29.5.15

José Luis Garcés González, la voz literaria del Sinú

El escritor monteriano acaba de publicar la novela  Fuga de caballos. En este perfil se revela quién es una de las joyas secretas de la literatura caribe

José Luis Garcés González acaba de publicar la novela Fuga de caballos'(Ed. El Tunel)./ José Perdomo./semana.com

Una casa. Su casa. Un buzón en la entrada que parece esperar una carta que traerá un cartero, cuando ya no se envían cartas, cuando ya no existen los carteros. En la sala, él. Da la espalda a una pared llena de cuadros. Está en una mecedora. Se mece. Es el escritor José Luis Garcés González, el autor vivo más importante de Córdoba y una de las voces académicas y literarias más influyentes del Caribe colombiano.
Su última novela publicaba es Fuga de caballos, obra totalizante que abarca el universo del Sinú desde el lenguaje oral, las costumbres y la vida cotidiana. Es un libro estructurado en diversos tiempos y en distintos estilos narrativos. Dice Garcés que la obra está escrita en dos idiomas y un dialecto. Los idiomas: el español y el costeñol. El dialecto: el sinuanol. Argumenta que todo el que sea lector de novelas sabe que este género acepta la diversidad, que ya no es un género rectilíneo. “Para mí —dice con vehemencia—, la novela es concebible como una expresión más del lenguaje poético. Novelas anémicas o de lenguaje pobre y lánguido, no están en mi escala de preferencias”.

Por muchos años, José Luis Garcés González no fue el escritor más comentado de Córdoba, en parte porque las figuras de Manuel Zapata Olivella y de David Sánchez Juliao, ambos de Lorica, y de Raúl Gómez Jattin, de Cereté, se llevaban la atención nacional e internacional, y en parte porque él se siente más cómodo entre la soledad y la oscuridad. Pero quienes conocen su obra, consideran que está a la altura de las mejores del país.

Vive rodeado de gatos y miles de libros, en el barrio Buenavista, en Montería. Parece, no escritor, sino boxeador retirado, por su rostro cuadrado y adusto. Habla como dando órdenes y con las palabras contadas. Su voz es seca y en su discurso no existen los eufemismos. Llama las cosas por su nombre y, a veces, se excede. Por eso algunos escritores y personas de la cultura en Córdoba y el Caribe, lo consideran amargado, huraño, excluyente. Quienes lo defienden aseguran que no es así, y que lo que sucede es que no soporta la mediocridad, y lo dice. Envía correos con letras mayúsculas en tamaño 24. Carmen Amelia Pinto, su secretaria de siempre, dice es porque se está quedando ciego.

Y claro, tiene pocos amigos. ¿Por qué? “Porque sé que el mejor amigo del hombre es el perro, y el mejor amigo del perro es otro perro”, expresa el escritor. ¿Y a quiénes no soporta? “A los que posan de saber algo, sin saberlo. Los que disponen a su antojo del poder como si esa fuera una expresión de la eternidad. A los mezquinos y los envidiosos”.

Garcés habita la Montería de los 43 grados centígrados, o San Jerónimo de los Charcos, como la llama en sus libros, en la que a veces es difícil, siquiera, pensar, una ciudad soporífera en la que publica sus novelas, cuentos, crónicas y ensayos que les explican a los caribeños sus raíces. Escribe y lee hasta la saciedad para perfeccionar su técnica.

“A veces escribo cuando camino en algún parque. Me surgen ideas, en ocasiones personajes, y eso va para la escritura escrita, pues cuando aparecen son apenas escrituras mentales. ¿La hora? En la mañana, la tarde o la noche, nunca al mediodía. El mediodía torna duro o estúpido al hombre. Casi siempre soy un pájaro nocturno. O al menos intento serlo”, dice el novelista.

Para él, la fuerza que lo llevó a los libros es inexplicable. Y aunque no halla referentes claros, cuenta que quizá sea un atisbo genético que heredó de un abuelo guitarrero y bohemio que, según le dijeron, se paseaba en las madrugadas, ofreciendo serenatas, en el puerto de Girardot. “Mi padre fue un boxeador oriundo de Tolú (Sucre) que se instaló en Montería en los años 30 del siglo XX. Aquí pagó el servicio militar, aquí aprendió a boxear y aquí se quedó. Mi madre fue traída muy niña por mi abuela, desde Girardot, a la Costa Caribe”, revela.

La mamá llegó a la zona bananera del Magdalena en la época de la matanza que propició el coronel Cortés Vargas, y luego recorrió todo el litoral hasta que se instaló en Montería. “Aquí, los que iban a ser mi padre y mi madre, se encontraron”.

Este escritor monteriano nacido hace 64 años, es el autor de más de veinte libros y de los argumentos de varias telenovelas, entre ellas Caballo viejo y Música maestro. De él se dice que ha podido llegar más lejos, y que no ha sido así porque jamás quiso dejar Montería, donde la cultura, aunque la hay en rama, es muy poco apoyada.

“Yo sé qué significa no ser costeño. Para afirmarme me niego. El costeño es una diversidad. Entre un guajiro y un sinuano, por ejemplo, hay puntos de contacto, lógico, pero también diferencias protuberantes, y ambos se llaman costeños o les dicen costeños. Hay un costeño del litoral, hay un costeño fluvial, hay un costeño mediterráneo, sabanero  o desértico. Y cada uno tiene características peculiares. Los cachacos generalizan y a todos les dicen costeños. No establecen diferencias y esa es una equivocación. Ser costeño estriba en poseer un universo influido por la oralidad ancestral, la imaginación desatada, la sensualidad abierta  y todo el enjambre de la metafísica caribeña y sinuana”, explica el escritor, quien dirige desde hace más de veinte años el Grupo de Arte y Literatura El Túnel.

Con su grupo, y el Festival Nacional de Literatura que desde hace veintidós años siempre realiza para noviembre, Garcés lleva las riendas de la cultura cordobesa. Por eso, es admirable que sin apoyo local, él y sus amigos hayan logrado sostenerse tanto tiempo, gestionando, publicando y haciendo actos. El Túnel es un referente valorado en Colombia, que no solo hace el Festival de Literatura, sino que lleva a cuesta un trabajo de más de treinta años. Por ejemplo, publica el único periódico cultural no oficial que hay en la Costa Caribe: Periódico El Túnel. En colaboración con la Cámara de Comercio de Montería, convoca anualmente un concurso de cuento; edita libros; realiza talleres de cine; tiene la Escuela de Literatura y Humanística (Elihum).

“Con mucha frecuencia se cree que cultura es solo conseguir un grupo de baile y ponerlo en una tarima a danzar y luego tomarle una fotografía y publicarla en el periódico. Hay una concepción estrecha, ignorante o premeditadamente lánguida de lo que es la cultura”, dice.

Carmen Amelia Pinto revela que en la amistad, Garcés no alaba, pero sí critica. “Tiene una visión futurista y da muchos consejos. Escribe en todo momento. Escribe, revisa y vuelve a escribir”.

Su novela Entre la soledad y los cuchillos fue segundo premio Plaza y Janés, en 1985; Carmen ya iniciada obtuvo el primer premio de Novela Ciudad de Pereira, en 1984; Fernández y las ferocidades del vino ganó el segundo premio en el concurso nacional del libro de cuento Ciudad de Bogotá, 1999; y Aguacero contra los árboles es Premio Nacional de libro de cuento de la Universidad Industrial de Santander, 2007.

