6.1.10

Murió el caricaturista David Levine

Sus retratos de autores, intelectuales, figuras históricas y políticas adornaban las páginas del periódico literario The New York Review of Books hace casi cincuenta años. Tenía 83 años de edad y su muerte fue causada por un cáncer de próstata. Aquí, reproducimos una nota del gran dibujante Hermenegildo Sábat, sobre Levine, publicada en Clarín en el 2005.



JORGE LUIS BORGES según David Levine. fUENTE Revista Ñ


David Levine: la realidad dibujada

Esta obra, sobre la que Levine trabajó dos años y que encierra múltiples significados, forma parte de la serie "Coney Island". El autor se reencontró con ella hace unos días en Portugal.

Por Hermenegildo Sábat
(publicada orignialmente en la Revista Ñ, el 7 de mayo del 2005)

Acostumbrado a exponer sus dibujos, acuarelas y óleos en la Forum Gallery, de Nueva York, David Levine vive preocupado por los deadlines que le impone The New York Review of Books, donde ha publicado sus magníficos dibujos durante cuarenta años. Si bien la casi exclusiva mayoría de los encargos han sido, y siguen siendo, personalidades literarias, musicales o de las artes plásticas, sus opiniones más fuertes (y memorables) han tenido como modelos a los políticos, en particular los presidentes de su país.

Ese detalle no lo singularizaría en un ámbito acostumbrado a dedicar diariamente espacios a caricaturistas políticos. Las diferencias que ha aportado Levine tienen que ver con sus dotes artísticas, la formación original —que lo llevó a estudiar incluso con el gran pintor alemán Hans Hoffman— y un ámbito familiar donde se sostenían ideas de izquierda.

Su puntería para expresar esas ideas sin palabras permanece en la memoria colectiva de varios millones de compatriotas, y de muchos admiradores extranjeros. Cuando Lyndon Johnson se sometió a una operación intestinal, mostró ante fotógrafos su abdomen tejano cruzado por una cicatriz. El dibujo de Levine fue lapidario: la herida era el mapa de Vietnam. Cuando se estrenó la primera versión de El Padrino, tampoco vaciló y osmotizó a Marlon Brando con el entonces presidente Richard Nixon.

Los años han pasado, se han acumulado distinciones —entre otras, es Caballero de la Legión de Honor en Francia— y a los 78 años David Levine sigue opinando como cuando lloró, siendo un niño, el avance de las tropas de Francisco Franco sobre los republicanos españoles. Pero ahora es testigo de censuras a sus dibujos tanto en la New York Review of Books como en The New Yorker. John Updike ha afirmado que "sus ojos han sido informados por una inteligencia que no entró en pánico". Otro intelectual sugiere que si fuese escritor, "sería Chejov".

El propio Levine no necesita adjetivos o comparaciones: "Soy un pintor sostenido por sus caricaturas", dice.

El año pasado, Levine realizó una nueva exposición en la Forum Gallery, ubicada en la Quinta Avenida de Manhattan. Entre dibujos, acuarelas, carbonillas y óleos, llamaba la atención una tela horizontal de dos metros por un metro titulada "The Front". Por distintas razones, especialmente porque no quería separarse de una obra sobre la que trabajó durante dos años, imaginó, confió que la tela no sería vendida. Pero ya se sabe que las telas nunca se venden; se compran o no. La obra combina la simpatía del autor por Coney Island, playa que adora y a la que ha dedicado durante años muchas otras creaciones, con la visita semanal —desde hace 45 años— a un taller de artes plásticas en su Brooklyn donde dibuja del natural modelos vivos. La superposición de individuos tirados unos encima de otros evoca, desde ya, el verano en Nueva York y en cualquier otra ciudad con playa, pero ese hacinamiento es sospechoso y puede aludir a campos de concentración, matanzas colectivas o rascacielos derribados. Las sugerencias están abiertas y no generarían confusiones ni sospechas. Como suele suceder en las películas emocionantes, las expresiones de deseos de David Levine fueron contrariadas por Luis Ricciardi, un agente de bolsa portugués, que pagó muchos miles de dólares por "The Front" y la trasladó hasta su casa en Estoril, ubicada dentro de cuarenta hectáreas que pertenecieron a Antenor Patiño, el "rey del estaño" de Bolivia.

Cuando Ricciardi ubicó la tela en el living de su casa, advirtió que no estaba firmada, detalle que no singulariza a Levine, si bien lo vincula con Velázquez, con Tiziano y hasta con Mark Rothko, que no solían rubricar sus obras. Velázquez no lo necesitaba: los reyes eran testigos de su genio; sería difícil encontrar a alguien que trate de imitar a Rothko, artista único. Ricciardi persuadió a Levine para que se trasladara hasta Portugal para que inicialara o firmase y allá marcharon David y Kathy Hayes, su esposa, nurse "diplomada", que aconseja tomar mucha agua cuando se tose, y se desempeña como representante de artistas en Nueva York.

El encuentro de Levine con su cuadro fue similar al de familiares que no se han visto durante mucho tiempo. No lloró, pero la procesión fue interna. Tampoco sugirió recomprarla; la melancolía que alcanzó en ese momento podría ser cantada por alguna discípula de Amalia Rodríguez, la reina del fado.

El momento deseado por Ricciardi llegó luego de la cena. Levine había ido preparado con pinceles y óleos y después de observar su obra decidió que la firmaría en el sector inferior derecho de la tela. Intentó una vez y debió borrar lo que estaba haciendo, ya que su entusiasmo lo conducía a pintar, no a firmar. Finalmente, eligió un bermellón y firmó, pero admitió que es más fácil, para él, estampar su nombre en un papel.

Hubo momentos felices y memorables en Lisboa, durante las visitas a tres magníficos museos. Levine, como cualquier amante del arte que se precie, rechaza observar obras en medio de jaurías turísticas que no disfrutan pero vaya si molestan. El museo de la Fundación Calouste Gulbenkian es la colección personal de un magnate que se enamoró con ese país, y que poseyó no sólo una fortuna sino también excepcional rigor, cultura exquisita y habilidad para seleccionar obras maestras. En ese festival visual, donde no hay espacio para reaccionarios u ordinarios, Levine disfrutó con Frans Hals, con Rembrandt, con el autorretrato de Edgard Degas, con los pequeños —y prodigiosos— paisajes de Corot, y se permitió repetir los espacios dedicados a las esculturas egipcias.

Consciente de que es peligroso cansar la vista con muchas obras, visitó el Museu da Arte Antiga, en la Rua das Janelas Verdes, la mañana siguiente. Allí vio a Piero della Francesca, a Hyeronimus Bosch, y también a Alberto Durero. El tercer día, el Museo Antropológico do Carmo sirvió para observar una iglesia que fue destruida por el terremoto de 1755 y recuperada para que sirvera de reunión de tumbas de reyes, reinas y colecciones de piezas primitivas de nuestro continente.

Cuando salimos después de tres días de furiosa ingestión artística, David Levine comenzó a caminar las ondulantes calles lisboetas y luego de observar una rara discusión entre dos individuos que agitaban sus brazos, recordó una situación que le ocurrió en un parque de La Habana. Después de observar un furioso altercado con puños en alto, en lo que parecía ser una batalla dialéctica afín a la revolución cubana, se acercó al grupo, esperando participar, o por lo menos escuchar argumentos. "En todos lados es lo mismo, discutían sobre el resultado de un partido de baseball".

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