11.12.14

Radiografía de una bestia incomparable

El gran depredador: Gabriele d’Annunzio, emblema de una época, Lucy Hugues-Hallett, define al vate, un brillante literato olvidado porque se le identifica demasiado con una serie de rasgos negativos, como el gran depredador

 
Gabriele d’Annunzio. Retrato  pintado por Romain Brooks, 1910./revistadeletras.net

El gran depredador, emblema de una época de Lucy Hugues-Hallet.


Resulta curioso pensar que un hombre en perpetuo movimiento como Gabriele d’Annunzio terminará los tres últimos lustros de su existencia encerrado entre los inmensos muros de una residencia que fue, al unísono, su prisión y el mayor símbolo de libertad. La adquisición del Vittoriale por parte de la Italia mussoliniana le permitió gastar a manos llenas sin preocuparse ni por deudas ni la escritura. Había alcanzado un cénit que era su decadencia, la redención en forma de condena, controlado para que no molestara al orden que anticipó con su surrealista comandancia en Fiume.
En El gran depredador: Gabriele d’Annunzio, emblema de una época, Lucy Hugues-Hallett, define al vate, un brillante literato olvidado porque se le identifica demasiado con una serie de rasgos negativos, como el gran depredador. Acierta. La vida del chico nacido en Pescara fue una gran novela incomparable, un retablo barroco entre el fin de siècle y la locura del Novecientos, entre lo avanzado de sus propuestas y el deseo de perpetuar una época que no podía sobrevivir.
Una anécdota sirve para definir bien la idiosincrasia del protagonista de este magnífico ensayo. En 1895 coincide con André Gide en Florencia. El escritor francés se asombra porque su colega ha devorado todos los libros y conocido a todos los personajes de relumbrón del momento. Queda fascinado por una extraña humildad que luego, con el paso de los años, se desgastó pese a un brillo paradójico donde el amor y el odio competían en una carrera encarnizada.
Del transalpino, y la biografía lucha por superar ese sentido, ha quedado la máscara que asesinó su trayectoria artística. El hombre prevalece ante el autor porque su descaro al aunar elegancia e individualismo superaba cualquier media imaginable desde un exceso sempiterno que rayaba en la obsesión de la omnipresencia y la omnipotencia al querer registrar cualquier suceso, poseer a todas las mujeres y ser un príncipe descastado porque pese a su exacerbado nacionalismo él, ni más ni menos, era su única ideología certera.
Lucy Hugues-Hallett entendió que sólo podía abordar la dimensión que supone D’Annunzio desde una perspectiva fragmentaria que propiciara una unidad. Abarcar su absoluto es imposible y la solución para intuirlo es mostrarlo desde la técnica de las facetas, casi como si fuera un cuadro cubista que para entender debe ser observado durante muchos minutos. Quizá por eso tanto ella como yo hemos empezado por el final de la singladura, donde las esencias del poeta quedan al descubierto. Su inquietud por el movimiento, preludio de futuristas y guía del esteticismo totalitarista, era mera frustración de quien vive por encima de sus posibilidades y se empecina en ese objetivo. Durante cuarenta años vagó entre camas y domicilios a la búsqueda de una paz utópica que saciara un gran sentimiento de incomprensión.
Desde esta perspectiva su existencia fue la victoria de la obstinación. Anticipó aspectos narrativos que luego cultivaron mitos como Proust y Joyce, pero la sociedad lo juzgó desde el escándalo y la egolatría. Aceptó la culpabilidad de su marginación enfrentándose a ella con un constante redoble de tambores. Cada obra era un salto hacia delante del inconformismo exhibicionista. Sabía de su talento, lo proclamaba a los cuatro vientos y erraba a partir de un impulso que no podía refrenar. Eso explicaría su relación con la Duse cuando ya no bastaba introducirse en la nobleza a la que no pertenecía. Podían despreciarle por abolengo, pero él impondría el suyo del espíritu en un país proclive a la idolatría.
Como esta no llegaba se cansó de esperarla y se exilió voluntariamente en París. En la ciudad de la luz desarrolló sus capacidades baudelerianas de flaneur, captó la atención de la iconoclastia residente en la capital de la cultura y plantó la semilla del quien por no estar de repente es reclamado.
En estas llegó la Primera Guerra Mundial y la oportunidad soñada. Pese a quedarse ciego de un ojo presentó su candidatura a héroe con vuelos que cargaba de lirismo mediante el lanzamiento de panfletos en suelo enemigo. Voló a Viena, aconsejó a los austríacos bajar las armas y regresó a Venecia, otro guiño al decadentismo, alabado por multitudes enloquecidas que le veneraban como un nuevo dios de la modernidad. Estos triunfos motivaron su auge en la posguerra, donde hasta los mandatarios italianos que debían negociar ganancias territoriales en Versalles le temían al creer que el pueblo, siempre tan voluble, le auparía al poder supremo, que sólo podía ser dictatorial en alguien que se había aburrido hasta el paroxismo en su breve etapa de parlamentario.
La llamada real hacia el puesto de primer ministro no sonó y como contrapartida surgió el invento de invadir Fiume, actual Rijeka, y crear desde ese puerto una utopía demencial basada en el amor que le profería la soldadesca y una población emocionada por desfiles, bravuconadas, fiestas donde hasta apareció el yoga, ¡en 1920!, y un estilo que imitaría Benito Mussolini un par de años después tras su Marcha sobre Roma. La acción política dannunziana era un disparate anárquico al que el fascismo, más consciente de lo que significaba gobernar, supo dar orden, pero las premisas las sentó el escritor, amante del drama, fiera del desequilibrio que cuando cedió el mando de su pequeña regencia acató las vueltas del destino. Su camino había sido estelar, más no podía ofrecer en su batiburrillo que mezclaba papel sensacionalista y genialidad artística.
Resulta increíble comprobar que en nuestro país, tan necesitado de escritores que exhiban algún tipo de compromiso más allá del ombligo, no esté siquiera traducido Il piacere, que tanta fortuna cosechó en los estertores del siglo XX. La relación entre Italia y España en lo literario se viste de ropajes donde pocos nombres traspasan la frontera de un lado a otro. En Roma, pese a que muchos autores jóvenes ocupan durante un breve lapso un lugar en las estanterías, lo más sencillo es dar con Marías y Vila-Matas, poco más salvo clásicos como García Lorca. En lo que nos concierne algunas editoriales han hecho un estupendo trabajo que ha recuperado nombres como el inmenso Elio Vittorini. Sin embargo D’Annunzio sigue en la zona maldita que provoca su aura. Esperemos que el libro de Lucy Hugues-Hallett, tan premiado en el Reino Unido, sea un acicate para superar este injusto olvido, pequeña barrera de vergüenza por el bagaje que aun falta en la maleta bibliófila de la piel de toro.