El escritor considera que la principal característica de la literatura del Caribe está en su fortaleza oral, “y su fuerte influencia terrígena, sensual, sexual y brujeril, todo sazonado con diversas expresiones de la cultura popular”.

Como escritor comprometido que es y ciudadano activo, lo entristece la injusticia en general, la muerte y el padecimiento de los niños y el maltrato a los animales.

“En Crimen y castigo, al comienzo de la novela, hay un episodio conmovedor en el capítulo V: Raskolnikov sueña con un borracho, un tal Kolás, golpeando sin clemencia con palo, látigo y barra de hierro hasta la muerte a una yegua que lleva cargada de beodos salvajes y de objetos, porque el animal no puede andar con ese peso y se desparrama de cansancio. ¡El degenerado la mata! Qué episodio tan estremecedor. No lo puedo olvidar. Con ese hecho me molesta, como espina en la carne, la tristeza”.

Fernanda Garcés, hija, reconoce en su padre a un ser poco expresivo. “Cuando uno toma la iniciativa de una muestra de cariño, se derrite”, revela. Cuenta, también, que Garcés le hace reportería a sus escritos. “Él habla con los vendedores, con los vecinos, con cualquiera y de ahí saca anécdotas para sus historias. Su felicidad es escribir, por encima de todo. Yo me emociono con lo que hace y respeto sus gustos, aunque creo que ama más a sus libros que a sus hijos”.

Su padre, en cambio, tiene un concepto distinto de felicidad. “Pongamos un caso: observar a un niño y a un animal, juntos y felices. Porque es hermoso ver a dos inocencias que sean compatibles”.

David Pérez, profesor cordobés, explica que Garcés González siempre cumple lo que dice. “Es fiel a sus principios, creencias y filosofía. Cuando da su palabra se puede contar con él ciento por ciento. Es extremadamente serio, grave y circunspecto en su vida profesional y cotidiana, y por eso espera siempre que lo traten igual”.

Su casa, la misma en la que sigue meciéndose, no parece ser la de un hombre amargado, como es catalogado en su tierra. Parece la de un soñador, con esculturas, plantas, pinturas, libros, dos gatos, y sí: con un buzón que espera una carta.

28.5.15

"El otoño del patriarca", la novela más compleja de Gabo

Hace 40 años García Márquez sorprendió con la novela de mayor riesgo literario

El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez./eltiempo.com

El otoño del patriarca es la novela de mayor riesgo formal y temático de la narrativa de García Márquez.
Es como si el escritor colombiano, inspirado en una avalancha creativa y en la imagen poética, hubiera experimentado con lo más excelso de su conocimiento literario.
El libro soñado, el libro total, aunque ya en Cien años de soledad había creado un mundo exuberante y autónomo, que resumía la historia de América Latina; aquí se lanzó a romper la tradición y las estructuras moderadas y a sustentar este arrollador relato solo en el lenguaje.
La palabra, el ritmo, el sonido, como fuente del idioma, y darle su propia tonalidad castellana y caribeña. Por eso, tal vez fue su libro más querido y la menos leída de sus novelas más conocidas.
Cuenta Gerald Martin que la primera vez que conversó con Gabo pensó que iban “a ser amigos del alma”. La segunda vez notó que algo había cambiado y se dio cuenta de que este había hojeado su libro Journeys through the Labyrinth (1989), donde afirmaba que El otoño era una novela “demagógica y políticamente escapista”. Gabo, en tono vehemente, le dijo que “el dictador de la novela era su retrato íntimo autobiográfico y que si no había intuido una cosa tan obvia no veía cómo podía pretender convertirme en biógrafo suyo”.
Fue un momento embarazoso. Martin sintió que no sería su biógrafo y balbuceó que la novela le encantaba a su esposa y “que al volver a casa le pediría una tutoría. Fue la cosa más patética y ridícula que había dicho en toda mi vida, pero algo hizo para suavizar el impacto de su lectura y logramos seguir con la conversación”.
Cien años apareció en 1967 y El otoño, ocho años después, 1975. Es decir que luego de la épica macondiana emprendió esta difícil cruzada a la sombra de su obra maestra, como echando al viento y los mares su talento y probándose a sí mismo que todavía podía hacer algo grande y diferente.
José Vicente Kataraín, quien publicó el libro en Colombia, tres años después de la edición de Plaza & Janés en España, dice que “es un culto al idioma, a la palabra, un desafío a la Academia Española de la Lengua, sin la puntuación convencional, una retahíla de plaza pública, descomunal. No es un libro para leer sino para ser oído, es un libro musical. Y también un aporte a la literatura sobre los dictadores en la América Latina”.

La estructura

Gabo utiliza un narrador omnisciente, que no es uno solo, somos todos, los que asistimos al derrumbe del dictador y de una patria que semeja un círculo dantesco de la Divina comedia, en parodia tropical, y es precisamente un lunes en la madrugada cuando “la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y podrida grandeza… No tuvimos que forzar la entrada, pues la puerta central pareció abrirse al solo impulso de la voz”.
Vamos del pasado al presente y los tiempos fluyen como las aguas briosas de un río que desemboca en el océano infinito de la imaginación. Es el realismo mágico llevado al extremo, sustentado en el lenguaje. Dentro de ese maremágnum de palabras, de hipérboles, aparecen algunos personajes entre las brumas con arrobador magnetismo, inolvidables, tallados con plumazos vibrantes, fragmentados, pero movidos por una corriente subterránea en una delirante narración.
La manera de involucrar los personajes es magistral, pues siempre giran alrededor del patriarca, para bien o para mal. Son satélites que viven bajo el dominio o la sombra del ungido, del que manejaba esa república de la infamia como el patio de su casa.
Es el caso de Patricio Aragonés, un doble perfecto del tirano, un bandido honorable que se hacía pasar por él y cobraba impuestos en su nombre. Al tenerlo al frente padeció “la humillación de verse a sí mismo en semejante estado de igualdad, carajo, si este hombre soy yo”. Entonces lo contrató para apaciguar sus temores y paranoias, y no lo hizo fusilar en el acto, no solo por el interés de tener un suplantador oficial, sino porque lo “inquietó la ilusión de que las cifras de su propio destino estuvieran escritas en la mano del impostor”.
El doble sobrevivió a seis atentados, compartió las amantes del patriarca, tuvo hijos que no se sabían si eran del verdadero o del impostor, y todos, paradójicamente, nacieron sietemesinos.
“Aquella confusión de identidades alcanzó su tono mayor una noche de vientos largos en que él encontró a Patricio Aragonés suspirando hacia el mar y pensó que era un mal aire y era que había bailado con una reina de carnaval y no encontraba la puerta para salir de aquel recuerdo”.
Aragonés se convirtió en el ser más respetado y más temido. El poder detrás del poder. La máscara que ocultaba otra máscara. El pobre Aragonés, a diferencia del original, solo quería que lo quisieran, no pedía más. Y un dardo envenenado lo mandó a la muerte, pero antes le dijo: “yo soy el hombre que más lástima le tiene en este mundo porque soy el único que me parezco a usted”.
No sé si es más grande que Cien años de soledad, pero sí, con seguridad, la aventura más avezada y conmovedora del hijo de Aracataca. El mar apagado, encendido del Caribe, su historia, las mujeres henchidas de placer y tedio, vaporosas, letales, un mundo en ruinas, apocalíptico, detenido en sus miserias y felicidades efímeras, “leopardos dormidos sobre los rieles”, “y era un coro de voces tan numerosas y distantes que él se hubiera dormido con la ilusión de que estaban cantando las estrellas”.
Son trescientas páginas avasallantes, totalitarias, allanamientos a la imaginación, al lugar común, al lugar inventado, que mantienen el pulso, la tensión, la pausa, lo que ya sabemos, lo que está por venir, un lenguaje que devora al lector, un mundo caótico, de contornos que recuerdan a Gargantúa y Pantagruel, y un intento por revitalizar al poeta fallido o tímido que había sido, pues Gabo en su adolescencia ensayó algunos poemas, y fue un gran lector del siglo de oro español y de Rubén Darío, pero se decidió por la prosa, escribiendo primero cuentos y después novelas.
En esa patria bobalicona y salvaje, el nuncio apostólico invitaba al patriarca a convertirse a la fe de Cristo, mientras tomaban chocolate con galleticas, y con burla le respondía: “Que si Dios es tan macho como usted dice, dígale que me saque este cucarrón que me zumba en el oído… y le mostraba la potra descomunal, dígale que me desinfle esa criatura”, y antes de irse le reiteraba: “no gaste pólvora en gallinazo, padre, para qué me quiere convertido si de todas maneras hago lo que ustedes quieren, qué carajo”.

