30.11.10

Kafka, otra vez revisitado

El crítico Álvaro de la Rica impartirá en diciembre dos conferencias sobre la vida y tiempo y la obra literaria del escritor checo

Franz Kafka, el escritor del siglo XX.foto:Wikipedia.fuente:lavanguardia.es

De familia de comerciantes judíos, nacido en Praga en 1883, Franz Kafka murió con tan sólo cuarenta años. Poco antes, había pedido a su amigo y albacea Max Brod que destruyera todos sus manuscritos. Éste no le hizo caso, y con tres novelas, varios relatos y dos docenas de cuentos conocidos, el autor de 'La metamorfosis' pasó a la historia de la literatura universal.
Tal ha sido su influencia posterior, que incluso la RAE incluye una acepción para el adjetivo "Kafkiano", en referencia a aquella situación "absurda o angustiosa". Sin embargo, su figura, y su legado, no dejan de provocar debates dentro del mundo literario. Aún hoy parece que no se comprende su ruptura de la linealidad ni su revolucionaria concepción del "tempo" del relato. Sin ir más lejos, el flamante Premio Planeta Eduardo Mendoza, que se ha reconocido muchas veces como "un escritor clásico", el año pasado llegó a decir, durante una conferencia sobre la teoría general de la novela, que "Kafka era un mal escritor" al que los lectores quieren porque "era muy fotogénico".

Fotogénico o no, la fuerza de su obra va mucho más allá de la estructura que utilice en sus narraciones, que contienen personajes complejos, y que suelen reflejar los miedos y la incomunicación del hombre moderno.

Para entender mejor la herencia que nos deja el autor checo, y su contexto histórico, la Fundación March ha invitado al doctor Álvaro de la Rica, autor de 'Kafka y el Holocausto', a impartir dos conferencias. Así, de la Rica hablará el próximo jueves 2 de diciembre de la "vida y tiempo" del escritor y, una semana después, el jueves 9 de diciembre, profundizará en la "La obra literaria de Franz Kafka" en una ponencia de poco más de una hora.

Por ello, de la Rica, que también ejerce como crítico literario, abordará el realismo y el simbolismo en la narración kafkiana, repasará el bestiario aparecido en su literatura y se enfrentará al problema que supone la interpretación de sus textos. Para quien no pueda acudir a Madrid, la Fundación publicará el audio de ambas conferencias una vez finalizadas.

Preguntarse por Franz Kafka es preguntarse por nuestro tiempo, y nuestra forma de encararnos a la lectura. Y, como todos los grandes autores, aún tiene mucho que decirnos, sobre todo porque se sospecha que su compañera final, Dora Diamant, guardó en secreto la mayoría de sus últimos escritos, que luego fueron confiscados por la Gestapo, en 1933. La búsqueda, aún, continúa.

25.11.10

Los estigmas invasores

El escritor más famoso de Japón se suicidó en los 70, luego de una revuelta militar. Autor de Confesiones de una máscara fue un crítico acérrimo del capitalismo occidental y el liberalismo

Yukio Mishima exigía volver a honrar al emperador.foto.fuente:Revista Ñ

El 25 de noviembre de 1970 el escritor más famoso de Japón y el más conocido en el extranjero acababa de escribir: "Era un jardín resplandeciente y recoleto, sin rasgos de relieve. Como un rosario desgranado entre los dedos, el chillido estridente de las cigarras mantuvo su fuerza./ No había otro sonido. El jardín se hallaba vacío. Había llegado, pensó Honda, a un lugar sin recuerdos, sin nada. / El sol estival del mediodía caía sobre el jardín inanimado." Era el final de su tetralogía El mar de la fertilidad . Luego se vistió con uniforme militar o paramilitar diseñado por él mismo y llegaron a continuación cuatro de sus más cercanos discípulos de un grupo llamado "Sociedad del escudo". Se dirigieron en coche a una base militar de la ciudad.

Yukio Mishima –de él se trataba– había arreglado previamente una cita con el jefe de esa base. Siendo todo un personaje, le fue concedido tal privilegio. Cuando los recibió el comandante Mishima le comunicó que lo tomarían prisionero porque deseaba arengar a las tropas y para ello tenía que congregarlas en el patio de armas.

El discurso de Mishima apenas fue escuchado. Lo taparon los silbidos y los abucheos, al parecer proferidos con ese "wow" norteamericano sellando de manera hasta onomatopéyica el frustrado destino de la arenga del escritor vuelto militar. Incluso, según el filme que le dedicó Paul Schrader –producido por Coppola– algunos de los soldados reunidos en el patio le arrojaron latas con esa gaseosa casi sinónimo de ciertos hábitos alimentarios de los norteamericanos. De lo poco que se pudo oír, Mishima emprendía una diatriba contra el capitalismo occidental y el liberalismo que había afeminado al Japón hasta hacerlo irreconocible. Pedía –exigía– volver a honrar al emperador como la encarnación viva de la divinidad, según había sido creencia durante miles de años.

Poco tiempo antes, en la universidad, disputando con los estudiantes izquierdistas del grupo Zengakuren también entre gritos y abucheos les había dicho: "Pero si queremos lo mismo. En todo caso, odiamos lo mismo, el capitalismo liberal. Pero sí, hay una diferencia. Yo tengo una fe, el emperador. Y ustedes no tienen ninguna aparte de su odio impotente".

