11.12.14

Radiografía de una bestia incomparable

El gran depredador: Gabriele d’Annunzio, emblema de una época, Lucy Hugues-Hallett, define al vate, un brillante literato olvidado porque se le identifica demasiado con una serie de rasgos negativos, como el gran depredador

 
Gabriele d’Annunzio. Retrato  pintado por Romain Brooks, 1910./revistadeletras.net

El gran depredador, emblema de una época de Lucy Hugues-Hallet.


Resulta curioso pensar que un hombre en perpetuo movimiento como Gabriele d’Annunzio terminará los tres últimos lustros de su existencia encerrado entre los inmensos muros de una residencia que fue, al unísono, su prisión y el mayor símbolo de libertad. La adquisición del Vittoriale por parte de la Italia mussoliniana le permitió gastar a manos llenas sin preocuparse ni por deudas ni la escritura. Había alcanzado un cénit que era su decadencia, la redención en forma de condena, controlado para que no molestara al orden que anticipó con su surrealista comandancia en Fiume.
En El gran depredador: Gabriele d’Annunzio, emblema de una época, Lucy Hugues-Hallett, define al vate, un brillante literato olvidado porque se le identifica demasiado con una serie de rasgos negativos, como el gran depredador. Acierta. La vida del chico nacido en Pescara fue una gran novela incomparable, un retablo barroco entre el fin de siècle y la locura del Novecientos, entre lo avanzado de sus propuestas y el deseo de perpetuar una época que no podía sobrevivir.
Una anécdota sirve para definir bien la idiosincrasia del protagonista de este magnífico ensayo. En 1895 coincide con André Gide en Florencia. El escritor francés se asombra porque su colega ha devorado todos los libros y conocido a todos los personajes de relumbrón del momento. Queda fascinado por una extraña humildad que luego, con el paso de los años, se desgastó pese a un brillo paradójico donde el amor y el odio competían en una carrera encarnizada.
Del transalpino, y la biografía lucha por superar ese sentido, ha quedado la máscara que asesinó su trayectoria artística. El hombre prevalece ante el autor porque su descaro al aunar elegancia e individualismo superaba cualquier media imaginable desde un exceso sempiterno que rayaba en la obsesión de la omnipresencia y la omnipotencia al querer registrar cualquier suceso, poseer a todas las mujeres y ser un príncipe descastado porque pese a su exacerbado nacionalismo él, ni más ni menos, era su única ideología certera.
Lucy Hugues-Hallett entendió que sólo podía abordar la dimensión que supone D’Annunzio desde una perspectiva fragmentaria que propiciara una unidad. Abarcar su absoluto es imposible y la solución para intuirlo es mostrarlo desde la técnica de las facetas, casi como si fuera un cuadro cubista que para entender debe ser observado durante muchos minutos. Quizá por eso tanto ella como yo hemos empezado por el final de la singladura, donde las esencias del poeta quedan al descubierto. Su inquietud por el movimiento, preludio de futuristas y guía del esteticismo totalitarista, era mera frustración de quien vive por encima de sus posibilidades y se empecina en ese objetivo. Durante cuarenta años vagó entre camas y domicilios a la búsqueda de una paz utópica que saciara un gran sentimiento de incomprensión.
Desde esta perspectiva su existencia fue la victoria de la obstinación. Anticipó aspectos narrativos que luego cultivaron mitos como Proust y Joyce, pero la sociedad lo juzgó desde el escándalo y la egolatría. Aceptó la culpabilidad de su marginación enfrentándose a ella con un constante redoble de tambores. Cada obra era un salto hacia delante del inconformismo exhibicionista. Sabía de su talento, lo proclamaba a los cuatro vientos y erraba a partir de un impulso que no podía refrenar. Eso explicaría su relación con la Duse cuando ya no bastaba introducirse en la nobleza a la que no pertenecía. Podían despreciarle por abolengo, pero él impondría el suyo del espíritu en un país proclive a la idolatría.
