1.12.10

El hombre ilustrado

Después de ganar el Booker Prize con El mar en 2005, John Banville se tomó unas vacaciones bajo el nombre de Benjamin Black, autor de novelas policiales que salió mucho más indemne y contento de la experiencia de lo que podía imaginar a priori

John Banville descanza cuando escribe novela policial como Benjamin Blak.foto.fuente:pagina12.com.ar
El regreso con Infinitos es espléndido y vital, una novela protagonizada tanto por hombres (uno de ellos agonizante) como por dioses antiguos. En este diálogo que mantuvo con Rodrigo Fresán durante la presentación del libro en Madrid, se pasa revista a estos últimos años del autor irlandés que, atrapado entre Joyce y Beckett, supo llevar adelante su propio camino.
Hace un tiempo le pregunté a John Banville qué estaba escribiendo. Por entonces, el escritor parecía poseído por su alter ego policial Benjamin Black: uno y dos y tres thrillers veloces y a quemarropa. Pero Banville (antes de la publicación de Elegy for April, otro caso para el patólogo Quirke by Black) acechaba en las sombras y ponía a punto a Infinitos, su primera obra estrictamente banvilleana desde El mar (ganadora de el Booker Prize). "Transcurre a lo largo de un día de verano, en una casa en el campo en la que un anciano en coma agoniza. Su familia se ha reunido para despedirlo y, con ellos, también acuden los dioses junto al lecho del moribundo. Espero, como mínimo, que sea una obra maestra, un éxito de ventas y que me lleve hasta las puertas del Nobel, ja", me contestó por mail.

Lo que sigue es un fragmento de la transcripción de un diálogo en público en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, mientras Infinitos se presenta ahora en castellano y su autor –ya metido a fondo en su próximo desafío, donde convergerán personajes de novelas anteriores– entra y sale de libros y de librerías.

Una vez me dijiste que una de tus fantasías es entrar en una librería, chasquear los dedos y hacer desaparecer todos tus libros para poder empezar de nuevo.

–Sí, seguro que tú también conoces esa sensación. Odiamos a nuestros hijos, bizcos y desdentados; nos encerramos en una habitación durante uno o dos años haciendo estos objetos y, para cuando los acabamos, los detestamos por completo. Toda mi obra anterior está ahí como testimonio evidente de mi falta de talento, aunque también es cierto –lo he dicho muchas veces– que considero que mi obra es mejor que la de los demás, sólo que no es lo suficientemente buena para mí. Soy de esa clase de perfeccionistas. Y me atormenta no ser capaz de hacerlo bien. Una vez le preguntaron a Iris Murdoch por qué escribía tanto y respondió que pensaba que cada nueva novela la exculparía de todas las anteriores. Yo pienso lo mismo.

Pero al menos sentirás que hay algún tipo de mejora con cada libro... ¿O es sólo otro libro de John Banville?

–Siempre he envidiado a los poetas, que revisan su obra anterior con profundo placer. Tengo amigos que leen poemas que escribieron a los diecisiete, hace cincuenta años, y les encantan. Yo eso lo encuentro muy extraño. Parece que los poetas no mejoran; de hecho, la mayoría empeora. Uno puede hacer poesía excelente de joven, pero no creo que sea el caso de los novelistas. Supongo que uno aprende a usar el lenguaje de un modo más fluido y con más sensibilidad a medida que pasa el tiempo. Pero, por supuesto, nuestras ideas y nuestra ignorancia sobre el mundo son tan densas como siempre. De joven pensaba que cuando envejeciera me volvería más sabio, pero la edad no trae sabiduría, sólo confusión. Aunque a veces la confusión puede resultar interesante. Ahora dejo que en mis libros pase lo que tenga que pasar con mayor frecuencia que en los viejos tiempos; me gusta la idea del azar. Pero, ¿mejoro?

Me pregunto si parte del problema no tendrá que ver con ser un escritor irlandés. En cierta ocasión dijiste que sientes que todos tus antepasados son como "estatuas gigantes de la Isla de Pascua".

–Sí, es difícil ser un novelista irlandés. Es un país pequeño con un número extraordinario de escritores de una estatura enorme. No parece que tengamos muchos escritores mediocres, sólo maravillosos o realmente horribles. Joyce lo metió todo, Beckett lo sacó todo, y los demás nos movemos en el terreno que dejaron en medio sin saber muy bien qué hacer. Mi amigo Neil Jordan, por ejemplo, decidió dedicarse al cine porque sentía que no podía competir con los escritores del pasado. Por mi parte, he tratado de forjar un nuevo tipo de ficción que es en buena medida un tanto pedestre... Se trata de buscar nuevos modos de avanzar. ¿Por qué sentimos que tenemos que hacerlo? No lo sé. Creo que uno de los peores consejos que se pueden dar es el de Ezra Pound: "Que sea nuevo". Un buen día, cuando tenía unos cuarenta años, me pregunté: ¿por qué, qué hay de maravilloso en que algo sea nuevo? Lo que valoramos y apreciamos más en el arte es el elemento tradicional que contiene. De manera que me he transformado en un antivanguardista. Es decir, soy el líder de la retroguardia.

Has dicho que el libro que te abrió los ojos como novelista fue Dublineses, de James Joyce, y que, con los años, te has ido acercando mucho más a Beckett. Lo cual me extraña mucho. Sí reconozco en tu escritura una voz sonámbula en primera persona que intenta relatar el universo entero, pero en cuanto a la prosa me parece que estás mucho más cerca de un Proust, por ejemplo, en el aspecto sensorial.

–Sí, hay una distinción muy práctica, de mi propia cosecha, según la cual los escritores irlandeses de ficción pueden tomar dos caminos: el joyceano y el beckettiano, y supongo que en mi caso –en un sentido muy amplio– sigo el camino de Beckett, aunque no soy un escritor como él. Su proyecto era, desde el principio, un asalto al lenguaje, un esfuerzo por negarlo. En cambio, a mí el lenguaje me resulta peligrosamente atractivo. Gozo con él, aunque intento evitarlo.

Acabas de mencionar a Frank Kermode. ¿Qué te parece la crítica literaria? ¿Crees que los escritores tienen algo que aprender de los críticos académicos?

–George Steiner me dijo hace años que los especialistas son los carteros del futuro. Me parece una excelente justificación de su trabajo, pero lo cierto es que no suelo leer obras académicas. No es que no me gusten: es que no son para mí. No puedo leer textos sobre mi propia obra, al igual que no puedo leer mi propia obra. Me sorprendió un día, hace relativamente poco, darme cuenta de que la única persona que no puede leer mis libros soy yo. Porque ya los conozco, y conozco asimismo todas las versiones anteriores, y eso los ensucia. Mientras que para un lector que llega a ellos por primera vez, todo es nuevo. Un buen especialista siempre da la sensación de llegar al libro por primera vez. Por otro lado, quedan muy pocos críticos realmente estimulantes, como Edmund Wilson, personas que estaban fuera de la academia, pero también absolutamente comprometidas y eruditas. Y erudito, a mi parecer, suele ser algo completamente distinto de académico.

No contento con crear personajes, creaste un escritor de novelas policiales: Benjamin Black.

–Benjamin Black está a medio camino entre John Banville y el tipo de periodista literario que soy desde hace unos treinta o cuarenta años. Si yo me pongo a escribir un texto para The New York Review tardo un día, lo hago de un tirón. Benjamin Black también escribe de modo muy rápido, muy fluido. Mientras que el pobre Banville escribe como un caracol que cruza la página, dejando esa horrible baba... Así que son dos métodos de escritura completamente distintos. Empecé a ser Benjamin Black hace unos cinco años porque en aquel momento pensé que sería divertido, y que además podía ganar algo de dinero. Tenía un guión para la televisión que no se iba a hacer, así que decidí convertirlo en una novela. Pero, si lo pienso, ahora me doy cuenta de que me hacía falta: Banville necesitaba un empujón para salir del camino en el que se sentía encerrado.

Volviendo al tema del estilo y a la trama, una vez me comentaste que el estilo avanza con zancadas triunfantes mientras que la trama arrastra los pies.

–Sí, como somos novelistas, no nos podemos librar de la trama, una novela tiene que tener historia. Si no, no es ficción. Yo he tratado de trabajar dentro de las reglas y de la tradición de la ficción.

¿Y cómo relacionas la idea de la trama y la de estilo? Para mí, el párrafo más revelador de toda tu obra está en El libro de las pruebas, cuando Frederick Montgomery dice: "Nuestro destino no era estar en este planeta, esto es un error". ¿Cómo te enfrentas a eso, a estar en el planeta equivocado y tratar de encontrar estilo y trama aquí?

–Se trata de un párrafo de El libro de las pruebas, que escribí hace veinte años, en el que un personaje dice: "Nunca me he acostumbrado a estar en esta Tierra. Siento que nuestra presencia aquí es un error cósmico, y que nuestro destino era otro planeta". Y luego se pregunta cómo les irá a esos terrícolas delicados, a los que iban a venir aquí, en el otro lado del Universo, y se dice: "No, hace mucho que deben de haberse extinguido, cómo habrían podido sobrevivir los delicados terrícolas en un mundo hecho para contenernos a nosotros". Y creo que es verdad. Me siento, como todos nosotros, un extraño en la Tierra. Este es un mundo absolutamente exquisito, no hay más que mirarlo, tan distinto de nosotros. Hemos adquirido un conocimiento que las otras criaturas no tienen, la conciencia de la muerte, y hemos pagado un precio enorme por ello; sólo hay que ir a cualquier sala de espera de un hospital psiquiátrico para entender el daño que la conciencia nos ha infligido. Se trata de un regalo muy valioso, pero también muy difícil. Un don que nos ha distanciado del mundo, de los animales, lo cual me consterna profundamente. ¿Sabes cómo nos miran los animales? No me refiero sólo a los animales domésticos sino también a los salvajes. Nos miran con perplejidad, y constantemente tratan de comprendernos. Como dice Nietzsche, los animales nos miran como el animal que ríe, el animal infeliz, el animal loco. Por eso, supongo, es por lo que escribo, a causa de esa sensación de distanciamiento, e intento encontrar el camino de vuelta al mundo mediante oraciones. No creo que sea algo excepcional, es lo que todos hacemos cuando hablamos, cuando tratamos de expresarnos ante un ser amado u odiado.

Tus libros están llenos de pintores y de cuadros. He leído que intentaste ser pintor, pero no te gustaba lo que pintabas. Dijiste al respecto algo muy interesante: que intentar pintar te enseñó mucho sobre la escritura y sobre la manera de mirar las cosas. Si alguien bajase del cielo, uno de los dioses de tu última novela, y te dijese que podrías pintar el cuadro que quisieras, ¿cuál sería?

–Cualquiera de la serie de La baigneuse del último Bonnard, de los estudios de su mujer en el baño, hay seis u ocho, cualquiera de ellos, sobre todo el último, uno de los mejores... Por cierto, las enseñanzas de la pintura también se pueden apreciar en la obra de John Updike, que tenía formación artística.