5.12.14

La fiesta de la novela

La novela es, pues, de acuerdo con Kundera, un territorio libre, musical, formalmente ilimitado, su protagonista puede ser un tema y no un argumento y además su evolución, concebida de forma, ágil y placentera, es una perpetua sorpresa

Milan Kundera. Escritor checo, nacionalizado francés./ Catherine Hélie ©Gallimard./revistadeletras.net
La fiesta de la insignificancia de Milan Kundera.

En la célebre entrevista que Philip Roth (New Jersey, 1933) realizó a Milan Kundera (Brno, 1929) allá en noviembre de 1980, cuando éste presentaba El libro de la risa y el olvido, el escritor nacido checo, nacionalizado luego francés y por entonces exiliado, definía la novela –toda novela– como “una larga pieza de prosa sintética basada en un argumento con personajes inventados”. Ante la mirada del autor de Pastoral americana o El lamento de Portnoy, Kundera añadió:
“Cuando digo sintética, me refiero al deseo del novelista de asir su tema desde todas las perspectivas y del modo más completo posible. El ensayo irónico, la narrativa novelística, el fragmento autobiográfico, el hecho histórico, la fantasía libre… No hay nada que la capacidad de síntesis de la novela no logre combinar en un todo unitario, como las voces de la música polifónica”.
Polifónica musicalidad, libertad y placentera apertura a la sorpresa de la novela
Provincia libre y musical la de novela. Su género es un territorio sin frontera caracterizado –Kundera insistió en sus ensayos El arte de la novela (1986), Los testamentos traicionados (1992), El telón (2005) y Un encuentro (2009)– por la ausencia de tesis, el humor, la ironía, la suspensión de la moral y la huida de las servidumbres formales. Además, en ella resulta lícito al novelista no someterse a la trama pues el protagonista de la novela puede perfectamente no ser un argumento, sino un… tema.
La novela es un territorio libre, ilimitado y musical pero además ¡su protagonista puede ser un tema y no un argumento!
Tusquets
Cabe, aún, añadir una cuarta cualidad para ubicar definitivamente La fiesta de la insignificancia (Tusquets, 2014), la novela de la que ahora hablamos o –subrayando ya el tono también lúdico de nuestra reseña– para disfrutar mejor de la fiesta. ¿Qué cualidad? En las primeras líneas que Kundera dedica explícitamente en El telón a una “teoría de la novela” (una teoría que viniendo de un novelista debe ser ágil y placentera) se decía, recurriendo al Fielding de Tom Jones que se trata de “un texto prosai-comi-épico (…) cuya evolución es una perpetua sorpresa”.
La novela es, pues, de acuerdo con Kundera, un territorio libre, musical, formalmente ilimitado, su protagonista puede ser un tema y no un argumento y además su evolución, concebida de forma, ágil y placentera, es una perpetua sorpresa.
He aquí unas primeras claves para disfrutar mejor este festejo tan esperado: tras catorce años de ausencia, La fiesta de la insignificancia es el fruto madurado, quizás el epílogo, de una poética muy personal (una teoría interna o una teoría del propio novelista sobre la novela) una forma de escribir y de entender la novela caracterizada formalmente por la libertad, la musicalidad y la apertura a la sorpresa donde el protagonista no es un argumento, sino un tema. Enseguida veremos qué tema y por qué creemos que en esta fiesta algo triste ha sucedido. Digamos antes algo de ese estilo personal.
La poética propia de un escritor irrepetible
Kundera es uno de los escritores más interesantes y personales del siglo XX. Lo era ya antes de entrar vivo en La Pleiade, la colección que Gallimard reserva para las joyas de la literatura, quizás porque corresponde solo a un grupo reducido de artistas –aquí artistas de la novela– la posibilidad de ser inmediatamente reconocidos como propietarios de un lenguaje personal, o, si nos ponemos estéticos, como detentadores de una poética propia.
Ahora bien, detentar una poética propia o personal, y la de Kundera ciertamente lo es, puede resultar simplemente de reconocerse en una particular tradición poética (nadie, ni siquiera el neoliberal más enragé, el más furibundo acólito de la lírica del self made man puede pretender ser… su propio padre). La poética de Kundera –el modo personal de entender y hacer la novela– proviene de una tradición de habitantes de un provincia superior a esas frías entelequias que llamamos estados o, si nos ponemos ahora decimonónicos, a esas sórdidas entelequias que llamamos naciones. La novela de la que La fiesta de la insignificancia es un compendio tan melancólico como delicioso se inscribe en ese género sin fronteras presidido por el humor y la ironía, un género propiamente europeo inaugurado por Rabelais continuado por Cervantes, Fielding o Sterne y que tiene conciudadanos de distintas latitudes, entre los que destacan, por citar sólo los posproustianos, Kafka, Musil, Broch o Gombrowicz, pero también Paz, Fuentes o Rushdie, vecinos todos de una misma provincia estética en la que Don Quijote es conciudadano del soldado Svejk, o si miramos las paternidades, Jaroslav Hašek habla el mismo idioma que el escritor de Alcalá de Henares. ¿Qué tema?
La insignificancia como tema de la novela
Esa tradición de la novela que, arrancando en Rabelais, atraviesa la obra de Kundera disfruta una diversidad de tramas afín a la multiplicidad temática que Nietzsche reivindicó para la filosofía. De acuerdo con ella, la novela es la forma suprema de conocimiento y la naturaleza humana es su objeto.
Sí, la naturaleza humana es, desde luego, el objeto de la novela y de la literatura misma (Los testamentos traicionados), pero en ella caben múltiples cuestiones. Tan vasta es.