En su dilatada obra literaria Mishima había trabajado dos temas o dos variantes de un mismo tema: la decadencia. Digamos que la decadencia política, militar, cultural, religiosa de Japón se reflejaba en la propia decadencia privada, particular, subjetiva de sus diversas máscaras novelísticas, que eran variantes de diferentes aspectos del escritor. Así en su obra maestra, la novela El pabellón de oro –una de las mejores novelas del siglo pasado, sin lugar a dudas– el monje Zen, llamado nada menos que Mizoguchi, está fascinado por ese templo edificado en Kyoto. A su propia fealdad y deformidad corporal opone la permanencia del templo, hasta que con paradójica fidelidad Zen decide, por su misma belleza, destruirlo. "Si quemo el pabellón de oro, me decía, cometeré un acto altamente educativo. Gracias a ello las gentes aprenderán lo insensato de concluir por analogía en la destrucción de cualquier cosa, (...) aprenderán a estar menos seguras con la inquietud de pensar que mañana mismo pueden ser arrojados como un desecho".

En rigor, lo que Mishima detestaba era lo mismo que detestaban otros dos de sus paisanos más dotados en el campo estético, seguramente sus dos iguales en talla: los directores de cine Kenji Mizoguchi –de allí el nombre del protagonista de la novela– y Yasujiro Ozu. Así, en los últimos filmes de ambos puede percibirse este mismo tipo de estigmas invasores en la cultura japonesa. Pero los diferencia el modo, la postura. La actitud Zen que en Mishima era tema literario, era –además– creencia y práctica en sus casi coetáneos. Ozu, por ejemplo, fue sumando en sus películas planos fijos de chimeneas humeantes y de luces de neón a la manera de hiatos para graficar la invasión cultural. En su último filme, La calle de la vergüenza , Mizoguchi convierte a sus amadas geishas en simples putas, tanto que una se ha puesto el nombre de Mickey.

Claro que en Mishima existe además una aguda conciencia de la decadencia que es ya también política, tal vez en algo matizada por ciertas concepciones históricas occidentales. ¿No se lo había acusado durante su carrera literaria de ser demasiado occidental tanto en temas, estilo e influencias, a diferencia del luego laureado Kawabata –también suicida–, que tuvo la decencia de declarar que Mishima y no él debía de haber recibido el Nobel? Curiosamente aquel se quita la vida mediante el gas y Mishima, luego del fracaso de su revuelta, intentando practicar el ritual tradicional del samurai, el seppuko . No hara-kiri , que es el término que con el tiempo se volvió despectivo hacia esa práctica para escarnecerla como una costumbre bárbara y "atrasada".

Desde entonces, salvo reeditarlo, no se sabe muy bien qué hacer con Mishima. La persona vuelta personaje –enjuague típico de nuestra época– es más atractiva. Los rasgos macabros de sus respectivos finales hacen que se lo asocie fácilmente con Pasolini, quien sería asesinado cinco años después. Por mi parte sumaría al director de cine alemán Rainer Werner Fassbinder, que se suicida en 1982. Pero no por la condición de homosexuales sino como impugnadores violentos de un determinado estado de cosas que comienza a llamarse "lo global", y del pensamiento único. Además, son nacidos en los tres países derrotados en la Segunda Guerra Mundial. Y más allá de cómo reaccionaron en forma intelectual a la política anglonorteamericana vencedora y de que oscilaron del extremo anarquismo casi nihilista a la reinstauración imperial, pasando por el marxismo gramsciano sumado al catolicismo, hay algo que –creo– percibieron todos ellos con su furiosa hipersensibilidad: que toda diferencia será tolerada, asimilada, legalizada, industrializada. Diluida o vuelta moda.

Es posible que la sensibilidad sobre los fenómenos y efectos de la movilización total liberal no sólo la hayan tenido más desarrollada sino –sospecho– que tales cosas fueron también más agudamente resistidas por ciertas personas cuyas particularidades las llevaron a vivir más en contra. Claro que por este mismo estado de cosas –aunque todavía más "único" cuarenta años después–, Mishima y los demás pueden ser hoy percibidos como tres adelantadísimos profetas mientras que otros pueden caracterizarlos como antiguallas que todavía creían en lo trágico.

24.11.10

Mark Twain, más vivo que nunca

El autor de Las aventuras de Huckleberry Finn impuso un embargo de un siglo a su autobiografía, que aparece ahora, convertido en un éxito editorial

CIEN AÑOS DESPUÉS. Su autobiografía es más política que sus libros e intercala humor y arrebatos de sinceridad.foto.fuente:Revista Ñ

El escritor estadounidense Mark Twain sabía cómo vender un libro y vuelve a demostrarlo cien años después de su muerte con la publicación del primer volumen de su autobiografía, que se ha convertido en un bombazo editorial. El sello de la Universidad de California, encargado de editar el libro que salió a la venta el 15 de noviembre y que sacará otros dos volúmenes autobiográficos de Twain en los próximos años, planeó inicialmente una tirada de 7.500 ejemplares.
Una semana después de su debut, la obra va ya por su sexta edición, con 275.000 ejemplares en el mercado y demanda para mucho más. "La verdad es que nos ha sorprendido el interés popular en el libro", dijo Robert Hirst, responsable del equipo de la Universidad de Berkeley en California que custodia los documentos autobiográficos de Twain y que trabajó durante seis años en el primer volumen. "Esperamos que además de comprarlo lo lean", bromeó Hirst sobre el volumen de más de 700 páginas, que aparecerá en el puesto número siete de la lista de super-ventas de no ficción de "The New York Times" el próximo domingo, ha adelantado el diario.

Autor de novelas memorables como "Las aventuras de Huckleberry Finn" (1885), considerada por numerosos críticos como la primera novela de la literatura moderna de EEUU, y famoso por su punzante sentido del humor, Twain impuso un embargo de un siglo a su autobiografía. "Un libro que no se publica durante un siglo da al escritor una libertad que no podría tener de ninguna otra manera", explicó en una entrevista con el diario británico "London Times" en mayo de 1899.

