarea para hombres más jóvenes. y conservo la esperanza de que lo harán, porque evidentemente todos tenemos la sensación de que, en cierta medida, la novela está fracasando. Piensen en las principales novelas de nuestro tiempo, el Ulises de Joyce por ejemplo. Se nos han dicho miles de cosas sobre los dos personajes, pero no los conocemos. Conocemos mejor a los personajes de Dante o de Shakespeare, que se nos presentan –que viven y mueren– en unas pocas frases. No conocemos miles de circunstancias sobre ellos, pero los conocemos íntimamente. Eso, desde luego, es mucho más importante.
Pienso que la novela está fracasando. Pienso que todos esos experimentos con la novela, tan atrevidos e interesantes –por ejemplo, la idea de los cambios de tiempo, la idea de que la historia sea contada por distintos personajes–, todos se dirigen al momento en que sentiremos que la novela ya no nos acompaña. Pero hay algo a propósito del cuento, del relato, que siempre perdurará. No creo que los hombres se cansen nunca de oír y contar historias. y si junto al placer de oír historias conservamos el placer adicional de la dignidad del verso, entonces algo grande habrá sucedido. Quizá yo sea un anticuado hombre del siglo XIX, pero soy optimista y tengo esperanza: y, puesto que el futuro contiene muchas cosas –quizá el futuro contenga todas las cosas–, pienso que la épica volverá a nosotros. Creo que el poeta volverá a ser otra vez un hacedor. Quiero decir que contará una historia y la cantará también. Y no consideraremos diferentes esas dos cosas, tal como no las consideramos diferentes en Homero o Virgilio.

Borges, Jorge Luis, Arte poética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001. Pags. 61-74. (Seis conferencias sobre poesía pronunciadas en inglés en la Universidad de Harvard durante el curso 1967-1968) Traducción de Justo Navarro.

21.7.11

El largo adiós a Susan Sontag

David Rieff, hijo de la ensayista y escritora estadounidense fallecida en 2004, mantuvo esta charla con el escritor y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky en la intimidad de una galería de Buenos Aires
Íntimos e intelectuales. Edgardo Cozarinsky y David Rieff reunidos en la galería La Ruche de Jorge Mara.foto.fuente:Revista Ñ

Hace apenas dos semanas, en el soleado barrio de Recoleta, ocurre lo siguiente: en la trastienda de la galería La Ruche de Jorge Mara se juntan a conversar el escritor y cineasta argentino, Edgardo Cozarinsky y el periodista, escritor (y también hijo de Susan Sontag), David Rieff. Lo que sucederá es digno de una escena de una novela prousteana. Son dos intelectuales cosmopolitas que habitan múltiples ciudades sin tener que elegir una a exclusión de las otras: París, Nueva York, Buenos Aires. El diálogo es à propos de rien , salvo el placer de reunirse por unas horas para matar ese bache existencialmente muerto entre el desayuno y el almuerzo. En realidad, el mecenas de la conversación, Jorge Mara –amigo, también de ambos–, propone, como en un juego de salón, que el formato de la charla sea el de una entrevista; que Cozarinsky entreviste a Rieff sobre los diarios de Sontag que va editando y publicando (el primer volumen fue Renacida). Y la charla comienza así. Luego se bifurcará por varios caminos íntimos e intelectuales, como es de esperar También presente en la sala de la galería –un amplísimo cuarto bien iluminado, sin ventanas, con un sabor entre biblioteca de arte, archivo y bunker Zen– está la cámara de Ñ Digital. Lo mencionamos porque un video de la conversación estará online en el sitio de Ñ, pero también por cómo comienza la charla. Cozarinsky hecha una mirada cómplice a la documentalista Victoria Reale como para decir, "¿Ya estamos filmando?". Reale asiente con una mirada afirmativa. Entonces Cozarinsky mira fijo a la cámara y, levantando sus brazos, ejecuta un dramático pero escueto aplauso: una claqueta improvisada para marcar el comienzo del rodaje.

"Es el director en vos...", se ríe David Rieff (58 años), encorvado angularmente en su silla en una de las esquinas de la enorme mesa cuadrada de madera clara. Cozarinsky (72 años), que está sentado en la misma punta, pero al otro costado, no se saca la campera negra de invierno. Con el café recién servido entre los dos, el entrevistador comienza con una introducción sobre la historia de la relación entre ellos. Habla un inglés cosmopolita. La lengua internacional de este largo momento histórico que tal vez esté entrando ya en su crepúsculo.