Tema único, el de la naturaleza humana. Es bien sabido, no obstante, que en las novelas de Kundera, hay una serie de cuestiones felizmente recurrentes: el erotismo, la llamativa posición del individuo frente a la historia y frente a la existencia misma, la memoria, la cultura, el erotismo sofisticado (Choderlos de Laclos, Flaubert), la música, la risa. Hay también en estos temas, sub-temas memorables, fruto de impagables paréntesis filosóficos, entre los que me parecen especialmente sobresalientes, en relación con lo anterior, las digresiones sobre el invisible contrato del amor, la reivindicación de la checa como cultura centroeuropea en el excelso sentido de ser, Centroeuropa, cuna de lenguas, y, desde principios de siglo raíz de vanguardias estéticas y fundamentales innovaciones artísticas (la dodecafonía, el teatro del absurdo) y de pensamiento (el psicoanálisis, el estructuralismo). Una reivindicación, la de Kundera, frente al trato que la historia le ha dispensado a este concreto lugar y a esta concreta forma de estar y de pensar: una reivindicación pues, cargada de razón.
¿Otros temas? El tiempo y la matemática existencial, los incisos sobre los finos lindes que median entre el erotismo y el ridículo, el contraste entre la pomposidad y seriedad en la ostentación del poder y las varices ridículas de sus detentadores (pertenecen a la antología de la literatura universal los episodios, repartidos en distintas obras, en los que se ejemplifica ese conocido aserto de Kundera según el cual es propio del actuar totalitario alternar dos formas de ejercer el poder: la crueldad y la misericordia). Y entre todos los temas, el humor. Desde luego el humor. El humor como estrategia personal ante el atroz e impersonal poder de las dictaduras. El humor como cobijo metafísico. Diremos algo triste sobre ello después.
¿Y el tema más concreto aquí? Para Beatriz de Moura, editora y exquisita traductora de las últimas obras Kundera, el tema de esta fiesta no puede ser otro que la propia insignificancia. Lo recordaba en la carta que desde Tusquets dirigió a sus lectores: La fiesta de la insignificancia es una desenfadada y espléndida composición en forma de fuga que se nutre de las más sutiles variaciones en torno al tema que da título al libro:
“La insignificancia, amigo mío”, nos advierte, “es la esencia de la existencia. (…) Está presente incluso allí donde nadie quiere verla”.
Efectivamente, el gran tema de la literatura es la naturaleza humana pero el objeto particular, lo que ahora celebramos, vaya, no es una cuestión periférica, sino toda una ontología: nuestra condición insignificante.
Cómo pasarlo mejor en la fiesta: un atrevimiento
Al igual que en las famosas fiestas de Jay Gatsby, el personaje de Fitzgerald, a La fiesta de la insignificancia todos pueden acudir. Puede asistirse, si se nos permite continuar con la imagen, sin haber sido formalmente invitado. Ahora bien, creo que habrá quien pueda pasárselo en ella mejor o peor. Es más, no creo que lo pase especialmente bien quien acuda a la fiesta leyendo a Kundera por primera vez.
Por ello, y si el propósito de una reseña tal como uno la concibe, es, amén del juicio crítico (no necesariamente laudatorio), contagiar un fundamentado entusiasmo dando claves para su mejor disfrute y comprensión, uno sugeriría, sin más afán que una filia laica por compartir con otros semejantes esos escasos (e insignificantes) momentos de dicha que nos depara a los humanos la vida, uno sugeriría, digo, uno se atrevería a sugerir, una fórmula para pasarlo mejor en la fiesta.
En primer lugar, como en toda fiesta, uno no debe ser descortés. No trate al anfitrión como un disidente político (eso lo dejó claro incluso cuando tales auras le hubieran granjeado todas las simpatías), ni como un tipo del Este o que surgió del frío (Praga está en el corazón geográfico pero también cultural de Europa). Recuerde que nuestro anfitrión es un novelista y al novelista se le mide por la calidad estética de su obra. Aquí no tema, es mi consejo, la magnitud exagerada del elogio. La novela no es una tesis, ni caben lecturas sistemáticas, ni políticas (a pesar del conmovedor apunte casi velado sobre quién, quiénes son hoy los tratados totalitariamente), no da lecciones, y, de acuerdo con la poética señalada atrás, es refractaria a la moral pero también a la interpretación kitschzeante.
En segundo lugar, creo que uno se lo pasará mejor en la fiesta cuantas más personas conozca allí. Una perfecta anfitriona de la literatura checa en nuestro país ha sido Monika Zgustová. A muchos de los nacidos como yo, a finales de los años sesenta, hubo un boom que nos alcanzó mejor que el de la literatura latinoamericana: se trató del boom de los escritores checos, a cuya difusión en nuestro país contribuyó extraordinariamente esta escritora y pensadora estupenda.
Sí, las horas pasadas en los años ochenta con los compatriotas de Kafka y Hasek se debe en mucho a su afán, el de la Zgustová, en tales relaciones públicas. Estos amigos checos que quizás asistan con disfraz a este festejo, comparten precisamente un subtema de nuestra novela: tras ellos –como recordaba Zgustová– Capek, Klima, Hrabal, Kundera y Havel— eran conscientes de que la maquinaria del poder a la que estaban sometidos no tenía sentido.
“Sus protagonistas demuestran que es mucho más efectivo hablar de historias humanas en vez de la Historia con mayúscula. Las aventuras y los destinos de esos protagonistas son, pues, la búsqueda de sentido en un mundo que carece de él”.
Antes de la fiesta: una propuesta de lectura de la obra completa de Kundera
Uno o una debe ser cortés, y lo pasará mejor en la fiesta cuanto más gente conozca, sí. Pero además, es importante cómo llegar hasta allí. Digámoslo ya claramente: La fiesta de la insignificancia por sí sola puede parecer, al lector primero, poca. Sin embargo, sería una pena perdérsela. ¿Qué y cuándo habría que leer para llegar mejor hasta allí?