Sí, intentó hacer dibujos animados, con Walt Disney...

–... y estudió dibujo en Londres, en la Ruskin School. No diré que la pintura te haga percibir el mundo de una manera diferente, pero sí te proporciona una mirada más aguda, miras los detalles de otro modo, de una forma más minuciosa. ¡Desgraciadamente yo no tenía ningún talento! No sabía dibujar, no tenía sentido del color, ni conocimiento del oficio. Era un adolescente, y creo que intenté pintar porque las palabras me desesperaban, me parecían un medio demasiado difícil. Y aún me lo parecen. Una de las razones es que son la moneda común de nuestra vida diaria. Como ese personaje de Molière que descubre a los cincuenta años que lleva toda la vida hablando en prosa. El hecho de que hablemos un tipo de prosa no literaria hace doblemente difícil la renovación de este medio común para que parezca nuevo. La pintura me pareció, en aquella época, un medio simple. Estaba equivocado, desde luego.

En todos tus libros, el lenguaje es lo más importante y definitivo, pero también están llenos de ciencia; por ejemplo, los que escribiste sobre Kepler y Copérnico, incluso La carta de Newton y Mefisto. Y ahora, otra vez, la ciencia es parte importante de Infinitos. ¿Cómo llegaste a ello? ¿Has pensado alguna vez en volver al descubrimiento científico como tema literario?

–El protagonista de Infinitos es un matemático. Siempre me ha fascinado la ciencia. Creo que la ciencia del siglo XX ha producido algunas de las ideas, y hasta de las imágenes, más hermosas. Me parece mucho más interesante la física que la filosofía del siglo XX. Por supuesto, de ninguna manera soy un experto; como todo novelista, vergonzosamente, finjo saber cosas que no sé. En los años '70, en Copérnico y Kepler, escribí sobre ciencia como una forma de escribir sobre la creatividad sin escribir sobre el arte. Estoy convencido de que la ciencia y el arte surgen de la misma fuente interior. Adoptan formas muy diferentes –la ciencia tiene rigor y el arte no; uno no puede refutar un soneto, pero sí una teoría científica–, pero creo que el origen es el mismo. Ahora tengo sentimientos muy ambiguos hacia esos libros. Me hicieron perder mucho tiempo dedicándome un poco a la investigación. Hasta un poco de investigación, para un novelista, resulta completamente extenuante... Cuando escribí esos libros era joven, tenía veinte años, había una pequeña serie de libros de bolsillo en aquel tiempo, se llamaba Fontana Modern Masters y tenía cosas tipo George Steiner sobre Heidegger. Yo me imaginaba, en un futuro lejano, mi nombre en el lomo de uno de aquellos libros y el de algún crítico eminente que hubiera escrito sobre mí. Quería ser uno de los grandes novelistas europeos de ideas. Como digo, era joven.

¿Y esa inquietud no tenía que ver con la idea de que la ciencia es exacta y la literatura no?

–No, era más bien que me fascinaban las personas como Copérnico y Kepler. Copérnico sólo fue a ver estrellas tres veces en toda su vida; Kepler tenía doble visión, así que cuando miraba el cielo, lo veía todo doble. Realmente no les interesaban las cosas tal y como son, la realidad efectiva. Lo que querían era concebir un sistema que pudiese, como se decía, "salvar los fenómenos". Era una forma totalmente distinta de hacer ciencia. Ni siquiera se llamaba ciencia, se llamaba filosofía natural. Pero me fascinaba, porque es de hecho lo que hace el artista: trata de imponer un sistema sobre una realidad incoherente.

Y con el ir y venir de tus libros, ¿crees que te estás acercando a una suerte de "teorema Banville"?

–(Risas) No, como he dicho, la edad sólo trae confusión.

Dioses míos

30.11.10

Kafka, otra vez revisitado

El crítico Álvaro de la Rica impartirá en diciembre dos conferencias sobre la vida y tiempo y la obra literaria del escritor checo

Franz Kafka, el escritor del siglo XX.foto:Wikipedia.fuente:lavanguardia.es

De familia de comerciantes judíos, nacido en Praga en 1883, Franz Kafka murió con tan sólo cuarenta años. Poco antes, había pedido a su amigo y albacea Max Brod que destruyera todos sus manuscritos. Éste no le hizo caso, y con tres novelas, varios relatos y dos docenas de cuentos conocidos, el autor de 'La metamorfosis' pasó a la historia de la literatura universal.
Tal ha sido su influencia posterior, que incluso la RAE incluye una acepción para el adjetivo "Kafkiano", en referencia a aquella situación "absurda o angustiosa". Sin embargo, su figura, y su legado, no dejan de provocar debates dentro del mundo literario. Aún hoy parece que no se comprende su ruptura de la linealidad ni su revolucionaria concepción del "tempo" del relato. Sin ir más lejos, el flamante Premio Planeta Eduardo Mendoza, que se ha reconocido muchas veces como "un escritor clásico", el año pasado llegó a decir, durante una conferencia sobre la teoría general de la novela, que "Kafka era un mal escritor" al que los lectores quieren porque "era muy fotogénico".

Fotogénico o no, la fuerza de su obra va mucho más allá de la estructura que utilice en sus narraciones, que contienen personajes complejos, y que suelen reflejar los miedos y la incomunicación del hombre moderno.

Para entender mejor la herencia que nos deja el autor checo, y su contexto histórico, la Fundación March ha invitado al doctor Álvaro de la Rica, autor de 'Kafka y el Holocausto', a impartir dos conferencias. Así, de la Rica hablará el próximo jueves 2 de diciembre de la "vida y tiempo" del escritor y, una semana después, el jueves 9 de diciembre, profundizará en la "La obra literaria de Franz Kafka" en una ponencia de poco más de una hora.

Por ello, de la Rica, que también ejerce como crítico literario, abordará el realismo y el simbolismo en la narración kafkiana, repasará el bestiario aparecido en su literatura y se enfrentará al problema que supone la interpretación de sus textos. Para quien no pueda acudir a Madrid, la Fundación publicará el audio de ambas conferencias una vez finalizadas.

Preguntarse por Franz Kafka es preguntarse por nuestro tiempo, y nuestra forma de encararnos a la lectura. Y, como todos los grandes autores, aún tiene mucho que decirnos, sobre todo porque se sospecha que su compañera final, Dora Diamant, guardó en secreto la mayoría de sus últimos escritos, que luego fueron confiscados por la Gestapo, en 1933. La búsqueda, aún, continúa.

25.11.10

Los estigmas invasores

El escritor más famoso de Japón se suicidó en los 70, luego de una revuelta militar. Autor de Confesiones de una máscara fue un crítico acérrimo del capitalismo occidental y el liberalismo

Yukio Mishima exigía volver a honrar al emperador.foto.fuente:Revista Ñ

El 25 de noviembre de 1970 el escritor más famoso de Japón y el más conocido en el extranjero acababa de escribir: "Era un jardín resplandeciente y recoleto, sin rasgos de relieve. Como un rosario desgranado entre los dedos, el chillido estridente de las cigarras mantuvo su fuerza./ No había otro sonido. El jardín se hallaba vacío. Había llegado, pensó Honda, a un lugar sin recuerdos, sin nada. / El sol estival del mediodía caía sobre el jardín inanimado." Era el final de su tetralogía El mar de la fertilidad . Luego se vistió con uniforme militar o paramilitar diseñado por él mismo y llegaron a continuación cuatro de sus más cercanos discípulos de un grupo llamado "Sociedad del escudo". Se dirigieron en coche a una base militar de la ciudad.

Yukio Mishima –de él se trataba– había arreglado previamente una cita con el jefe de esa base. Siendo todo un personaje, le fue concedido tal privilegio. Cuando los recibió el comandante Mishima le comunicó que lo tomarían prisionero porque deseaba arengar a las tropas y para ello tenía que congregarlas en el patio de armas.

El discurso de Mishima apenas fue escuchado. Lo taparon los silbidos y los abucheos, al parecer proferidos con ese "wow" norteamericano sellando de manera hasta onomatopéyica el frustrado destino de la arenga del escritor vuelto militar. Incluso, según el filme que le dedicó Paul Schrader –producido por Coppola– algunos de los soldados reunidos en el patio le arrojaron latas con esa gaseosa casi sinónimo de ciertos hábitos alimentarios de los norteamericanos. De lo poco que se pudo oír, Mishima emprendía una diatriba contra el capitalismo occidental y el liberalismo que había afeminado al Japón hasta hacerlo irreconocible. Pedía –exigía– volver a honrar al emperador como la encarnación viva de la divinidad, según había sido creencia durante miles de años.

Poco tiempo antes, en la universidad, disputando con los estudiantes izquierdistas del grupo Zengakuren también entre gritos y abucheos les había dicho: "Pero si queremos lo mismo. En todo caso, odiamos lo mismo, el capitalismo liberal. Pero sí, hay una diferencia. Yo tengo una fe, el emperador. Y ustedes no tienen ninguna aparte de su odio impotente".

En su dilatada obra literaria Mishima había trabajado dos temas o dos variantes de un mismo tema: la decadencia. Digamos que la decadencia política, militar, cultural, religiosa de Japón se reflejaba en la propia decadencia privada, particular, subjetiva de sus diversas máscaras novelísticas, que eran variantes de diferentes aspectos del escritor. Así en su obra maestra, la novela El pabellón de oro –una de las mejores novelas del siglo pasado, sin lugar a dudas– el monje Zen, llamado nada menos que Mizoguchi, está fascinado por ese templo edificado en Kyoto. A su propia fealdad y deformidad corporal opone la permanencia del templo, hasta que con paradójica fidelidad Zen decide, por su misma belleza, destruirlo. "Si quemo el pabellón de oro, me decía, cometeré un acto altamente educativo. Gracias a ello las gentes aprenderán lo insensato de concluir por analogía en la destrucción de cualquier cosa, (...) aprenderán a estar menos seguras con la inquietud de pensar que mañana mismo pueden ser arrojados como un desecho".

En rigor, lo que Mishima detestaba era lo mismo que detestaban otros dos de sus paisanos más dotados en el campo estético, seguramente sus dos iguales en talla: los directores de cine Kenji Mizoguchi –de allí el nombre del protagonista de la novela– y Yasujiro Ozu. Así, en los últimos filmes de ambos puede percibirse este mismo tipo de estigmas invasores en la cultura japonesa. Pero los diferencia el modo, la postura. La actitud Zen que en Mishima era tema literario, era –además– creencia y práctica en sus casi coetáneos. Ozu, por ejemplo, fue sumando en sus películas planos fijos de chimeneas humeantes y de luces de neón a la manera de hiatos para graficar la invasión cultural. En su último filme, La calle de la vergüenza , Mizoguchi convierte a sus amadas geishas en simples putas, tanto que una se ha puesto el nombre de Mickey.

