"Ya no hay heladerías, ni ropa, ni vehículos de lujo, ni bebidas, ni libros sino denominaciones industriales que los sustituyen", asegura el autor de Grasa tras un recorrido crítico por la costa bonaerense. "En lugar de la cosa, ahora está el nombre".
LA PLAYA DOMINADA por las marcas. La marca: el hit del verano que impregna todos los paisajes. fUENTE Revista Ñ
"Desde la mirada rapaz del Google Earth puede verse la costa bonaerense como un borde eléctrico en el que los accidentes de la tierra son apenas vibraciones filtradas por las nubes. Pero si se baja más, si el ojo satelital se digna a sobrevolar la superficie en incursiones rasantes se verá, ya a otra escala –la escala de una verdad mayor– una composición más nítida de su realidad geográfica. Esa composición tiene nombres y materia. Va de los asfaltos posnucleares de Santa Teresita a los bosques importados de Cariló, en cuyas sombras se hallan comunidades de pájaros autóctonos, aficionados al coro vocacional y a los servicios indeseables de bicho-despertador, una cierta arquitectura de la vanidad –poco racionalismo, mucho casa FOA– y los rallys espontáneos de Divisadero a espaldas de la vigilancia.
Más allá, Mar del Plata, la ciudad total; la de toda la oferta y toda la demanda del mundo, resumida en un número (dos millones de visitantes por temporada alta, que en movimiento se convierten en dos billones), una serie de nombres plateados: Toledo, Manolo, Montecatini, Boston, Casino, Rambla, Peatonal, Puerto y Farándula; y un nombre dorado que ya no nos pertenece en los hechos pero sí le pertenece a nuestros corazones: Havanna. Y por debajo del nombre consagrado que se alarga, fluorescente, en tipografías de neón retorcido, el verdadero punto de encuentro entre veraneante y verano: la cultura de la cola. Esperar, padecer, donar el tiempo del ocio a la máquina de consumo, prestarse nuevamente al disgusto de la postergación aun en vacaciones, como respondiendo a la nostalgia del trámite –el vicio más frecuentado del año civil–, para obtener a cambio una docena de churros rellenos o un frasco de sardinas apretadas como personas en vagón de subte. O una suprema a la Maryland, el tesoro gourmet de la cadena de felicidad gastronómica Montecatini, en cuyas superficies enormes se arrumban contingentes enteros del llamado turismo gremial que saben hacer valer la sociomoneda de su república: el patrón voucher.
Es cierto que en Mar del Plata no hay puntos de vista superiores al de La Normandina, el Manolo de la costa o Waikiki. Más que puntos de vistas son hermosos sueños marinos en los que actúan embarcaciones de pesca al borde del naufragio, perfiles más bien tiesos de buques mercantes con sus popeyes irascibles por la abstinencia de todo lo que se tiene en tierra y generaciones completas de surfers esperando el desarrollo completo del día: olas, puesta de sol, delivery de marihuana.
Enconado con esas versiones exteriores del veraneo, el paisaje de Montecatini obliga a mirar hacia adentro, hacia un interior prácticamente quemado por las luces de artificio en el que el turista tradicional podrá hacer lo que más le gusta: sentirse como en casa. Es, si se acepta la asociación, un feed lot para humanos que nada tiene que envidiarle en densidad demográfica, rendimiento industrial y caja al West Lake de Changsha, China, un restaurante para cinco mil comensales sentados que ordenan a la carta decenas de platos en forma simultánea. Montecatini es la maqueta o el hermano sudamericano de ese negocio de locos, una especie de monumento a la mandíbula batiente en el que comer es un espectáculo que se da, y en el que ver comer es el plato principal de un teatro mudo de la abundancia.