Para disfrutar mejor la fiesta recomiendo comenzar con su obra maestra: La insoportable levedad del ser (1984). Una vez contagiado, recorrería un tramo del camino cronológico. Su primera novela La broma (1967), luego La vida está en otra parte (1972) y La despedida (1973). Tomaría aire, abriría un paréntesis y la ventana al humor: algunos de los relatos de El libro de los amores ridículos (1968) son tan sexis como desternillantes. Aquí volvería al clima de nuestro libro de contagio con El libro de la risa y el olvido (1979) y Jaques el fatalista, su teatro en homenaje a Diderot. De aquí los libros en Francia y en francés por el orden en que fueron editados: La inmortalidad (1988), La lentitud (1995), La identidad (1998), La ignorancia (2000). Las más exquisitas portarán, a modo de broche en el vestido, leída, su poesía. Emprendería, de camino a la fiesta, la lectura pausada de los ensayos que citamos ya atrás. Repasaría algunos de estos, al azar, y en todo caso, al final, ya con la invitación en la mano, releyendo La lentitud, subrayaría estas líneas:
“Me has dicho muchas veces que te gustaría escribir un día una novela en la que no hubiera ninguna palabra seria (…) Milanku, deja de bromear. Nadie te entenderá”.
Entonces me pondría un vestido hermoso o esa chaqueta elegante cuya ocasión esperábamos con paciencia. Iría a la fiesta con una expresión expectante pero con ese tipo de expectación en la que no se descarta que el amigo al que hace tiempo que no ves te cuente alguna mala noticia, una desgracia, o si le preguntamos por su familia o los amigos comunes que hace tiempo que no vemos, quizás un deceso. Con la expresión más insignificantemente humana, me serviría una copa de vino francés, ¡nada de patriotismos! (nuestra provincia, nuestra patria, así quedamos, es la novela), encendería entonces un par de velas y pondría un disco no de Leoš Janáček sino de Erik Satie.
Pongamos que la fiesta ha sido.
¿Qué pasó anoche?
Nostalgia de la fuerza seductora del ingenio o cuando la estrategia de la risa ya no sirve para nada
La extensión de esta novela en la edición de Tusquets (138 páginas en el tipo de letra grande que pidió Kafka para sus obras) ha hecho que la noche se pasara rápido. En todo caso, como descubrió el amante de Madame T, en ese requerimiento nostálgico del tiempo calmo que fue La lentitud, al amanecer de la noche en vela nada nos impide detenernos en los momentos gozosos que tuvimos. Recordémoslo: la posibilidad de retener un recuerdo es una actitud estética que es al plano individual lo que la posición moderna de ser anti-moderno al grupo de los más auténticos herederos de Rimbaud.
De la fiesta tendremos que decir que tuvo, sobre todo, algo de otoño, de crepúsculo y de nostalgia. Acudió a recibirnos una mujer que enseñaba el ombligo y la reflexión de un personaje apenas esbozado Alain: si el poder de seducción se concentra en un hoyito redondo en mitad del cuerpo. ¿Cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Ombligo: punto del cuerpo que a diferencia de lo eróticamente individual e irrepetible, no es sino exaltación de lo idéntico, lo uniforme y redundante.
Cuente de la fiesta, a quien no fue, el chisme de Stalin y Kalinin, la siempre actual historia del cazador y las perdices. Retenga cómo pronto, los convidados principales se pusieron melancólicos, igual que a los vaqueros de Peckimpah, a los amigos Ramón, Alain, Charles y Caliban, parece quedarles tan solo el refugio de un código: una manera de ser y estar en el mundo. Si la literatura de Kundera empezó con una broma, en las fotos de este epílogo casi invernal, observaremos con algo de languidez y abatimiento que hay un vacío, una seriedad frente a la que hoy es inane la broma: estupenda la digresión paralela acerca de la inutilidad de ser brillante; sobrecogedora la escena sobre lo caro que puede consistir bromear en la fortaleza europea con acento extranjero. Queda, pues, el código, queda la nostalgia, la risa callada y la amistad.
Del cobijo de la risa al refugio de la amistad: final
No creo que La fiesta de la insignificancia se pueda leer (afortunadamente) como tesis, al estilo de aquellos (deliberadamente) ambiguos, pero clásicos, ensayos sobre la vacuidad de Lipovetsky. No creo tampoco que se pueda analizar como crítica social, y mucho menos ética, aunque algunos digan haber visto en esta cita invitados no deseados o de compromiso: la insensibilidad y el relativismo moral (ese fanatismo invertido). Recordemos, regresando a la entrevista con la que comenzamos nuestra recensión, que “una novela no afirma nada: una novela busca y plantea interrogantes (…) la estupidez de la gente procede de tener respuesta para todo. La sabiduría de la novela procede de tener una pregunta para todo”.
Hoy la pregunta, como la fraternidad, es la rareza. Comprender exige tiempo y todo sucede demasiado rápido. También la exigencia de opinión y de respuestas. Cabe, pues, hacerle caso a este habitante ilustre de esa provincia trasnacional que es la novela: disfrutar con humor nuestra condición insignificante solo es posible tras aceptarla y le corresponde a la novela hablarnos de ella.
No sé, no puedo saber, cuál será el impacto que deje esta novela en el lector que se acerque a una obra de Kundera por primera vez. La novela no gustará a los agelastos (pues sabemos que en el neologismo de Rabelais caben todos aquellos que no están en paz con lo cómico). La novela no gustará a quienes no sepan que el poder totalitario, camuflado hoy por ejemplo en el discurso frente al extranjero, cae por igual del lado de la maldad y del ridículo. La novela decepcionará a quien no siente como propia la fragilidad de la cultura.
Menudo epítome, sí, menuda seña. Oh, resumirse sin reducirse, justificar la vida entera con un gesto, un detalle tierno pergeñado con ocasión de algo intrascendente carente de importancia y de sentido.