Claro que en Mishima existe además una aguda conciencia de la decadencia que es ya también política, tal vez en algo matizada por ciertas concepciones históricas occidentales. ¿No se lo había acusado durante su carrera literaria de ser demasiado occidental tanto en temas, estilo e influencias, a diferencia del luego laureado Kawabata –también suicida–, que tuvo la decencia de declarar que Mishima y no él debía de haber recibido el Nobel? Curiosamente aquel se quita la vida mediante el gas y Mishima, luego del fracaso de su revuelta, intentando practicar el ritual tradicional del samurai, el seppuko . No hara-kiri , que es el término que con el tiempo se volvió despectivo hacia esa práctica para escarnecerla como una costumbre bárbara y "atrasada".

Desde entonces, salvo reeditarlo, no se sabe muy bien qué hacer con Mishima. La persona vuelta personaje –enjuague típico de nuestra época– es más atractiva. Los rasgos macabros de sus respectivos finales hacen que se lo asocie fácilmente con Pasolini, quien sería asesinado cinco años después. Por mi parte sumaría al director de cine alemán Rainer Werner Fassbinder, que se suicida en 1982. Pero no por la condición de homosexuales sino como impugnadores violentos de un determinado estado de cosas que comienza a llamarse "lo global", y del pensamiento único. Además, son nacidos en los tres países derrotados en la Segunda Guerra Mundial. Y más allá de cómo reaccionaron en forma intelectual a la política anglonorteamericana vencedora y de que oscilaron del extremo anarquismo casi nihilista a la reinstauración imperial, pasando por el marxismo gramsciano sumado al catolicismo, hay algo que –creo– percibieron todos ellos con su furiosa hipersensibilidad: que toda diferencia será tolerada, asimilada, legalizada, industrializada. Diluida o vuelta moda.

Es posible que la sensibilidad sobre los fenómenos y efectos de la movilización total liberal no sólo la hayan tenido más desarrollada sino –sospecho– que tales cosas fueron también más agudamente resistidas por ciertas personas cuyas particularidades las llevaron a vivir más en contra. Claro que por este mismo estado de cosas –aunque todavía más "único" cuarenta años después–, Mishima y los demás pueden ser hoy percibidos como tres adelantadísimos profetas mientras que otros pueden caracterizarlos como antiguallas que todavía creían en lo trágico.

24.11.10

Mark Twain, más vivo que nunca

El autor de Las aventuras de Huckleberry Finn impuso un embargo de un siglo a su autobiografía, que aparece ahora, convertido en un éxito editorial

CIEN AÑOS DESPUÉS. Su autobiografía es más política que sus libros e intercala humor y arrebatos de sinceridad.foto.fuente:Revista Ñ

El escritor estadounidense Mark Twain sabía cómo vender un libro y vuelve a demostrarlo cien años después de su muerte con la publicación del primer volumen de su autobiografía, que se ha convertido en un bombazo editorial. El sello de la Universidad de California, encargado de editar el libro que salió a la venta el 15 de noviembre y que sacará otros dos volúmenes autobiográficos de Twain en los próximos años, planeó inicialmente una tirada de 7.500 ejemplares.
Una semana después de su debut, la obra va ya por su sexta edición, con 275.000 ejemplares en el mercado y demanda para mucho más. "La verdad es que nos ha sorprendido el interés popular en el libro", dijo Robert Hirst, responsable del equipo de la Universidad de Berkeley en California que custodia los documentos autobiográficos de Twain y que trabajó durante seis años en el primer volumen. "Esperamos que además de comprarlo lo lean", bromeó Hirst sobre el volumen de más de 700 páginas, que aparecerá en el puesto número siete de la lista de super-ventas de no ficción de "The New York Times" el próximo domingo, ha adelantado el diario.

Autor de novelas memorables como "Las aventuras de Huckleberry Finn" (1885), considerada por numerosos críticos como la primera novela de la literatura moderna de EEUU, y famoso por su punzante sentido del humor, Twain impuso un embargo de un siglo a su autobiografía. "Un libro que no se publica durante un siglo da al escritor una libertad que no podría tener de ninguna otra manera", explicó en una entrevista con el diario británico "London Times" en mayo de 1899.

Twain no quería que sus confesiones hiriesen los sentimientos de ninguno de sus coetáneos y menos aún los de sus posibles descendientes. Pero a parte de esos motivos, Hirst cree que pudieron existir otros: "Podría ser parte de su plan de marketing", dijo el experto, quien recuerda que antes de acabar su autobiografía Twain publicó pequeñas selecciones en "North American Review", la primera revista literaria del país, fundada en Boston en 1815.

"Y por supuesto cada una de esas selecciones iba precedida de un mensaje que alertaba que se trataba de un extracto y que el texto completo no se podría leer hasta dentro de cien años", añadió Hirst, quien asegura que si hay algo que Twain sabía hacer bien era "vender un libro". El manuscrito autobiográfico de Twain ronda las 5.000 páginas, aunque muchas están duplicadas y el material utilizable para publicación ronda las 2.500 páginas, con una media de 300 palabras cada una.

Maestro de la observación y del lenguaje, Twain dictó la mayor parte del contenido de su autobiografía desde la cama a una de sus secretarias, Miss Hobby, cuatro años antes de su muerte, en 1910, a los 74 años. "Espero que esta autobiografía sea admirada muchos siglos después de mi muerte por su forma y método", afirmó el escritor en marzo de 1906, cuyo método consistía en dar rienda suelta a lo que le iba viniendo a la mente.

"Deambular libremente por toda la vida, hablar sólo de las cosas que te interesan y dejar de hablar de ellas en el momento en el que su interés palidezca", dijo Twain de su método autobiográfico, que lo llevaba a veces a levantarse de la cama haciendo aspavientos, mientras la taquígrafa tomaba nota de sus palabras.

Laura Trombley, historiadora y autora de un libro sobre los últimos y difíciles años de Twain, que vio morir a su hija pequeña, Jean Clemens, cuatro meses antes que él, dice que el escritor sabía cómo mantener el interés de los lectores. Dura crítica de Twain, a quien describe como "narcisista, extremadamente ambicioso y muy vengativo", Trombley reconoce su talento: "El que cien años después de su muerte sigamos hablando de él es la mejor prueba de ello", explicó la historiadora.

El volumen autobiográfico es más político que el resto de obras de Twain y mezcla arrebatos de sinceridad, con otros de humor y muchos recuerdos de su infancia, que ejercieron una gran influencia en libros como "Huckleberry Finn"

22.11.10

Un novelista sin fe en la ficción

Los clásicos rusos vuelven con algunos inéditos y nuevas traducciones directas. Dostoievski, Chéjov, Pasternak o Aksiónov invitan a ser leídos otra vez

León Tolstói.foto:Bettmann.Corbis.fuente:elpais.com

Y se conmemora el centenario de la muerte de Tolstói, quien se debatió entre el arte y la moral, sobre todo cuando escribió Hadjí Murat. Además, el próximo 2011 se celebrará el Año de Rusia y España

La escritura, en particular la literaria, es francamente nociva para mí desde un punto de vista moral", escribe Tolstói en su (alarmante) diario de vejez. En la misma entrada confiesa haber sucumbido a un deseo de gloria mientras escribía Amo y criado; por suerte, añade enseguida, ya ha "comenzado a despertar moralmente". Era el 18 de marzo de 1895. A Tolstói le quedaban quince largos años de vida durante los cuales siguió despertando moralmente, lo cual equivalía a escribir menos ficción y a despreciarla -y despreciarse- cada vez que la escribía. Tiene que ser una de las grandes paradojas del arte que en esos años de descreimiento artístico, de total escepticismo sobre el poder de la ficción, saliera de su pluma una de las grandes ficciones de todos los tiempos: Hadjí Murat.

El origen de la novela consta en otra entrada del diario, la del 19 de julio de 1896. Tolstói caminaba por un campo de tierra negra en Pirogovo, más bien lejos de su residencia de Yásnaia Poliana, cuando se topó con una mata de cardo con tres retoños. En la traducción de Selma Ancira: "Uno estaba roto y de él colgaba una sucia flor de color blanco; otro también estaba roto y salpicado de barro, negro, el tallo partido y sucio; el tercer retoño brotaba transversalmente, también estaba negro de polvo, pero todavía vivía, y hacia la mitad tenía un color rojizo. Me hizo pensar en Hadjí Murat. Me gustaría escribir al respecto. Defiende su vida hasta el final y, solo, en medio del vasto campo, como puede, logra defenderla victoriosamente".

El adverbio me parece un exceso: es difícil decir de alguien que defendió su vida victoriosamente cuando su cabeza degollada acabó recorriendo todos los pueblos del Cáucaso como ejemplo para otros guerrilleros, o más bien como disuasión. Pero es cierto que Hadjí Murat -aquel rebelde musulmán que fue uno de los más temidos resistentes al afán expansionista de Nicolás I- murió con heroísmo, y sobre todo es cierto que el final de su vida, en 1852, sirvió de materia prima a una maravilla literaria. "El mejor relato del mundo", exageró famosamente Harold Bloom. Yo acabo de volver a leerlo, y lo he hecho con tanta fascinación (y mucho más entendimiento) como la primera vez, hace once años, cuando el estallido de la segunda guerra de Chechenia convirtió esta novela de un siglo de edad en un documento más actual que cualquier diario.

Hadjí Murat, esa extraordinaria metáfora de la resistencia, fue el último relato de envergadura que escribió Tolstói. Sus ciento cincuenta páginas le tomaron ocho años; supongo que es lícito preguntarse por qué un hombre capaz de escribir las mil páginas de Guerra y Paz en seis años necesita dos más para escribir ochocientas cincuenta menos. La respuesta es: si ser novelista es difícil, es más difícil ser santo. Y eso era Tolstói, un santo en la Tierra, una iglesia de un solo hombre. Como toda iglesia, había llegado a detestar el sexo, que le parecía un obstáculo para el amor; como toda iglesia, había llegado a la conclusión de que no hay vida posible fuera de la fe ("sin la conciencia de Dios", escribe en su diario, "no puede haber una concepción razonable del mundo"); como toda iglesia, había llegado a considerar la desgracia personal como una bendición. Las páginas que siguen a la muerte de su hijo Vaniéchka son espeluznantes: "Enterramos a Vaniéchka. Terrible. No, terrible no, un gran acontecimiento espiritual. Te doy las gracias, padre. Te doy las gracias". Finalmente: como toda iglesia, había llegado a desconfiar de la literatura de ficción.