Pero si se cortara con una plancha de acero esa escena en el centro de Mar del Plata, su zona más comprimida y desdeñosa de la naturaleza, como si un pánico inexplicable de sus habitantes pasajeros no pudiera admitir que la naturaleza se les presente sin la compañía de elementos hiperurbanos como el hacinamiento, la contaminación ambiental y la molestia, y saltáramos al Bosque Peralta Ramos, o al shopping horizontal en el que se convirtió la calle Güemes, o a las playas al sur del faro, ¿qué veríamos de diferente? Veríamos otra gente, es decir otro mercado, pero una misma dificultad para abandonar la cultura que se trae de casa.
Las bikinis que se lucen, cada cual a la altura del cuerpo que la lleva, en las caminatas del parador Honu Beach, por ejemplo, ¿son clásicas o modernas? Porque es cierto que la moda dice que estamos en una temporada de animal print, texturas metalizadas, hebillas, bordados y detalles que resplandezcan –lentejuelas, strass, trenzas de titanio, hierros de obra niquelados, rieles ferroviarios: cualquier cosa–, pero hace falta detenerse a mirar y a recordar un minuto para advertir que, en efecto, los trajes de baño de hoy son más actuales que los de la última temporada, pero también son más antiguos que los de hace veinte años.
El parador es un paraíso de insolación donde duermen densas monas de sardina los avatares de Danny De Vito y Néstor Kirchner. Un desierto sin carpas ni techos de juncos que defiendan al bañista de las tormentas ultravioletas que nos están matando. Mar y playa, y personas casi desnudas buscándose con la mirada como en una orgía que todavía no empezó (estamos en la fase del casting). ¿Nada más? Mucho más, tanto más que para simplificar habría que usar la única palabra capaz de incluir el todo ofrecido a la vista: marcas. De bebidas nocturnas, claro –que se hacen diurnas en la playa–, pero sobre todo de vehículos de doble tracción, verdaderos predadores de naturaleza que en la temporada del dolce far niente y el consumo empujado por la inercia que gobierna los túneles mentales de los manirrotos, el consumo porque sí (porque sobra plusvalía, o porque el consumo en verano es un entretenimiento), se justifican, digamos, existencialmente.
La imagen general de esos brillos de bicapa expuestos al sol es un espejo de lo que sucede en La Frontera, la playa salvaje de Pinamar de la que hace varias temporadas salen en estampida los autos de lujo ante la llegada de ARBA, la tormenta de arena fiscal que dispersa a los beduinos en sus cápsulas climatizadas. Porque si la marca es algo que se desea y se consume para ofrecerla en verano como un blasón seriado (un blasón maldito que tanto podemos tener nosotros como nuestros vecinos), también es algo que, llegado el caso, se defiende del modo en que la mamá leona defiende a sus leoncitos del clan de hienas que planea sonsacarlos del nido y convertirlos en bifes de gran felino.
La marca: el hit del verano que impregna todos los paisajes. Está en los parasoles, en las sombrillas, en los vasos de chopp, en las frases que cuelgan del timón de los aviones que van y vienen, suben y bajan, sobre los vientos enrulados del Atlántico; y en las llamadas promociones donde el beneficiario rugbier armará su tocata con una guinda marca Kevingston, así como el jubilado entrenará con tejos marca Ibupirac 600. Pero ni el centro cívico de Cariló, ni la calle Alem de Mar de Plata –donde bailar es consumir en movimiento varias cosas, además de ofertar una imagen llena de marcas– tendrán un núcleo de incitación al consumo tan intenso e insoportable como el cruce de Bunge y Libertador de Pinamar. Es el punto en el que se muere todo lo que pueda considerarse un fenómeno genérico. No hay heladerías, ni vehículos de lujo, ni ropa, ni bebidas, ni libros sino denominaciones industriales que los sustituyen. En lugar de la cosa, el nombre. El veraneante, que podrá descansar del trabajo pero ya no de la obligación de la compra, ¿se preguntará dónde empezó todo esto? Una ráfaga de memoria trae en oleadas un poco turbias la vieja escollera del Club de Pesca Mar del Plata y los nombres pioneros que se alzaron años ha: Balcarce, Celusal, Quilmes, los primeros interventores del paisaje marítimo que un día podría faltar si se lo reemplaza por un buen artificio."
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