Las mujeres

Bendición Alvarado, su madre, una pajarera, supersticiosa, “decrépita pero con el alma entera”, rodeada de jaulas de pájaros inverosímiles, que fue canonizada por decreto luego de morir, era la que sabía de la miseria en que nació, la que intuía sus sueños y acciones más espantosas, que le contó cómo echaron su placenta de alimento a los cerdos y un día memorable que vio a su hijo con el uniforme de etiquetas con las medallas de oro y los guantes de raso se le salió la imprudencia de decir que si ella hubiera sabido que su hijo iba a ser Presidente de la República lo hubiera mandado a la escuela y entonces de la vergüenza pública la desterraron a la mansión de los suburbios, un palacio de once cuartos que él había ganado en una noche de dados.
Leticia Nazareno, la primera dama, el amor sublime, a tal punto que de los cinco mil hijos, todos sietemesinos que tuvo el tirano, solo uno llevó su nombre y apellido y fue el que tuvo con Leticia. La mujer que “se desangró de llanto en el jardín de la lluvia”, cuando lo creyó muerto en una de sus tantas muertes y que cuando lo atacó la peste del olvido por las grietas de su memoria su imagen permaneció en una tira de papel donde escribió: “Leticia Nazareno de mi alma mira en lo que he quedado sin ti”.
Un personaje femenino entrañable y misterioso es Manuela Sánchez, la reina de belleza de los pobres, que vivía en el barrio de las peleas de perro, donde algunos “burros perdidos entraban caminando por un extremo de la calle y salían al otro lado convertidos en un costal de huesos”.
Es el amor platónico, el imposible, la más bella entre las bellas, la de glúteos redondos como “culos de ángeles”, la de una rosa magnífica y secreta entre las piernas y una mirada inocente que a la vez invitaba a la lascivia y a la perdición, la maldita que lo dejó viendo un chispero, a la que le dijo: “Por qué te tengo que encontrar si no te me has perdido”.
Y a veces García Márquez apela a la primera persona de sus personajes y Manuela exclama: “Dios mío, qué hombre tan triste, pensé asustada”, para luego retornar a la tercera persona: “y preguntó sin compasión en qué puedo servirle excelencia, y él contestó con un aire solemne que solo vengo a pedirle un favor, majestad, que me reciba esta visita”.

El fin

André Breton y sus compinches del surrealismo habrían gozado leyendo este genial exabrupto. Un banquete al paladar de la imaginación y al oído, igual a una sinfonía de vientos y percusiones que recrean un mundo decadente y moribundo, que nos recuerda en ocasiones a “La carroña” de Baudelaire, en el que lo putrefacto también posee un sentido de la belleza. O las “Ruinas circulares”, de Borges, en el cual lo onírico y lo real se funden, perdiéndose el nombre de las cosas en un universo degradante y cíclico. Es el tiempo aniquilado por el vértigo, un cometa que pasa cada cien años de soledad, una metáfora de la tiranía y la desmesura.
En cuanto a lo que le sentenció a Martin, de ser un relato autobiográfico, ignoramos qué de su contorno es real o de su propia naturaleza, y no importa, pero sí podemos especular cómo al final de la vida del escritor la peste del olvido lo emparenta con el personaje de su creación: “Él estaba a merced de sus sueños de ahogado solitario hasta el amanecer, pero se despertaba a saltos imprevistos, pastoreaba el insomnio, arrastraba sus grandes patas de aparecido por la inmensa casa en tinieblas… oía vientos de lunas en la oscuridad” y se perdía en sus recuerdos de grandeza sin saber quién había sido, solo algunas epifanías le devolvían la lucidez y a tientas se fue de este mundo soñando con una o dos mujeres que vibraban ya pálidamente en su memoria y a orillas de un mar gigantesco y viscoso su muerte le anunció al mundo “la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”.

26.5.15

Los gaúchos judíos

Nació y creció en Porto Alegre, en ese sur con elementos tan disímiles a los del imaginario más al uso de Brasil, con otra música, otro clima, otra inmigración