Como esta no llegaba se cansó de esperarla y se exilió voluntariamente en París. En la ciudad de la luz desarrolló sus capacidades baudelerianas de flaneur, captó la atención de la iconoclastia residente en la capital de la cultura y plantó la semilla del quien por no estar de repente es reclamado.
En estas llegó la Primera Guerra Mundial y la oportunidad soñada. Pese a quedarse ciego de un ojo presentó su candidatura a héroe con vuelos que cargaba de lirismo mediante el lanzamiento de panfletos en suelo enemigo. Voló a Viena, aconsejó a los austríacos bajar las armas y regresó a Venecia, otro guiño al decadentismo, alabado por multitudes enloquecidas que le veneraban como un nuevo dios de la modernidad. Estos triunfos motivaron su auge en la posguerra, donde hasta los mandatarios italianos que debían negociar ganancias territoriales en Versalles le temían al creer que el pueblo, siempre tan voluble, le auparía al poder supremo, que sólo podía ser dictatorial en alguien que se había aburrido hasta el paroxismo en su breve etapa de parlamentario.
La llamada real hacia el puesto de primer ministro no sonó y como contrapartida surgió el invento de invadir Fiume, actual Rijeka, y crear desde ese puerto una utopía demencial basada en el amor que le profería la soldadesca y una población emocionada por desfiles, bravuconadas, fiestas donde hasta apareció el yoga, ¡en 1920!, y un estilo que imitaría Benito Mussolini un par de años después tras su Marcha sobre Roma. La acción política dannunziana era un disparate anárquico al que el fascismo, más consciente de lo que significaba gobernar, supo dar orden, pero las premisas las sentó el escritor, amante del drama, fiera del desequilibrio que cuando cedió el mando de su pequeña regencia acató las vueltas del destino. Su camino había sido estelar, más no podía ofrecer en su batiburrillo que mezclaba papel sensacionalista y genialidad artística.
Resulta increíble comprobar que en nuestro país, tan necesitado de escritores que exhiban algún tipo de compromiso más allá del ombligo, no esté siquiera traducido Il piacere, que tanta fortuna cosechó en los estertores del siglo XX. La relación entre Italia y España en lo literario se viste de ropajes donde pocos nombres traspasan la frontera de un lado a otro. En Roma, pese a que muchos autores jóvenes ocupan durante un breve lapso un lugar en las estanterías, lo más sencillo es dar con Marías y Vila-Matas, poco más salvo clásicos como García Lorca. En lo que nos concierne algunas editoriales han hecho un estupendo trabajo que ha recuperado nombres como el inmenso Elio Vittorini. Sin embargo D’Annunzio sigue en la zona maldita que provoca su aura. Esperemos que el libro de Lucy Hugues-Hallett, tan premiado en el Reino Unido, sea un acicate para superar este injusto olvido, pequeña barrera de vergüenza por el bagaje que aun falta en la maleta bibliófila de la piel de toro.

5.12.14

La fiesta de la novela

La novela es, pues, de acuerdo con Kundera, un territorio libre, musical, formalmente ilimitado, su protagonista puede ser un tema y no un argumento y además su evolución, concebida de forma, ágil y placentera, es una perpetua sorpresa

Milan Kundera. Escritor checo, nacionalizado francés./ Catherine Hélie ©Gallimard./revistadeletras.net
La fiesta de la insignificancia de Milan Kundera.

En la célebre entrevista que Philip Roth (New Jersey, 1933) realizó a Milan Kundera (Brno, 1929) allá en noviembre de 1980, cuando éste presentaba El libro de la risa y el olvido, el escritor nacido checo, nacionalizado luego francés y por entonces exiliado, definía la novela –toda novela– como “una larga pieza de prosa sintética basada en un argumento con personajes inventados”. Ante la mirada del autor de Pastoral americana o El lamento de Portnoy, Kundera añadió:
“Cuando digo sintética, me refiero al deseo del novelista de asir su tema desde todas las perspectivas y del modo más completo posible. El ensayo irónico, la narrativa novelística, el fragmento autobiográfico, el hecho histórico, la fantasía libre… No hay nada que la capacidad de síntesis de la novela no logre combinar en un todo unitario, como las voces de la música polifónica”.