25.11.14

Nedim Gürsel rescata a Nazim Hikmet

El ángel rojo  novela de marcado tono crepuscular, es una suerte de epitafio del comunismo

El escritor Nedim Gürsel. /elmundo.es

Quizá poco recordado hoy, el poeta turco Nazim Hilkmet fue un nombre importante a mediados del siglo XX, cuando otros poetas comunistas como él (Neruda, Alberti, Aragon...) ocupaban buena parte de la escena. Todavía en 1971 (el año en que Neruda ganó el Nobel), el grupo musical Aguaviva -quizá también poco recordado ya- incluyó en un disco tres poemas del turco. Hikmet tuvo resonancia internacional y en su Turquía natal está considerado el poeta más importante del siglo XX, el creador en cierto modo de la moderna poesía turca. Ese mérito no le valió el Nobel, mientras que su militancia comunista le llevó a la cárcel en varias ocasiones, la más larga de las cuales duró doce años, doce.

El novelista turco Nedim Gürsel, conocido en España por títulos como 'La novela del conquistador' o 'Los turbantes de Venecia', y que se ocupara de Hikmet en su tesis doctoral, le ha dedicado ahora 'El ángel rojo' (Alianza), novela de marcado tono crepuscular, una suerte de epitafio del comunismo. "La novela", explica Gürsel a EL MUNDO por correo electrónico, "interroga al siglo XX, que fue, desde mi punto de vista, el siglo del comunismo, si se admite que dio comienzo con la Revolución de Octubre en 1917 y acaba con la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. Esta interrogación se construye a través del compromiso político de Nazim Hikmet. Podría decirse que se trata de una mirada crítica sobre el comunismo. La decadencia del personaje femenino se sitúa en este contexto y remite, en efecto, a la desaparición de un ideal, ¡cuán humanista e igualitario!".
"Nazim Hikmet", añade Gürsel. "pertenece a esa generación de grandes poetas como Aragon, Neruda, o el griego Ritsos, que creyeron en las mañanas que cantan, pero el biógrafo de Hikmet, uno de los personajes del relato, intenta reflexionar sobre esa esperanza perdida. En efecto, esas mañanas que cantan quedaron en el terreno de la utopía. Por el contrario, la vida de Nazim Hikmet es muy novelesca. Por ello, el relato sigue su trayectoria, especialmente la política, pero también la sentimental, con una atención hasta al detalle más nimio".

Poemas de amor inédito

La novela transcurre en Berlín ("ciudad emblemática de las grandes tragedias del siglo XX", señala Gürsel) y una parte en Moscú, donde residió Nazim Hikmet tras su salida de la cárcel. En Moscú encontró Gürsel en 1982, en los archivos de la Unión de Escritores, un poema de su compatriota dedicado a Stalin fechado en el mismo día de la muerte del dictador, además de poemas de amor inéditos.
Junto a esos detalles reales, El ángel rojo plantea un tema ficticio (¿verosímil?), que Hikmet hubiera sido espiado por la Stasi de la RDA. A este propósito, Gürsel insiste en que se trata de una novela que debe ser tomada como tal. Mezcla, pues, de investigación y ficción, 'El ángel rojo', de la mano de Nedim Gürsel, nos devuelve a un gran poeta del siglo XX, influido al principio por Maiakovski y el futurismo, pero que encontró su propio camino. Y cuando lo encontró -como escribió otro de sus estudiosos- los consagrados le denigraban, los mayores le temían, pero la juventud le admiraba.
"Fue un gran innovador", concluye el novelista, "el primer poeta turco que se expresó en verso libre; pero, una vez en prisión, se reconcilió con la poesía tradicional, transformándola desde una perspectiva marxista. Integró elementos tradicionales en su poesía, especialmente en su obra maestra, 'Paisajes humanos', muy presente en la novela".

24.11.14

Hijo de hombre

Hacete hombre habla de una sociedad en la que quizás hombres y mujeres hayan quedado igualados como sujetos del consumo

 
Gonzalo Garcés reflexiona sobre la masculinidad y la perdida de la libertad./pagina12.com.ar

 
Hacete hombre de Gonzalo Garcés
Hombría y masculinidad son algunas de las categorías en crisis que pone en escena este libro en el que Gonzalo Garcés parte de un episodio autobiográfico para abrirse a diversos registros narrativos, de la crónica de viaje a las notas fragmentarias.
“Una mañana de 2010 recibí un mensaje de texto de mi padre. ‘Tengo que pagar una multa en Tupungato. ¿Me llevás?’ Tupungato está en la provincia de Mendoza. Allá, si te confiscan el carnet, tenés que pagar la multa en el lugar donde te lo sacaron. Como no tenés permiso para manejar, tenés que usar el transporte público o hacer que alguien te lleve.” Gonzalo Garcés está a punto de realizar junto a su padre y una hermosa y joven mujer chilena uno de los viajes más intensos y determinantes de su vida. “Tengo treinta y siete años, carajo. No puede ser que a estas alturas tenga que competir con mi padre. ¿Pero hay competencia? Sí, hay competencia. Obligarme a hacerte de chofer mientras viajamos por la Ruta 9 con una puta es lo más cercano –lo más parecido que permiten nuestras costumbres– a comerse crudo a tu hijo.” Quizás sea el momento de hacer una aclaración para que no se desprenda una primera impresión equívoca: ni la palabra puta ni el verbo obligar pecan de inocencia o desatino. Para entender cómo una palabra puede cambiar el rumbo de las cosas es preciso llegar al final de esta historia que se impone desde su título como una obligación, un imperativo que debiera estar sustentado sobre la base de lo existente o lo posible. Y ése es justamente el punto de partida de un libro que comienza con todo el tono de una crónica de viaje pero es mucho más que eso, o para decirlo en los términos del poeta Juan Ramón Jiménez: no corras, ve despacio, que al único lugar al que tienes que ir es a ti mismo.
Hacete hombre es el título del nuevo libro de Gonzalo Garcés. Bien, ¿pero qué es un hombre? La respuesta, mejor dicho su búsqueda, no se encuentra sólo en el viaje que emprenden los Garcés en compañía de una mujer sino en su regreso. Si es cierto que comprender algo te cambia para siempre, lo que hay que imaginar es el regreso de ese viaje; el momento no está escrito en Hacete hombre pero surge de su composición: el instante preciso en que el narrador y personaje Gonzalo Garcés se encuentra solo en su casa, rodeado de sus libros, su música, su computadora con archivos de series de televisión y mails nunca enviados, escribiendo para intentar desentrañar algo más que la relación problemática que mantiene con su padre, ya nunca más idealizada como en la infancia ni caprichosamente cuestionadora como en la adolescencia sino desde una mirada adulta, frontal, y muchas veces desgarradora como una verdad que te persigue por herencia. “Yo tenía ocho años. Cuando llegaste, una hora después, dije que tenía frío y hambre. Entonces te pusiste furioso y gritaste. Cuando estábamos en la calle siempre me daba mucha vergüenza que gritaras. Me daba miedo que viniera un policía y te llevara. Gritaste que no aguantabas más mis exigencias. Gritaste que la gente (en esos casos yo me convertía en un plural) no te dejaba vivir tu vida.” Y lo que se hereda es la masculinidad mientras que la hombría se define por la acción; al igual que la paternidad –dejar embarazada a una mujer no te convierte en padre–: la paternidad hay que justificarla constantemente en actos. Ahora bien, fuera de lo que podría parecer, no hay tono de confesión ni mucho menos una intención de reproche. El hijo mira a su padre como quien intenta desentrañar dónde estuvo la falla que hace que ya no lo considere un hombre, lo ama y le reconoce íntimamente un montón de virtudes pero también sabe que el último aprendizaje que podrá recibir como hijo deberá encontrarlo él mismo y es de esa manera que surge lo más importante de Hacete hombre, un libro concebido como una interesante mezcla de géneros discursivos, desde la crónica al ensayo, formatos de mail, reseñas y apuntes de historia y notas para una novela, como un modo de reconstruir el universo intelectual y emocional de un escritor que es al mismo tiempo hijo y padre y sobre todo un ciudadano que se resiste a aceptar que “marcar los abdominales en el gym, manejar un auto grande o cogerse a muchas mujeres es ser un hombre. No se le ocurría verse a sí mismo como representante de una sociedad”.
Rigurosamente escrito y con notables cambios de registro, en su libro Gonzalo Garcés reflexiona fuertemente sobre la concepción de la hombría separándola para siempre de la simple masculinidad. La hombría guarda una relación directa con la libertad. La hombría es acción y se traduce en un poder prometido (puede ser económico, moral, sexual, etc). Ahora se trata de rastrear de qué modo las distintas representaciones ponen en evidencia esa concepción ideológica y cultural, mudable con el correr de la historia, y ahí están los mitos griegos, las ficciones literarias, las series televisivas, las publicidades y las canciones, porque “la hombría no existe. No existe como fenómeno natural. Igual que los arquetipos de la mujer, las formas de la hombría son obra de la imaginación colectiva”. ¿Podría desaparecer la hombría? En este punto es donde estriba una de las ideas más interesantes que propone Hacete hombre: en la medida en que desaparezca la libertad orientada a un proyecto común, quedará reducida la concepción del hombre tal como se ha entendido hasta la irrupción del capitalismo. Si el hombre históricamente ha dominado y obligado a la mujer a desarrollarse bajo su tutela, al punto de ser representada y obligada a verse ella misma como objeto de contemplación, Gonzalo Garcés dialoga con Simone de Beauvoir y postula que hay en la libertad conquistada por la mujer una coartada falsa: ahora una pequeña elite dueña del poder económico ha reducido tanto a la mujer como al hombre al mismo nivel de tutelaje histórico (aquel sólo destinado a la mujer), ofreciendo una falsa idea de libertad y por lo tanto de elección bajo el nombre de consumidores. Esta es una de las claves de un libro intenso, que busca recuperar el verdadero sentido de la palabra libertad en un mundo donde casi no quedan valores que no hayan sido reducidos a meras mercancías.