Twain no quería que sus confesiones hiriesen los sentimientos de ninguno de sus coetáneos y menos aún los de sus posibles descendientes. Pero a parte de esos motivos, Hirst cree que pudieron existir otros: "Podría ser parte de su plan de marketing", dijo el experto, quien recuerda que antes de acabar su autobiografía Twain publicó pequeñas selecciones en "North American Review", la primera revista literaria del país, fundada en Boston en 1815.

"Y por supuesto cada una de esas selecciones iba precedida de un mensaje que alertaba que se trataba de un extracto y que el texto completo no se podría leer hasta dentro de cien años", añadió Hirst, quien asegura que si hay algo que Twain sabía hacer bien era "vender un libro". El manuscrito autobiográfico de Twain ronda las 5.000 páginas, aunque muchas están duplicadas y el material utilizable para publicación ronda las 2.500 páginas, con una media de 300 palabras cada una.

Maestro de la observación y del lenguaje, Twain dictó la mayor parte del contenido de su autobiografía desde la cama a una de sus secretarias, Miss Hobby, cuatro años antes de su muerte, en 1910, a los 74 años. "Espero que esta autobiografía sea admirada muchos siglos después de mi muerte por su forma y método", afirmó el escritor en marzo de 1906, cuyo método consistía en dar rienda suelta a lo que le iba viniendo a la mente.

"Deambular libremente por toda la vida, hablar sólo de las cosas que te interesan y dejar de hablar de ellas en el momento en el que su interés palidezca", dijo Twain de su método autobiográfico, que lo llevaba a veces a levantarse de la cama haciendo aspavientos, mientras la taquígrafa tomaba nota de sus palabras.

Laura Trombley, historiadora y autora de un libro sobre los últimos y difíciles años de Twain, que vio morir a su hija pequeña, Jean Clemens, cuatro meses antes que él, dice que el escritor sabía cómo mantener el interés de los lectores. Dura crítica de Twain, a quien describe como "narcisista, extremadamente ambicioso y muy vengativo", Trombley reconoce su talento: "El que cien años después de su muerte sigamos hablando de él es la mejor prueba de ello", explicó la historiadora.

El volumen autobiográfico es más político que el resto de obras de Twain y mezcla arrebatos de sinceridad, con otros de humor y muchos recuerdos de su infancia, que ejercieron una gran influencia en libros como "Huckleberry Finn"

22.11.10

Un novelista sin fe en la ficción

Los clásicos rusos vuelven con algunos inéditos y nuevas traducciones directas. Dostoievski, Chéjov, Pasternak o Aksiónov invitan a ser leídos otra vez

León Tolstói.foto:Bettmann.Corbis.fuente:elpais.com

Y se conmemora el centenario de la muerte de Tolstói, quien se debatió entre el arte y la moral, sobre todo cuando escribió Hadjí Murat. Además, el próximo 2011 se celebrará el Año de Rusia y España

La escritura, en particular la literaria, es francamente nociva para mí desde un punto de vista moral", escribe Tolstói en su (alarmante) diario de vejez. En la misma entrada confiesa haber sucumbido a un deseo de gloria mientras escribía Amo y criado; por suerte, añade enseguida, ya ha "comenzado a despertar moralmente". Era el 18 de marzo de 1895. A Tolstói le quedaban quince largos años de vida durante los cuales siguió despertando moralmente, lo cual equivalía a escribir menos ficción y a despreciarla -y despreciarse- cada vez que la escribía. Tiene que ser una de las grandes paradojas del arte que en esos años de descreimiento artístico, de total escepticismo sobre el poder de la ficción, saliera de su pluma una de las grandes ficciones de todos los tiempos: Hadjí Murat.

El origen de la novela consta en otra entrada del diario, la del 19 de julio de 1896. Tolstói caminaba por un campo de tierra negra en Pirogovo, más bien lejos de su residencia de Yásnaia Poliana, cuando se topó con una mata de cardo con tres retoños. En la traducción de Selma Ancira: "Uno estaba roto y de él colgaba una sucia flor de color blanco; otro también estaba roto y salpicado de barro, negro, el tallo partido y sucio; el tercer retoño brotaba transversalmente, también estaba negro de polvo, pero todavía vivía, y hacia la mitad tenía un color rojizo. Me hizo pensar en Hadjí Murat. Me gustaría escribir al respecto. Defiende su vida hasta el final y, solo, en medio del vasto campo, como puede, logra defenderla victoriosamente".

El adverbio me parece un exceso: es difícil decir de alguien que defendió su vida victoriosamente cuando su cabeza degollada acabó recorriendo todos los pueblos del Cáucaso como ejemplo para otros guerrilleros, o más bien como disuasión. Pero es cierto que Hadjí Murat -aquel rebelde musulmán que fue uno de los más temidos resistentes al afán expansionista de Nicolás I- murió con heroísmo, y sobre todo es cierto que el final de su vida, en 1852, sirvió de materia prima a una maravilla literaria. "El mejor relato del mundo", exageró famosamente Harold Bloom. Yo acabo de volver a leerlo, y lo he hecho con tanta fascinación (y mucho más entendimiento) como la primera vez, hace once años, cuando el estallido de la segunda guerra de Chechenia convirtió esta novela de un siglo de edad en un documento más actual que cualquier diario.

Hadjí Murat, esa extraordinaria metáfora de la resistencia, fue el último relato de envergadura que escribió Tolstói. Sus ciento cincuenta páginas le tomaron ocho años; supongo que es lícito preguntarse por qué un hombre capaz de escribir las mil páginas de Guerra y Paz en seis años necesita dos más para escribir ochocientas cincuenta menos. La respuesta es: si ser novelista es difícil, es más difícil ser santo. Y eso era Tolstói, un santo en la Tierra, una iglesia de un solo hombre. Como toda iglesia, había llegado a detestar el sexo, que le parecía un obstáculo para el amor; como toda iglesia, había llegado a la conclusión de que no hay vida posible fuera de la fe ("sin la conciencia de Dios", escribe en su diario, "no puede haber una concepción razonable del mundo"); como toda iglesia, había llegado a considerar la desgracia personal como una bendición. Las páginas que siguen a la muerte de su hijo Vaniéchka son espeluznantes: "Enterramos a Vaniéchka. Terrible. No, terrible no, un gran acontecimiento espiritual. Te doy las gracias, padre. Te doy las gracias". Finalmente: como toda iglesia, había llegado a desconfiar de la literatura de ficción.

