21.1.15

Patrick Modiano: la clave

El escritor francés ganador del Premio Nobel de Literatura publica su nueva novela Libro de familia. Una autobiografía novelada 


El escritor francés Patrick Modiano. /Thomas Samson./elmundo.es
Cuando le dieron el Nobel a Modiano lo dijimos. Es un autor (novelista) muy traducido en España. Y sobre él hay una suerte de opinión general entre buenos lectores que no parece errada: se trata de un novelista deslumbrante cuando lees dos o tres novelas suyas -de las mejores-, pero que luego parece repetir siempre variantes de la misma historia de penumbras y destinos truncados. Ignoro por qué una novela clave y temprana para entender el universo peculiar de Modiano no se había visto hasta ahora. Hablo de 'Libro de familia' que acaba de sacar Anagrama.
El original francés -Livret de famille- apareció en 1977 y es una autobiografía de la juventud de Modiano, novelada. Todo su mundo está ya en esta estupenda novela, de suerte que viene a parecer que todo lo de después ha salido de estos capítulos. Por supuesto el protagonista es Modiano, su padre bajo la ocupación alemana de París, su madre, una actriz belga que huye y conoce a su futuro en ese París extraño, seductor y clandestino, para terminar en su propia mujer y una niña pequeña...
Pero Modiano no sería quien es si en medio de esta trama desordenada y sabia de capítulos que son su vida (suponemos que no sin alguna ficción) no dejaran de aparecer, casi de continuo, ese tipo de evanescentes personajes, con halo exótico o levemente malvado que atraviesan su novelística. Un joven desconocido (y muy angustiado, de repente) que enseña al protagonista el piso vacío donde éste vivió de niño. Un colaborador nazi que se salvó en España (admirador del republicano Manuel de Falla) y que estuvo a punto de detener al padre del autor (judío) y a quien este ve mucho después en una piscina suiza, en compañía de un secretario muy atractivo. El pronazi es gay. También parece gay un seductor caballero chino -de la vieja China- que vivió en el deslumbrante Shanghai de la preguerra y terminó en París entre otros chinos de raro negocio...
Todo son damas venidas a menos, seres desvanecidos en la bruma del tiempo, gente distinta con la que nos cruzamos unos días o meses, pero el encuentro no vuelve a darse y así no sabemos qué ocurrió, porque todo semeja deslizarse entre la realidad y una neblina que no es sino el caminar de la vida. El pasado siempre nos seduce no sólo por las nieves de antaño, sino porque él únicamente sabe decirnos quiénes somos.
Es cierto que Modiano abunda en títulos sugestivos y a menudo notables: 'La hierba de las noches', 'En el café de la juventud perdida' o 'Los paseos de circunvalación'. Dirías que estos títulos de lírica resonancia han de ser mejores que 'Un pedigrí', 'Barrio perdido' o este 'Libro de familia' que acaso no es, propiamente hablando, un título brillante, porque es algo más: una estupenda novela y, sobre todo, la clave del universo modianesco.
Podemos creer que no es una autobiografía cabal, y entonces dejamos más espacio a la mera novela. Pero todos los seres brillantes y fugaces que cruzan el texto son la vida literaria de Modiano o sus fantasmas juntos. Valga decir la mente de su plena literatura. Básico.