"Yo conocí a David hace unos ya cuarenta años, una Nochebuena en París, cuando estaba visitando a su madre, Susan, una amiga mía de mucho tiempo. Aún era un teenager ."

-Edgardo Cozarinsky: Puedo decir que te consideraba un amigo antes, pero que nuestra amistad se fortaleció después de que Susan muriera. ¿Qué piensas de esto?

-David Rieff: Es verdad. Pero creo que siempre fui reticente con los amigos de mi madre. Pensaba que tenía que existir una división entre el estado y la iglesia, por decirlo así. Sino era demasiado incestuoso estar demasiado cerca de gente con la cual ella estaba muy cerca y cuya amistad preexistía a la mía... Al revés, a veces funcionaba: que amigos míos se hicieran amigos de ella. Pero en el caso de sus amigos –y vos eras íntimo de ella, especialmente en su período de París (de hecho vos apareces en los diarios)– sentía que tenía que haber una cierta distancia.

"Estos son una versión de sus diarios"

Uno nunca deja de ser el hijo de sus padres, aun cuando ellos mueren. El caso se exagera cuando el padre o madre es una eminencia de fama internacional. Más cuando uno trabaja en la misma profesión que ese padre o esa madre. Y más aún cuando uno asumió el trabajo de ser el curador de la obra póstuma del padre o la madre. Tal es el caso de David Rieff.

EC: Lo que me interesa –casi más como una situacion literaria que humana– es que estás editando los diarios de Susan. Seguramente ya sabías muchas de las cosas que cuenta en los diarios. Pero, ¿hubo cosas que te sorprendieron? No hechos, pero tal vez sentimientos, impresiones, opiniones... Porque ella comenzó los diarios cuando era una niña, antes de que nacieras. Entonces, ¿tuviste revelaciones editando los diarios? ¿O simplemente fue la confirmación de la imagen que ya tenías?

-DR: Ella no llevaba diarios de una forma tradicional. No escribía como los diaristas famosos que llegaban a casa después de una cena y escribían los eventos del día junto con emociones y especulaciones. Ella llevaba los diarios con intensidad intermitente y escribía más cuando estaba descontenta que cuando se sentía bien. Entonces, en los largos períodos en los que ella se sentía bastante bien hay muy poco escrito. Otra cosa es que hay un sinfín de listas. A ella le encantaban las listas. Eran una forma –entre muchas otras cosas– de seguir siendo un alumna, porque ella era una alumna perpetua. También eran una forma de mantener el mundo bajo su control, porque era una persona muy ansiosa. También las listas funcionaban como puntos de referencia. Eran libretas de trabajo: listas de libros que había leído, de libros que quería leer, películas que había visto, de grabaciones que escuchaba y quería escuchar... Al hacer los diarios, la primera cosa que tuve que hacer fue inventarles la forma. Tuve que decidir qué era lo importante. Y no sólo se trataba de elegir cuáles entradas publicar, sino que dentro de las mismas entradas tuve que hacer una edición.

No me gusta hablar mucho de estas cuestiones. Lo estoy haciendo porque es la Argentina, y siento que puedo hacer una excepción. Suelo no hablar del trabajo de mi madre, edito nada más. Es mi deber y mi honor hacerlo, pero no quiero presentarme como un gran experto sobre su trabajo. Podemos hablar sobre lo personal, porque eso es distinto, y en ese campo supongo que sí soy un experto. En cuanto a la edición: otra persona lo podría haber hecho de otra forma. Si ella hubiera vivido la larga vida que quería vivir, tal vez ella misma hubiera editado sus propios diarios. Hubiera tomado decisiones muy diferentes. Soy terriblemente consciente de eso. Pero no hay nada que se pueda hacer al respeto. Soy el único que quedó, entonces me toca a mí. Esta es sólo una versión de sus diarios. En cuanto a las sorpresas, a mí me llamó la atención cuán consistente eran sus ambiciones y sus puntos ciegos. De alguna manera ella fue ella misma a una edad muy temprana... Siempre estaba hablando sobre la transformación y la transformación era una parte central de mucho de su trabajo –las películas, tanto Duet for Cannibals y Brother Carl– son sobre la transformación. Y una de sus películas favoritas era Odet de Dryer, que es sobre un milagro...