Así que los lectores de Hadjí Murat tenemos que lidiar antes que nada con esta contradicción molesta: aquella puesta en escena de la lucha del hombre contra las fuerzas colectivas, sin duda uno de los más altos elogios del individuo jamás escritos, fue escrita por un hombre que había dejado de creer en el individuo y, correlato necesario, en esa emanación de la individualidad que es el arte. Durante sus últimos años Tolstói llegó a despotricar contra Beethoven, culpándolo de la decadencia de la música contemporánea, y llegó a escribir un pequeño volumen demostrando que Shakespeare era un elaborado fraude, y todos los que durante siglos lo habían admirado, meros ingenuos; todo eso, claro, al mismo tiempo que creaba uno de los únicos personajes genuinamente shakespeareanos de la literatura no inglesa. ¿Cómo es eso posible? Respuesta: en Tolstói, como en Shakespeare, el ego del moralista nunca suprimió el instinto del artista. O mejor: el artista resistió a cada embate del moralista. Quizás es esto lo que queremos decir cuando decimos que las mejores novelas son siempre más inteligentes que sus autores. El asesinato de la vieja usurera por Raskolnikov nos horroriza a todos, pero ningún lector de Crimen y castigo ha dejado de sentir por un breve instante que entiende al estudiante, que sabe por qué la ha matado. Así todas las grandes ficciones. Así, por supuesto, las grandes ficciones de Tolstói. Así Hadjí Murat.

Pasear por su diario de esos años, los años de la escritura de Hadjí Murat, es asistir a un pulso librado entre el artista y el moralista, una especie de combate cuerpo a cuerpo donde sólo uno de los dos puede quedar de pie. Tomemos el año de 1896, cuando Tolstói comienza a escribir la novela. El 23 de enero anota: "Una verdadera obra de arte -la que transmite- sólo es posible cuando el artista busca, intenta". Ésta es la moral del novelista genuino, para quien la novela es un instrumento de inquisición, de averiguación. Pero un mes después, con la moral del líder-del-rebaño, con la moral del puritano o del predicador, escribe: "Sólo existe un arte y consiste en aumentar las alegrías inocentes de todos, accesibles a todos, el bienestar del hombre. Un edificio bello, un cuadro festivo, un canto, un cuento brindan una felicidad menor; la incitación a un sentimiento religioso de amor por el bien que produce un drama, un cuadro, un canto, brinda una felicidad mayor".

Sigamos. El 17 de mayo Tolstói escribe: "El objetivo principal del arte, si existe el arte y si tiene un objetivo, es manifestar, expresar la verdad sobre el alma humana, expresar aquellos secretos que la palabra sencilla no puede expresar". Pero el 30 de julio parece otro el que escribe: "El placer estético es un placer de orden inferior. Y por esto aun el mayor placer estético nos deja insatisfechos. E incluso, mientras mayor sea el placer estético, mayor es la insatisfacción que nos deja. Solo el bienestar moral puede producir una satisfacción plena".

Las entradas de esos días están plagadas de referencias a la obligación de accesibilidad del arte: es arte lo que es comprensible a todos, dice Tolstói, y no es arte lo que no queda inmediatamente claro. Pero yo los reto a ustedes a encontrar en Hadjí Murat una conclusión nítida y precisa sobre cualquier cosa. No la hay: a Tolstói, como quería Flaubert, se le siente en todas partes pero no se le ve en ninguna. En algún momento comparó sus intenciones con un invento inglés que acababa de descubrir: el peep-show, un lente por donde pasan distintas imágenes parciales de un mismo objeto. Lo mismo quería hacer con Hadjí Murat: presentarlo como marido, como fanático, como guerrero. El hombre que tiene esas miras, que actúa con neutralidad cervantina frente a su criatura, no puede ser el mismo que condena las obras de arte como mero divertimento para gente acomodada, o que escribe a comienzos de 1897: "El daño que hace el arte, el daño principal, es que ocupa el tiempo e impide a los hombres ver su ociosidad".

Se trata de una verdadera esquizofrenia literaria. Al mismo tiempo que Tolstói compone Hadjí Murat, quejándose de que no encuentra el tono, imaginando las posibilidades de su criatura, desprecia la actividad de la creación y elogia a la clase trabajadora por no haber caído en el engaño de la creación estética. El 14 de octubre de 1897 anota, con paciencia de artesano, algunos detalles que se le han ocurrido para Hadjí Murat: la sombra de un águila que corre por el flanco de una montaña, las huellas sobre la arena de fieras, caballos y hombres, el resoplido de los caballos al entrar en el bosque, un macho cabrío que aparece de un salto desde detrás de una mata de aliaderna. Son los detalles que traen la historia a la vida, y dan fe de que el talento de Tolstói para la evocación de un mundo físico vívido y potente no había desaparecido. ¿Cómo reconciliar a este hombre con el que escribe que Boccaccio es el comienzo del arte inmoral, o que lee La dama del perrito, el cuento de Chéjov que hoy nos parece una de las cimas del género, y despotrica contra él porque considera que no ha elaborado una concepción del mundo "capaz de distinguir el bien del mal"?