20.1.15

Diez libros que habría lamentado perderme en 2014

Reseñas de los libros de 2014

Las páginas abiertas de los libros./jotdown.es

El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty. Este es un libro del que muchos hablan y pocos han leído. No me extraña. Hay pasajes tan densos e interminables como los que caracterizan al otro Capital, el de Karl Marx. La acumulación de datos resulta casi disuasoria. Es un libro de tesis y, por tanto, a veces fuerza las cifras para que encajen en el mensaje fundamental: la desigualdad crece porque el capitalismo, por su naturaleza, tiende a retribuir mejor a los que más tienen. Pese a todo lo dicho, es una obra importantísima. Y su tesis me parece ampliamente demostrada.
José Ortega y Gasset, de Jordi Gracia. Me entusiasmó y me deprimió. Lo del entusiasmo se debe a múltiples causas: se trata posiblemente de la biografía definitiva del gran filósofo español del siglo XX, permite comprender quién fue el filósofo (un tipo tan brillante como insufrible) y qué significa su obra, la escritura es magnífica y, de paso, traza un mapa para desentrañar el misterio de una época tan fascinante como abominable. Esto último es lo deprimente. Resulta que, en muchos sentidos, la España de hoy sigue encallada en los problemas de hace cien años: mala gobernanza, oligarquías corruptas, tendencias centrífugas, resentimientos sociales y un sistema propenso a la esclerosis.
El cura y los mandarines, de Gregorio Morán. Se trata de un ensayo, más que de una obra de investigación. Morán es como es: atrabiliario, ocasionalmente injusto (no se puede meter en el mismo saco a un franquista y un maestro del oportunismo como Ricardo de la Cierva y a un conservador de alto nivel ético como Julián Marías), propenso al trazo grueso y a la descalificación genérica. Pero el libro es una golosina. Hacía falta que alguien destripara las grandes patrañas de la cultura oficial creada en la Transición.
El impostor, de Javier Cercas. Este hombre, Cercas, posee un talento formidable para captar el zeitgeist, el ambiente cultural del momento. Además, es un escritor magnífico. La impostura de Enric Marco y su falsa biografía como superviviente de los campos de exterminio se convierte en reflejo de todas las imposturas, las nuestras incluidas, lo que produce una estimulante incomodidad en el lector. Lo ideal es encadenar el libro de Cercas y el de Morán para darse un baño de lucidez.
Crónicas de la mafia, de Íñigo Domínguez. Yo escribí un prólogo para este libro, cuyo autor es amigo mío. Además, Íñigo Domínguez es colaborador de Jot Down. Comprenderán que no lo recomendaría si no me pareciese un trabajo espléndido, sin duda el mejor publicado en España sobre la mafia. Resulta a la vez siniestro e hilarante.
Todo fluye, de Vasili Grossman. No se publicó en 2014. Es relativamente antiguo. ¿Qué quieren que le haga? Yo lo he leído en 2014 y lamentaría que otros tardaran aún más que yo. Lo tiene todo: purísima narrativa rusa, magisterio moral, lecciones diáfanas sobre la humanidad y el totalitarismo. El creador de Vida y destino escribió Todo fluye cuando el cáncer le devoraba el estómago y tenía prisa por dejar un testamento ético y literario. Léanlo, háganse ese favor.
Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre. Novelón decimonónico, comedia de disfraces, alegato contra la guerra, drama truculento: Nos vemos allá arriba es un potaje sabrosísimo.
The sleepwalkers. How Europe went to war in 1914, de Christopher Clark. A diferencia de otros muchos libros sobre la Gran Guerra publicados con ocasión del centenario, este se mantiene a una distancia prudente de las trincheras y los horrores del campo de batalla. Lo que relata es la maraña de intereses, acontecimientos y errores que condujo al suicidio de Europa. Ofrece una gran lección sobre cómo funciona la diplomacia y por qué, con frecuencia, quienes más mandan son los más imbéciles.
Historias del barrio 2. Caminos, de Gabi Beltrán y Bartolomé Seguí. Es el mejor cómic que he leído y mirado en mucho tiempo. Aunque cuenta la áspera infancia del guionista, Gabi Beltrán, en los barrios bajos de Palma de Mallorca, habla del sentido de la vida. Una delicia.
Océano África, de Xavier Aldekoa. El periodismo es un muerto con una salud de hierro. Océano África lo demuestra. Aldekoa no ha hecho un libro de viajes exóticos, sino un reportaje excelente sobre el continente de la luz, la vida y la desgracia. Comparando este libro con cualquier periódico, uno entiende por qué estamos dejando de comprar periódicos.

19.1.15

El fin del poder

Todo esto puede interpretarse en función de las tradicionales tesis acerca del auge y el declive de las potencias. De hecho, es posible que el poderío estadounidense esté en declive, pasada ya la ilusión de hegemonía unipolar que generó el fin de la guerra fría, mientras que el poderío de China está en aumento, aunque nadie puede garantizar que su modelo no entre en crisis en un futuro próximo


El fin del poder de Moisés Naím, un bestseller de no ficción.
Moisés Naím, analista venezolano de los grandes temas del poder./elcultural.es
Los informes revelados por Wikileaks han ofrecido al mundo una radiografía de la diplomacia estadounidense y cabe preguntarse qué es lo más interesante que aportan: ¿la prueba de la capacidad de presión de Washington o de los límites de esa capacidad? Según Moisés Naím (Venezuela, 1952) , dado que las potencias hegemónicas siempre han presionado a otros países, lo interesante de Wikileaks es que muestra la frecuente ineficacia de esa presión, incluso en el caso de gobiernos que dependen mucho de la ayuda americana: Egipto encarcela a miembros de ONG estadounidenses, Pakistán ofrece refugio a terroristas, Israel sigue construyendo asentamientos en los territorios ocupados, en contra del consejo de Washington, y el gobierno afgano critica su forma de hacer la guerra.

Todo esto puede interpretarse en función de las tradicionales tesis acerca del auge y el declive de las potencias. De hecho, es posible que el poderío estadounidense esté en declive, pasada ya la ilusión de hegemonía unipolar que generó el fin de la guerra fría, mientras que el poderío de China está en aumento, aunque nadie puede garantizar que su modelo no entre en crisis en un futuro próximo. Son temas importantes y muy debatidos, pero la tesis de Naím es que no son los más relevantes: el fenómeno crucial es la creciente fragmentación del poder entre una multiplicidad de actores, tanto en el plano de las relaciones internacionales, como en el de las empresas, la política interior o la cultura.

Ministro de Fomento de Venezuela a los treinta y seis años, director ejecutivo del Banco Mundial, director de la revista Foreign Affairs durante catorce años y prestigioso columnista de prensa, Moisés Naím es un excelente comunicador. En El fin del poder argumenta con eficacia, aunque a mi juicio con excesiva reiteración, una tesis que permite mejorar nuestra comprensión del mundo actual. Denominarla 'el fin del poder' representa una hipérbole, que puede aumentar el gancho comercial del libro, pero su contenido queda mejor reflejado en otra expresión que el propio Naím emplea: “el poder ya no es lo que era”. Los estados, los gobiernos, las grandes empresas, los sindicatos, los campeones de ajedrez y múltiples otros actores se ven costreñidos por la competencia de otros jugadores de la más variada índole.