EC: Ella dijo en algún momento que la posibilidad de un milagro era la única cosa que tenía importancia.

-DR: Bueno, si no hubiera sido una atea rigurosa, hubiera sido una buena mística cristiana. Desafortunadamente el materialismo mostró su fea cabeza.

EC: Era una atea pero también era, de alguna manera, culturalmente judía.

-DR: Sí. Tenía una relación muy complicada con eso.

EC: Ella dijo en algún lado que era una católica de placar.

-DR: Creo que ella quería ser una católica de placar. Baudelaire dice en algún lugar de sus diarios: "Siento el viento de las alas de la locura...". Y de alguna manera creo que le hubiera gustado ser una católica wildeana. Tú tal vez serás un converso pero ella no.

EC: Lo dudo, a esta edad tan tardía.

DR: Bueno, nunca se sabe... Roma sigue estando allí. Pero para contestar bien tu pregunta original. Me llama la atención la consistencia de interés, ambición y tambien, sus errores. Es interesante. Cuando ella era una mujer muy joven, huyó de su marido y de mí y de la niñera para irse a Europa, alrededor de 1956. Pasó más de un año entre Oxford y París. Me contó una vez que en un momento de ese período estuvo en Grecia y vio una representación de Medea al aire libre. Aún era el mundo premoderno... Mi madre recordaba que cuando Medea está por matar a sus hijos, la gente en la audiencia gritaba "¡No lo hagas, Medea!". Tengo que decir que tengo esta misma sensación una y otra vez cuando leo sus cuadernos, cuando hay una affaire después de otro. Y al editarlos, yo pensaba: "¡No lo hagas, Susan!".

En cuanto a las revelaciones:los primeros dos volúmenes que he publicado van desde que mi madre tuvo 14 años hasta que tuvo 31. Yo tengo 58 años, entonces he tenido la extrañísima experiencia de leer los diarios de un padre, pero también la de una persona vieja leyendo los diarios de una persona joven. Es extremadamente peculiar.

Memorias de un hijo

EC: Ahora, en este otro libro que publicaste en inglés, "Nadando en un mar de muerte, las memorias de un hijo", hablás de los últimos meses de la vida de Susan. Y es un libro, al parecer, contenido. Desde el punto de vista literario esto es un gran triunfo porque se ve la intensidad de los sentimientos, pero nunca llega a ser sentimental. ¿Cómo fueron para ti estos últimos meses de su vida?

-DR: Soy alérgico al sentimentalismo. Lo detesto. Creo que es el kitsch de las emociones y que destruye el pensamiento. No quería escribir un libro que llevase a que Oprah Winfrey me invitara a su programa, sino todo lo contrario: quería escribir un libro que desagrade a los lectores de Oprah Winfrey. Pero uno dice la verdad sólo hasta el punto en que uno lo entiende y es posible que uno haya malentendido algo. Pero también estaba limitado por mi decisión de no escribir sobre situaciones de las cuales no conocía la verdad entera como yo lo podría entender. Por ejemplo, no iba a hablar de la relación de mi mamá con Annie Leibovitz. Sí escribí una frase muy enojado sobre unas fotos que sacó Leibovitz después de la muerte de mi madre. Sentí que le debía ese comentario al lector. Y en cuanto a mi madre, los últimos diez años de nuestra conexión eran muy difíciles. Sentí que el lector se merecía tener esta información. Pero para contestar concretamente a tu pregunta sobre cómo me sentí, debo decir que cuando ella se enfermó con su tercer cáncer, después de haber sobrevivido a dos anteriores, entré en una especie de neutralidad emocional. Hay tanta administración en una enfermedad... Va sonar muy frío pero en ese momento creo que no sentí mucho. Soy bueno al momento de distanciarme. Pero tienes que serlo en este tipo de situación. Tú lo sabes bien con lo que pasó con tu madre.

EC: Es extraordinariamente claro lo que cuentas. En mi caso, brevemente, empecé a sentir que mi madre murió después de pagar las últimas cuentas. De alguna manera este trabajo de mantener todo en orden e interactuar con todas las personas involucradas en su tratamiento... Una vez que terminó eso había de repente un vacío. Y ese vacío era el vacío de su muerte.