22.11.14

Sangre joven, vampiros nuevos

 Belén Gopegui se rebela ante la escritura como mero entretenimiento y construye una novela contra el poder, ajena al maniqueísmo y llena de connotaciones morales

Belén Gopegui. / Ricardo Gutiérrez./elpais.com

El comité de la noche de Belén Gopegui.

Recuerdo el deslumbramiento de la primera novela de Belén Gopegui (Madrid, 1963), La escala de los mapas. Ese bisturí lírico con el que desentrañaba lo íntimo. Ese talento, ese pulso, ese extrañamiento para ver desde fuera lo de dentro, como una científica observando en el microscopio los coágulos de su propia sangre. Nada de eso ha perdido Gopegui desde aquel 1993 hasta el día de hoy a pesar del órdago con el que envidó a su literatura para ella misma y sus lectores.
Leyendo El comité de la noche me ha venido a la mente una y otra vez el último disco de Nacho Vegas, Resituación. Hay un motivo obvio, su posicionamiento político y ético, pero también otros menos evidentes. Se trata de la rebelión ante su arte como mero instrumento de entretenimiento y evasión. La cuestión no es menor. La ficción novelesca ha dado engendros, monstruos y disparates al ponerse el mono de trabajo o el antifaz de señorito de derechas, la esvástica o el camarada de rigor. Sherezade trata de salvar la vida una noche más narrando una historia que sea una alfombra voladora. Pocas noches hubiera durado Sherezade si el objetivo hubiera sido venderte una lavadora o recitarte el manual de instrucciones de cómo montar y desmontar un reloj.
Pero tanto en el caso de Vegas como en el de Gopegui, además de un posicionamiento, hay un riesgo y un acto generoso: renunciar al yo íntimo por un nosotros más áspero, al resorte que funciona en aras de la pertinencia social. El compromiso de Gopegui es el de renunciar a que su obra literaria sea un mundo cerrado, hermoso, radical, inquietante o dócil pero, por encima de todo, inútil. Un objeto sin otra función que entretener, gustar y gustarse, conciliar a autor y lector con la idea de animal pasivo de ambos, pero, eso sí, con la buena conciencia que da el generar uno y embucharse cultura el otro. En mi opinión, eso naufragaba tanto en Deseo de ser punk (2009) y, especialmente, en Acceso no autorizado (2011). Sin embargo, la literatura de la autora madrileña se rearma en El comité de la noche acercándose —es un suponer— a lo que su autora pretende de un libro que sirve para ser leído con intencionalidad como para ser lanzado contra los escaparates del Poder. La novela parte de una noticia extraída de la realidad: la oferta de una multinacional farmacéutica de comprar sangre a los parados que acepten donarla. La paleta de connotaciones morales se mostrará a lo largo de toda la novela, huyendo del maniqueísmo en la medida que lo desea su autora, e insertando el dedo en el enchufe de la privatización de la sanidad pública. Pero el zoom de Gopegui va más allá: el Poder ha de ser fiscalizado y vigilado, combatido y expurgado desde el compromiso social e individual. Por fortuna, la sopa no nos la sirve Gopegui ni helada ni hirviendo.
La novela empieza a ritmo de elegante paseo automovilístico, marca de la casa. En una primera parte, una mujer, Álex nos narra su aquí y ahora. Treintañera, parada, con una hija a cuestas, debiendo regresar a vivir con los padres, seres electrocutados como ella por la realidad y el complejo de culpa que se nos ha inoculado. Surcando esta primera parte, vives el hechizo de que solo con el lirismo de lo íntimo, de las pequeñas cosas, de lo cotidiano puedes entender la magnitud de la tragedia en la que estamos. Siguen siendo necesarios los poetas para desentrañar la realidad, para alzar el velo. Dejen las grandes palabras, los voceros, las estadísticas, el drama terrible está en cómo funciona el mecanismo de destrucción de una clase media, en el remordimiento de tomar o no un café, de regresar al hogar paterno, de escribir desde un banco, ejército de zombis por parques y calles, la importancia de la dignidad que se consigue en la Red al romper el autismo, la individualidad atroz. Pero el coche en el que nos ha montado Gopegui se va quedando sin trama, pero en fin, ésta llegar llega aunque tengamos que hacer el último tramo a pie hasta la gasolinera.
La estructura narrativa funciona, la intriga también, el mensaje político
no es endosado con grosería
La segunda parte tiene otros personajes, Carla y el escribidor. La primera acude a un escritor para que dé fe de su historia, un thriller bien orquestado por la autora respecto del tema de la sangre comprada, los conflictos éticos, una novela casi de espías en la guerra fría que sucede en Bratislava. En esta segunda parte reaparece el personaje de Álex. Aquí el tono de lo escrito es otro. Gopegui nos castiga y se castiga al privarnos de su fino pinchazo respecto de las relaciones íntimas, el yo más dentro de nosotros mismos. El castigo no es a cambio de nada. La estructura narrativa funciona, la intriga también, el mensaje político no te es endosado con grosería, sino con matices, a blanco o negro. La figura del escribidor es un hallazgo y la novela, notable, necesaria, está más que bien resuelta. En el debe, unos diálogos a veces maquinales, casi instrucciones de uso, que hace que le veas las tripas al libro, a cómo la escritora trata de venderte la lavadora. Aceptarías ir al lado de Sherezade a matar vampiros, pero no a que Pablo Iglesias te explique lo de la auditoría sobre la deuda externa de un país tan extraño como la ciudad de Bratislava.