Polifónica musicalidad, libertad y placentera apertura a la sorpresa de la novela
Provincia libre y musical la de novela. Su género es un territorio sin frontera caracterizado –Kundera insistió en sus ensayos El arte de la novela (1986), Los testamentos traicionados (1992), El telón (2005) y Un encuentro (2009)– por la ausencia de tesis, el humor, la ironía, la suspensión de la moral y la huida de las servidumbres formales. Además, en ella resulta lícito al novelista no someterse a la trama pues el protagonista de la novela puede perfectamente no ser un argumento, sino un… tema.
La novela es un territorio libre, ilimitado y musical pero además ¡su protagonista puede ser un tema y no un argumento!
Tusquets
Cabe, aún, añadir una cuarta cualidad para ubicar definitivamente La fiesta de la insignificancia (Tusquets, 2014), la novela de la que ahora hablamos o –subrayando ya el tono también lúdico de nuestra reseña– para disfrutar mejor de la fiesta. ¿Qué cualidad? En las primeras líneas que Kundera dedica explícitamente en El telón a una “teoría de la novela” (una teoría que viniendo de un novelista debe ser ágil y placentera) se decía, recurriendo al Fielding de Tom Jones que se trata de “un texto prosai-comi-épico (…) cuya evolución es una perpetua sorpresa”.
La novela es, pues, de acuerdo con Kundera, un territorio libre, musical, formalmente ilimitado, su protagonista puede ser un tema y no un argumento y además su evolución, concebida de forma, ágil y placentera, es una perpetua sorpresa.
He aquí unas primeras claves para disfrutar mejor este festejo tan esperado: tras catorce años de ausencia, La fiesta de la insignificancia es el fruto madurado, quizás el epílogo, de una poética muy personal (una teoría interna o una teoría del propio novelista sobre la novela) una forma de escribir y de entender la novela caracterizada formalmente por la libertad, la musicalidad y la apertura a la sorpresa donde el protagonista no es un argumento, sino un tema. Enseguida veremos qué tema y por qué creemos que en esta fiesta algo triste ha sucedido. Digamos antes algo de ese estilo personal.
La poética propia de un escritor irrepetible
Kundera es uno de los escritores más interesantes y personales del siglo XX. Lo era ya antes de entrar vivo en La Pleiade, la colección que Gallimard reserva para las joyas de la literatura, quizás porque corresponde solo a un grupo reducido de artistas –aquí artistas de la novela– la posibilidad de ser inmediatamente reconocidos como propietarios de un lenguaje personal, o, si nos ponemos estéticos, como detentadores de una poética propia.
Ahora bien, detentar una poética propia o personal, y la de Kundera ciertamente lo es, puede resultar simplemente de reconocerse en una particular tradición poética (nadie, ni siquiera el neoliberal más enragé, el más furibundo acólito de la lírica del self made man puede pretender ser… su propio padre). La poética de Kundera –el modo personal de entender y hacer la novela– proviene de una tradición de habitantes de un provincia superior a esas frías entelequias que llamamos estados o, si nos ponemos ahora decimonónicos, a esas sórdidas entelequias que llamamos naciones. La novela de la que La fiesta de la insignificancia es un compendio tan melancólico como delicioso se inscribe en ese género sin fronteras presidido por el humor y la ironía, un género propiamente europeo inaugurado por Rabelais continuado por Cervantes, Fielding o Sterne y que tiene conciudadanos de distintas latitudes, entre los que destacan, por citar sólo los posproustianos, Kafka, Musil, Broch o Gombrowicz, pero también Paz, Fuentes o Rushdie, vecinos todos de una misma provincia estética en la que Don Quijote es conciudadano del soldado Svejk, o si miramos las paternidades, Jaroslav Hašek habla el mismo idioma que el escritor de Alcalá de Henares. ¿Qué tema?
La insignificancia como tema de la novela
Esa tradición de la novela que, arrancando en Rabelais, atraviesa la obra de Kundera disfruta una diversidad de tramas afín a la multiplicidad temática que Nietzsche reivindicó para la filosofía. De acuerdo con ella, la novela es la forma suprema de conocimiento y la naturaleza humana es su objeto.