-DR: Y después es un proceso. El libro, seguramente, era parte de ese proceso. No fue mi intención escribir el libro, pero escribí un artículo y de allí parecía que había algo para hacer. Espero que uno que no esté interesado en Susan Sontag pueda encontrar algo de interés en este libro, en cuanto que el libro pueda tener una narrativa más allá del momento periodístico. Tiene que ser sobre algo más grande. Y este libro trata sobre el tema de no estar reconcilado con la muerte. Y no encontrar manera de acomodar la idea de la extinción de uno mismo. Distintas personas tienen distintas capacidades para enfrentar la muerte. Y ella no lo tenía. Creo que yo tampoco la tengo. Pero al fin se convierte en un objeto que ya no te pertenece... Ahora, esto es un libro y la gente podrá hacer con ello lo que le parezca.


COZARINSKY BASICO
Buenos Aires, 1939
Escritor, cienasta y dramaturgo

Autor polifacético y de obra extraña, vivió durante muchos años en París. Su primer libro, "Vudu Urbano", que venía con prólogo de Susan Sontag, lo puso en un lugar destacado en el mapa literario de la época. Luego vinieron 12 libros más de narrativa. Dirigió también veinte películas, algunas de ellas en francés y otras en español. Fue también actor, y ha escrito obras para teatro. Recibió premios como el Konex de Platino. Su última novela es "La tercera mañana" (Tusquets, 2011).


RIEFF BASICO
Boston, 1952
Analista político y crítico

Licenciado en Historia en la Universidad de Princeton. Es miembro de The New York Institute for the Humanities y ha colaborado como editor en el World Policy Journal, en The New Republic y en Harper's Magazine. Ha publicado también siete libros, entre los que destacan los territoriales "Camino de Miami", "Los Angeles, Capital of the Third World" y "Slaughterhouse: Bosnia and the Failure of the West". Ha compilado los diarios de su madre, la gran Susan Sontag.

31.5.11

La educación intelectual

La edición de sus cuadernos de notas, escritos entre 1947 y 1964, permite rastrear el desarrollo de una de las figuras del pensamiento occidental
Sontag. Este sería el primer tomo de los diarios de la escritora.foto.fuente: Revista Ñ

¿Quién era Susan Sontag antes de convertirse en Susan Sontag? "Una autodidacta heroica", afirma ella misma, repasando sus comienzos en una entrevista con The Paris Review. En el epílogo a Contra la interpretación, amplía la definición a "esteta beligerante y moralista apenas disimulada" y, también, a "combatiente de nuevo cuño en una batalla muy antigua: contra el filisteísmo, contra la superficialidad y la indiferencia estéticas". Más allá de cierto ronroneo de vanidad, esas declaraciones tienen un problema fundamental: son retrospectivas, por lo que no dicen gran cosa sobre la formación del carácter, ni documentan el día a día del aprendizaje. Pero la publicación de sus diarios invierte la perspectiva. Los lectores encontrarán en ellos una descripción de la lucha literaria contemporánea a los hechos.

Sontag llevó un diario toda su vida adulta, desde los doce años hasta el año de su muerte, 2004. Para entonces había llenado un centenar de cuadernos, que se alineaban en el vestidor de su habitación junto a otros objetos personales como fotografías y recuerdos de familia. No formaban exactamente un proyecto secreto, pero sólo unos pocos amigos tuvieron conocimiento (indirecto) de esos escritos. La autora nunca publicó un extracto, ni dejó tampoco instrucciones precisas sobre qué debía hacerse con la colección cuando ella ya no estuviese. Su hijo y editor, David Rieff, recuerda una solo conversación sobre el tema durante la enfermedad final de Sontag. Las palabras maternas: "Ya sabes dónde están los diarios".

Saber dónde están los diarios, por supuesto, no es lo mismo que saber qué hacer con ellos. Pero Rieff, como explica en el prólogo sobrio a Renacida, no tuvo muchas opciones, porque el soporte material de los cuadernos no le pertenecía. Sontag había vendido su archivo a la biblioteca de la Universidad de California en Los Angeles y, por contrato, correspondía entregarlos con el resto de sus papeles, como se hizo. Si el hijo no publicaba, otro lo haría. Aunque es muy consciente de que la divulgación viola "la intimidad" de la autora, Rieff no parece haber dudado del valor intrínseco de los papeles. "Afirmar que estos diarios son reveladores es un drástico eufemismo", escribe, con lo que yo llamaría una pequeña hipérbole.