Sea como sea, el resultado está ahí: la historia de Hadjí Murat sobrevivió, ha seguido sobreviviendo. Tolstói la terminó sin entusiasmo mientras escribía, con entrega total, otras cosas: su pequeño tratado sobre el arte, su Confesión -un verdadero ajuste de cuentas con la Iglesia rusa ortodoxa, que lo excomulgó después y hasta el día de hoy no lo ha recibido de nuevo en su seno-, y también la novela Resurrección, que es una gran obra literaria pero que no le llega a los tobillos a la historia del rebelde musulmán. Mientras tanto seguía dividido: por un lado, agobiado por ideas fijas sobre la religión y su papel en ella, sobre los defectos de la mujer (la culpaba de todos los desastres del mundo contemporáneo), sobre la cultura (que sólo florece, decía, cuando no hay moral); por el otro, lleno de dudas. Pues bien: la duda es la provincia del novelista. El 19 de diciembre de 1900 Tolstói escribe: "El artista, para poder influir en los demás, debe buscar; su obra ha de ser una búsqueda. Si ya lo ha encontrado todo, si lo sabe todo y adoctrina o se divierte deliberadamente, no ejerce ninguna influencia. Sólo si busca, el espectador, el oyente, el lector se unirán a él en su búsqueda".

Tenía razón. Aquí estamos nosotros, más de cien años después, buscando con Tolstói. Algunas cosas hemos encontrado, muchas felicidades nos ha dado el hecho mismo de buscar. Y cuando nos sentimos confundidos, desorientados, sacamos Guerra y paz, sacamos Ana Karenina, sacamos La muerte de Iván Ilych, sacamos Hadjí Murat, y esas ficciones son lo más cerca que estamos, o que estoy yo, del sentimiento que otros llaman religioso, porque siguen enriqueciendo mi noción de la humanidad y mi respeto por esta vida inmensamente varia que nos ha tocado en suerte, esta vida tan múltiple y compleja que no la podríamos entender sin la ayuda de quienes la han contado.

Tolstói con mano propia y ajena

Hadjí Murat

León Tolstói. Traducción de Irene

y Laura Andresco Kuraitis. La otra

orilla. Barcelona, 2010. 240

páginas. 15 euros.

Anna Karénina

Traducción de Víctor Gallego.

Alba. Barcelona, 2010. 1.008

páginas. 44 euros.

Guerra y paz

Traducción de Lydia Kúper. El

Aleph / Del Taller de Mario

Muchnik. Barcelona, 2010 1.900

páginas. 39,90 euros.

Memorias. Infancia.

Memorias. Adolescencia

Memorias. Juventud

Tomo 1. Planeta. Barcelona, 2010.

21 euros.

Diarios (1847-1894).

Diarios (1895-1910)

Edición y traducción de Selma

Ancira. Acantilado. Barcelona, 2010.

508 / 584 páginas. 27 / 33 euros.

La tormenta de nieve

Traducción de Selma Ancira.

Acantilado. 75 páginas. 10 euros.

El reino de Dios está en

vosotros (incluye la

correspondencia entre

Tolstói y Gandhi)

Traducción de Joaquín Fernández

Valdés Roig-Gironella. Kairós.

Barcelona. 430 páginas.

Relatos de Yásnaia Poliana

(Cuentos para niños y el

prisionero de Cáucaso)

Traducción de Sara Rodríguez.

Rey Lear. 149 páginas. 10,95 euros.

Diarios (1862-1919). Sofía

Tolstói. Selección, traducción y

notas de Fernando Otero Macías y

José Ignacio López Fernández.

Alba. 650 páginas. 32 euros.

Sobre mi padre. 1928

Tatiana Tolstói. Traducción de

Julia Escobar. Nortesur. Barcelona,

2010. 125 páginas. 13 euros.


Georges Perec en el laberinto

A Coruña se adentra con una exposición en el complejo universo de Georges Perec (1936-1982), uno de los monstruos indiscutibles de las letras francesas. Enrique Vila-Matas refleja en este artículo su pasión por el autor de Las cosas

El escritor Georges Perec, fotografiado en París.foto:CHRISTINE LIPINSKA.fuente:elpais.com

Todavía no alinean a Perec al lado de Proust y de Céline en el gran canon de la literatura francesa del siglo pasado. Está demasiado vivo. Todavía hoy genera ideas, quizás incluso las genera más que antes, y mueve a los espíritus. Además, él no quería ser importante, huía de toda la parafernalia de lo solemne. Todavía hoy, cualquier línea suya da trabajo feliz a sus lectores. Es como si estuviera diciéndoles todo el rato que abran puertas, bajen escaleras, interroguen a todo aquello que les parezca que ha dejado de sorprenderles para siempre. Perec es un genio. Tiene una página de Tentativas de agotar un lugar parisino que puede perfectamente resumir su mundo: está sentado en un café de la plaza de Saint-Sulpice y se dispone a inventariar todo lo que ve allí (es decir, se prepara para agotar todo aquello que tiene delante, o al lado, en cualquier parte) y nos previene de que no está interesado en las estatuas de los cuatro grandes oradores cristianos de la plaza (Bossuet, Fénelon, Fléchier y Massillon) porque ya han sido suficientemente registradas y fotografiadas; quiere, en cambio, ocuparse de "lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes".

Experto en esquivar la grandeza, fue un maestro del arte de la atención a lo minúsculo. En ese descenso al territorio de lo pequeño reside paradójicamente su grandeza, que también se apoya en otra paradoja, su afán de que perdure el vacío de la vida: "Escribir es tratar meticulosamente de retener algo, de hacer que algo de todo esto sobreviva: arrancar algunos pedazos precisos al vacío que se forma, dejar en alguna parte, un surco, una huella, una marca, o un par de signos".