Así que los lectores de Hadjí Murat tenemos que lidiar antes que nada con esta contradicción molesta: aquella puesta en escena de la lucha del hombre contra las fuerzas colectivas, sin duda uno de los más altos elogios del individuo jamás escritos, fue escrita por un hombre que había dejado de creer en el individuo y, correlato necesario, en esa emanación de la individualidad que es el arte. Durante sus últimos años Tolstói llegó a despotricar contra Beethoven, culpándolo de la decadencia de la música contemporánea, y llegó a escribir un pequeño volumen demostrando que Shakespeare era un elaborado fraude, y todos los que durante siglos lo habían admirado, meros ingenuos; todo eso, claro, al mismo tiempo que creaba uno de los únicos personajes genuinamente shakespeareanos de la literatura no inglesa. ¿Cómo es eso posible? Respuesta: en Tolstói, como en Shakespeare, el ego del moralista nunca suprimió el instinto del artista. O mejor: el artista resistió a cada embate del moralista. Quizás es esto lo que queremos decir cuando decimos que las mejores novelas son siempre más inteligentes que sus autores. El asesinato de la vieja usurera por Raskolnikov nos horroriza a todos, pero ningún lector de Crimen y castigo ha dejado de sentir por un breve instante que entiende al estudiante, que sabe por qué la ha matado. Así todas las grandes ficciones. Así, por supuesto, las grandes ficciones de Tolstói. Así Hadjí Murat.

Pasear por su diario de esos años, los años de la escritura de Hadjí Murat, es asistir a un pulso librado entre el artista y el moralista, una especie de combate cuerpo a cuerpo donde sólo uno de los dos puede quedar de pie. Tomemos el año de 1896, cuando Tolstói comienza a escribir la novela. El 23 de enero anota: "Una verdadera obra de arte -la que transmite- sólo es posible cuando el artista busca, intenta". Ésta es la moral del novelista genuino, para quien la novela es un instrumento de inquisición, de averiguación. Pero un mes después, con la moral del líder-del-rebaño, con la moral del puritano o del predicador, escribe: "Sólo existe un arte y consiste en aumentar las alegrías inocentes de todos, accesibles a todos, el bienestar del hombre. Un edificio bello, un cuadro festivo, un canto, un cuento brindan una felicidad menor; la incitación a un sentimiento religioso de amor por el bien que produce un drama, un cuadro, un canto, brinda una felicidad mayor".

Sigamos. El 17 de mayo Tolstói escribe: "El objetivo principal del arte, si existe el arte y si tiene un objetivo, es manifestar, expresar la verdad sobre el alma humana, expresar aquellos secretos que la palabra sencilla no puede expresar". Pero el 30 de julio parece otro el que escribe: "El placer estético es un placer de orden inferior. Y por esto aun el mayor placer estético nos deja insatisfechos. E incluso, mientras mayor sea el placer estético, mayor es la insatisfacción que nos deja. Solo el bienestar moral puede producir una satisfacción plena".

Las entradas de esos días están plagadas de referencias a la obligación de accesibilidad del arte: es arte lo que es comprensible a todos, dice Tolstói, y no es arte lo que no queda inmediatamente claro. Pero yo los reto a ustedes a encontrar en Hadjí Murat una conclusión nítida y precisa sobre cualquier cosa. No la hay: a Tolstói, como quería Flaubert, se le siente en todas partes pero no se le ve en ninguna. En algún momento comparó sus intenciones con un invento inglés que acababa de descubrir: el peep-show, un lente por donde pasan distintas imágenes parciales de un mismo objeto. Lo mismo quería hacer con Hadjí Murat: presentarlo como marido, como fanático, como guerrero. El hombre que tiene esas miras, que actúa con neutralidad cervantina frente a su criatura, no puede ser el mismo que condena las obras de arte como mero divertimento para gente acomodada, o que escribe a comienzos de 1897: "El daño que hace el arte, el daño principal, es que ocupa el tiempo e impide a los hombres ver su ociosidad".

Se trata de una verdadera esquizofrenia literaria. Al mismo tiempo que Tolstói compone Hadjí Murat, quejándose de que no encuentra el tono, imaginando las posibilidades de su criatura, desprecia la actividad de la creación y elogia a la clase trabajadora por no haber caído en el engaño de la creación estética. El 14 de octubre de 1897 anota, con paciencia de artesano, algunos detalles que se le han ocurrido para Hadjí Murat: la sombra de un águila que corre por el flanco de una montaña, las huellas sobre la arena de fieras, caballos y hombres, el resoplido de los caballos al entrar en el bosque, un macho cabrío que aparece de un salto desde detrás de una mata de aliaderna. Son los detalles que traen la historia a la vida, y dan fe de que el talento de Tolstói para la evocación de un mundo físico vívido y potente no había desaparecido. ¿Cómo reconciliar a este hombre con el que escribe que Boccaccio es el comienzo del arte inmoral, o que lee La dama del perrito, el cuento de Chéjov que hoy nos parece una de las cimas del género, y despotrica contra él porque considera que no ha elaborado una concepción del mundo "capaz de distinguir el bien del mal"?

Sea como sea, el resultado está ahí: la historia de Hadjí Murat sobrevivió, ha seguido sobreviviendo. Tolstói la terminó sin entusiasmo mientras escribía, con entrega total, otras cosas: su pequeño tratado sobre el arte, su Confesión -un verdadero ajuste de cuentas con la Iglesia rusa ortodoxa, que lo excomulgó después y hasta el día de hoy no lo ha recibido de nuevo en su seno-, y también la novela Resurrección, que es una gran obra literaria pero que no le llega a los tobillos a la historia del rebelde musulmán. Mientras tanto seguía dividido: por un lado, agobiado por ideas fijas sobre la religión y su papel en ella, sobre los defectos de la mujer (la culpaba de todos los desastres del mundo contemporáneo), sobre la cultura (que sólo florece, decía, cuando no hay moral); por el otro, lleno de dudas. Pues bien: la duda es la provincia del novelista. El 19 de diciembre de 1900 Tolstói escribe: "El artista, para poder influir en los demás, debe buscar; su obra ha de ser una búsqueda. Si ya lo ha encontrado todo, si lo sabe todo y adoctrina o se divierte deliberadamente, no ejerce ninguna influencia. Sólo si busca, el espectador, el oyente, el lector se unirán a él en su búsqueda".

Tenía razón. Aquí estamos nosotros, más de cien años después, buscando con Tolstói. Algunas cosas hemos encontrado, muchas felicidades nos ha dado el hecho mismo de buscar. Y cuando nos sentimos confundidos, desorientados, sacamos Guerra y paz, sacamos Ana Karenina, sacamos La muerte de Iván Ilych, sacamos Hadjí Murat, y esas ficciones son lo más cerca que estamos, o que estoy yo, del sentimiento que otros llaman religioso, porque siguen enriqueciendo mi noción de la humanidad y mi respeto por esta vida inmensamente varia que nos ha tocado en suerte, esta vida tan múltiple y compleja que no la podríamos entender sin la ayuda de quienes la han contado.

Tolstói con mano propia y ajena

Hadjí Murat

León Tolstói. Traducción de Irene

y Laura Andresco Kuraitis. La otra

orilla. Barcelona, 2010. 240

páginas. 15 euros.

Anna Karénina

Traducción de Víctor Gallego.

Alba. Barcelona, 2010. 1.008

páginas. 44 euros.

Guerra y paz

Traducción de Lydia Kúper. El

Aleph / Del Taller de Mario

Muchnik. Barcelona, 2010 1.900

páginas. 39,90 euros.

Memorias. Infancia.

Memorias. Adolescencia

Memorias. Juventud

Tomo 1. Planeta. Barcelona, 2010.

21 euros.

Diarios (1847-1894).

Diarios (1895-1910)

Edición y traducción de Selma

Ancira. Acantilado. Barcelona, 2010.

508 / 584 páginas. 27 / 33 euros.

La tormenta de nieve

Traducción de Selma Ancira.

Acantilado. 75 páginas. 10 euros.

El reino de Dios está en

vosotros (incluye la

correspondencia entre

Tolstói y Gandhi)

Traducción de Joaquín Fernández

Valdés Roig-Gironella. Kairós.

Barcelona. 430 páginas.

Relatos de Yásnaia Poliana

(Cuentos para niños y el

prisionero de Cáucaso)

Traducción de Sara Rodríguez.

Rey Lear. 149 páginas. 10,95 euros.

Diarios (1862-1919). Sofía

Tolstói. Selección, traducción y

notas de Fernando Otero Macías y

José Ignacio López Fernández.

Alba. 650 páginas. 32 euros.

Sobre mi padre. 1928

Tatiana Tolstói. Traducción de

Julia Escobar. Nortesur. Barcelona,

2010. 125 páginas. 13 euros.


Georges Perec en el laberinto

A Coruña se adentra con una exposición en el complejo universo de Georges Perec (1936-1982), uno de los monstruos indiscutibles de las letras francesas. Enrique Vila-Matas refleja en este artículo su pasión por el autor de Las cosas

El escritor Georges Perec, fotografiado en París.foto:CHRISTINE LIPINSKA.fuente:elpais.com

Todavía no alinean a Perec al lado de Proust y de Céline en el gran canon de la literatura francesa del siglo pasado. Está demasiado vivo. Todavía hoy genera ideas, quizás incluso las genera más que antes, y mueve a los espíritus. Además, él no quería ser importante, huía de toda la parafernalia de lo solemne. Todavía hoy, cualquier línea suya da trabajo feliz a sus lectores. Es como si estuviera diciéndoles todo el rato que abran puertas, bajen escaleras, interroguen a todo aquello que les parezca que ha dejado de sorprenderles para siempre. Perec es un genio. Tiene una página de Tentativas de agotar un lugar parisino que puede perfectamente resumir su mundo: está sentado en un café de la plaza de Saint-Sulpice y se dispone a inventariar todo lo que ve allí (es decir, se prepara para agotar todo aquello que tiene delante, o al lado, en cualquier parte) y nos previene de que no está interesado en las estatuas de los cuatro grandes oradores cristianos de la plaza (Bossuet, Fénelon, Fléchier y Massillon) porque ya han sido suficientemente registradas y fotografiadas; quiere, en cambio, ocuparse de "lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes".

Experto en esquivar la grandeza, fue un maestro del arte de la atención a lo minúsculo. En ese descenso al territorio de lo pequeño reside paradójicamente su grandeza, que también se apoya en otra paradoja, su afán de que perdure el vacío de la vida: "Escribir es tratar meticulosamente de retener algo, de hacer que algo de todo esto sobreviva: arrancar algunos pedazos precisos al vacío que se forma, dejar en alguna parte, un surco, una huella, una marca, o un par de signos".