Hay que ser claros, entretanto, en cuanto a qué tipo de textos tenemos. Rieff los llama " diaries " (diario íntimo), lo que es un poco más personal que "journal" (diario), pero por momentos se acercan a los "cuaderno de notas", como por ejemplo los carnets de Camus, que Sontag reseñó. Las anotaciones son mayormente parcas e inconexas. Abundan las listas de palabras, títulos y nombres de autores. Más aún, las anécdotas jugosas o los autoanálisis de fondo comúnmente asociados con la escritura íntima están ausentes. Comparadas con los inspirados diarios de una Hélène Berr, por mirar a otra joven intelectual en ciernes, estas notas echan en falta amplitud. Sontag escribe además con la razón siempre encendida; no hay desarreglos emocionales ni destellos lingüísticos como los que aparecen, por dar otro ejemplo juvenil, en los diarios de Sylvia Plath (Sontag evalúa desarreglos, lo que es muy distinto). Aunque sorprendentemente madura, la prosa es casi siempre instrumental, por lo que rara vez alcanza a grandes diaristas de la lengua inglesa como Katherine Mansfield o Virginia Woolf. El interés del diario hay que buscarlo, más bien, en la historia de un aprendizaje.

Primero de tres volúmenes planeados, Renacida. Diarios tempranos, 1947-1964 se extiende desde la adolescencia de la escritora hasta el año en que publica "Notas sobre lo camp", quizás su ensayo más famoso. Rieff tuvo el buen gusto de no poner "Continuará", pero calculó los cortes con la destreza de un folletinista. En el comienzo, Sontag es una chica de 14 años que desea escapar de las constricciones de la monótona vida de familia en compañía de su madre y su padre adoptivo, Nathan Sontag (su verdadero padre había muerto cuando ella tenía cinco años). Apenas si aparece la novela familiar; pero hay acotaciones elocuentes: "Malgasté la noche con Nat[han]. Me dio una lección de conducir y después lo acompañé y fingí que disfrutaba una película en Technicolor de sangre y truenos". Nada de compañía vulgar para esta quinceañera que ya está escuchando la grabación del director Fritz Bush de Don Giovanni y, al mismo tiempo, leyendo el diario de Gide: "Gide y yo hemos alcanzado tal perfecta comunión intelectual que siento los mismos dolores de parto de cada idea que alumbra".

Uno reconoce, por supuesto, la pretensión sin límites de frases como la anterior, pero la ambición intelectual de la diarista es tan urgente que enternece. Al mismo tiempo, su sensibilidad no está aún disociada en reacción emocional y evaluación razonada. La curiosidad de Sontag, que nunca la abandonaría, es por ahora impulsiva. Al anotar qué autores ha de leer, sinfonías de escuchar, u obras de teatro de ver, Sontag expone su deseo casi bulímico de consumir cultura, de apropiársela. En diciembre de 1948, por ejemplo, hace planes de lectura:

Los monederos falsos
–Gide
El inmoralista –"
Las aventuras de Lafcadio –"
Corydon –"
Tar – Sherwood Anderson
The Island Within –Ludwig Lewisohn
Santuario –William Faulkner
Esther Waters – George Moore
Diario de un escritor – Dostoievski
Al revés – Huysmans
El discípulo – Paul Bourget
Sanin – Mijail Artzybashev
Johnny cogió su fusil – Dalton Trumbo
La salvación de un Forsyte – Galsworthy
El egoísta – George Meredith
Diana de las encrucijadas –"
La ordalía de Ricardo Feverel –"