Sí, la naturaleza humana es, desde luego, el objeto de la novela y de la literatura misma (Los testamentos traicionados), pero en ella caben múltiples cuestiones. Tan vasta es.
Tema único, el de la naturaleza humana. Es bien sabido, no obstante, que en las novelas de Kundera, hay una serie de cuestiones felizmente recurrentes: el erotismo, la llamativa posición del individuo frente a la historia y frente a la existencia misma, la memoria, la cultura, el erotismo sofisticado (Choderlos de Laclos, Flaubert), la música, la risa. Hay también en estos temas, sub-temas memorables, fruto de impagables paréntesis filosóficos, entre los que me parecen especialmente sobresalientes, en relación con lo anterior, las digresiones sobre el invisible contrato del amor, la reivindicación de la checa como cultura centroeuropea en el excelso sentido de ser, Centroeuropa, cuna de lenguas, y, desde principios de siglo raíz de vanguardias estéticas y fundamentales innovaciones artísticas (la dodecafonía, el teatro del absurdo) y de pensamiento (el psicoanálisis, el estructuralismo). Una reivindicación, la de Kundera, frente al trato que la historia le ha dispensado a este concreto lugar y a esta concreta forma de estar y de pensar: una reivindicación pues, cargada de razón.
¿Otros temas? El tiempo y la matemática existencial, los incisos sobre los finos lindes que median entre el erotismo y el ridículo, el contraste entre la pomposidad y seriedad en la ostentación del poder y las varices ridículas de sus detentadores (pertenecen a la antología de la literatura universal los episodios, repartidos en distintas obras, en los que se ejemplifica ese conocido aserto de Kundera según el cual es propio del actuar totalitario alternar dos formas de ejercer el poder: la crueldad y la misericordia). Y entre todos los temas, el humor. Desde luego el humor. El humor como estrategia personal ante el atroz e impersonal poder de las dictaduras. El humor como cobijo metafísico. Diremos algo triste sobre ello después.
¿Y el tema más concreto aquí? Para Beatriz de Moura, editora y exquisita traductora de las últimas obras Kundera, el tema de esta fiesta no puede ser otro que la propia insignificancia. Lo recordaba en la carta que desde Tusquets dirigió a sus lectores: La fiesta de la insignificancia es una desenfadada y espléndida composición en forma de fuga que se nutre de las más sutiles variaciones en torno al tema que da título al libro:
“La insignificancia, amigo mío”, nos advierte, “es la esencia de la existencia. (…) Está presente incluso allí donde nadie quiere verla”.
Efectivamente, el gran tema de la literatura es la naturaleza humana pero el objeto particular, lo que ahora celebramos, vaya, no es una cuestión periférica, sino toda una ontología: nuestra condición insignificante.
Cómo pasarlo mejor en la fiesta: un atrevimiento
Al igual que en las famosas fiestas de Jay Gatsby, el personaje de Fitzgerald, a La fiesta de la insignificancia todos pueden acudir. Puede asistirse, si se nos permite continuar con la imagen, sin haber sido formalmente invitado. Ahora bien, creo que habrá quien pueda pasárselo en ella mejor o peor. Es más, no creo que lo pase especialmente bien quien acuda a la fiesta leyendo a Kundera por primera vez.
Por ello, y si el propósito de una reseña tal como uno la concibe, es, amén del juicio crítico (no necesariamente laudatorio), contagiar un fundamentado entusiasmo dando claves para su mejor disfrute y comprensión, uno sugeriría, sin más afán que una filia laica por compartir con otros semejantes esos escasos (e insignificantes) momentos de dicha que nos depara a los humanos la vida, uno sugeriría, digo, uno se atrevería a sugerir, una fórmula para pasarlo mejor en la fiesta.