Moacyr Scliar, autor brasileño de El centauro en el jardín./pagina12.com.ar

El centauro en el jardín de Moacyr Scliar.
Precisamente, Moacyr Scliar fue ejemplo de una mixtura no carente de conflicto: hijo de judíos rusos en tierra de gaúchos, se convirtió en uno de los principales escritores de la región. Ahora, la editorial treintayseis publica una hermosa edición de su novela El centauro en el jardín, la fábula de un paraíso que primero se quiere perder para integrarse en la sociedad y al que finalmente, como suele suceder, se añora retornar.
Si dos jóvenes aspirantes a escritor conversaran animadamente sobre argumentos para una novela, y uno le propusiera con seriedad la idea de una mujer que da a luz a un centauro, su interlocutor apenas lo animaría a seguir con su vocación aún no desarrollada. Porque, dicho mal y pronto, la idea de una familia judía dando a luz a un centauro, sea en el lugar geográfico que sea, parece muy poco atractiva desde el vamos.
Sin embargo, esa misma idea en las manos de Moacyr Scliar es criptonita pura. Norman Mailer decía eso: en una novela el ochenta por ciento es estilo. Y el estilo de Scliar es algo bastante novedoso en nuestras librerías, aunque nos llegue en plena resaca del boom por los escritores brasileños. Brevemente: Moacyr Scliar nació en Porto Alegre, hijo de practicantes judíos oriundos de algún punto remoto de la Rusia rural, médico de profesión, Scliar era el que faltaba para completar el panorama del plantel de “escritores brasileños traducidos por el mundo”, junto a Machado de Assis, Guimaraes Rosa, Clarice Lispector, y Jorge Amado, por nombrar solo a los más remotamente conocidos, que con los años se convirtieron fatídicamente en los embajadores culturales y literarios, junto con el cachaça y el Carnaval.
El territorio de Scliar es diferente al de João Guimaraes Rosa, situado cómodamente en el norte del país con sus canganceiros, en la frontera con el serrato; tampoco es la urbanización carioca, cuya melancólica transición fue plasmada por Joachim Machado de Assis en un principio, y retomada con toda la furia por Rubem Fonseca y Clarice Lispector. Nacido en la ciudad de Porto Alegre en el año 1937 y fallecido hace unos años en la misma ciudad, Scliar se mete en las fazendas, en los territorios gaúchos de los estados de Rio Grande do Sul, Santa Catarina y Paraná. En los campos prolijamente labrados por las corrientes migratorias del sur de Brasil, plagadas de alemanes, polacos, ucranianos; en ese territorio que, desde hace años, muchos años, proclama su independencia del resto del país mientras toma mate, suena un chamamé incomprensible y anda a caballo. El centauro en el jardín, novela número nueve de las veinte que escribió entre cuentos, crónicas, ensayos, guiones, folletos y relatos infantiles, retrata esa extranjeridad y extrañeza que anuda a todas las comunidades del sur brasileño: ¿un judío polaco, un ucraniano, una rubia a lo Xuxa, es tan brasileño/a como el Carnaval, las zafras o las selvas amazónicas?
“¿Por qué soy así?”, se pregunta Guedalí a cada rato en toda narración que avanza, valga el símil redundante un poco facilón, a los galopes. Pícaro, en un modo genérico, Guedalí elige escapar de la comodidad judía que lo mantiene encerrado en un cuarto de la casa, y enfrentarse al mundo goy como un centauro, pero descubre al poco tiempo que para insertarse en la sociedad debe aparentar ser un humano. Conoce a otra centaura y juntos emprenden un complicado viaje a Marruecos para someterse a una operación quirúrgica. El médico logra cortarle las patas traseras, dejándole las delanteras ocultas de por vida. Guedalí y su mujer vuelven al Brasil, se afianzan en la pujante ciudad de San Pablo de la década del 70, acosada por el régimen militar, y se insertan en la pequeña burguesía. Gracias a sus habilidades empresariales, logran hacer una gran fortuna en el negocio de las importaciones y a medida que su vida humana se va volviendo más y más holgada, sus añoranzas se vuelven más y más presentes: la fábula de un hombre caballo metido en el mundo de los negocios paulistas solo puede traerle frustración y desesperación. De a poco, como Rubiao en Quincas Borba y su desencanto por la burguesía carioca del siglo XIX, en la famosa y maravillosa novela de Joachim Machado de Assis, Guedalí descubre las miserias de las relaciones “white trash”, los conflictos maritales, el sabor amargo de los adulterios, y demás delicias que hacen del jardín moderno un lugar perfecto para el confort y el discurrir.
La animalidad es una temática que abarca a gran parte de la narrativa brasileña. Desde “El burrito pardo”, aquel simpático burrito que contaba en primera persona las penurias de un grupo de vaqueros ahogados al nordeste del país, en Sagarana el impactante libro de cuentos de Guimaraes Rosa, hasta Cerca del corazón salvaje, donde el lenguaje se vuelve literalmente monstruoso y deforme. Scliar retoma la temática pero prefiere torcer el uso de la fábula y llevar la idea mítica fundacional hacia otro punto; si bien puede ser tomada como metáfora de la diáspora judía (tema que atraviesa a gran parte de su narrativa), en El centauro en el jardín, como su nombre lo indica, la animalidad, monstruosa por naturaleza, no estaría dada por el contexto, sino por una relación interna hacia el entorno. “Lo salvaje” se encuentra apresado por los límites del jardín, domesticado por un Brasil cada vez más abierto a las “importaciones” y más ajeno y amnésico a su propia condición cultural, “híbrida” y mestiza, cuna de “razas” (siempre entre comillas) de los puntos más diversos del planeta.
Domesticación que estaría relacionada de manera directa con cierta “apertura” brasileña al mundo capitalista: Moacyr Scliar no puede evitar ser feliz hacia el final de su novela, no solo para darle tregua a la integración de los centauros/judíos del sur del Brasil, sino para dar un poco de esperanza a la transición democrática iniciada en la década de los ochenta cuando el libro fue publicado. Guedalí logra reunir a la familia, perdonar las traiciones pero, sobre todo, aceptar su condición anómala de ser un centauro en un mundo mucho más complicado que el mundo antiguo, donde hubiera corrido sin ningún problema por el campo y el avistamiento por parte de los humanos hubiera dado mucho material para ser interpretado por las ciencias sociales del futuro.

25.5.15

"Alicia", cumple 150 años

Leídos de niño, los libros de Alicia reflejan el asombro y el miedo de la infancia; leídos en la adolescencia, la indignación ante la idiotez e hipocresía de los adultos

Representación teatral de  Alicia en el País de las Maravillas, en Londres hacia 1900. /elpais.com

El 4 de julio de 1862, el reverendo Charles Lutwidge Dodgson, profesor de matemáticas en Oxford, anotó en su diario que, acompañado de su amigo, el señor Duckworth, había llevado a las tres niñas Liddell en una pequeña barca a tomar el té a orillas del Támesis cerca de Godstow. Las niñas —Lorina, Edith y Alicia— eran hijas del decano de Christ Church, y a las tres les encantaba escuchar las historias que el reverendo Dodgson les contaba, armando argumentos estrafalarios a partir de las interrupciones, comentarios y sugerencias de las niñas. Esa tarde, Dodgson decidió que la protagonista de la historia fuese Alicia, quien acababa de cumplir los diez años. A medida que iba desarrollándose el argumento, el asombro del señor Duckworth ante el maravilloso cuento fue tal, que le preguntó a su amigo si en verdad estaba improvisando. “Sí”, le respondió Dodgson, también él sorprendido, “lo estoy inventando paso a paso”. En tales milagrosas circunstancias nace Alicia en el País de las Maravillas.
A pedido de la niña, Dodgson volcó la historia al papel con el título de Las aventuras de Alicia bajo tierra acompañándola de sus dibujos. En 1865, la editorial Macmillan de Londres publicó el libro bajo el título con el cual es conocido, firmado por “Lewis Carroll” y con las ilustraciones del dibujante satírico John Tenniel. Seis años más tarde, en la Navidad de 1871, apareció el segundo volumen de las aventuras de Alicia, A través del espejo. Los dos libros forman parte de la pequeña biblioteca de obras esenciales de la humanidad y, como casi todas las otras —la Epopeya de Gilgamesh, la Odisea, la Divina Comedia, el Quijote, Moby Dick— son la crónica de un viaje.
Si creemos la versión de los hechos narrada por el mismo Dodgson, y también por el señor Duckworth y Alicia (ya mayor contó muchas veces las circunstancias del nacimiento), podemos preguntarnos de dónde surge y en qué consiste la inspiración poética que da a luz una obra maestra de una invención tan asombrosa y una lógica tan impecable. Nada conocemos de la composición de Gilgamesh y de la Odisea pero podemos imaginar que generaciones de recitadores pulieron estos poemas y los alteraron; suponemos (la sugestión es de Ossip Mandelstam) que Dante, privado de sus libros en su largo exilio, garabateó y destruyó docenas de esbozos de su obra antes de enviar los cantos acabados a su protector, Can' Grande della Scala; sabemos (o creemos saber) que Cervantes quiso escribir una novela ejemplar más, pero que ésta se empeñó, contra los deseos de su autor, en ser otra cosa, más ambiciosa y arriesgada; conocemos las muchas etapas de la laboriosa invención de la ballena blanca y su perseguidor, antes de que Melville se decidiera a dar a la imprenta la versión que juzgó satisfactoria.
Pero en el caso de Alicia, ¿en qué selva oscura —como la del bosque sin nombres— halló Dodgson los seres que habitan sus mundos? ¿Qué voces secretas —como la del melancólico jején en A través del espejo— dictaron al reverendo Dodgson su extraordinaria pesadilla? Dante confiesa a sus lectores que no es sino el “escriba de Dios” y que Apolo es quien lo guía, pero del misterioso espíritu que soñó para Dodgson las aventuras de Alicia no sabemos nada, salvo que la obligó a lanzarse en un viaje espiritual en el que lo absurdo se une a lo trágico, como en todas nuestras vidas.