Pensemos en un ejemplo que Naím no menciona: el del actual gobierno español. No son los partidos de la oposición los que más limitan la capacidad de maniobra de Rajoy, sino actores tan variados como los inversores internacionales, las agencias de calificación de riesgos, la Comisión Europea, el Banco Central Europeo, los manifestantes que denuncian sus medidas de austeridad, las comunidades autónomas y en concreto la que preside Mas, los periódicos independientes que todo lo investigan y los jueces dispuestos a esclarecer los misterios de la caja B de su partido o las finanzas de la infanta Cristina y su peculiar marido. Con todo, los gobiernos españoles de los últimos años han tenido una estabilidad que les habrían envidiado los gobernantes de la monarquía de Alfonso XIII o de la Segunda República: en ese aspecto concreto el poder en España se ha reforzado. Y además Rajoy cuenta con algo que es excepcional en las democracias de hoy: mayoría absoluta en el parlamento. No hace falta ser profeta para prever que el parlamento que elijamos en 2015 no se lo va a poner tan fácil al propio Rajoy o a su sucesor.

Con la parcial excepción de la cúpula del Partido Comunista Chino y algún otro caso, quienes detentan el poder se encuentran en dificultades para ejercerlo y para conservarlo. La interpretación marxista de la historia, que todavía tiene sus partidarios, resolvería la cuestión afirmando que los políticos no son más que títeres y que el poder en la sombra lo ejerce el Capital. Pero el Capital no deja de ser una abstracción y en el mundo de las empresas reales, que Naím analiza, la inestabilidad en la cúspide es tan común como en el terreno político. Los gigantes empresariales se ven desplazados en el ranking mundial por firmas jóvenes y los grandes ejecutivos conservan cada vez menos tiempo sus puestos. Incluso en un mundo tan tradicional como el de la fe religiosa, nuevas iglesias ganan adeptos a expensas de las tradicionales. Las iglesias pentecostales y carismáticas avanzan espectacularmente en Guatemala, en Kenia, en Brasil o en Filipinas, mientras que en el mundo del espectáculo Bollywood compite con Hollywood, los culebrones colombianos y mexicanos triunfan en Rusia y el pop coreano penetra en Estados Unidos. Entramos en el mundo de la hipercompetencia.

¿A qué se debe esta creciente fragmentación e inestabilidad del poder? Naím apunta tres motivos. En primer lugar, se han elevado el número de actores y su capacidad para competir. En el último medio siglo, han aumentado de forma espectacular la población mundial, la producción mundial, el número de países o el de científicos y, en los últimos años, el progreso ha sido sobre todo importante en el antaño subdesarrollado Sur: en Asia, en América Latina e incluso en África. En segundo lugar, todo se ha hecho más móvil: se incrementan la difusión de noticias, los viajes, las diásporas generadas por la inmigración y los flujos de mercancías y de capital. Y en tercer lugar, los ciudadanos de este planeta, más informados, incluso más formados, exigimos más a nuestros gobiernos, e incluso en los países que más se están desarrollando, las expectativas van por delante, como lo demuestran las protestas en Brasil, Chile o Turquía. En cuanto a las democracias consolidadas, la confianza en los gobiernos ha caído de manera sustancial en las últimas décadas y no necesariamente porque los gobernantes de hace medio siglo fueran mejores que los de hoy.

Las consecuencias de esta transformación son en conjunto muy positivas. No hay que lamentar el declive de los oligopolios empresariales, de los regímenes autoritarios, de las cuentas opacas ni de los proteccionismos. Pero Naím insiste también en las consecuencias no deseadas de este “fin del poder”, entre las que destaca la creciente incapacidad de tomar decisiones, un fenómeno que Francis Fukuyama ha denominado “vetocracia”. Existen muchos actores con capacidad de veto, que dificultan la toma de decisiones colectivas, tanto a nivel de cada Estado como a nivel internacional. En el caso de Estados Unidos, un sistema de controles y contrapesos diseñado en el siglo XVIII para evitar la concentración del poder, que sólo podía funcionar mediante el consenso, se ha vuelto disfuncional por la creciente polarización política, cuyo ejemplo más claro es el creciente peso del Tea Party en el Partido Republicano. El Tea Party, en sí mismo, es un ejemplo característico de los nuevos movimientos que se apoyan en el descrédito de la política convencional, similar en ello, aunque ideológicamente opuesto, a nuestro 15-M. Gobiernos más débiles son a su vez menos capaces de tomar acuerdos respecto a los grandes problemas internacionales. No se avanza respecto al calentamiento global, la Unión Europea ha sido muy poco eficaz frente a la crisis económica y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no ha podido evitar la guerra civil siria. La respuesta sólo puede llegar mediante una revitalización de la democracia, por la que aboga Naím. ¿Cómo lograrla? Esta es la cuestión.