Sus padres, judíos polacos que emigraron a Francia, murieron muy jóvenes, su madre en Auschwitz. Esto condiciona posiblemente su visión de la literatura que, aparte de un juego, es también una lucha trágica contra el olvido. Y al lado de esto, como una emoción añadida, ese frenesí encantado, esa pulsión por agotarlo todo. Creo que para comprender el providencial papel que en la historia más reciente de la literatura juega su obra conviene que viajemos hasta el contexto de la crisis de la gran literatura narrativa del siglo pasado. Terminada la época de las grandes novelas exhaustivas y extenuantes (las de Joyce, Proust, Thomas Mann o Robert Musil especialmente), la literatura narrativa se encontró en un callejón sin salida: mientras los ingleses, por ejemplo, mirando como siempre por encima del hombro, se refugiaron en los grandes modelos narrativos, que son extraordinarios, de sus siglos XVIII y XIX, los franceses se inclinaron por las formas experimentales (auge del Nouveau Roman y posteriormente Tel Quel), formas que no llegaron a cuajar, pero terminaron por crear las condiciones para la aparición de un auténtico artista contemporáneo, Perec, Georges Perec, que se alzó contra las pretensiones de los nostálgicos y, girando la espalda a lo supuestamente importante, se ocupó de lo pequeño: "¿Cuántos gestos hacen falta para marcar un número de teléfono? ¿Por qué?".

Ahora, transformado en un catálogo exhaustivo de gestos -que es lo que, a fin de cuentas, podría ser esta sorprendente y brillante muestra perecquiana que acaba de inaugurase en A Coruña-, el autor de Las cosas y de La vida, instrucciones de uso se encuentra ante la hipotética oportunidad tardía y extraña de pasear por parajes gallegos inesperados por los que sin duda cruza todas las noches, sin yelmo ni protección alguna, con un pequeño ciclomotor de manillar cromado, contagiando de euforia inesperada a todo el barrio viejo de la ciudad de A Coruña. Hasta un bar próximo a la Fundación Luis Seoane, donde se presenta la gran exposición dedicada a la dimensión visual de su literatura, se ha sumado a la fiesta y promete servir muy pronto creps de Perec, y también Perec Decrep, un cóctel nuevo. El casco antiguo de A Coruña se ha vuelto único, tan impar como el señor del manillar cromado. Y hasta se ha visto reforzado en su rebeldía por la calma tensa que ha venido a sustituir a la potente tempestad de los pasados días. Como si se esperara un acontecimiento.

Recorrí la exposición en compañía de Hermes Salceda y Alberto Ruiz de Samaniego. A Hermes (que ha colaborado en la zona dedicada a OuLiPo dentro de la muestra y tradujo no hace mucho con Marisol Arbués el perecquiano ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio?) le parece que hay que ir a la Fundación a centrarse en el ojo de Perec, en las cosas que él miraba y en la forma que tenía de hacerlo: "Uno de los aciertos de la exposición es la continua presencia de textos perecquianos que en algunas piezas permite apreciar el aspecto visual de la forma de escribir de este autor, y en otras el traslado de las técnicas de escritura al lenguaje visual y viceversa: listas, trampantojos, letanías, heterogramas...".

Alberto Ruiz de Samaniego es director de la fundación, comisario de la exposición y autor de una interesante obra ensayística que parece fundada por la Orden de Maurice Blanchot. Ha destacado en la Seoane por la osadía de sus magníficas y originales propuestas, que se rebelan contra una supuesta grisura de la provincia. Pienso ahora en su muestra sobre Michelangelo Antonioni como pintor, en la de Fritz Lang como escultor, y en esa inquietante muestra, Atlantikwall, impresionante recorrido por los búnkers nazis anclados en el norte de Europa.

Pere (t) c -el título de la exposición- juega con el verdadero apellido del escritor, Peretz, y con la expresión latina que significa "lo demás", que en singular podría servir como referencia a la inmersión del escritor en mundos más o menos ajenos a la literatura.

La muestra incluye una selección de fondos de la Association Georges Perec y una serie de obras realizadas por artistas nacionales e internacionales. A lo largo del asombroso itinerario por el laberinto perecquiano, el espectador se encuentra con manuscritos y fragmentos de sus principales obras literarias, a los que se suman algunas de sus famosas listas y enumeraciones, una selección de los bocetos preparatorios que, a modo de story board, dibujaba para planificar libros como La vida, instrucciones de uso. Entre otras sorpresas, el visitante encontrará un cuadro que quizás creyó algún día que no existía: el que está en la portada de El gabinete de un aficionado y que solo se vio en la edición española de Anagrama; es una pintura de Isabelle Vernay-Levêque, que ha cedido el cuadro por primera vez en su historia.

Ya solo La vida, instrucciones de uso contiene mil referencias al arte de la pintura. Hay también películas, míticas para los perecquianos, como El hombre que duerme, y la que realizó sobre Ellis Island y la emigración europea de principios del siglo pasado a Estados Unidos.

Si algo claro tiene el visitante que recorre esta exposición es que acabará agotado antes de agotar la infinita, laberíntica, ilimitada muestra de cómo trabajaba uno de los más grandes artistas del siglo pasado. Y lo que en cambio ignora -aunque ahora va a enterarse- es que si visita la toilette femenina, podría esperarle una sorpresa de órdago, diabólica para ser más preciso, aunque no sigo, porque, además, no sabría explicarla, quizás porque pertenece a la estirpe de "lo que no se nota".

18.11.10

Faulkner asalta la mesa de novedades

El autor de 'El ruido y la furia' protagoniza una insólita avalancha de títulos en las librerías españolas - Editores y escritores certifican la vigencia de su literatura

William Faulkner, escritorde la Generación Perdida, así denominada por Gertrude Stein, ha vuelto a renacer entre los lectores españoles por vigencia.foto.fuente:elpais.com
William Faulkner se consideraba un poeta fracasado que llegó a la novela como último estadio para desarrollar la endemoniada ambición literaria que nació, de la mano de Sherwood Anderson, con La paga de los soldados en 1926. Anderson, compañero de borracheras por las calles de Nueva Orleans, instó al joven aspirante a seguir sus pasos más allá de la bebida. A Faulkner le gustó el reto: si gracias a la literatura podía vivir como su amigo -es decir, con poco más entre las manos que tabaco, whisky, lápiz y papel- ese era su destino. Lo que nadie presumía entonces es que detrás de aquel primer impulso nacería un universo literario cuya tensión narrativa y poética todavía hoy no ha encontrado igual.

La posibilidad de reencontrarse otra vez con su obra asalta ahora las mesas de novedades de las librerías españolas. La reedición en Alfaguara de buena parte de sus novelas (de Sartoris a Santuario, El villorrio, El ruido y la furia o Luz de agosto) y de dos de sus libros más desconocidos -Mosquitos (Alfabia) y la mencionada ópera prima, La paga de los soldados (RBA)- devuelven la posibilidad de releer, leer o, directamente, descubrir a este escritor de escritores cuya vigencia ya fue reclamada hace más de una década por Javier Marías cuando publicó Si yo amaneciera otra vez, una selección de 12 poemas (traducidos por el propio autor de Corazón tan blanco) que precisamente también coincide ahora en las librerías reeditado por Debolsillo. Marías arremetió entonces contra los lectores y críticos "perezosos" que ponían entre paréntesis a un autor fundamental.

"Faulkner ha perdido crédito entre la masa de los lectores, que ya no recuerdan que hay otras formas de escribir que no sean como en un guión cinematográfico", señala el escritor y crítico Justo Navarro. "Ahora que lo que predomina es la lógica instantánea del videoclip o de Internet es difícil leer a Faulkner, que exige atención a la página y a la música de las palabras. Su fuerza visual e imaginativa es hoy especialmente estimulantes. Lo lamentable es que no se lea más".

Sin conmemoraciones ni aniversarios ni festejos a la vista resulta curiosa la coincidencia de sus títulos. "Es puro azar", explica Pilar Reyes, directora editorial de Alfaguara. "Así que algo habrá en el ambiente para traerle otra vez. Lo que es inimaginable es que no estuviera todo disponible. El ruido y la furia llevaba años agotado". Reyes explica que, en el caso de Alfaguara, se trata de una política de rescate de autores importantes a través del rediseño de portadas o de colecciones como las de Cuentos completos. ¿Y se venden los clásicos? "Los cuentos completos de Faulkner se agotaron", asegura.

Guionista mercenario en Hollywood y solitario creador de un cosmos (el condado de Yoknapatawpha) en el que movía a sus personajes como un dios mueve las fichas de un tablero, Faulkner era un hombre tímido, retraído con las mujeres, marcado por su baja estatura y un bebedor incombustible ("entre el whisky y la nada me quedo con el whisky", decía). Cuando en 1949 recogió el premio Nobel de literatura su discurso reivindicando las verdades universales del hombre como germen de toda gran literatura agigantó aún más su pequeña figura. La influencia de Faulkner en los escritores latinoamericanos del boom fue una de las vías de entrada de su obra en España.

"Para los escritores latinoamericanos Faulkner nunca ha estado fuera del cuadro", señala el colombiano Juan Gabriel Vásquez. "A través de la lectura que hizo el boom de su obra Faulkner siempre estuvo muy presente para nosotros".

"En España, Faulkner se tradujo muy pronto", recuerda Antonio Muñoz Molina. "Tengo una primera edición de Santuario, que es de los años treinta. Pero mi descubrimiento llegó a través de Juan Carlos Onetti, que hablaba siempre de él". "Para muchos", prosigue el autor de El jinete polaco, "el camino de entrada en España fue a través de Juan Benet, pero yo llegué a través de los autores latinoamericanos". Muñoz Molina explica que en EE UU su presencia es básicamente académica: "no tiene herederos literarios, quizá Cormac McCarthy, pero la literatura en EE UU ha ido en otra dirección. Se ve a Faulkner como un escritor regional, sureño, y por eso tiene más repercusión entre escritores españoles o latinoamericanos que entre los estadounidenses, que ven su obra demasiado barroca y recargada".

José Luis López Muñoz (que ha traducido, entre otras, Bandera sobre el polvo -obra que daría lugar a Sartoris- para Seix Barral, el propio Sartoris y la trilogía de los Snopes: El villorrio, La ciudad y La mansión) recuerda que la concesión del Nobel precipitó las traducciones al castellano. "No hay escritor que no haya leído a Faulkner, porque la primera tentación de todos los escritores es querer escribir como él. Es épico y tiene, aunque cuente la historia más trágica, sentido del humor. La influencia en Vargas Llosa, García Márquez o Benet fue inmensa y de ahí pasó a las siguientes generaciones". Para López Muñoz Sartoris es la mejor puerta de entrada al escritor: "A Faulkner hay que entrar despacio y con ganas, como se entra al Ulises de Joyce. Sartoris es una introducción maravillosa a su mundo. Y de ahí se puede saltar a la trilogía de los Snopes, que no son tan complicadas como El ruido y la furia".

Y entonces, el problema quizá es salir. "El dramatismo, la profundidad; siempre me conmovió que con sus personajes más odiosos hay un momento en el que Faulkner se identifica, y nosotros con él, y es entonces cuando los convierte en seres humanos y te recuerda que no existen los maniqueísmos, que nadie es el mal", explica el traductor.