Espíritu burlesco

En la literatura española, los viajes espirituales encuentran sus manifestaciones en la poesía mística y en la novela picaresca. En la literatura inglesa (quizás por la obligación de ser explícito impuesto por la Reforma) estos viajes son por lo general didácticos. El Pilgrim's Progress de Bunyan, el Ancient Mariner de Coleridge, los Viajes de Gulliver de Swift, son obras maestras que no ocultan su voluntad de impartir una lección y acaban con una moraleja. Es quizás para evitar esa trampa, que Dodgson no se propuso a sí mismo como protagonista de su Comedia si no que cedió ese lugar a Alicia; es como si Dante, en lugar de declararse el peregrino de su crónica otorgase ese rol a Beatriz, su inspiradora.
Los libros de Alicia, más que enseñar, se burlan de los rituales de la enseñanza, como en el examen al que Alicia es sometida por las Reinas Blanca y Roja (“¿Cómo se dice turulululú en francés?”. “Turulululú no es una palabra española”, Alicia responde con toda seriedad. “¿Quién dijo que lo era?”, contesta la Reina Roja.) Y en cuanto a extraer una moraleja de la historia, la reductio ad absurdumde la Duquesa (“Todo tiene una moraleja, con tal de poder descubrirla”) aniquila para siempre toda voluntad literariamente dogmática que un crítico intentase hallar en las obras de Carroll.
Leídos de niño, los libros de Alicia reflejan el asombro y el miedo de la infancia; leídos en la adolescencia, la indignación ante la idiotez e hipocresía de los adultos. Luego vienen las Alicias mayores que se rebelan ante la injusticia (como cuando el Mensajero del Rey es condenado por un crimen que quizás no cometerá nunca), ante la codicia y el despotismo de los que gobiernan (como cuando la Reina afirma que “habrá mermelada ayer y mermelada mañana, pero nunca mermelada hoy”), ante el egoísmo de nuestros congéneres (como cuando el Sombrerero Loco se rehúsa a hacer lugar en la mesa para muchos comensales), ante la aparente insensatez del mundo (“No puedes evitar andar entre locos”, le dice a Alicia el Gato de Cheshire. “Somos todos locos aquí”.)
Hay obras que nos guían, nos iluminan, nos fortalecen, nos hacen más inteligentes, sin decirnos jamás cómo lo hacen ni por qué. Estas obras existen, en medio de nuestras infamias y fracasos, como una milagrosa prueba del poder de la inteligencia humana. Entre ellas se destacan, resplandecientes, los libros de Alicia.

22.5.15

Guardar la casa y cerrar la boca

“Matilde de Magdeburgo escribía en un estado de inspiración mística…”, cuenta Clara Janés (Barcelona,1940) en un capítulo de su profundo ensayo Guardar la casa y cerrar la boca

 
Clara Janés./elcultural.es
 La mujer iluminada a la que se refiere nació en 1207 y fue monja cisterciense, seguidora del pensamiento de las beguinas; escribió el libro revelado La luz fluyente de la divinidad en un alemán que Enrique de Nördlingen consideró el “más maravilloso y extraño”.

Tras la puerta cerrada de los conventos muchas mujeres tuvieron posibilidades de desarrollar sus aptitudes intelectuales, dice Clara Janés. Santa Teresa de Jesús (1515) es el ejemplo más conocido, pero Janés se desliza por claustros españoles del barroco y muestra a sor María de Santa Isabel ( sobre 1590), poetisa con el seudónimo de Marcia Belisarda, a sor Marcela de San Félix (1605), hija ilegítima de Lope de Vega, o a sor María Jesús de Agreda (1602), que se carteaba con Felipe IV y publicó Mística ciudad de Dios. Si muchos textos femeninos se perdieron en el tiempo, los de las religiosas pudieron conservarse en los conventos. Sin embargo, la autora de estas reflexiones recuerda que, en los casos de algunas monjas, los confesores, “bien protegidos por sus negras sotanas, como cuervos las acechaban, se apropiaban de sus textos, los sometían a una revisión final y los firmaban”.

En los espacios mexicanos, entre vendavales, volcanes y lluvias, Clara Janés se detiene en la inmensa poetisa sor Juana Inés de la Cruz (1651). Y aún revela otro universo de México, el de la azteca, princesa Macuilxóchitl, que cantó las victorias de Axayacatl, rey azteca entre 1460 y 1479. Porque este libro no es sólo una laberíntica sucesión de mujeres que tomaron la palabra, de tal manera que a las escritoras citadas las vemos en su tiempo y con la luz de sus textos, sino que pese a la brevedad de algunos ejemplos, acaba siendo una arqueología vibrante de diversas sociedades en distintas épocas, con las huellas de tinta de las mujeres en esos escenarios.

La transparencia de la escritura de Clara Janés, poeta, novelista, biógrafa, ensayista y excelente traductora, se despliega en cada página de esta construcción, que se inaugura con la sacerdotisa acadia Enheduanna (2371 a.C.), “el primer escritor con nombre conocido de la historia”. De los himnos sumeroacadios se llega hasta la poetisa china Ts'ai Yen (195 d.C.), y de un salto en el tiempo, contemplamos a Wu Tsao( sobre 1830), una importante voz lírica china. Desandando los pasos por este laberinto de siglos, Janés se acerca a la japonesa Murasaki Shikibu (978 d.C.), autora de la enorme obra del siglo X, La novela de Genji. Y luego retrocede hasta las escritoras griegas y romanas, Safo muy presente, y a las arabigoandaluzas. Después hablará de trovadoras, guerreras e iluminadas que empuñaron la pluma y aún la espada. El recorrido termina, aunque se trata de caminos que se bifurcan y abren nuevas sendas, en las escritoras acalladas o, lo que es lo mismo, en algunos ejemplos de escritoras árabes como la perseguida prosista egipcia Nawal al-Sa'dawi (1931) o la poeta palestina Fadwa Tucán (1917). Especialmente interesantes son los cantos de las mujeres afganas, los poemas orales llamados landay, recogidos por Sayd Bahodin Majruh en El suicidio y el canto, obra traducida al español por la misma Clara Janés.