14.1.15

Robert Stone, corresponsal de guerra en Vietnam

 Fue narrador del desaliento vivido por toda una generación

El escritor estadounidense Robert Stone. / Bebeto Matthews ./elpais.com

El sábado pasado fallecía a los 77 años en su casa de Key West, Florida, Robert Stone, autor de un conjunto de obras relativamente exiguo (ocho novelas, dos colecciones de relatos y un libro de memorias) en las que logró dar voz a una generación (la de la década de los años sesenta del siglo pasado) que vivió de manera desgarrada la crisis moral de una sociedad que se hundía sin querer aceptarlo en el abismo de una decadencia irreversible. Stone nació en Brooklyn, el 21 de abril de 1937. Su padre, Homer, empleado de los ferrocarriles de New Haven, abandonó el hogar familiar cuando su hijo era muy pequeño. Su madre padecía de esquizofrenia y tenía que ser hospitalizada con cierta regularidad. Entre los 6 y los 10 años el futuro escritor fue internado en un orfanato regentado por religiosos católicos. Según confesó en una entrevista, su infancia fue muy solitaria, pero no desdichada. Al evocar aquellos años, Stone habla con intensa nostalgia de sus paseos por Central Park, en los que se imaginaba que era el célebre detective Sam Spade. Mientras narraba en voz alta las cosas que se le iban ocurriendo se iba forjando su sentido del oído interno, conciliándose de algún modo, escribiría después, la distancia que separaba la realidad en la que vivía con el mundo de los sueños: “Éramos muy pobres. Vivíamos de la caridad del Estado. Aquello por una parte me proporcionaba un intenso sentido del caos, por otra me parecía algo romántico”, afirmó. En los escritos de Stone late un extraño sentido de lo religioso. Una de sus mayores influencias fue Graham Greene, con una diferencia sumamente importante: mientras que Greene tenía el asidero de la fe, Stone había eliminado de su visión la posibilidad de una figura capaz de ejercer una función salvadora: “El mundo es para mí un lugar del que Dios se ha ausentado, un misterio impenetrable que me deja sumido en el silencio”, escribió.
El punto de partida de sus indagaciones es ese mismo silencio, que sus personajes rompen inmersos en una búsqueda desconcertante y desconsolada. La imagen central, en consonancia con la década que mejor supo retratar, es la de unos individuos que buscan el sentido de la existencia en el consumo desaforado de drogas y alcohol. Él mismo pasó por ello, dejando constancia de sus pasos en su formidable, Prime Green: Remembering the Sixties (2007), documento escalofriante en el que da cuenta del desaliento vivido por toda una generación, y del que el escritor logró salir sumergiéndose en el mundo de la escritura. En su novela más importante, Dog Soldiers, ganadora del Premio Nacional del Libro en 1975, logra una altísima tensión narrativa, urdiendo una historia en la que unos ex-combatientes norteamericanos aceptan llevar a cabo una compleja operación de contrabando de heroína entre Vietnam y California: la derrota vivida por el país tenía lugar simultáneamente fuera y dentro de sus fronteras. La novela confirmó el talento demostrado en su primer libro, Galería de Espejos (1966), narración ubicada en los bajos fondos de Nueva Orleans. Los críticos señalaron entonces la aparición de un narrador de una potencia fuera de lo común, en cuya prosa es palpable, además de la de Greene, la huella de Joseph Conrad y Nathaniel West. Con Una bandera al amanecer (1981), Stone fue finalista del Premio Pulitzer. En otra de sus novelas más destacadas, La puerta de Damasco (1998), que transcurre en Jerusalén y Gaza, las drogas, metáfora de una búsqueda sin nombre, vuelven a desempeñar un papel importante. En el mundo de Robert Stone hay una amplia galería de personajes, desde hippies a senadores, cuyo denominador común es que representan a una América nihilista, capaz de generar monstruos como Charles Manson. Stone se sumerge en las cloacas de la sociedad, trazando la trayectoria de individuos que buscan desesperadamente unas migajas de sentido en lugares tan dispares como la jungla de Vietnam, América Central, o Hollywood, parajes que, tras lo desgarrador del recorrido, dejan al final un resquicio abierto a la posibilidad de la esperanza. Su último título, Death of the Black-Haired Girl, publicada en 2013, cuando el autor contaba 75 años, sorprendió a sus lectores porque, con la maestría de siempre, en ella Stone se asomaba a territorios que jamás había explorado con anterioridad.

9.1.15

Marsé: "España es un país de cabreros"

Esta charla con Juan Marsé abre una serie de entrevistas a figuras de la cultura en español sobre una era compleja en lo social, lo político, lo económico y lo creativo

El escritor Juan Marsé retratado en su casa en Barcelona. / Vicens Gimenez./elpais.com