Cerca del final de su vida Faulkner reconoció que veía su obra como un espléndido fracaso lejano a cualquier perfección posible. La cuestión no era ser mejor que los demás, confesó una vez el escritor sureño, sino ser mejor que uno mismo. "Si pudiese volver a escribir mi obra lo haría mucho mejor, y ése el mejor estado en el que puede hallarse un artista", dijo en 1956 en una de las pocas entrevistas que concedió. En aquel mismo encuentro le preguntaron qué sugería a los que después de leer dos o tres veces sus libros seguían sin entender nada. "Que lo leyeran cuatro veces".

Inundación de prosa sureña

Estas son las novedades faulknerianas, de reciente o próxima aparición, que coinciden en las librerías españolas:

- La paga de los soldados, 1926 (RBA).

- Los mosquitos, 1927 (Alfabia).

- Sartoris, 1929 (Alfaguara).

- El ruido y la furia, 1929 (Alfaguara).

- Luz de agosto, 1932 (Alfaguara).

- El villorrio, 1940 (Alfaguara).

- Si yo amaneciera otra vez (Debolsillo). Poemas.

- Cuentos reunidos (Alfaguara).

12.11.10

Eco y la liga judeocristiana

El Vaticano y la comunidad judía italiana cargan contra 'Il cimitero di Praga', nueva novela del escritor

Umberto Eco es incomprendio como novelista.foto:archivo.fuente:elpais.com

Según sus detractores, el libro coquetea con el antisemitismo

Treinta años no es nada. Al menos, en asuntos de polémica religiosa. Ese es el tiempo que separa El nombre de la rosa, primer asalto del escritor, semiólogo y pensador boloñés Umberto Eco a la ficción espiritual, de Il cimitero di Praga (El cementerio de Praga), su nueva y estupenda novela. Todo un fenómeno de ventas (cien mil ejemplares en solo una semana), así como un catalizador de las ya de por sí agitadas aguas culturales de la Italia de Berlusconi.

Eco vuelve a enfrentarse no solo a las acusaciones de la Iglesia, sino también a la soliviantada comunidad judía. La razón reside en un libro en el que, página a página (son 528), il Professore conduce al lector por un viaje trepidante al siglo XIX, una excursión considerada por algunos inexacta desde el punto historiográfico y que se mueve al vaivén de la madre de todas las conspiraciones: la que pinta a los judíos como los urdidores ocultos y todopoderosos del destino mundial.

La galería de habitantes reales de Il cimitero de Praga no tiene desperdicio: un Sigmund Freud drogadicto, Dreyfus, oficial francés condenado por ser judío, el gran Ippolito Nievo, patriota y escritor italiano, o Garibaldi. Entre nombres históricos y acontecimientos reales (dibujados con la manía detallista habitual en la prosa de Eco) se desenvuelve el protagonista -"el único personaje inventado de la novela", según el autor-. Es Simone Simonini, capitán turinés, memorable anti-héroe y la presencia más desagradable del relato.

Antisemita convencido en pleno ottocento, el protagonista falsifica testamentos y comercia con hostias consagradas para misas satánicas. ¿Su gran obra? Fabricar las actas de una reunión nocturna inexistente entre las lápidas del cementerio judío de Praga. En ella, los ancianos rabinos de las 12 tribus de Israel tejen planes para dominar el mundo. Ese documento falso sirve en la novela para la redacción de los muy reales Protocolos de los sabios de Sión, panfleto antisemita que, a principios del siglo XX, sirvió de justificación teórica para los pogromos de la rusia zarista y, más tarde, para la persecución nazi.

Sus detractores afean a Eco la puesta en escena de un montaje histórico "falso". La construcción de una "sinfonía maligna" que no se molesta en interrumpir. La comunidad judía y la Iglesia se preguntan: ¿puede un autor que no interviene en la historia evitar la peligrosa ambigüedad? El periódico de la Santa Sede opina que no: "Denunciar el antisemitismo poniéndose en la piel de los antisemitas", escribe la historiadora Lucetta Scaraffia en L'Osservatore Romano, "no funciona como una verdadera acusación. El lector acaba por resultar contaminado por el delirio antisemita [cons-truido por Eco]. Cuando se evoca el mal, es necesario enfrentarlo al bien, para que sirva de contraste. La reconstrucción del mal sin condena, sin héroes positivos, adquiere una apariencia de voyeurismo amoral". "La narración de Eco quiere desmontar lo falso a base de reconstruir esas falsedades" -escribe otra historiadora, Anna Foa, en la revista mensual publicada por las comunidades judías italianas-. "Si los heréticos podíamos disfrutar con las brujas de El nombre de la rosa, ¿podremos hacerlo con la misma inocencia con la clase de construcciones que alimentaron las locuras de Hitler?". El escritor replica pragmático: "Quien escribe un manual de química puede también ser acusado si alguien lo utiliza para envenenar a su abuela".

A estas declaraciones, Riccardo Di Segni, rabino jefe de Roma, contestó: "Pienso que el mensaje suena ambiguo. No se trata de un libro científico que analiza y explica, sino de una novela". "Mi intención era dar un puñetazo en el estómago de mis lectores", replicó el semiólogo. "Una violencia que convenció a otros".

Un odio que también mueve a Simonini, educado desde pequeño en el desprecio a los judíos y a las mujeres, entrenado en el servilismo hacia el poder y cegado por su rencor personal: "Me doy cuenta de haber existido solo para vencer aquella raza maldita. Únicamente el odio calienta el corazón", dice.

Entre tanta proclama acusatoria, Gad Lerner ha intervenido en el debate desde las páginas de La Repubblica. Según él, la novela está destinada a ser un clásico porque al fin y al cabo cuenta algo muy universal y actual. Se lo explica el protagonista Simonini a un agente secreto del zar: "La divina Providencia nos ha regalado a los judíos, utilicémolos y recemos para que siempre haya alguno al que temer y odiar". Lerner ve en este diálogo un afán tremendamente actual: identificar los enemigos para así definirse como comunidad a partir del odio al otro.

A Dios no le gustan las novelas

18.10.10

La biblioteca de Magris

Artículos publicados en diversos medios integran Alfabeto , que lanzará Anagrama en los próximos días; el capítulo que reproducimos aquí fue escrito especialmente por Claudio Magris, a manera de prólogo de su nuevo libro


Foto SEBASTIÁN DUFOUR.fuente:adncultura.com

Por Claudio Magris

Para los griegos, el mundo estaba rodeado y limitado por un río, Océano; para mí, el río que circunda la Tierra es el Ganges, con cuyo anchuroso fluir comienzan Los misterios de la jungla negra de Salgari, el primer libro que leí y, por tanto, destinado a quedar para siempre en cierto sentido como el Libro , el encuentro con la palabra que contiene y a la vez inventa la realidad. Para ser sincero, comencé a leer la segunda parte, cuando Tremal Naik, obligado a seguir a los Thugs con el fin de liberar a su querida Ada, finge ponerse del lado de los ingleses con el nombre de Saranguy. Acababa de cumplir seis años y empezaba a leer; poco a poco, mi tía Maria me había leído la primera parte, cuando yo aún no sabía descifrar el alfabeto.

Así pues, aprendí a leer con Salgari y, además, las hazañas de Kammamuri y del tigre Dharma quedaron ligadas a la voz que me las contaba, arrastrado por la historia e indiferente al autor, más aún, ajeno en aquel tiempo a qué era un autor o a que una historia lo necesitara, convencido de que las historias se narraban solas y de que los hombres, escritores o no, no tenían más trabajo que repetirlas y transmitirlas. Desde entonces, en cierta manera, siempre he pensado que la literatura, en su esencia, es un relato oral y anónimo; que sería mejor si los autores no existieran o si, al menos, no se identificaran, si estuvieran siempre muertos, como le dijo una vez una niña de Grado a Biagio Marin, u obligados al incógnito y a la clandestinidad.

De la fantasía adolescente e improbable de Salgari aprendí el amor por la realidad, el sentido de la unidad de la vida y la familiaridad con los distintos pueblos, culturas, usos y costumbres, diversos pero vividos como diferentes manifestaciones de lo universal-humano, aprendí también que los escritores muestran el mundo más allá de sus convicciones, porque de Salgari no recibí el ardor guerrero, que tan querido lo hizo en el ventenio fascista, sino un sentido de fraterna igualdad de todos los pueblos de la Tierra, así como más tarde Kipling haría que, además del misterio y de la épica, amara más los elefantes y los templos hinduistas que la corona de la reina Victoria.

Tal vez Salgari, con sus hipérboles, que ya entonces nos hacían sonreír, y sus zafiros grandes como avellanas, nos enseñara a mis amigos y a mí que se puede sonreír y reír de lo que se ama, pero sin la burla altanera que destruye el amor, sino con esa risueña y afectuosa participación que lo intensifica. Como Karl May, su equivalente alemán, revelaba a Ernst Bloch, Salgari nos mostraba que la aventura del espíritu es el viaje del individuo que parte, encuentra lo diferente, al extranjero, y se convierte en sí mismo en este encuentro que le hace el mundo más familiar. Por este camino seguirían muchas otras lecturas, Dumas, London, Stevenson.

Pronto hubo muchos libros junto a Salgari, verdaderos "libros de lectura" cuyo catálogo es mi carnet de identidad. Los libros de perros de mi padre, apasionado cinólogo, que yo leía y resumía; una enciclopedia -creo que era la Labor- de la que copiaba, no sé por qué, la lista de los tratados de paz firmados entre Francia y España a lo largo de varios siglos, árida y fascinante secuencia de puros nombres: tratado de Oviedo, de Pamplona, de Perpiñán... Creo que en aquel copiar se reveló mi pasión compilatoria, el deseo de ordenar y clasificar la realidad que más tarde me impulsaría a estudiar a los Musil y los Svevo, esa gran literatura que trata de catalogar la vida y muestra cómo ésta escapa a las redes de cualquier clasificación y hace relampaguear su sentido anárquico e insondable ante quien pretende reducirla al orden.

Algunos años más tarde, pasaba horas en la trastienda de una librería de Trieste cuyo propietario no se quitaba la boina de la cabeza, rebuscando entre los libros publicados incluso cuarenta o cincuenta años atrás, en especial textos de aquella "Biblioteca dei popoli" que en 1911 había entusiasmado [al escritor triestino Scipio] Slataper: el Mahabharata y el Ramayana sánscritos, el Kalevala finlandés, la Edda, el Cantar de los nibelungos, las sagas noruegas, los grandes poemas épicos que narran la creación del mundo, la lucha entre el bien y el mal y los valores de una civilización... Herder, el gran ilustrado amigo y rival de Goethe y a menudo tan calumniado, me enseñaba a ver en la literatura, sobre todo en las grandes epopeyas nacionales, la historiografía de la humanidad, en la que cada nación, como cada hoja en un árbol, constituye un momento significativo.