En primer lugar, como en toda fiesta, uno no debe ser descortés. No trate al anfitrión como un disidente político (eso lo dejó claro incluso cuando tales auras le hubieran granjeado todas las simpatías), ni como un tipo del Este o que surgió del frío (Praga está en el corazón geográfico pero también cultural de Europa). Recuerde que nuestro anfitrión es un novelista y al novelista se le mide por la calidad estética de su obra. Aquí no tema, es mi consejo, la magnitud exagerada del elogio. La novela no es una tesis, ni caben lecturas sistemáticas, ni políticas (a pesar del conmovedor apunte casi velado sobre quién, quiénes son hoy los tratados totalitariamente), no da lecciones, y, de acuerdo con la poética señalada atrás, es refractaria a la moral pero también a la interpretación kitschzeante.
En segundo lugar, creo que uno se lo pasará mejor en la fiesta cuantas más personas conozca allí. Una perfecta anfitriona de la literatura checa en nuestro país ha sido Monika Zgustová. A muchos de los nacidos como yo, a finales de los años sesenta, hubo un boom que nos alcanzó mejor que el de la literatura latinoamericana: se trató del boom de los escritores checos, a cuya difusión en nuestro país contribuyó extraordinariamente esta escritora y pensadora estupenda.
Sí, las horas pasadas en los años ochenta con los compatriotas de Kafka y Hasek se debe en mucho a su afán, el de la Zgustová, en tales relaciones públicas. Estos amigos checos que quizás asistan con disfraz a este festejo, comparten precisamente un subtema de nuestra novela: tras ellos –como recordaba Zgustová– Capek, Klima, Hrabal, Kundera y Havel— eran conscientes de que la maquinaria del poder a la que estaban sometidos no tenía sentido.
“Sus protagonistas demuestran que es mucho más efectivo hablar de historias humanas en vez de la Historia con mayúscula. Las aventuras y los destinos de esos protagonistas son, pues, la búsqueda de sentido en un mundo que carece de él”.
Antes de la fiesta: una propuesta de lectura de la obra completa de Kundera
Uno o una debe ser cortés, y lo pasará mejor en la fiesta cuanto más gente conozca, sí. Pero además, es importante cómo llegar hasta allí. Digámoslo ya claramente: La fiesta de la insignificancia por sí sola puede parecer, al lector primero, poca. Sin embargo, sería una pena perdérsela. ¿Qué y cuándo habría que leer para llegar mejor hasta allí?
Para disfrutar mejor la fiesta recomiendo comenzar con su obra maestra: La insoportable levedad del ser (1984). Una vez contagiado, recorrería un tramo del camino cronológico. Su primera novela La broma (1967), luego La vida está en otra parte (1972) y La despedida (1973). Tomaría aire, abriría un paréntesis y la ventana al humor: algunos de los relatos de El libro de los amores ridículos (1968) son tan sexis como desternillantes. Aquí volvería al clima de nuestro libro de contagio con El libro de la risa y el olvido (1979) y Jaques el fatalista, su teatro en homenaje a Diderot. De aquí los libros en Francia y en francés por el orden en que fueron editados: La inmortalidad (1988), La lentitud (1995), La identidad (1998), La ignorancia (2000). Las más exquisitas portarán, a modo de broche en el vestido, leída, su poesía. Emprendería, de camino a la fiesta, la lectura pausada de los ensayos que citamos ya atrás. Repasaría algunos de estos, al azar, y en todo caso, al final, ya con la invitación en la mano, releyendo La lentitud, subrayaría estas líneas:
“Me has dicho muchas veces que te gustaría escribir un día una novela en la que no hubiera ninguna palabra seria (…) Milanku, deja de bromear. Nadie te entenderá”.
Entonces me pondría un vestido hermoso o esa chaqueta elegante cuya ocasión esperábamos con paciencia. Iría a la fiesta con una expresión expectante pero con ese tipo de expectación en la que no se descarta que el amigo al que hace tiempo que no ves te cuente alguna mala noticia, una desgracia, o si le preguntamos por su familia o los amigos comunes que hace tiempo que no vemos, quizás un deceso. Con la expresión más insignificantemente humana, me serviría una copa de vino francés, ¡nada de patriotismos! (nuestra provincia, nuestra patria, así quedamos, es la novela), encendería entonces un par de velas y pondría un disco no de Leoš Janáček sino de Erik Satie.