Hasta ahí, la prosa. Pero también le interesa la poesía: "Dante, Ariosto, Tasso, Tibulo, Heine, Pushkin, Rimbaud, Verlaine, Apollinaire". Y, naturalmente, el teatro: "Synge, O'Neill, Calderón, Shaw, Hellman..." Todavía no ha cumplido los dieciséis. Anota Rieff para dejar en claro la amplitud mental de su madre: "Esta lista prosigue otras cinco páginas y se mencionan más de un centenar de títulos". Quizás no es una impertinencia señalar que nadie sabe a cuántos de todos esos nombres ilustres Sontag leyó entonces. Pero aún así. ¡Mijail Artzybashev! A los dieciséis años, la lectora precoz parte a la Universidad de Berkeley, California. "Quiero escribir", anota a poco de llegar. Pero escribir no es un mero deseo profesional, sino que conlleva una reinvención de sí misma. De ahí el título elegido por Rieff, en alusión a una frase consignada en mayo de 1949: "RENAZCO EN LA EPOCA REFERIDA EN ESTE CUADERNO". De hecho, las listas como las anteriores son una afirmación de la personalidad, incluso de la voluntad. Por esa época despunta la convicción de Sontag de que un escritor no está atado a sus orígenes ni a una cultura en particular. Debe, antes bien, "interesarse por todo". Y cuando anota que va a concentrarse en "Aristóteles, Yeats, Hardy y Henry James", reconocemos el alba de la futura ensayista panóptica: he aquí a la joven Sontag frotando en la misma frase las connotaciones de un clásico y tres grandes modernizadores; sólo falta la mención de algún oscuro dramaturgo japonés para que lleguemos al mediodía de su método. Es también notable que, mientras se dedica a los escritores de la modernidad, sus opiniones sobre literatura empiezan a hacer eco de las vanguardias. "La técnica[...] la exuberancia verbal me atraen con gran intensidad" (01/03/49). Sontag no sólo quiere leer, oír y mirar; busca estar al día en sus apreciaciones.

La precocidad no siempre se vive felizmente. Sontag se refiere desde temprano a la "angustiosa dicotomía de cuerpo y mente", y no sorprende ver que, en su adolescencia, encuentra en el intelecto un refugio a sus "temores e inhibiciones". Anota con "renuencia" sus "tendencias lésbicas" (25/12/ 48), aunque en California descubre el sexo gozoso con una mujer a la que se refiere como H. Y exclama: "Ya conozco la verdad –sé cuán bueno y correcto es amar– se me ha dado, de algún modo, permiso para vivir". De pronto le parece "posible vivir a través del cuerpo y evitar todas esas horribles dicotomías". Hasta se permite exclamar: "Estoy viva... Soy hermosa... ¿hay algo más?" Y en la misma entrada: "Sé lo que quiero hacer con mi vida, todo esto es muy sencillo, pero en el pasado me era muy difícil saberlo. Quiero acostarme con muchas personas.Quiero vivir y aborrezco la muerte. No daré clases, ni obtendré un máster después de graduarme... ¡No tengo la intención de dejar que mi intelecto me domine, y lo único que no quiero es venerar el conocimiento o a la gente que lo posee!" Es uno de los pasajes más conmovedores del diario, precisamente porque ninguna de las autopromesas va a cumplirse. Sontag se embarcaría en relaciones largas y desgastantes, daría clases y obtendría no uno sino dos másteres (aunque nunca completaría su doctorado). Por supuesto, resulta de lo más irónico, en retrospectiva, que "la mujer más inteligente de Estados Unidos", como la llamó Jonathan Miller, se proponga no venerar a los poseedores de conocimientos. En 1949, Sontag se propone también "aceptar mi homosexualidad" y llevar una "vida desarraigada, frenética". Pero, una vez más, la historia le arruina los planes. En 1950, se cambia de la universidad de California a la de Chicago, donde se le ofrece "una maravillosa oportunidad–hacer algún trabajo de investigación para un profesor asociado de soc[iología] llamado Philip Rieff". En diciembre de ese año, con apenas 17 años, se casa con Rieff. Anota: "Me caso con Philip con plena conciencia + temor a mi voluntad de autodestrucción".

Fechada el 3 de enero, la frase anterior es la única entrada de 1951. David Rieff anota que no ha encontrado, salvo ella, "ningún cuaderno correspondiente a 1951 o 1952". Y el silencio habla del comienzo de un período difícil, que se extenderá por siete años. Para Sontag, el matrimonio llegará a ser "una institución comprometida con el embotamiento de los sentimientos" (4/9/56) y la "perdida de la personalidad". (14/2/57). Leemos constantes alusiones a peleas y discusiones, aunque ninguna descripción de una, ni asignaciones de culpas. Característicamente, Sontag empieza a proyectar por esta época unas "notas sobre el matrimonio", que nunca recopila. De las desavenencias matrimoniales no la salva la escritura, pero sí el estudio. En 1958 una beca le permite partir a la universidad de Oxford, Inglaterra, desde donde a su vez seguirá camino a París y a la Sorbona.

