El gran depredador: Gabriele d’Annunzio, emblema de una época, Lucy Hugues-Hallett, define al vate, un brillante literato olvidado porque se le identifica demasiado con una serie de rasgos negativos, como el gran depredador
El gran depredador, emblema de una época de Lucy Hugues-Hallet. |
Resulta curioso pensar que un hombre en perpetuo movimiento como Gabriele d’Annunzio
terminará los tres últimos lustros de su existencia encerrado entre los
inmensos muros de una residencia que fue, al unísono, su prisión y el
mayor símbolo de libertad. La adquisición del Vittoriale por parte de la
Italia mussoliniana le permitió gastar a manos llenas sin preocuparse
ni por deudas ni la escritura. Había alcanzado un cénit que era su
decadencia, la redención en forma de condena, controlado para que no
molestara al orden que anticipó con su surrealista comandancia en Fiume.
En El gran depredador: Gabriele d’Annunzio, emblema de una época,
Lucy Hugues-Hallett, define al vate, un brillante literato olvidado
porque se le identifica demasiado con una serie de rasgos negativos,
como el gran depredador. Acierta. La vida del chico nacido en Pescara
fue una gran novela incomparable, un retablo barroco entre el fin de siècle y la locura del Novecientos, entre lo avanzado de sus propuestas y el deseo de perpetuar una época que no podía sobrevivir.
Una anécdota sirve para definir bien la idiosincrasia del protagonista de este magnífico ensayo. En 1895 coincide con André Gide
en Florencia. El escritor francés se asombra porque su colega ha
devorado todos los libros y conocido a todos los personajes de relumbrón
del momento. Queda fascinado por una extraña humildad que luego, con el
paso de los años, se desgastó pese a un brillo paradójico donde el amor
y el odio competían en una carrera encarnizada.
Del transalpino, y la biografía lucha
por superar ese sentido, ha quedado la máscara que asesinó su
trayectoria artística. El hombre prevalece ante el autor porque su
descaro al aunar elegancia e individualismo superaba cualquier media
imaginable desde un exceso sempiterno que rayaba en la obsesión de la
omnipresencia y la omnipotencia al querer registrar cualquier suceso,
poseer a todas las mujeres y ser un príncipe descastado porque pese a su
exacerbado nacionalismo él, ni más ni menos, era su única ideología
certera.
Lucy Hugues-Hallett
entendió que sólo podía abordar la dimensión que supone D’Annunzio desde
una perspectiva fragmentaria que propiciara una unidad. Abarcar su
absoluto es imposible y la solución para intuirlo es mostrarlo desde la
técnica de las facetas, casi como si fuera un cuadro cubista que para
entender debe ser observado durante muchos minutos. Quizá por eso tanto
ella como yo hemos empezado por el final de la singladura, donde las
esencias del poeta quedan al descubierto. Su inquietud por el
movimiento, preludio de futuristas y guía del esteticismo totalitarista,
era mera frustración de quien vive por encima de sus posibilidades y se
empecina en ese objetivo. Durante cuarenta años vagó entre camas y
domicilios a la búsqueda de una paz utópica que saciara un gran
sentimiento de incomprensión.
Desde esta perspectiva su existencia fue
la victoria de la obstinación. Anticipó aspectos narrativos que luego
cultivaron mitos como Proust y Joyce,
pero la sociedad lo juzgó desde el escándalo y la egolatría. Aceptó la
culpabilidad de su marginación enfrentándose a ella con un constante
redoble de tambores. Cada obra era un salto hacia delante del
inconformismo exhibicionista. Sabía de su talento, lo proclamaba a los
cuatro vientos y erraba a partir de un impulso que no podía refrenar.
Eso explicaría su relación con la Duse cuando ya no bastaba introducirse
en la nobleza a la que no pertenecía. Podían despreciarle por abolengo,
pero él impondría el suyo del espíritu en un país proclive a la
idolatría.
Como esta no llegaba se cansó de
esperarla y se exilió voluntariamente en París. En la ciudad de la luz
desarrolló sus capacidades baudelerianas de flaneur, captó la atención
de la iconoclastia residente en la capital de la cultura y plantó la
semilla del quien por no estar de repente es reclamado.
En estas llegó la Primera Guerra Mundial
y la oportunidad soñada. Pese a quedarse ciego de un ojo presentó su
candidatura a héroe con vuelos que cargaba de lirismo mediante el
lanzamiento de panfletos en suelo enemigo. Voló a Viena, aconsejó a los
austríacos bajar las armas y regresó a Venecia, otro guiño al
decadentismo, alabado por multitudes enloquecidas que le veneraban como
un nuevo dios de la modernidad. Estos triunfos motivaron su auge en la
posguerra, donde hasta los mandatarios italianos que debían negociar
ganancias territoriales en Versalles le temían al creer que el pueblo,
siempre tan voluble, le auparía al poder supremo, que sólo podía ser
dictatorial en alguien que se había aburrido hasta el paroxismo en su
breve etapa de parlamentario.
La llamada real hacia el puesto de
primer ministro no sonó y como contrapartida surgió el invento de
invadir Fiume, actual Rijeka, y crear desde ese puerto una utopía
demencial basada en el amor que le profería la soldadesca y una
población emocionada por desfiles, bravuconadas, fiestas donde hasta
apareció el yoga, ¡en 1920!, y un estilo que imitaría Benito Mussolini
un par de años después tras su Marcha sobre Roma. La acción política
dannunziana era un disparate anárquico al que el fascismo, más
consciente de lo que significaba gobernar, supo dar orden, pero las
premisas las sentó el escritor, amante del drama, fiera del
desequilibrio que cuando cedió el mando de su pequeña regencia acató las
vueltas del destino. Su camino había sido estelar, más no podía ofrecer
en su batiburrillo que mezclaba papel sensacionalista y genialidad
artística.
Resulta increíble comprobar que en
nuestro país, tan necesitado de escritores que exhiban algún tipo de
compromiso más allá del ombligo, no esté siquiera traducido Il piacere,
que tanta fortuna cosechó en los estertores del siglo XX. La relación
entre Italia y España en lo literario se viste de ropajes donde pocos
nombres traspasan la frontera de un lado a otro. En Roma, pese a que
muchos autores jóvenes ocupan durante un breve lapso un lugar en las
estanterías, lo más sencillo es dar con Marías y Vila-Matas, poco más salvo clásicos como García Lorca.
En lo que nos concierne algunas editoriales han hecho un estupendo
trabajo que ha recuperado nombres como el inmenso Elio Vittorini. Sin
embargo D’Annunzio sigue en la zona maldita que provoca su aura.
Esperemos que el libro de Lucy Hugues-Hallett, tan premiado en el Reino
Unido, sea un acicate para superar este injusto olvido, pequeña barrera
de vergüenza por el bagaje que aun falta en la maleta bibliófila de la
piel de toro.
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