Comenzaba a entender que, para escuchar las voces de aquel espíritu sobre las aguas, era necesaria la más rigurosa y exacta filología, de la que encontraba -en las traducciones, en las notas, en los comentarios- ejemplos gloriosos. Había mucho de aficionado en aquellas lecturas hechas sin conocer el texto original, pero había conciencia de esa condición de aficionado que es la premisa para distinguir la ciencia de su divulgación honesta y de su vulgarización falseadora. Desde entonces aprendí a leer la Crítica de la razón pura o un resumen escolar bien hecho que no pretende sustituir a Kant, y a no leer esos presuntuosos volúmenes que -más complicados que Kant y menos rigurosos que un resumen claro- ilusionan al lector con la esperanza de aprender algo esencial recogido en cien páginas, evitando la fatiga y olvidando la humildad de quien sabe que sabe poco.

Aquellos textos me daban el sentido de la historia y del valor que la trasciende, sumergiéndose y existiendo en ella, superando el tiempo pero viviendo en el tiempo, como el Verbo que se hace carne. Tendría que hablar, llegado este punto, de los libros que han dejado una marca absoluta, que se han convertido en el propio modo de sentir el mundo y la relación entre la vida y la verdad, que a veces se corresponden como las dos caras de una moneda y a veces parecen contraponerse: la Ilíada y la Odisea -el libro de libros, en el que ya está todo, las sirenas pero también esos personajes de Svevo que eluden indirectamente su ineptitud para escucharlas y afrontar su canto-, los trágicos griegos, Shakespeare, que desvela el fondo extremo, los discursos de Buda y las parábolas de Zhuangzi; sobre todos, el Antiguo y el Nuevo Testamento, tras los cuales ya no se teme a ningún príncipe de este mundo y se comprende que la piedra más vil, esa despreciada por los constructores, es la verdadera piedra regia.

Pero libros como éstos no pueden sólo nombrarse; más aún, sólo proferir su nombre parece ya una falta de discreción. Casi puede decirse lo mismo de los poetas, poetas que he leído mucho y sobre los que jamás he escrito; de Lucrecio y de Leopardi, de Dante y de ese Dante moderno que es Baudelaire con sus círculos del mal que recorre abandonándose a la vida y, al mismo tiempo, instaurando un juicio sobre la vida; de las líricas griegas y chinas, de algún Lied de Goethe o de Eichendorff, de algunas ásperas baladas de Brecht o de algunas epifanías de gracia de Saba, de un spiritual o de un blues. Ha habido una entonación fundamental que he recibido de los grandes escritores épicos, sobre todo de Tolstói, mucho de Tolstói, y también de Melville, Guimarães Rosa, Faulkner, Sabato, Nievo, para los que la existencia, aun con sus laceraciones, tiene un sentido, una unidad.

Pero otros, también amados -Ibsen y Kafka en primer lugar-, me han revelado lo contrario, la insuficiencia o la irrealidad de la vida, la dificultad y la innaturalidad o la imposibilidad de vivir, la odisea del individuo que no vuelve a casa sino que se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez del mundo y la intolerabilidad de la existencia.

Ulises se convertía en el de Pascoli, que ya no encontraba su odisea. Y así, a Pierre Bezuchov, grande, fuerte y bueno, se contraponían el hombre del subsuelo de Dostoievski o el héroe de Kafka transformado en insecto inmundo, los personajes de la negación absoluta, el escribiente Bartleby de Melville, que sólo puede decir que no, o el Wakefield de Hawthorne, que experimenta el vacío y la indiferencia de todo; y otras voces, todavía más desesperadas y rechazadas, que hablan del dolor, del desgarro y la apatía, de un sufrimiento tan profundo y monstruoso que se muestra sin remedio ni liberación, no redimido por una síntesis o visión superior.

Quizá por esto me ocupé después de esos grandes escritores que vivieron intensamente el malestar de la existencia y del hacerse, casi con culpable y autolesiva expiación, cómplices torvos y aberrantes como Louis-Ferdinand Céline o Knut Hamsun.

En la literatura existen muchas habitaciones y no se necesita elegir ideológicamente entre voces contrastantes; se puede -se debe- creer a la vez en la fe de Tolstói y en la inercia de Oblómov; los grandísimos escritores son aquellos cuya perspectiva abarca trescientos sesenta grados. A veces me pregunto de qué lado estoy, si mi historia es la contada por Guerra y paz, por la Metamorfosis de Kafka o por el Auto de fe de Canetti. Tal vez mi odisea literaria es la que cuenta mi viaje a la nada y el regreso; tal vez por eso los escritores que más me han enseñado son los que dan voz imparcial a las más diversas cuerdas y a las más antitéticas pasiones, a la fe y a la nada, como Singer, sin el que yo sería diferente de lo que soy.

Ésa es la razón, sin duda, de que haya leído y amado tanto a los grandes cómicos y humoristas, a Dickens y a Goldoni y, por encima de todos, a Cervantes y a Sterne, cuya risa, cuya sonrisa y cuya ironía nacen del desencanto y de la conciencia de la tragedia y llegan, a través y gracias a la desilusión, a la fraternidad y al amor. Dostoievski decía con razón que el Quijote bastaría para justificar a la humanidad. También el furor y la feroz sátira de Gadda -el escritor italiano del siglo XX que más me ha interesado, después de Svevo- permiten amar la humildad y el esfuerzo de vivir.

Desencanto y desilusión no niegan, sino que filtran como un tamiz las mentiras gelatinosas, la retórica sentimental, la papilla del corazón con la que tan complacientemente se engañan los otros y se engaña uno a sí mismo: quizá éste sea un signo común a los libros que, desenmascarando el vacío sobre el que apoya la realidad y los oropeles con los que se quiere velarlo, ayudan a mirar sin miedo en ese vacío y también a darse cuenta del amor que existe pese a aquella vorágine.

Libros así han sido para mí El hombre sin atributos de Musil y Las amistades peligrosas de Laclos y sobre todo La educación sentimental de Flaubert, ese libro sobre la insignificancia que es también el fluir de la vida. Y La conciencia de Zeno de Svevo, odisea moderna por excelencia, irónico, huidizo e insondable confrontación con la nada.

Debería hablar también de los ensayos que, como los del joven Lukács, me explicaban la totalidad fragmentada del mundo; el de Michelstaedter, que muestra el nihilismo de una vida que anula el presente perdiéndose en la actividad incesante y lanzándose enloquecidamente al futuro; o de los de Max Weber, que enseñan la lucidez moral de distinguir entre lo que se puede demostrar y lo que se puede mostrar, entre lo que es objeto de ciencia y lo que es objeto de fe.

Tal vez si todos hubiesen leído y asimilado las páginas de Weber sobre ciencia, política y profesión, se habrían cometido menos prevaricaciones, con aterradora y torpe buena fe, sin ser conscientes de ello.

Pero tendría que hablar no sólo de libros, sino también de fragmentos, inscripciones fúnebres o pintadas de taberna, de jirones de escritura que, como decía Kafka, me han golpeado como un puñetazo. Un personaje de Borges que pinta paisajes se da cuenta al final de que ha pintado su propio rostro y así le sucede a quien habla de libros. Pero el todo, ya se sabe, no es la suma de las partes y el retrato completo, también en este caso, es inferior con mucho a los rasgos particulares.

Otro gran hallazgo ha sido la autobiografía de Alce Negro, el indio sioux. Es una autobiografía escrita por alguien que vive realmente arraigado en la totalidad de la vida, que mira la vida desde lo alto de una colina, que piensa -y dice- que vivir es amar todas las cosas verdes. Pero en este libro el narrador habla también de un personaje, Caballo Loco, el famoso indio asesinado por los soldados americanos después de haberse rendido, que se pasea durante la noche en el campamento indio y se comprende que es un hombre inquieto, un hombre fuera de su sitio, ajeno al sentido armonioso de la vida de Alce Negro.

No sé si Alce Negro, aunque lo retrata admirablemente, era capaz de entender a Caballo Loco o si Caballo Loco podía comprender fácilmente a Alce Negro. Creo que quizá fuera más probable que Caballo Loco, el Hamlet caído por error entre los pieles rojas, como Saúl en el Antiguo Testamento, podía comprender a Alce Negro, su hermano de tribu y su autor-creador más que al revés. Pero no lo sé con certeza.

Una vez en China, una estudiante de la Universidad de Xi´an me preguntó qué se pierde escribiendo. Ardua pregunta kafkiana. ¿Y leyendo? Una vez Borges dijo que dejaba a los demás la gloria de los libros que había escrito y que su gloria, en cambio, eran los libros que había leído.

Traducción: Pilar González Rodríguez

adn Magris

Trieste, 1939

  • Es hijo de un empleado y una maestra primaria. Se graduó en Letras en 1962, en la Universidad de Turín.

  • Es profesor de literatura germánica, su especialidad. Su primer libro, publicado en 1963, trata sobre ese tema: El mito de los Habsburgo en la literatura austríaca moderna.

  • Estuvo casado con la escritora Marisa Madieri, de quien enviudó en 1996. Fue senador de 1994 a 1996.

  • En sus textos suele combinar magistralmente lo ensayístico con lo narrativo.

  • Sus principales obras son: El Danubio (1986), Otro mar (1991) Microcosmos (1997) y A ciegas (2005).

  • En 1997 obtuvo el premio Strega, el máximo galardón de la letras italianas.

11.10.10

Master class

La publicación de Lolita en 1955 le cambiaría la vida por segunda o tercera vez. La Revolución Rusa lo había empujado al exilio de su San Petersburgo natal, y tras un periplo por Inglaterra, Alemania y Francia, la guerra lo llevó a Estados Unidos en 1940, donde pasaría las siguientes dos décadas dando clases en el Wellesley College y en la Universidad de Cornell

Vladimir Nabokov, autor de Lolita.foto.fuente: pagina12.com.ar

De esos cursos, se desprendieron tres volúmenes: el Curso de literatura europea y el Curso de literatura rusa (en Wellesley y Cornell) y el Curso sobre el Quijote (impartido en Harvard entre 1951 y 1952 y publicado póstumamente). La flamante reedición de los tres juntos sirve de excusa para volver sobre ellos y escuchar qué dicen del propio Nabokov: de la Rusia que debió dejar atrás, del sistema de enseñanza universitaria del siglo XX y del remoto Quijote que él mismo reinventaría en el libro que finalmente le permitió abandonar la docencia.