Llega un periodista a casa de Juan Marsé para una de las cosas que probablemente menos le gustan a Juan Marsé: hablar de sí mismo, de por qué y cómo y para qué escribe y, en general, de sus cosas. Pero quizá porque la entrevista no es promocional, o quizá porque un sol templadito proyecta optimista bonanza sobre los balcones a los que da su casa del centro de Barcelona, o vaya usted a saber por qué, la charla va cayendo torrencial. El escritor celebra hoy su 82 cumpleaños.
¿No se habla demasiado en este país?
Ah, yo estoy totalmente de acuerdo con esto.
¿Dónde sitúa usted la frontera entre el habla y el ruido?
En este país hay ruido, sí, se casca demasiado y se grita demasiado. Y los medios de comunicación son tan poderosos y omnipresentes que el ciudadano nunca había estado tan informado, al minuto y de forma reiterativa.
Las tertulias suplantan el debate en las Cortes, tremendo
Ese “tan” al que alude no suena muy positivo...
Es tremendo. La enorme proliferación de tertulias políticas suplanta lo que debería ser un debate serio en las Cortes. Un espectáculo tremendo. Y ese es el ruido.
¿Por qué pasa esto?
La libertad informativa está muy bien, pero no sé dónde está el límite, no sé cómo se resuelve eso. La gente está atiborrada de información, y la mayoría no sabe qué hacer con ella.
Pero, ¿no le parece que el nivel mediático y el de la calle, digamos el de cafetería, comparten un escaso interés por aprehender lo que dice el otro?
Sí, pero ese es el defecto nacional. No se atiende. La solución está, si la hay, en la educación, como en tantas otras cosas.
Ahí ya metemos el dedo en el ojo tuerto de este país: el sistema educativo. ¿Cómo lo ve?
No me gusta pensar que este defecto es genético, que los españoles somos así. Pero uno identifica muy fácilmente al enemigo en términos de “el que no piensa como yo, es contrario a mí”.
En el tema de la educación, ¿qué cree que tiene que hacerse?
Incrementar el conocimiento de los valores cívicos, vamos, lo que cuando yo era un chaval llamaban urbanidad: cuál ha de ser la relación que mantengo conmigo mismo, y cuál debe ser mi relación con los demás. Pero estas cosas ya no están de moda. España es un país de cabreros, joder.
El escritor, en pleno trabajo de su nueva novela, Una puta muy querida, que llegará a las librerías en otoño. / V. G.
¿Es un país en el que se llama con demasiada facilidad “inútiles” a cosas realmente útiles? Por ejemplo la cultura, en sentido amplio.
Sí, pero eso si no se le inculca a la gente de joven… Cultura es saber comportarse, tomarte una cerveza con tu vecino y charlar con él. Entender tu relación con los demás y la de los demás contigo.
¿Influyen esos valores en cómo se escribe o al revés, es mejor obviarlos? Novela hecha con el intelecto, o novela hecha con las tripas…
Claro. Se suele hablar de un don, el don del talento para crear. Pero también se necesita cierto talento literario para leer. Incluso para leer a Verne, para no ponernos serios. Tiene que ver con la cultura, pero también con la sensibilidad… y eso se tiene o no se tiene.
La tecnología está matando formas de belleza, como el cine
Volvamos a la prensa. En su primera novela, Encerrados con un solo juguete, de 1960, escribe esta frase: “Qué tontería: ¿tenía algo que ver con la vida lo que llevaban los periódicos?”. ¿Tiene alguna vigencia hoy esa frase?
Esa novela se escribió en plena dictadura franquista, y yo era consciente de lo que había, y lo trasladé a los personajes. Había censura, en la prensa y en todo. Lo que traían los periódicos sobre la vida nacional estaba filtrado. Todos traían lo mismo, La Vanguardia, el Ya, el Abc, La Prensa, El Diario de Barcelona… La prensa no reflejaba la realidad nacional, eso lo sabía todo Dios. Pero hoy esa frase no la diría un personaje mío. Aparte de esto, yo soy un lector de periódicos vicioso. Cuando escribía Si te dicen que caí me pasaba horas y horas en la hemeroteca de la Casa L’Ardiaca, ojeando la prensa de los años cuarenta y disfrutaba como un loco. Y ahí, no sé cómo decirle, me lo creía todo. Es como que, para que una noticia me la crea de verdad, tiene que pasar tiempo. De lo que leo en el periódico que acaba de pasar siempre tengo mis dudas.
El paso del tiempo. Lo cambia todo, ¿no?