Sus padres, judíos polacos que emigraron a Francia, murieron muy jóvenes, su madre en Auschwitz. Esto condiciona posiblemente su visión de la literatura que, aparte de un juego, es también una lucha trágica contra el olvido. Y al lado de esto, como una emoción añadida, ese frenesí encantado, esa pulsión por agotarlo todo. Creo que para comprender el providencial papel que en la historia más reciente de la literatura juega su obra conviene que viajemos hasta el contexto de la crisis de la gran literatura narrativa del siglo pasado. Terminada la época de las grandes novelas exhaustivas y extenuantes (las de Joyce, Proust, Thomas Mann o Robert Musil especialmente), la literatura narrativa se encontró en un callejón sin salida: mientras los ingleses, por ejemplo, mirando como siempre por encima del hombro, se refugiaron en los grandes modelos narrativos, que son extraordinarios, de sus siglos XVIII y XIX, los franceses se inclinaron por las formas experimentales (auge del Nouveau Roman y posteriormente Tel Quel), formas que no llegaron a cuajar, pero terminaron por crear las condiciones para la aparición de un auténtico artista contemporáneo, Perec, Georges Perec, que se alzó contra las pretensiones de los nostálgicos y, girando la espalda a lo supuestamente importante, se ocupó de lo pequeño: "¿Cuántos gestos hacen falta para marcar un número de teléfono? ¿Por qué?".

Ahora, transformado en un catálogo exhaustivo de gestos -que es lo que, a fin de cuentas, podría ser esta sorprendente y brillante muestra perecquiana que acaba de inaugurase en A Coruña-, el autor de Las cosas y de La vida, instrucciones de uso se encuentra ante la hipotética oportunidad tardía y extraña de pasear por parajes gallegos inesperados por los que sin duda cruza todas las noches, sin yelmo ni protección alguna, con un pequeño ciclomotor de manillar cromado, contagiando de euforia inesperada a todo el barrio viejo de la ciudad de A Coruña. Hasta un bar próximo a la Fundación Luis Seoane, donde se presenta la gran exposición dedicada a la dimensión visual de su literatura, se ha sumado a la fiesta y promete servir muy pronto creps de Perec, y también Perec Decrep, un cóctel nuevo. El casco antiguo de A Coruña se ha vuelto único, tan impar como el señor del manillar cromado. Y hasta se ha visto reforzado en su rebeldía por la calma tensa que ha venido a sustituir a la potente tempestad de los pasados días. Como si se esperara un acontecimiento.

Recorrí la exposición en compañía de Hermes Salceda y Alberto Ruiz de Samaniego. A Hermes (que ha colaborado en la zona dedicada a OuLiPo dentro de la muestra y tradujo no hace mucho con Marisol Arbués el perecquiano ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio?) le parece que hay que ir a la Fundación a centrarse en el ojo de Perec, en las cosas que él miraba y en la forma que tenía de hacerlo: "Uno de los aciertos de la exposición es la continua presencia de textos perecquianos que en algunas piezas permite apreciar el aspecto visual de la forma de escribir de este autor, y en otras el traslado de las técnicas de escritura al lenguaje visual y viceversa: listas, trampantojos, letanías, heterogramas...".

Alberto Ruiz de Samaniego es director de la fundación, comisario de la exposición y autor de una interesante obra ensayística que parece fundada por la Orden de Maurice Blanchot. Ha destacado en la Seoane por la osadía de sus magníficas y originales propuestas, que se rebelan contra una supuesta grisura de la provincia. Pienso ahora en su muestra sobre Michelangelo Antonioni como pintor, en la de Fritz Lang como escultor, y en esa inquietante muestra, Atlantikwall, impresionante recorrido por los búnkers nazis anclados en el norte de Europa.

Pere (t) c -el título de la exposición- juega con el verdadero apellido del escritor, Peretz, y con la expresión latina que significa "lo demás", que en singular podría servir como referencia a la inmersión del escritor en mundos más o menos ajenos a la literatura.

La muestra incluye una selección de fondos de la Association Georges Perec y una serie de obras realizadas por artistas nacionales e internacionales. A lo largo del asombroso itinerario por el laberinto perecquiano, el espectador se encuentra con manuscritos y fragmentos de sus principales obras literarias, a los que se suman algunas de sus famosas listas y enumeraciones, una selección de los bocetos preparatorios que, a modo de story board, dibujaba para planificar libros como La vida, instrucciones de uso. Entre otras sorpresas, el visitante encontrará un cuadro que quizás creyó algún día que no existía: el que está en la portada de El gabinete de un aficionado y que solo se vio en la edición española de Anagrama; es una pintura de Isabelle Vernay-Levêque, que ha cedido el cuadro por primera vez en su historia.

Ya solo La vida, instrucciones de uso contiene mil referencias al arte de la pintura. Hay también películas, míticas para los perecquianos, como El hombre que duerme, y la que realizó sobre Ellis Island y la emigración europea de principios del siglo pasado a Estados Unidos.

Si algo claro tiene el visitante que recorre esta exposición es que acabará agotado antes de agotar la infinita, laberíntica, ilimitada muestra de cómo trabajaba uno de los más grandes artistas del siglo pasado. Y lo que en cambio ignora -aunque ahora va a enterarse- es que si visita la toilette femenina, podría esperarle una sorpresa de órdago, diabólica para ser más preciso, aunque no sigo, porque, además, no sabría explicarla, quizás porque pertenece a la estirpe de "lo que no se nota".