Pongamos que la fiesta ha sido.
¿Qué pasó anoche?
Nostalgia de la fuerza seductora del ingenio o cuando la estrategia de la risa ya no sirve para nada
La extensión de esta novela en la edición de Tusquets (138 páginas en el tipo de letra grande que pidió Kafka para sus obras) ha hecho que la noche se pasara rápido. En todo caso, como descubrió el amante de Madame T, en ese requerimiento nostálgico del tiempo calmo que fue La lentitud, al amanecer de la noche en vela nada nos impide detenernos en los momentos gozosos que tuvimos. Recordémoslo: la posibilidad de retener un recuerdo es una actitud estética que es al plano individual lo que la posición moderna de ser anti-moderno al grupo de los más auténticos herederos de Rimbaud.
De la fiesta tendremos que decir que tuvo, sobre todo, algo de otoño, de crepúsculo y de nostalgia. Acudió a recibirnos una mujer que enseñaba el ombligo y la reflexión de un personaje apenas esbozado Alain: si el poder de seducción se concentra en un hoyito redondo en mitad del cuerpo. ¿Cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Ombligo: punto del cuerpo que a diferencia de lo eróticamente individual e irrepetible, no es sino exaltación de lo idéntico, lo uniforme y redundante.
Cuente de la fiesta, a quien no fue, el chisme de Stalin y Kalinin, la siempre actual historia del cazador y las perdices. Retenga cómo pronto, los convidados principales se pusieron melancólicos, igual que a los vaqueros de Peckimpah, a los amigos Ramón, Alain, Charles y Caliban, parece quedarles tan solo el refugio de un código: una manera de ser y estar en el mundo. Si la literatura de Kundera empezó con una broma, en las fotos de este epílogo casi invernal, observaremos con algo de languidez y abatimiento que hay un vacío, una seriedad frente a la que hoy es inane la broma: estupenda la digresión paralela acerca de la inutilidad de ser brillante; sobrecogedora la escena sobre lo caro que puede consistir bromear en la fortaleza europea con acento extranjero. Queda, pues, el código, queda la nostalgia, la risa callada y la amistad.
Del cobijo de la risa al refugio de la amistad: final
No creo que La fiesta de la insignificancia se pueda leer (afortunadamente) como tesis, al estilo de aquellos (deliberadamente) ambiguos, pero clásicos, ensayos sobre la vacuidad de Lipovetsky. No creo tampoco que se pueda analizar como crítica social, y mucho menos ética, aunque algunos digan haber visto en esta cita invitados no deseados o de compromiso: la insensibilidad y el relativismo moral (ese fanatismo invertido). Recordemos, regresando a la entrevista con la que comenzamos nuestra recensión, que “una novela no afirma nada: una novela busca y plantea interrogantes (…) la estupidez de la gente procede de tener respuesta para todo. La sabiduría de la novela procede de tener una pregunta para todo”.
Hoy la pregunta, como la fraternidad, es la rareza. Comprender exige tiempo y todo sucede demasiado rápido. También la exigencia de opinión y de respuestas. Cabe, pues, hacerle caso a este habitante ilustre de esa provincia trasnacional que es la novela: disfrutar con humor nuestra condición insignificante solo es posible tras aceptarla y le corresponde a la novela hablarnos de ella.
No sé, no puedo saber, cuál será el impacto que deje esta novela en el lector que se acerque a una obra de Kundera por primera vez. La novela no gustará a los agelastos (pues sabemos que en el neologismo de Rabelais caben todos aquellos que no están en paz con lo cómico). La novela no gustará a quienes no sepan que el poder totalitario, camuflado hoy por ejemplo en el discurso frente al extranjero, cae por igual del lado de la maldad y del ridículo. La novela decepcionará a quien no siente como propia la fragilidad de la cultura.
Menudo epítome, sí, menuda seña. Oh, resumirse sin reducirse, justificar la vida entera con un gesto, un detalle tierno pergeñado con ocasión de algo intrascendente carente de importancia y de sentido.