Bueno, aquí ahora te encuentras cosas tan ridículas como ciertos historiadores catalanes que están revisando las relaciones con España y están reinventando, contando mentiras. Algunos pretenden que Santa Teresa de Ávila era catalana. En contrapartida yo estoy descubriendo, y va a ser un disgusto para ellos, que Xavier Cugat era murciano. Quiero decírselo al conseller de Cultura, Ferran Mascarell. Y el famoso torero Mario Cabré tampoco era catalán, era andaluz. Ya de chaval, había quien decía en el barrio que Walt Disney era catalán.
La censura franquista acabó hace casi 40 años. Hoy sin duda subsisten otras, económicas, políticas, la razón de Estado, la lógica de empresa… Usted escribió Si te dicen que caí consciente de que no sería editada en la España de Franco, como así fue (lo fue en México). Pero, ¿se arrepiente de haberse automutilado, de haberse autocensurado alguna vez?
Sí, sí, sí… soy consciente de eso, claro. En Encerrados con un solo juguete me corté, está claro. No por cuestiones de orden estrictamente político —porque nunca me gustó que de una forma explícita hubiera en mis libros tufos políticos, quiero decir, mensajes—, sino más bien de orden sexual-erótico. En  La oscura historia de la prima Montse, que es una historia de la influencia de la educación católica en una muchacha, también me frené. Por eso luego lo tuve tan claro en Si te dicen que caí.
¿Molesta la realidad para escribir ficción? ¿Vive pertrechado frente a la realidad cuando está metido en una novela, o es al revés, necesita lo real como motor?
Podemos ha removido el tema y todos los demás están acojonados
Fatalmente quiero saber todo y fatalmente lo vivo al minuto. Otra cosa es que procuro que la realidad no interfiera en mi trabajo. La intelectualidad me interrumpe el trabajo. Y la rabiosa actualidad me incordia. Pero no puedo prescindir de ella. Si no leo la prensa, el día no empieza bien para mí. Y además la prensa de papel, lo siento pero… de papel. No puedo hacer nada por evitar todo lo que está pasando en los últimos tiempos, que si el corrupto de cada día... Así que al final no hago más que encabronarme, es una especie de tortura. Además, soy un escritor fatalmente realista, no puedo prescindir de la realidad, otra cosa es que luego la enmascare.
Ya hace mucho que se acuñó el concepto realidad virtual. ¿No opina que casi todo va siendo ya virtual, que lo digital, lo descargable, lo que está pero no puede tocarse ya ha ganado la batalla y ha sustituido a lo tangible, lo palpable, lo que se huele?
Es imparable. Pienso que tiene que producirse una depuración de cosas superfluas. Probablemente de eso se ocupará el tiempo, no lo sé, pero el avance tecnológico, ese no lo para ni Dios. Aunque no soy pesimista del todo. Creo que el libro de papel seguirá existiendo, y lo mismo los periódicos de papel, puede que más reducidos. Me resisto a pensar que pueda desaparecer el papel. Mis nietos se ríen. Pero lo más grave es que la tecnología esté matando formas de belleza. El cine, por ejemplo, no es lo que era, la tecnología lo ha matado, es puro tebeo. El cine como una buena idea, un buen guion, unos diálogos... está desapareciendo.
Hoy el charnego es el magrebí, o el paquistaní, o el chino
Más realidad, mejor dicho, actualidad. ¿Cómo vive la irrupción y auge de Podemos?
Ya se ha demostrado que todo está por hacer en este país. Y entonces ha venido Podemos. A mí me parece ya muy positivo el revuelo que han montado, han removido el asunto y todos los demás están acojonados. Han dicho: “A ver, hay que hacer algo, hemos estado durmiendo en la paja y todo iba cojonudo, pero además de expoliar a todo Dios y robar a mansalva, resulta que ahora tenemos que hacer política”.
¿No cree que, así en general, es bueno que la gente se ponga las pilas? Mejor tarde que nunca...
Mire los socialistas. Están con el agua al cuello. Y se les ocurren ya cosas que tenían dormidas desde hace siglos, como su relación con la iglesia católica de este país. O sea, todo lo que tenían en el programa aparcado por temor a perder votos —como lo de la iglesia— ahora lo empiezan a mover. No lo movió ni Felipe González, ni Zapatero… pues ahora que se den prisa, porque...
Para votantes fieles de un partido tradicional debe de ser incómodo comprobar por qué motivaciones reales se mueven a veces sus líderes…
Trágico. Aquí mismo, en Cataluña, están pasando unas cosas muy divertidas… que un partido como Esquerra Republicana, un partido que se dice de izquierdas, se alíe con la derecha, con la carcundia que es Convergència… y pretenda seguir haciéndose pasar por un partido de izquierdas. O Iniciativa per Catalunya, los antiguos comunistas, ¡el partido de los trabajadores! ¿En qué se ha convertido? Están acojonados. ¿Vio la comparecencia de Pujol, en la que echó la bronca a todos los políticos que estaban ahí?
Cultura es saber comportarte, tomarte una cerveza y charlar
La vi, un sainete.
Cuando arremetió contra todos ellos con aquel tremendo numerito de arrogancia política se tenían que haber levantado y haberle dicho: “Aquí se queda usted con su discurso de mierda”. Y en vez de eso, aguantaron y cuando todo terminó hubo casi un besamanos que recordaba a algunas escenas de El Padrino. Fue una cosa vergonzosa.
¿Cómo ha vivido, como barcelonés y catalán, la ascendencia y caída de Pujol?
Para los que nunca comulgamos con las ruedas de molino del pujolismo, ninguna sorpresa. Nunca fue santo de mi devoción. Y ahora pienso en el catalán patriota, pujolista, nacionalista y de derecha, que se ha hecho la siguiente composición: “Ya no creemos en este hombre, porque en vez de ser fuerte, fue débil y se dejó llevar por la ambición, pero lo que levantó y lo que encarnó sigue vigente”. Claro, es que es un sentimiento, una emoción, eso del nacionalismo, y por lo tanto está por encima de las personas. Cuando la persona ya no sirve, la apartan pero se queda el ideal.
Hacer creer a la gente que el nacionalismo no es sólo un vehículo emotivo sino un sistema ideológico como el socialismo, el marxismo o el fascismo, y convertirlo en arma electoral para asaltar el poder: una falacia, ¿no?
El delirio identitario, la reafirmación de que yo soy esto y los demás no lo son: eso es el nacionalismo, una cosa irracional que no concibo. Como soy hijo adoptivo, el asunto identitario para mí es muy secundario. Ahora Josep Maria Cuenca se ha empeñado en escribir mi biografía y...
Cuente, cuente…
Ha indagado sobre mis padres biológicos, pero a mí esto nunca me ha interesado mucho. Para mí, mis padres hasta el final fueron quienes me adoptaron. Pero bueno, Cuenca me ha hecho ver cosas que no sabía, algunas de ellas interesantes. Por ejemplo, en mis ancestros biológicos hemos descubierto que tengo orígenes… chinos. O sea, que soy un catalán con alma medio charnega medio china.
Por cierto, ¿queda algo del viejo charnego, materializado en el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa?
Muy poco, es un término que ya casi no se oye… la época de las grandes oleadas migratorias del sur acabó. Ahora el charnego es el magrebí. O el paquistaní. O el chino. La Rambla del Raval es árabe. Son ellos quienes pugnan hoy por hacerse un sitio en la sociedad catalana.
Viviendo en un país en el que, como España, nadie dimite nunca por nada, ¿no dan como ganas de dimitir de todo?
Pero hay que batallar para defender un criterio personal y unos intereses, es decir, hay que estar en la brecha. Entregarse, fatal. Y abandonar, ¿cómo? Emigrando, pero a mí se me ha pasado la edad. Con 20 años es probable que me largara de este país.
Bueno, de hecho se largó. A París. Se gastó allí la pasta rápidamente, de la peor manera posible… o puede que de la mejor.
Tenía 26. Me la gasté, sí, y volví con la idea de regresar. Entonces trabajaba en un taller de joyería y ya había publicado mi primera novela. Aquello fue, es verdad, más que querer ir a París, querer irme de aquí.
Bueno, aquel París debía de tener un poder de seducción…
A París te ibas soñando no sólo en que podrías ver las películas que aquí no podías ver o comprarte los libros que aquí estaban prohibidos, sino en que podrías ligar más. Era irse de la España de Franco, que era la hostia. Hoy no es lo mismo, hoy se va el que no tiene trabajo. Entonces sí había trabajo en España. Parados no había. El cabrón de Franco les decía a los empresarios: “No vais a tener huelgas, os lo garantizo… pero no me vais a despedir a un solo trabajador”. Y así era.