Hay escritoras que para hablar de mujeres y literatura, repiten estadísticas, otras prefieren no separar a las autoras del curso general de la crítica literaria. Clara Janés opta por el camino de Ellen Moers en Literary Women, libro que contempló la herencia de la literatura de mujeres, como “una corriente profunda, rápida y poderosa”. Moers se concentró en rescatar a muchas autoras excluidas del canon literario. Lo que vemos en este prisma planteado por Janés , sensualidad poética y pensamiento unidos, es la esencia de la historia de las mujeres, iluminada a través de sus manifestaciones literarias, aunque en apariencia sean únicamente breves esbozos de exquisito trazo.

20.5.15

El síndrome de Ulises

Publicamos el prólogo de la edición conmemorativa con motivo de los diez años de una de las novelas colombianas más leídas y más traducidas

El Síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa, es esa gran novela del destierro en la que muchos de los colombianos se podrán reflejar”, dice Abad. /elespectador.com

“El extranjero lleva siempre 
una herida dentro. No hablo 
de oídas: También he 
estado en tierra extraña”.
Calímaco (Siglo III  a.C.)
 
Cada día es más común, en esta época dura y fascinante que nos tocó en la lotería del tiempo, que haya más y más personas que no vivan en el mismo sitio donde nacieron y crecieron, ni donde nacieron y crecieron sus padres. La nacionalidad, esa respuesta que responde a la pregunta, “¿de dónde es usted?” o, más aún, “¿qué es usted?” es una sensación que no tiene que ver con el lugar de nacimiento –un azar que sólo es importante para los astrólogos-, sino con la memoria de la infancia y de la juventud. Ser de un sitio es tener los recuerdos acumulados de un clima, un aire, un paisaje, unos sabores, unos sobreentendidos, un idioma... Pero así como la lengua que mejor hablamos se nos instala en la cabeza en los primeros años, y al empezar la adolescencia el módulo cerebral del lenguaje se sella para siempre (y ya nunca más aprenderemos otro idioma con la misma fluidez de la lengua materna), así mismo, el sitio al que sentimos que pertenecemos, y que tiene mucho que ver con el acento de nuestros padres y de nuestros amigos, es una sensación que queda establecida, creo que para siempre, al final de la juventud. Puede haber reemplazos, patrias adoptivas, pero casi nunca es lo mismo: vivir en otro país, en otra cultura, será muy conveniente, pero es tan difícil, tan incómodo como vivir en un idioma que no es el que dominamos, o, mejor dicho, en un idioma que no es el que nos domina. Si alguien vive en Colombia hasta el final de sus años de formación, por toda la vida cargará con la dicha o con el estigma de ser colombiano. Y lo mismo sucede con marroquíes y sudaneses: si queremos que gane el equipo de fútbol con nuestra bandera, o que pierda (por la pica), es por esa sensación irracional, pero muy honda, de que somos de allí. 
 
La facilidad de movimiento -pero también la dificultad de movimiento: lo arriesgado que es entrar, lo duro o lo imposible que es salir o volver- ha producido un mundo de desarraigados, desplazados, refugiados, exiliados... Ese es el mundo de hoy, y el mundo que describe desde adentro esta gran novela. Una novela que no es sobre París, sino en París, pero no en la París de Rayuela o de los turistas (no la París del Louvre, de la Torre Eiffel o de los Campos Elíseos), sino en una París que es como la de ese hotel que se acaba de incendiar hace poco, donde se quemaron vivos varios inmigrantes, y el hecho no es casual porque los sin papeles tienen que vivir hacinados en madrigueras.
 
Si somos de un sitio, o eso creemos y eso nos sentimos, cuando vivimos en otra parte es como si camináramos con zapatos prestados, que nos quedan muy anchos o muy estrechos, y se nos salen o nos torturan los pies. No son sólo los zapatos; también el camino: uno en otra parte tiene siempre la sensación de estar perdido, de que tomó un rumbo equivocado. Y no es raro que nos quememos dentro de un cuchitril, o que nos tiremos por la ventana para evitar la llamarada del incendio, o el propio infierno interior de la conciencia atormentada. 
 
Esta novela es tan buena, tan dura y tan importante, porque registra desde adentro esa desolada sensación de orfandad y desarraigo que da el destierro, sobre todo si es obligatorio, pero incluso el destierro voluntario. El extranjero se extraña y en ese extrañamiento se vuelve extraño hasta para sí mismo. Hace lo que no haría en su país, se mete con quienes no se metería, es mejor y peor de lo que habría sido en caso de haberse quedado en el sitio de su crecimiento. 
 
Santiago Gamboa, con uno de los mejores recursos que tenemos los seres humanos para reflexionar sobre lo que nos pasa, es decir, aterrizando las ideas mediante historias concretas, mediante la narración de situaciones insólitas y cotidianas, nos mete de lleno en las sensaciones y las actuaciones de quienes viven el drama de buscarse la vida en otra parte, sin un peso, con amigos inciertos, sin un trabajo estable, casi siempre con múltiples amoríos desesperados que no consiguen reemplazar al amor. 
 
Sus personajes, dolorosos y tiernos, siempre en busca de algo que no encuentran, no pueden volver a sus países ni por la agonía de un padre, ni por la locura de una esposa, ni por la muerte de un hijo. En París viven medio  escondidos, por miedo a la policía y a la deportación. Pero no pueden volver al lugar de la nostalgia, porque al pisar su propia tierra los matarían o los meterían en la cárcel. Los personajes de este libro podrían suicidarse en París como un acto de libertad, porque en sus propios países hasta el suicidio está prohibido. Las mujeres llegan de fuera, en esta novela, como bacteriólogas, y acaban como receptoras de virus y bacterias, en la prostitución. 
 
O llegan como gallinas casaderas, hijitas de papi que vienen a hacer en francés un curso prematrimonial, pero como no quieren arrepentirse después, cuando sean grandes, de no haber vivido nada, se desbocan con la más increíble furia uterina; una furia que las salva del tedio y las acerca a cierta poesía de la vida. Esta especie de emigrantes, sin embargo, son las que mejor se adaptan, y las que más fácilmente tejen relaciones, porque la burguesía es una clase internacional idéntica en todas las ciudades del globo. 
 
En esta novela hay hombres que huyen de la violencia, que ya no la quieren volver a sufrir ni volver a ejercer, pero descubren que tal vez esa violencia ya se les metió por dentro definitivamente, y la llevan como una glándula más, como una ruina más, según el famoso poema de Kavafis. Viven con una oscura sensación de culpa, por haber caído tan bajo, pero también con una sed desmedida de diversiones que nunca acaban de compensar la desolación. A veces llaman, o reciben cartas de sus parientes lejanos, tan sólo para comprobar que aquellos que se quedaron en el propio país, tienen también la sensación de estar incompletos. 
 