Perros e hijos de perra

Arturo Pérez Reverte ha tenido a lo largo de su vida cinco perros -Sombra, Mordaunt,..- y si algo ha aprendido de ellos, y de otros canes ajenos, es que  ningún ser humano vale lo que un buen perro

Arturo Pérez-Reverte, vuelve por sus fueros con los nobles perros./lainformacion.com

Perros e hijos de perra de Arturo Pérez-Reverte
"Cuando desaparece un perro noble y valiente -quien escribe es el articulista Pérez Reverte- el mundo se torna más oscuro. Más triste y más sucio".
De "Perros e hijos de perra", así de contundente es el título, habla el nuevo libro del periodista, novelista y académico de la Lengua Arturo Pérez Reverte, que ha reunido en esta antología sus artículos escritos entre 1993 y 2014 y que tienen a los canes como protagonistas principales o secundarios.
Una exquisitez bibliográfica de apenas 150 páginas, ilustrada por el pintor Augusto Ferrer y editada por Alfaguara.
En todos sus artículos, el escritor no escatima elogios y cariño hacia tan fieles compañeros de viaje del ser humano, con los que ha convivido durante la mitad de su vida, una convivencia que le ha enseñado "mucho" de cuanto sabe, o cree saber, "sobre las palabras amor, desinterés y lealtad", poco frecuentes, destaca, "entre los humanos, al menos las dos últimas; y desde luego -escribe- tampoco la primera".
Para el autor de la saga del capitán Alatriste o de novelas como "La Reina del Sur" o "El tango de la vieja guardia", "no hay compañía más silenciosa y grata" que la de un perro, "libertad más conmovedora como la de sus ojos atentos, sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda". "Nada tan asombroso -recalca- como la extrema perspicacia de un perro inteligente".
Perros que son medicina sanadora, el mejor alivio "para la melancolía y la soledad", de una fidelidad extrema que, en muchos casos, se prolonga hasta después de la muerte del amo. "Morirá por tí, sacrificándose por una caricia o una palabra".
"Nunca conocí -relata- entre los seres humanos, como en los cinco perros que hasta hoy pasaron por mi vida, un amor tan desinteresado y tan leal. Tan conmovedoramente fiel".
Hay recogidos en las páginas de este libro numerosos casos concretos de esa fidelidad a prueba del paso del tiempo y de otras circunstancias, de ese coraje que el autor atribuye a los perros. Pero también historias de soledad, trágicas.
Historias de perros que, muerto su amo, siguen esperándole a la puerta del hospital donde falleció, o la de aquel otro que en la antigua Yugoslavia, recuerda el entonces reportero de guerra, fue el único en defender a una mujer violada por los serbios ante la pasividad de sus vecinos, y que peleo hasta que los agresores le mataron de un tiro.
Y a la vuelta al hogar desde alguno de esos "territorios comanches" en los que el reportero vio tantas veces el rostro de la muerte y la maldad del ser humano, allí estaba Sombra, el labrador que le hacía fiestas, que se enredaba entre sus piernas loco de contento.
Escribe el autor de "El maestro de esgrima", "La piel del tambor" o "El francotidador paciente", de momento su última novela, sobre el abandono de perros en la cuneta de cualquier carretera secundaria, cuando han dejado de ser el juguete caprichoso de los hijos, o sobre la muerte colgados de una soga en mitad del campo cuando ya no son útiles para la caza.
"Al abuelo -escribe- se le mete en un asilo y al perro se lo lleva a un paraje lejano, se abre la puerta y se le dice sal". Después un acelerón y "libre del jodío chucho". "El nunca lo haría", como decía aquel slogan publicitario que perseguía concienciar sobre hechos tan rechazables.
No recuerda Pérez Reverte quien dijo aquello de que "cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro", pero sí tiene claro que "cada vez que desaparece un animal silencioso, bueno y leal" este mundo "de mierda resulta menos generoso, menos habitable y menos noble".
Pero no todas las historias sobre las que escribe conducen a la tristeza, la indignación y la melancolía. Las hay también esperanzadoras, felices, como la de Sami, un perro callejero que vagabundeada por la capital mexicana. Un chucho "a medio camino entre un zorrillo y un pastor alemán, con un toque chusma, misántropo y poco sociable", al que un gran danés, de dueño se supone que pudiente, le sacó un ojo en un ataque callejero.
Heridas de las que Sami fue curado gracias a la generosidad del vecindario, que sufragó los gastos del veterinario, y que lo devolvió a la calle. La misma generosidad que poco después le salvó de un atropello, eso sí sin cola, con la pelvis "hecha cisco" y cojo. "Hizo a todos mejores".