El cazador de mariposas

"Es difícil abstenerse de ese respiro que es la ironía, de ese lujo que es el desprecio, cuando se pasa la vista por las ruinas a las que unas manos sumisas, tentáculos obedientes guiados por el abotargado pulpo del Estado, han conseguido reducir a cosa tan fiera, tan caprichosa y libre como es la literatura", anota Vladimir Nabokov refiriéndose a las imposiciones del realismo socialista en el comienzo de sus Lecciones de literatura rusa. Dictadas durante la década del '40 en las universidades de Stanford y Cornell, las clases pueden resultar orientadoras y sustanciosas para lectores neófitos, pedestres para los lectores informados y además estetizantes en su desconexión con las tensiones de la realidad. El aristócrata ruso venido a menos en el exilio tiene sus motivos para el resentimiento: en 1919 su familia dejó Rusia y partió al exilio huyendo del bolchevismo. En 1922 su padre fue presuntamente asesinado por una célula terrorista. Uno de sus hermanos murió en un campo de concentración nazi. Orgulloso de su linaje, mimado por nodrizas, educado en tres idiomas, el inglés, el francés y el ruso en menor grado, para Nabokov las buenas novelas son como las mariposas que caza y colecciona. Su análisis literario consiste en clasificar los ejemplares en especies y diseccionarlos. Nabokov no es un liberal como Isaiah Berlin, otro exiliado, cuyo ensayo sobre Tolstoi (El erizo y la zorra) es una muestra de amplitud de criterios. Nabokov más bien se presenta como un reaccionario fatuo que entiende la literatura como una orfebrería reservada a espíritus sublimes. Así Nabokov postula el valor de "los libros de verdad, escritos por hombres libres para que hombres libres los lean". Pero la libertad no es una abstracción, como tampoco lo es la literatura. Y sus fichas resultan antes las de un coleccionista que se regocija en la contemplación de sus piezas que las de un crítico inquieto por tender conexiones entre el texto y el contexto.

Aunque celebra el flaubertiano bloqueo del yo narrador y, según recalca, lo que interesa no es la vida de un autor sino su obra, autárquica, inmanente, y en particular el estilo que la cincela, Nabokov comienza sus clases con una semblanza biográfica y luego con sus opiniones prejuiciosas sobre las defecciones, mezquindades y otras fallas existenciales de los autores "estudiados". La detección de sus defectos "morales" no es gratuita. Porque los proyectará en la interpretación del relato y explicará de este modo mecánico formas y contenidos. Al internarse en una novela, como un detective aficionado (quizás un crítico no sea otra cosa) se concentra en donde puede haber un error de temporalidad, un leve desliz de trama, un furcio en una descripción. La inclusión de la biografía de cada autor en la apertura de cada clase tiene no obstante un objetivo: no implica una situación histórica, colectiva e individual, como la detección de pathos personales que puedan encontrarse proyectados luego en la obra analizada y explicarla. No se espere de sus análisis la búsqueda totalizadora de un Georg Lukács. Tampoco el lúcido rigor investigativo y teórico de George Steiner ("Tolstoi o Dostoievski"). A Nabokov no le importa la trama como forma, como si en ésta, en un malabar lúdico, se agotara su función en vez de proponerse una experiencia liberadora (en principio para quien la escribe, luego para quien la lee). En este sentido, Nabokov es un profesor presuntuoso y convencional con raptos de intuición a veces benévola, a veces sarcástica. Biografía escueta del autor, desarrollo de la trama de la obra analizada, lectura de fragmentos, una valoración que no titubea en armar ranking de preferencias y no hay más: como si la literatura fuera un derby. Sería necio negarles a sus opiniones caprichosas esa ironía de la que se precia y que, en ocasiones, deviene chicotazo humorístico que ilumina una obra con más sagacidad que una interdisciplinaria operación deconstructiva. Tampoco se puede negar: su pasión por la literatura es indiscutible y aun cuando no se comparta su dogmatismo esteticista, en más de una página induce con ingenio a una lectura antisolemne. Y son estas ocasiones donde baja la literatura a tierra y sus clases pueden transformarse en una lectura ilustrativa y amable en tono coloquial.

Curso de literatura rusa RBA, 486 páginas

Gogol no le parece tanto un observador social como un laboratorista próximo a la invención grotesca. Turgueniev, un prosista esforzado de sutileza lírica. Si su apreciación de Gogol y Turgueniev es un rescate de sus mejores relatos, en contraste está su encarnizamiento con Dostoievski como bestia satánica del mal gusto del que apenas valora su relato fantástico "El doble". "Mi posición con respecto a Dostoievski es curiosa y difícil", declara, como si fuera necesario, en sus lecciones de literatura rusa. "Tengo demasiado poco de profesor académico para dar clase sobre temas que no me gustan. Estoy deseoso de desmitificar a Dostoievski", escribe. Queda claro a poco de adentrarse en esta lección: su fobia contra Dostoievski no es más que reivindicación de una literatura "elevada" y de una clase. Dostoievski proviene, en su formación y práctica novelesca, de novelistas populares: Sue, Radcliffe, Dickens y toda una ideología folletinesca imbuida de una cruza de redencionismo, denuncia y consolación. (Llama la atención el paralelo que puede establecerse entre su interpretación de Dostoievski y el rechazo que padeciera Arlt de los círculos egregios.) Para Nabokov el arte es otra cosa. Tiene más que ver con la elaboración formal que con el contenido. Si en Tolstoi celebra con melancolía de estirpe la recreación de los ambientes y las costumbres imperiales, por el contrario le recrimina con acritud esos instantes en que el autor pone en boca de su personajes sus ideas reformistas. Pero hay una anécdota que puede explicar su fobia contra Dostoievski y su ideología literaria impregnada por un cristianismo socializante.

Tras los levantamientos europeos de 1848, el zar decidió tomar precauciones y comenzó a perseguir a los socialistas. Dostoievski, lector de Fourier y Saint Simon, fue detenido junto con sus camaradas. Se lo halló culpable de difundir la carta de Belinski a Gogol, una radiografía de la injusticia con expresiones insolentes contra la Iglesia y la autoridad. "Dostoievski esperó el juicio en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, cuyo comandante era un tal general Nabokov, antepasado mío. La correspondencia cruzada entre este general Nabokov y el zar Nicolás en relación con su detenido es bastante 'entretenida' (el entrecomillado me pertenece). La sentencia fue severa, ocho años de trabajos forzados en Siberia, que el zar luego reduciría a cuatro. Pero antes de leer la sentencia a los convictos se siguió con ellos un procedimiento de monstruosa crueldad. Se les dijo que iban a ser fusilados, se los llevó al lugar de la ejecución, se los dejó en camisa y se ató a los postes a la primera tanda. Entonces se les leyó la verdadera sentencia. Uno de ellos se volvió loco. La experiencia de aquel día dejó en el alma de Dostoievski una cicatriz profunda. Nunca la llegó a superar." Que la correspondencia entre su antepasado y el zar (y Nabokov añora el zarismo) pueda resultar "entretenida" implica que en el empleo de esta calificación "entretenida" expresa un frívolo y típico juicio de clase acerca de lo que escriben un fusilador y su soberano sobre un condenado sometido a un simulacro de ejecución.

Sus lecciones de literatura, obsesivas, aunque sobrevaloradas, pueden resultar atractivas y útiles para un público tallerista. En ellas, aunque uno disienta con su concepción de la literatura, se advierte todo el tiempo la atención de un lector que se toma en serio la concentración que un texto exige. A favor: Nabokov plantea que la mejor estrategia de un escritor es convertirse en un lector alerta a los detalles. "Los detalles", clamaba en sus clases. "Los divinos detalles."

Sin embargo todo el snobismo, la inclinación aristocratizante y sus pretensiones ceden cuando arriba a Chéjov. Con Chéjov su arsenal de ocurrencias mordaces no puede. Chéjov, en su aparente sencillez, se le impone. Sin moraleja, sin mensajismo, sin hacer ruido, contando por lo bajo, Chéjov registra lo patético de la minucia cotidiana. Ya no se trata de si escribe Dios (como decía en la clase anterior, sobre Tolstoi, anticipándose a Harold Bloom). Se trata más bien de una literatura como oficio de humildad y comprensión. Por supuesto, acá también la biografía del doctor Antón Pavlovich Chéjov proporciona pistas sobre su producción literaria y teatral. Pero hay un aura: esa humildad chejoviana, humildad en la vida y en la creación, que le inhibe acá al profesor Nabokov esa superioridad de sabelotodo. Así Nabokov deberá admitir: "Chéjov fue el primer lector en apoyarse tanto en las corrientes subterráneas de la sugerencia para comunicar un contenido concreto".

Su difusión de la literatura rusa era pasional y, en un sentido, se le agradece. Pero, como docente, sus prejuicios y dogmatismos lo encorsetan a menudo y lo privan del vuelo comparativo que una enseñanza de la literatura requiere. Durante bastante tiempo se lo consideró un importante difusor de la literatura rusa, pero en esto hubo –hay aún– bastante de mito. Como difusor, sin duda, fue superado, a su pesar, por Edmund Wilson, cuyos ensayos son imprescindibles a la hora de comprender no sólo la literatura norteamericana sino también la rusa. Sus artículos y ensayos sobre la literatura rusa van desde Pushkin hasta Solyenitzin. Marxista convencido en tiempos de la revolución y todavía más tarde, desencantado con el estalinismo, a pesar de su decepción con la URSS, Wilson (que fuera editor del New Yorker y compilador de El último magnate, la novela inconclusa de Scott Fitzgerald) no dejó nunca de preocuparse por una comprensión de la literatura que no dejara afuera la importancia de lo social. En su voluminosa correspondencia vale la pena detenerse en los cruces sutiles y no tanto que sostuvo con el aristócrata ruso nacionalizado norteamericano: "Apreciado Volodya", encabeza siempre sus cartas. Wilson, estudioso del ruso, se permite discutirle a Nabokov la traducción de su Eugenio Oneguin, las alteraciones de significados en el traspaso de una lengua a otra. Wilson, introduciéndose en los vericuetos de la lengua eslava, le despedaza también su libro sobre Gogol: "Los principales defectos del libro de Gogol se deben a que él es un escritor de ficción y a que Gogol, que fue un hombre real, no se deja reducir tan fácilmente a la trabajada técnica de iluminaciones repentinas y fugaces miradas yuxtapuestas como si fuera un personaje creado por Nabokov". En sus cartas Wilson le hace llegar a menudo un juicio crítico que, sin duda, hiere la vanidad acorazada de Nabokov. Cuando Wilson lo halaga: compara su inglés con el de Conrad. Y acá cabe preguntarse hasta dónde el halago no es una chicana, hasta dónde no le está cuestionando el reniegue del origen, la identidad, problemáticas que, obviamente, a Nabokov lo tienen sin cuidado. A Nabokov no le importa en absoluto "el alma rusa". No cree en las circunstancias sociales que pueden generar el surgimiento de determinados artistas, ciertas voces. La geografía tampoco cuenta: y en este nivel un personaje de Flaubert no se diferencia de uno de Tolstoi. Siguiendo este criterio, esa literatura portentosa, la rusa, pudo haber sido escrita en cualquier otra parte. Lo que cuenta, según el profesor Nabokov, es el desarrollo ingenioso de los acontecimientos literarios, las pasiones de los personajes, pathos que pareciera ser no otra cosa que "universales categóricos" contra aquello que profesaba Tolstoi: "Describe tu aldea y serás universal". El Tolstoi que, renegando del arte por el arte, del bello estilo, se impuso, es cierto; la literatura como una pedagogía. Antítesis, por cierto, de la razón nabokoviana: fruición personal, goce de cazador de mariposas.

Guillermo Saccomanno