El Ulises de Homero, aun seducido por la bella hechicera Circe, no se siente cómodo en la isla, y le toca ver el horror de sus amigos convertidos en cerdos. ¿Basta la encantadora Calipso para sentirse bien en tierra extraña? Es un gran deleite estar a ratos con ella, pero Ulises en silencio les ruega a los dioses que lo liberen de esa cárcel de amor. Ulises quiere volver a Ítaca, y recuperar a Penélope y volver a ver a su hijo y a su perro. El protagonista de esta novela, a diferencia de Ulises, no quiere volver, o al menos todavía no. Podría regresar a Bogotá, si quisiera, pero hay un pundonor que se lo impide: volver por miedo o por comodidad y con las manos vacías, sería una derrota, un acto de cobardía. Por eso decide averiguar de qué es capaz, o mejor, como dice él mismo, resuelve recibir los golpes a ver cuántos aguanta. Después de haberse enamorado sin éxito de una mujer, no juega su corazón al azar, ni al amor, sino a una vocación, a la voluntad de escribir. Y no sabemos si en esa selva se salva, salvo si concluimos que esta novela es el testimonio de su salvación, hipótesis que no se puede descartar.
 
Al fin y al cabo, El Síndrome de Ulises se plantea como novela de  formación del protagonista y en este sentido es una especie de continuación ideal de otra novela de Gamboa, la Vida Feliz de un joven llamado Esteban. No se vale contar las novelas que se presentan, pero puedo decir lo que el narrador principal siente al principio: su corazón ya no tiene corazonadas, sino que tiene dos certezas: la del abandono y la del desamor. Y resuelve que esa víscera tiene que ser capaz de volver a latir sola, sin ayudas. 
 
Como en muchas grandes novelas, aquí, con un ritmo vertiginoso que no nos permite dejar de leer, se entretejen varias historias de personajes entrañables de muchos rincones del mundo. El artificio para cambiar de narrador es la transcripción de las historias que el protagonista les oye. Al final la telaraña se va armando con varias tramas: una íntima, una policíaca, otra sentimental, otra literaria, otra desesperada. La fauna del mundo, las nacionalidades, las lenguas, las religiones, las culturas, nuestras miserias pero también nuestros pequeños heroísmos, desfilan por esta novela dura y triste, alegre y conmovedora. 
 
El Síndrome de Ulises es esa gran novela del destierro en la que muchos de los colombianos del exilio, cuatro millones, se podrán reflejar. Y no sólo los colombianos, pues esta es una novela que, gracias al conocimiento directo que Santiago Gamboa tiene del mundo entero, se mete en las culturas de todos los continentes, quizá con la única excepción, muy elocuente, del mundo norteamericano y anglosajón. Creo que por esta y las otras virtudes que señalé antes, será una novela muy bien acogida y muy leída en cualquier parte del mundo. 
 
Por último quiero señalar un leit-motiv del libro que a mí me fascinó y que, lo sé por experiencia, es también una de las obsesiones de su autor. Sin ser musulmán (aunque los musulmanes del norte de África tienen su buena tajada en este libro) el narrador nos cuenta, desde el principio, una de sus búsquedas más imperiosas, una de sus carencias más punzantes, y una de sus felicidades más hondas: el agua. Como en un recurrente proceso de purificación, el Esteban de este libro va en pos de duchas públicas, se pone feliz por un trabajo gracias a los baños, se mete en las bañeras de las amigas, ocupadas o no, y cura sus borracheras y sus excesos sexuales con repetidas abluciones, como en un largo y rutinario ritual pagano. Yo no sé qué es lo que toda esa agua significa. No lo interpreten mal, pero les cuento que cada vez que veo a Santiago, él me invita a un turco, a un sauna, a una piscina, a un chorro, a un lago, a un río. De tantas invitaciones, solo una vez, hace ya como diez años, lo pude acompañar, en los maravillosos baños del Hotel Gaelert de Budapest. No sé por qué cuento esto. Tal vez porque pienso que estas lluvias incesantes de Bogotá en abril, son el momento y la circunstancia más propicios para bautizar esta novela líquida, que es y será el resumen gracioso, melancólico y trágico de este nuevo mundo que estamos viviendo: el del desarraigo y la emigración.
 
Gamboa básico 
 
Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) estudió Literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá y en la Universidad Complutense de Madrid, donde obtuvo el título de licenciado en Filología Hispánica. Entre 1990 y 1997 vivió en París, y cursó un doctorado sobre literatura cubana en la Universidad de la Sorbona. Su primera novela, Páginas de vuelta (1995), fue considerada por la crítica como el resurgimiento de la novela urbana colombiana.
 
También es autor de Perder es cuestión de método (1997; llevada al cine en 2005 por el director Sergio Cabrera), Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos (1999), Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000), Los impostores (2001), Octubre en Pekín (2002), El cerco de Bogotá (2004), El síndrome de Ulises (2005; finalista del premio Rómulo Gallegos 2007, finalista del premio Medicis 2007 a la mejor novela extranjera en Francia y premio Casino de Povoa 2008 en Portugal), Hotel Pekín (2008), Necrópolis (premio La Otra Orilla, 2009), Plegarias nocturnas (2012), Océanos de arena (2013) y Una casa en Bogotá (2014). 
El año pasado incursionó en el ensayo con Guerra y paz, una reflexión histórica acerca del conflicto y la reconciliación. Sus libros han sido traducidos a al menos 16 idiomas.

19.5.15

La palabra como pensamiento

Tres universidades publican la obra completa de Danilo Cruz Vélez

Danilo Cruz Vélez, escritor y filósofo colombiano./eltiempo.com

Rubén Sierra Mejía, recopilador y editor de la obra de  Danilo Cruz Vélez. /Mario Rivera y Diana Trujillo./eltiempo.com