17.11.14

Vivir la muerte

Con sinceridad total, con un dolor que no encuentra anestesia ni consuelos, Julian Barnes abordó la pérdida de su compañera de treinta años en un libro que, a la vez, vuelve a mostrarlo como un acerado formalista. En Niveles de vida, tres relatos atomizados enhebran ficción y sentimiento, memoria y literatura, para confluir en un conjunto narrativo que obra como paréntesis de sus textos mayores pero que lo muestra siempre un paso adelante en la búsqueda de un estilo propio

Julian Barnes entrega su nueva novela Niveles de vida./pagina12.com.ar
Niveles de vida de Julian Barnes

Títulos tan perfecta y prolijamente insertados dentro de la tradición británica como Metroland (la novela generacional y de iniciación), el díptico Hablando del asunto y Amor, etcétera (la novela de parejas disfuncionales), Inglaterra, Inglaterra (la novela satírica), Arthur & George (la novela histórica), El puercoespín (la novela “extranjera” y alegórica) o la crepuscular y ganadora del Booker El sentido de un final (la novela íntimo-modernista à la Ford Madox Ford y E. M. Forster), hacen olvidar a menudo que Julian Barnes seguramente sea el autor más audaz en lo formal dentro de su camada literaria. A pesar de ese look donde parecen confluir rasgos de Bloomsbury y Carnaby Street, Barnes –mucho más que Martin Amis, Ian McEwan o Salman Rushdie– ha sido siempre un buscador de nuevos horizontes y un experto manipulador de estructuras atómicas y atomizadas. Dan buena y excelente cuenta de ello volúmenes de relatos unidos por un mismo tema o sentimiento (Al otro lado del canal, La mesa limón, Pulso) así como novelas “diferentes” –tal vez entre lo mejor de su obra– como La historia del mundo en diez capítulos y medio y, muy especialmente, la en su momento consagratoria El loro de Flaubert.
Y tres décadas más tarde, Barnes (Leicester, 1946) revisita los modales y el tono elegíaco de esta última, seguro, sin quererlo ni desearlo, sin que estuviese en sus planes. Porque en Niveles de vida –organizado en tres partes– vuelve a contraponerse una vez más la historia pública (una exquisita crónica de la conquista de los cielos durante el siglo XIX a cargo de los pioneros de la navegación celeste y aerostática incluyendo a nombres como los del fotógrafo Nadar, la actriz Sarah Bernhardt y el coronel y aventurero Fred Burnaby) con la historia privada: el lamento roto en pedazos de otro viudo que aquí no es un ser de ficción sino el propio Barnes.
Incapaz de superar el dolor por la muerte de su compañera de treinta años, la agente literaria Pat Kavanagh (fallecida a finales de 2008 apenas treinta y siete días después de que se diagnosticara un tumor cerebral), Barnes comienza a acercarse a ese dolor intolerable con cautela y la elegancia de costumbre. Pero ahora –luego de haberlo hecho lateralmente en el estremecedor relato “Las líneas del matrimonio”, incluido en Pulso– sin artificio ni anestesia, aunque sin resignar tampoco las marcas de su casa, que hacen de Niveles de vida algo muy diferente a testimonios más o menos recientes de la soledad del cónyuge sobreviviente como los de John Bailey, Joan Didion o Joyce Carol Oates.
Aún desfigurado por el dolor, a Barnes le sigue preocupando el trazado de figuras, de establecer conexiones, de señalar motivos recurrentes y dibujos en las nubes, de hacer lo suyo y de las suyas. Así, las dos primeras secciones de Niveles de vida –“El pecado de la altura” y “En lo llano”– se leen primero con un cierto desconcierto. Barnes nos advierte de entrada que “Juntas dos cosas que no se habían juntado. Y el mundo cambia”. E insiste con un “Juntas dos cosas que no se habían juntado antes; y a veces funciona y otras veces no”. Hasta desembocar –en ese pesaroso journal que es el tercer y muy autobiográfico tramo “La pérdida de profundidad”– en lo que en realidad quiere discutir luego de habernos tenido flotando, en el aire, lejos de la tierra y como con ganas de dejarse llevar o dejarse ir en caída libre. Ascender lentamente lleva implícita la posibilidad de descender muy rápido, nos recuerda y nos advierte Barnes. Y todo confluye en un “Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. A veces es como el primer intento de acoplar un globo de hidrógeno a otro de aire caliente: ¿prefieres estrellarte y arder o arder y estrellarte? Pero a veces funciona y se crea algo nuevo. Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero emocionalmente posible”.
Una vez alcanzada esta certeza, no hay para Barnes (quien no menciona el nombre de Kavanagh en todo el texto porque, se intuye, no tiene fuerzas para ponerlo en letras) consuelo alguno. Y no le queda otra que enfrentar lo inevitable. Porque Niveles de vida –suerte de secuela involuntaria a su memoir necrológica Nada que temer– no tiene nada del tono saltarín y sinuoso de aquélla. Y no demora en informarnos de algo que todos sospechamos pero que preferimos no averiguar: es mucho más sencillo asumir la propia muerte (que si hay fortuna no dura más de un segundo) que el tener que soportar la eterna e inmortal muerte de los otros, de los seres queridos, de las personas imposibles de sustituir. Para Barnes –solo y sin “el alma de mi vida; la vida de mi alma”– ya no hay cielos azules, todo pesa, nada se eleva. “Lloro su pérdida de un modo muy simple y absoluto”, “Los que lloran al amado son autónomos”, “Toda historia de amor es una potencial historia de aflicción” son algunas de las oscuras iluminaciones y clínicas definiciones que redacta un aforístico y epifánico Barnes –confesando juguetear con la idea del suicidio– como si pensara en voz alta y, en más de una ocasión, incomodando a amigos y a conocidos con la potencia de su dolor y a los que, impotentes, sólo se les ocurre recomendarle que se compre un perro o se vaya de viaje. Barnes –para bien o para mal– eligió hacer lo que mejor hace: escribir.
Porque queda claro –más allá de que todo el libro también pueda considerarse como sincera obra menor de un obrero mayor, reflexiva catarsis refleja y automática o un impulsivo capricho en la mejor acepción del término– que Barnes, con su prosa exquisita de costumbre, como un Orfeo sin Eurídice, se alza aquí como un verdadero y muy triste experto en el arte de vivir la muerte.