Obra escogida

Encerrados con un solo juguete(1960).
Últimas tardes con Teresa (1965).
La oscura historia de la prima Montse (1970).
Si te dicen que caí (1973).
La muchacha de las bragas de oro (1978).
Un día volveré (1982).
El embrujo de Shanghai (1993).
Rabos de lagartija (2000).
Caligrafía de los sueños (2011).
Noticias felices en aviones de papel (2014).

6.1.15

El encanto y la verdad de la escritura

Porque ejemplar es su irrenunciable amor a la palabra verdadera, que nace de la audaz combinación de juego y oficio y del manantial de la intuición

Luis Landero, autor español de Juegos de la edad tardía./Iván Jiménez./revistadeletras.net


“Viajar a través de la conciencia ha sido uno de los experimentos más interesantes ofrecidos al espíritu humano, que en la exploración del mundo interior halla imágenes y sombras en que se multiplica su yo esquivo”.
Son palabras de Ricardo Gullón que nos recuerdan la naturaleza inaprensible del yo y la necesidad de “reducir el caos a dimensiones portables” por medio de la obra de arte. Esto es precisamente lo que ha tratado de hacer Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) en su última novela, El balcón en invierno (Tusquets, 2014), quizá la mejor de todas las suyas –y una de las mejores escritas en nuestra lengua- precisamente por esto, porque convierte en arte una honesta revisión de su infancia y adolescencia, seleccionando esos momentos fundacionales de su existencia capaces de torcer un destino y que te sacan del alma las verdades más hondas y escondidas. Pues se trata de un libro de memorias, sin duda, que no excluye una emocionante revisión de las figuras parentales y un homenaje a la sufrida generación de la posguerra, pero al mismo tiempo, y mediante una estructura fragmentaria de saltos temporales, es también una novela de formación y aprendizaje, del escritor que pasa del caos lector al canon literario, y un canto a la naturaleza que se convierte en nostalgia de su infancia y en elegía ante la desaparición del modo de vida campesino de sus ancestros y a las irrevocables pruebas a que sometió la vida a sus seres queridos.
Y es que El balcón en invierno cierra con una perfección insólita en nuestra literatura el ciclo de escritura de un gran escritor, que fue profesor de literatura en la Escuela de Arte Dramático de Madrid y en la Universidad de Yale, y que entró en el mundo literario por la puerta grande con su primera y aplaudidísima novela Juegos de la edad tardía (1989), Premio Nacional de Narrativa y Premio de la Crítica, y que causó tanta pasión entre sus lectores que llegaron a crear el Círculo Cultural Faroni como modo de honrar la fantasía literaria de su protagonista. Digo que cierra un ciclo, no solo porque el resto de sus seis novelas publicadas hasta ahora, de un modo u otro, directa o tangencialmente, remitían a algunos de esos momentos cruciales de su existencia, que culminaron en su libro Entre líneas: el cuento o la vida, una franca y perspicaz revisión de esos fragmentos existenciales imposibles de desoír a la par que una serena revisión de principios narrativos y una reflexión sobre la escritura, sino porque todo ello sirve de asiento a El balcón en invierno, que es su culmen y, por qué no, su colofón.
El libro que contiene la memoria emotiva del autor, su visión del mundo, de la vida propia y la de los suyos, especialmente la de su padre, el libro que habita el alma de su escritura porque sella de un modo definitivo su territorio emocional y literario y porque nos ayuda a entender lo que somos a través de su pasado, un pasado que, como él mismo señala, no deja nunca de pasar. Incluso cierra un ciclo porque representa ese punto de inflexión del escritor en el momento en que, tras la mirada lúcida al pasado personal y literario desde un balcón simbólico, se pregunta si ha merecido la pena sustituir la acción, la vida, por la escritura, y descubre que ha llegado la hora de dar el salto definitivo hacia la escritura honesta, franca y luminosa que desoiga las palabras que suenen falsas y artificiosas, y todo oficio que no vaya acompañado por el espíritu de invención y riesgo, alejándose de toda clase de baratijas sentimentales y ya cansado de los trucos retóricos, de las frases bien hechas, de las expectativas bien urdidas, de las penosas dudas hamletianas ante un adjetivo o ante el cierre de un párrafo. Como consecuencia de todo ello, El balcón en invierno se convierte en la extracción de la piedra de la sabiduría, que representa ese punto en el que la franca introspección halla el secreto de lo que se es, resuelve el enigma de la propia existencia y clava en el corazón de la escritura su sentido, esa verdad que siempre busca el héroe de la novela contemporánea y que no todos los escritores son capaces de descubrir en sus obras –Kafka, por ejemplo, incapaz de hallar un sentido a su novela América, decidió abandonar su escritura- y que Landero encuentra sin duda aquí, de un modo definitivo y, por qué no, ejemplar.