En París llega la apoteosis de Sontag, una eurófila declarada. Y los años 1958-59 son quizás los más ricos del diario. En lo personal, Sontag retoma su relación, profundamente infeliz, con H. y conoce a la dramaturga Maria Irene Fornes, con quien conviviría de regreso a Nueva York a principio de los sesenta (para complicar las cosas Fornes y H habían sido amantes), tras divorciarse de Philip Rieff. Pero lo más interesante es que se acelera su maduración intelectual. Ya no leemos meras listas, sino despiertas observaciones críticas, algunas plenamente sontaguianas, como la siguiente sobre artes autoreferenciaes: "Pirandello, Brecht, Genet –para los tres, de un modo ejemplar y contrastante, el tema del teatro– es el teatro. En cuanto a los action painters , el tema de la pintura es la acción de pintar. Compárese Esta noche se improvisa [de Pirandello], Las criadas [de Genet], El círculo de tiza caucasiano …" Sontag, en efecto, no puede dejar de comparar: "Racine es más ajeno que el teatro Kabuki [...] La obra consiste en una serie de enfrentamientos de dos o a lo sumo tres personajes (¡sin derroches shakespearianos!); el medio intelectual no es ni el diálogo ni el soliloquio, pero algo intermedio, que me pareció desagradable – la diatriba".

Uno vuelve, al leer estas entradas, a la idea de que el escritor tiene que interesarse "por todo". Ahora, ¿qué quiere decir interesarse por todo, como escritor? En el caso de Sontag, estudiar sin pausa las diversas manifestaciones del arte, la música, la política, la historia, la filosofía, la historia de la religión... Pero David Rieff, quizá sin darse cuenta, introduce una salvedad importante al contrastarla con el novelista John Updike: "Es imposible imaginar que [ella] afirmara que debía 'contar todo sobre Tucson' [...] del mismo modo en que Updike afirmó respecto de sus comienzos como escritor que tenía que 'contar todo sobre Shillington [...]', su pueblo natal." El problema es que, al escribir para definirse, "en diálogo conmigo misma, con los escritores vivos y muertos que admiro, con los lectores ideales..." (1962), Sontag desatiendía su relación con el mundo material. Demostraba las mejores cualidades de un novelista al escribir ensayos, considerando las ideas como personajes y retratándolas amorosamente; por desgracia, no demostraba el mismo grado de curiosidad al escribir novelas. Escribo, dice Sontag en 1957, "por egotismo. Porque quiero ser ese personaje, una escritora, y no porque haya algo que deba decir", lo cual es una afirmación bastante extraña. Difícilmente se le oiría a Updike, que tanto tuvo que decir sobre Sillington.

Que Sontag era consciente de esas limitaciones lo prueba una entrada crucial de diciembre de 1961: "El escritor debe ser cuatro personas:
1) El loco, el obsédé.
2) El tarado
3) El estilista
4) El crítico
1 suministra el material; 2 permite que aflore; 3 es el gusto; 4 es la inteligencia. Un gran escritor es los cuatro – pero puedes ser aún un buen escritor con 1) y 2) solamente; son muy importantes."

La intimación que flota por sobre esa lista es la de saberse mayormente 3) y 4). Y ahí reside quizá la tragedia privada de Sontag. Los diarios, como nota Rieff, fluctúan entre "el dolor y la ambición": dolor personal, ambición intelectual. Pero está también el dolor de la ambición. En Renacida aparece, contra los pronósticos de la autora, no una gran escritora de ficción, sino una ensayista ejemplar, que en la época en que termina esta selección puede escribir un diagnóstico como el siguiente: "Es tiempo de que la novela se convierta en lo que no es en Inglaterra y Estados Unidos: una forma seria de arte que las personas de gusto serio y refinado en otras ramas del arte puedan tomarse en serio" ("Nathalie Sarraute y la novela", 1962). A Sontag, cuya mejor novela sería un romance histórico, El amante del volcán, no le tocaría participar de esa revolución estética; pero nadie como ella para apreciar la seriedad del mandato.