Con una galería de personajes anormales y una prosa vanguardista y experimental, el ecuatoriano Pablo Palacio buscó desestabilizar los convencionalismos de su época.
VANGUARDISTA. Palacio se dedicó a dinamitar las certezas del arte burgués, a principios del siglo veinte.Foto; fUENTE: Revista Ñ
"Mucha bibliografía ha sido escrita hasta el momento sobre las vanguardias históricas y, especialmente, sobre la relación que, bajo el influjo de este movimiento, se estableció en América Latina entre tradición y ruptura en el interior de su sistema literario. Muchos libros incluso nos han hablado de la influencia de las vanguardias en la poesía, de los lugares señeros que ocupan allí las poéticas de Oliverio Girondo, Vicente Huidobro y César Vallejo.
Sin embargo, todavía sigue dando mucho que hablar a la crítica el lugar que ocupa la prosa en esta serie de experimentaciones vanguardistas que, al decir del crítico alemán Peter Burguer, dinamitan para siempre las certezas del arte burgués a partir del procedimiento del montaje y del nuevo concepto de obra de arte inorgánica. Y es aquí desde donde se puede hablar de la extraña obra del ecuatoriano Pablo Palacio (1906-1947), una especie de Antonin Artaud latinoamericano que ostenta el raro privilegio de ser triplemente marginal: por la desestabilización que sus textos provocan; por el lugar periférico del país donde nació y por formar parte, también, de otra periferia si se quiere: la vanguardia desde su apropiación latinoamericana.
Como señala Celina Manzoni (una de las críticas que más ha hecho por estudiar y difundir la obra de Palacio en la Argentina), las primeras lecturas que se hicieron de la breve obra del ecuatoriano sólo pudieron leer en sus textos las anomalías. Y en este sentido es interesante el prólogo de Un hombre muerto a puntapiés (su libro de cuentos de 1927), donde se puede encontrar un verdadero método de trabajo: "Con guantes de operar, hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas calles: los que se tapan las narices lo habrán encontrado carne de su carne". Aquí puede leerse un momento importante en la estética de Palacio: poner el ojo en "el asco de nuestra verdad actual", exacerbando sus contradicciones evidentes hasta llegar muchas veces a lo absurdo, a lo inverosímil. Desde allí su galería de personajes "anormales": el hombre muerto violentamente a puntapiés a partir de un supuesto intento de abordaje homosexual; la mujer de doble cuerpo, el antropófago que no puede resistir su compulsión por la carne humana y ataca a su propio hijo a dentelladas. Criaturas miserables colocadas en situaciones minimalistas, sórdidas, a veces crueles, donde no hay cabida para los héroes.
Lector de Lautrémont y por lo tanto afecto a cierto nivel de morbo en sus creaciones, es evidente en Palacio la intención de desestabilizar aquellas clasificaciones con que la medicina higienista de fines del siglo XIX y principios del XX construyó sus categorías de lo "anormal", "lo inmoral"; "lo enfermizo". Y es desde allí donde la crítica lo leyó durante más de treinta años, sobre todo teniendo en cuenta que el escritor murió en un manicomio, después de una internación de siete años y como consecuencia de la sífilis que contrajo a partir de su relación estable con una prostituta. Otro raro caso donde la vida copia al arte, ya que este mismo argumento había sido trabajado por Palacio en su cuento "Luz lateral". Allí, el narrador protagonista decide abandonar a su mujer debido a la desagradable costumbre que ella tiene de pronunciar la expresión "¡claro!" cada vez que habla. Exactamente como en la vida real le sucedería al propio autor, en el relato el protagonista se encuentra después de la separación con una prostituta que le contagia la sífilis, lo que lo termina sumiendo en la demencia.
Sin embargo, más allá del extremo biografismo con que la obra de Palacio fue leída durante años, desde hace ya un largo tiempo la crítica pudo descubrir en él a uno de los más exquisitos creadores de la serie de la prosa vanguardista, donde sin lugar a dudas descuella Vicente Huidobro y en la cual nuestro Macedonio Fernández es un visionario. Estamos en un momento de cambios importantes en las letras ecuatorianas, donde el Grupo de Guayaquil ofrece una clara renovación a la estética realista de Jorge Icaza, y su denuncia sobre el exterminio de los indios en la famosa novela Huasipungo.
La incorporación del habla cotidiana de cholos y montuvios en los relatos del grupo de Guayaquil marca una notoria diferencia con la tradicional novela de la tierra, donde el narrador queda a gran distancia lingüística de sus personajes. Sin embargo, la renovación de Pablo Palacio va en otra dirección. En sus dos novelas, Débora (1927) y Vida del ahorcado (novela subjetiva), de 1932, sus rupturas apuntan a desmantelar el código de la representación realista. Se trata de textos inquietantes, que desestabilizan un orden y una tradición. Textos excéntricos, que, como toda prosa vanguardista, muchas veces resultan difíciles de leer y que, como certeramente apunta Celina Manzoni, aparecen "como una zona enferma que altera la homogeneidad y la normalidad y que, en consecuencia, debe ser extirpada". Un desafío para las buenas costumbres, que posiblemente explique el largo tiempo que la obra de Pablo Palacio necesitó para ocupar su lugar en la literatura latinoamericana."
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