18.11.10

Faulkner asalta la mesa de novedades

El autor de 'El ruido y la furia' protagoniza una insólita avalancha de títulos en las librerías españolas - Editores y escritores certifican la vigencia de su literatura

William Faulkner, escritorde la Generación Perdida, así denominada por Gertrude Stein, ha vuelto a renacer entre los lectores españoles por vigencia.foto.fuente:elpais.com
William Faulkner se consideraba un poeta fracasado que llegó a la novela como último estadio para desarrollar la endemoniada ambición literaria que nació, de la mano de Sherwood Anderson, con La paga de los soldados en 1926. Anderson, compañero de borracheras por las calles de Nueva Orleans, instó al joven aspirante a seguir sus pasos más allá de la bebida. A Faulkner le gustó el reto: si gracias a la literatura podía vivir como su amigo -es decir, con poco más entre las manos que tabaco, whisky, lápiz y papel- ese era su destino. Lo que nadie presumía entonces es que detrás de aquel primer impulso nacería un universo literario cuya tensión narrativa y poética todavía hoy no ha encontrado igual.

La posibilidad de reencontrarse otra vez con su obra asalta ahora las mesas de novedades de las librerías españolas. La reedición en Alfaguara de buena parte de sus novelas (de Sartoris a Santuario, El villorrio, El ruido y la furia o Luz de agosto) y de dos de sus libros más desconocidos -Mosquitos (Alfabia) y la mencionada ópera prima, La paga de los soldados (RBA)- devuelven la posibilidad de releer, leer o, directamente, descubrir a este escritor de escritores cuya vigencia ya fue reclamada hace más de una década por Javier Marías cuando publicó Si yo amaneciera otra vez, una selección de 12 poemas (traducidos por el propio autor de Corazón tan blanco) que precisamente también coincide ahora en las librerías reeditado por Debolsillo. Marías arremetió entonces contra los lectores y críticos "perezosos" que ponían entre paréntesis a un autor fundamental.

"Faulkner ha perdido crédito entre la masa de los lectores, que ya no recuerdan que hay otras formas de escribir que no sean como en un guión cinematográfico", señala el escritor y crítico Justo Navarro. "Ahora que lo que predomina es la lógica instantánea del videoclip o de Internet es difícil leer a Faulkner, que exige atención a la página y a la música de las palabras. Su fuerza visual e imaginativa es hoy especialmente estimulantes. Lo lamentable es que no se lea más".

Sin conmemoraciones ni aniversarios ni festejos a la vista resulta curiosa la coincidencia de sus títulos. "Es puro azar", explica Pilar Reyes, directora editorial de Alfaguara. "Así que algo habrá en el ambiente para traerle otra vez. Lo que es inimaginable es que no estuviera todo disponible. El ruido y la furia llevaba años agotado". Reyes explica que, en el caso de Alfaguara, se trata de una política de rescate de autores importantes a través del rediseño de portadas o de colecciones como las de Cuentos completos. ¿Y se venden los clásicos? "Los cuentos completos de Faulkner se agotaron", asegura.

Guionista mercenario en Hollywood y solitario creador de un cosmos (el condado de Yoknapatawpha) en el que movía a sus personajes como un dios mueve las fichas de un tablero, Faulkner era un hombre tímido, retraído con las mujeres, marcado por su baja estatura y un bebedor incombustible ("entre el whisky y la nada me quedo con el whisky", decía). Cuando en 1949 recogió el premio Nobel de literatura su discurso reivindicando las verdades universales del hombre como germen de toda gran literatura agigantó aún más su pequeña figura. La influencia de Faulkner en los escritores latinoamericanos del boom fue una de las vías de entrada de su obra en España.

"Para los escritores latinoamericanos Faulkner nunca ha estado fuera del cuadro", señala el colombiano Juan Gabriel Vásquez. "A través de la lectura que hizo el boom de su obra Faulkner siempre estuvo muy presente para nosotros".

"En España, Faulkner se tradujo muy pronto", recuerda Antonio Muñoz Molina. "Tengo una primera edición de Santuario, que es de los años treinta. Pero mi descubrimiento llegó a través de Juan Carlos Onetti, que hablaba siempre de él". "Para muchos", prosigue el autor de El jinete polaco, "el camino de entrada en España fue a través de Juan Benet, pero yo llegué a través de los autores latinoamericanos". Muñoz Molina explica que en EE UU su presencia es básicamente académica: "no tiene herederos literarios, quizá Cormac McCarthy, pero la literatura en EE UU ha ido en otra dirección. Se ve a Faulkner como un escritor regional, sureño, y por eso tiene más repercusión entre escritores españoles o latinoamericanos que entre los estadounidenses, que ven su obra demasiado barroca y recargada".

José Luis López Muñoz (que ha traducido, entre otras, Bandera sobre el polvo -obra que daría lugar a Sartoris- para Seix Barral, el propio Sartoris y la trilogía de los Snopes: El villorrio, La ciudad y La mansión) recuerda que la concesión del Nobel precipitó las traducciones al castellano. "No hay escritor que no haya leído a Faulkner, porque la primera tentación de todos los escritores es querer escribir como él. Es épico y tiene, aunque cuente la historia más trágica, sentido del humor. La influencia en Vargas Llosa, García Márquez o Benet fue inmensa y de ahí pasó a las siguientes generaciones". Para López Muñoz Sartoris es la mejor puerta de entrada al escritor: "A Faulkner hay que entrar despacio y con ganas, como se entra al Ulises de Joyce. Sartoris es una introducción maravillosa a su mundo. Y de ahí se puede saltar a la trilogía de los Snopes, que no son tan complicadas como El ruido y la furia".

Y entonces, el problema quizá es salir. "El dramatismo, la profundidad; siempre me conmovió que con sus personajes más odiosos hay un momento en el que Faulkner se identifica, y nosotros con él, y es entonces cuando los convierte en seres humanos y te recuerda que no existen los maniqueísmos, que nadie es el mal", explica el traductor.