Porque ejemplar es su irrenunciable amor a la palabra verdadera, que nace de la audaz combinación de juego y oficio y del manantial de la intuición. Y de una emoción, contenida siempre, y por tanto con una carga superior de transmisión de empatía. Esta emoción vívida y sin desbordamientos bebe del carácter imaginario de la memoria y de la certeza de que contar la vida propia sería una empresa tediosa si no se organizara con armonía en torno a un argumento. Su argumento son piezas fragmentarias, como hemos dicho, que giran en torno a un suceso trascendental en su vida, el de la muerte de su padre cuando el autor contaba dieciséis años, estas líneas, deudoras, como todo lo que he escrito en mi vida, de aquella tarde incesante de mayo. Esa experiencia crucial, mezcla de culpa insuperable, es el motor de su escritura, que demanda para ella su parcela de cauterización de las heridas del pasado y, como él mismo escribía en Entre líneas: el cuento o la vida, que acaba por ser, después de la tormenta, una reparación de daños. Pero la escritura es también para Landero una manera de fijar lo vivido e impedir que se pierda del todo. Y en este sentido, aplica su finísima percepción sensorial a la reconstrucción sinestésica de su pasado, porque un olor es suficiente para reconstruir el reino perdido de la infancia (Entre líneas), aunque en esta novela la magdalena proustiana sean los sonidos, la banda sonora de la memoria: una atmósfera excelentemente reconstruida a partir de los sonidos: la tricotosa en la que trabajaban su madre y sus hermanas cuando abandonaron el pueblo para vivir en el barrio madrileño de la Prosperidad; y el de la garrota del padre sobre la percha, el sonido más triste del mundo para un muchacho asustado ante la autoridad paterna y su obsesión por convertirle en un hombre de provecho.
Múltiples oficios harían poco tediosa, y triste, la adolescencia del escritor hasta llegar a convertirse en una imagen más o menos cercana a lo que su padre deseaba para él. Pero los capítulos dedicados a su proceso de formación como escritor son una buena muestra de lo que las palabras pueden hacer con un hombre dispuesto a recibirlas: Las palabras acudían solícitas al reclamo de algo oscuro que yo quería decir, y que no sabía lo que era hasta que ellas, las palabras, venían a revelármelo. Es decir, hasta que consigue formar, con sus lecturas y sus escritos, su gusto literario y su sensibilidad artística y comprender a qué se debe el canon literario.
Pero si hay algo que deslumbre en esta novela toda luminosa, es la honda humanidad de sus criaturas. Si todos los personajes de sus novelas anteriores eran cautivadores e inolvidables –ahí tenemos a Gregorio, el protagonista de Juegos de la edad tardía, al que dibuja siempre con mirada compasiva a pesar de su carga de ironía, humor y patetismo, o Angelina, el envés de su marido, que encarna el sentido común, la anuencia y la docilidad, frente a los arranques de locura inventiva y estrafalaria de Gregorio; o Manuel Pérez Aguado, el profesor de Entre líneas, el alter ego del escritor; o Lino, de Absolución, o Emil, de El guitarrista…-. Pero el retrato de todos ellos, con ser de enjundia, queda superado por el que hace en esta novela Landero de sus personajes reales, todos miembros de su familia excepto el profesor de literatura, dibujados con las líneas maestras, esenciales, y tan acertadas que el lector los sentirá como propios, como miembros de su propia memoria. Porque esto de la escritura, nos recuerda, solo tiene que ver con saber mirar las cosas, saber ver lo esencial y lo distinto que contienen, descubrir lo que nos ocultan, más allá de inventar grandes cosas: En cada instante, en cada acontecer, lo trivial y lo misterioso van a partes iguales. Landero sabe, como Coetzee, que el novelista puede aprender del poeta a concentrar y a intensificar el sentimiento y el pensamiento. Y, como Orhan Pamuk -La literatura necesita tener para mí ciertas características y un puntito-, para Landero, más importante que la perfección es que contenga encanto. Y les aseguro que esta novela lo contiene, encanto, a raudales. De hecho, se trata de esa novela que todos los escritores habríamos deseado escribir para resolver nuestros propios enigmas y para que nuestras almas habiten para siempre en nuestra escritura.