Cerca del final de su vida Faulkner reconoció que veía su obra como un espléndido fracaso lejano a cualquier perfección posible. La cuestión no era ser mejor que los demás, confesó una vez el escritor sureño, sino ser mejor que uno mismo. "Si pudiese volver a escribir mi obra lo haría mucho mejor, y ése el mejor estado en el que puede hallarse un artista", dijo en 1956 en una de las pocas entrevistas que concedió. En aquel mismo encuentro le preguntaron qué sugería a los que después de leer dos o tres veces sus libros seguían sin entender nada. "Que lo leyeran cuatro veces".

Inundación de prosa sureña

Estas son las novedades faulknerianas, de reciente o próxima aparición, que coinciden en las librerías españolas:

- La paga de los soldados, 1926 (RBA).

- Los mosquitos, 1927 (Alfabia).

- Sartoris, 1929 (Alfaguara).

- El ruido y la furia, 1929 (Alfaguara).

- Luz de agosto, 1932 (Alfaguara).

- El villorrio, 1940 (Alfaguara).

- Si yo amaneciera otra vez (Debolsillo). Poemas.

- Cuentos reunidos (Alfaguara).

12.11.10

Eco y la liga judeocristiana

El Vaticano y la comunidad judía italiana cargan contra 'Il cimitero di Praga', nueva novela del escritor

Umberto Eco es incomprendio como novelista.foto:archivo.fuente:elpais.com

Según sus detractores, el libro coquetea con el antisemitismo

Treinta años no es nada. Al menos, en asuntos de polémica religiosa. Ese es el tiempo que separa El nombre de la rosa, primer asalto del escritor, semiólogo y pensador boloñés Umberto Eco a la ficción espiritual, de Il cimitero di Praga (El cementerio de Praga), su nueva y estupenda novela. Todo un fenómeno de ventas (cien mil ejemplares en solo una semana), así como un catalizador de las ya de por sí agitadas aguas culturales de la Italia de Berlusconi.

Eco vuelve a enfrentarse no solo a las acusaciones de la Iglesia, sino también a la soliviantada comunidad judía. La razón reside en un libro en el que, página a página (son 528), il Professore conduce al lector por un viaje trepidante al siglo XIX, una excursión considerada por algunos inexacta desde el punto historiográfico y que se mueve al vaivén de la madre de todas las conspiraciones: la que pinta a los judíos como los urdidores ocultos y todopoderosos del destino mundial.

La galería de habitantes reales de Il cimitero de Praga no tiene desperdicio: un Sigmund Freud drogadicto, Dreyfus, oficial francés condenado por ser judío, el gran Ippolito Nievo, patriota y escritor italiano, o Garibaldi. Entre nombres históricos y acontecimientos reales (dibujados con la manía detallista habitual en la prosa de Eco) se desenvuelve el protagonista -"el único personaje inventado de la novela", según el autor-. Es Simone Simonini, capitán turinés, memorable anti-héroe y la presencia más desagradable del relato.

Antisemita convencido en pleno ottocento, el protagonista falsifica testamentos y comercia con hostias consagradas para misas satánicas. ¿Su gran obra? Fabricar las actas de una reunión nocturna inexistente entre las lápidas del cementerio judío de Praga. En ella, los ancianos rabinos de las 12 tribus de Israel tejen planes para dominar el mundo. Ese documento falso sirve en la novela para la redacción de los muy reales Protocolos de los sabios de Sión, panfleto antisemita que, a principios del siglo XX, sirvió de justificación teórica para los pogromos de la rusia zarista y, más tarde, para la persecución nazi.

Sus detractores afean a Eco la puesta en escena de un montaje histórico "falso". La construcción de una "sinfonía maligna" que no se molesta en interrumpir. La comunidad judía y la Iglesia se preguntan: ¿puede un autor que no interviene en la historia evitar la peligrosa ambigüedad? El periódico de la Santa Sede opina que no: "Denunciar el antisemitismo poniéndose en la piel de los antisemitas", escribe la historiadora Lucetta Scaraffia en L'Osservatore Romano, "no funciona como una verdadera acusación. El lector acaba por resultar contaminado por el delirio antisemita [cons-truido por Eco]. Cuando se evoca el mal, es necesario enfrentarlo al bien, para que sirva de contraste. La reconstrucción del mal sin condena, sin héroes positivos, adquiere una apariencia de voyeurismo amoral". "La narración de Eco quiere desmontar lo falso a base de reconstruir esas falsedades" -escribe otra historiadora, Anna Foa, en la revista mensual publicada por las comunidades judías italianas-. "Si los heréticos podíamos disfrutar con las brujas de El nombre de la rosa, ¿podremos hacerlo con la misma inocencia con la clase de construcciones que alimentaron las locuras de Hitler?". El escritor replica pragmático: "Quien escribe un manual de química puede también ser acusado si alguien lo utiliza para envenenar a su abuela".

A estas declaraciones, Riccardo Di Segni, rabino jefe de Roma, contestó: "Pienso que el mensaje suena ambiguo. No se trata de un libro científico que analiza y explica, sino de una novela". "Mi intención era dar un puñetazo en el estómago de mis lectores", replicó el semiólogo. "Una violencia que convenció a otros".

Un odio que también mueve a Simonini, educado desde pequeño en el desprecio a los judíos y a las mujeres, entrenado en el servilismo hacia el poder y cegado por su rencor personal: "Me doy cuenta de haber existido solo para vencer aquella raza maldita. Únicamente el odio calienta el corazón", dice.

Entre tanta proclama acusatoria, Gad Lerner ha intervenido en el debate desde las páginas de La Repubblica. Según él, la novela está destinada a ser un clásico porque al fin y al cabo cuenta algo muy universal y actual. Se lo explica el protagonista Simonini a un agente secreto del zar: "La divina Providencia nos ha regalado a los judíos, utilicémolos y recemos para que siempre haya alguno al que temer y odiar". Lerner ve en este diálogo un afán tremendamente actual: identificar los enemigos para así definirse como comunidad a partir del odio al otro.

A Dios no le gustan las novelas