Si los grandes pensamientos llegan en las patas de una paloma, los grandes pensadores llegan sin hacer ruido y se marchan así, sigilosamente. Danilo Cruz es nuestro primer pensador, el que nos puso a pensar al nivel de la modernidad. “Es nuestro representante por excelencia en el contexto latino”, exclama Rubén Sierra, el editor de su obra completa, que acaba de aparecer en 7 volúmenes, lujosamente editada por las universidades donde hizo su nombre y su carrera docente.
Rubén Sierra cuenta con afecto la vida y obra de Danilo Cruz. Nacido en un pueblo perdido de Caldas, Filadelfia, en 1920, Danilo pertenece a una generación de ruptura. Ruptura con la pacata tradición feudal dominada por la escolástica. Su generación irrumpió en los cincuenta para renovar la poesía con Aurelio Arturo, Charry Lara, pero también la plástica con Obregón y la escultura con Negret y la historia con Jaramillo Uribe.
Fue la misma generación de Mito, la de Gaitán Durán y Cote Lamus, la que abrió las puertas a las letras modernas y a la llamada modernidad filosófica y literaria. Danilo se inició en las primeras letras con profesores de pueblo como Rogelio Escobar y Guillermo Arcila, mentores de lecturas filosóficas, como las de Bergson y luego Ortega y Gasset, de libros de historia y poesía como los de Thomas Mann y Romain Rolland. De Riosucio y Popayán pasó a Manizales y de allí a la capital donde habría de arribar en 1939 para empezar estudios de Derecho que pronto abandonó para dedicarse a lo suyo: la tarea de pensar.
Escritor de artículos para EL TIEMPO en los cuarenta y temprano docente en la Facultad de Filosofía de la U. Nacional, junto a Cayetano Betancur y Rafael Carrillo, el filósofo sin título fue destituido por el régimen de Laureano Gómez por difundir ideas contrarias al pensamiento católico dominado por monseñor Carrasquilla e introducir filósofos protestantes como Hegel.
Emigra gracias a ello a Alemania, donde conoce al pensador que había de cambiar su meditación: Martin Heidegger. Al final de esa década retorna a su patria para incorporarse a la U. de los Andes, lugar final de su magisterio hasta 1972 cuando decide retirarse de la cátedra “para no estorbar su trabajo filosófico”.
En esa década publica su trabajo más enjundioso: 'La filosofía sin supuestos', libro sobre la fenomenología de Husserl y el paso a Heidegger, sin duda el más logrado de sus escritos y el de mayor repercusión en nuestro continente. Luego vendrían sus 'Aproximaciones a la Filosofía', y en la década siguiente 'El mito del rey filósofo', y en los noventa su 'Tabula rasa' y 'El misterio del lenguaje'.
En estos Danilo encuentra sus temas y autores favoritos. El gran tema de la cultura y el hombre como un animal simbólico; el tema de los prejuicios en el pensar, los llamados idola de la caverna y de la plaza pública y, finalmente, el tema que quiso hasta el final: el nihilismo.
“Parece, dice Sierra, que trabajaba un libro sobre ese problema hasta su final, cuyo manuscrito nunca se ha encontrado”. De la mano de Nietzsche, Danilo pensaba el nihilismo en sus dos formas: teórica y prácticamente. “El nihilismo teórico se presenta cuando todo ente nos parece nada; y el nihilismo práctico cuando las normas que rigen nuestro comportamiento pierden su validez, y no sabemos cómo debemos obrar”. Aquí encuentra que solo se puede superar el nihilismo en la práctica, o en la transvaloración de los valores, tema que lo lleva a la filosofía de la praxis.
Si la función de la cultura es construir la morada del hombre en esta Tierra, o sea el lenguaje donde habitan los humanos, el arte es la primera manera como moramos la Tierra. Danilo habla del lenguaje como el misterio más hondo, el que nos habla, el de ese Otro que habla en nosotros. No el mero instrumento que usamos a discreción sino ese secreto fondo del que procede toda metáfora, sea científica, religiosa o poética.
Danilo amaba la palabra y se paladeaba con ella cuando leía en voz alta un poema y encontraba todas sus resonancias y su música en cada verso. Su amor por el idioma lo hizo frecuentar a los grandes poetas de la lengua, desde los clásicos del Siglo de Oro, el de Cervantes y Quevedo, hasta los de la generación del 27, como Cernuda y Guillén, de quien fue amigo personal.
Entre nosotros admiraba a Silva y a sus amigos Carranza y Charry Lara. Danilo era un cultor de la palabra hablada o escrita, “así fuera algo sordo para la música y casi ciego para la plástica”, anota Sierra. Le interesaba conocer los secretos de la lengua en que escribió para dominarla en su escritura y hacer de sus clases un modelo de dicción, claridad y método. No dejaba un solo punto a la improvisación, porque era preso del afán de esclarecimiento, el rasgo más notable de su docencia.
Pero su última pasión, y no por eso la menos importante, era la política, pensada más que actuada. Para ello se ocupó de Platón, Marx y Heidegger. Reconocía en Platón el mito del rey filósofo, o la teoría de la justicia encarnada en el filósofo, supremo hacedor de las ideas; de Marx reconocía el paso de la interpretación del mundo a su transformación; y en Heidegger encontró la decisión, así fuera equivocada, de tomar partido por una nueva ley, la del Führer, la realidad alemana de entonces.
En el fondo Danilo era un liberal clásico que en su tierra admiraba a López, el grande, el de la República liberal, y despreciaba el reaccionario tradicionalismo, cuasifeudal de la república conservadora.
Finalmente el pensador también denostaba del quehacer profesional del político porque “la posesión del poder echa a perder el libre uso de la razón”. Este era su genio y figura. El amante de la soledad y el ideal ascético, el que descreía incluso del matrimonio para filósofos y de todos los halagos del mundanal ruido. Murió en su ley, víctima de una larga y penosa enfermedad. Nos quedan estos 7 tomos de su obra completa y su vida incompleta, para la que tenía planes al menos por 30 años más de trabajo.
Esfuerzo Editorial
La obra completa de Danilo Cruz Vélez tuvo como editor a Rubén Sierra. El proyecto fue un esfuerzo editorial conjunto entre el Centro Editorial de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes y Ediciones Uniandes y la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de Caldas.
Los títulos de las obras son 'Tomo I: Filosofía sin supuestos. De Husserl a Heidegger'; 'Tomo II: De Hegel a Marcuse. Aproximaciones a la filosofía'; 'Tomo III: El mito del rey filósofo'; 'Tomo IV: Tabula rasa'; 'Tomo V: El misterio del lenguaje'; 'Tomo VI: Obra dispersa'.
El editor, Rubén Sierra Mejía, es profesor de la Universidad Nacional desde 1969, ejerció como docente de esa institución más de dos décadas y ha seguido vinculado a esta como editor y coordinador de los estudios del pensamiento colombiano.
Producto de esa cátedra es la edición de sendas obras sobre la historia de las ideas políticas en el país, que arrancan desde el radicalismo liberal del siglo XIX y alcanzan hasta mediados del siglo XX con la restauración conservadora. Ha sido coordinador, además, de dos libros sobre la crisis colombiana y la filosofía.
Al tiempo se publicó el libro 'La época de la crisis', en la colección Séneca de Ediciones Uniandes, conversaciones entre Rubén Sierra y Danilo Cruz Vélez, reeditado como parte del homenaje a la vida y obra.
Estas obras fueron presentadas en la Feria del Libro en abril; en adelante están en las respectivas universidades y librerías.
Ciro Roldán Jaramillo

18.5.15

Óscar Collazos, que estás en los cielos...

Un escritor solamente se muere cuando cae en el olvido. Sé que por su desaparición física, que nos deja un enorme vacío de sus columnas, va a lograr que varias de sus obras se lean, se relean...







Tengo un recuerdo nebuloso con su volumen de cuentos, El verano también moja las espaldas. Lo leí en esa etapa  primigenia y formadora de la adolescencia ávida de lecturas, y me gustó. Desde entonces lo he seguido como lector voraz, a ver qué nuevas literarias nos trae su prosa muy productiva. 
En función de que cambié mis intereses creativos de guionista, pasándome al predio de los escritores, me dio por leermele casi toda su obra, porque desde esa nebulosa lejana de la adolescencia, su fosforescencia literaria me  obligaba reelerlo. Entonces hice el trabajo lector de irme de adelante hacia atrás, es decir, seguí con la última obra publicada, que para entonces 1999, hacía su incursión en la novela negra con La modelo asesinada. Asistí, años después, a un debate relámpago, como todos los que se dan durante la feria del libro, donde él estaba al lado de Paco Ignacio Taibo II, Nahum Montt, donde precisamente se trataba de debatir ese formato que en las últimas décadas a tomado rumbos de boom mundial para tratar de esclarecer el lado oscuro de la sociedad y el individuo. 
Yéndome atrás, como ya era una figura pública, recuerdo haberlo visto, como cualquier hijo de vecino, en la fila para entrar a ver, en el desaparecido teatro Embajador del centro(hoy sobrevive como multiplex de salas) la última película de la saga del El padrino.
Otra vez coincidimos por esos azares de las simetrías de la realidad, durante la enésima feria del libro, ojeando de ojos, y hojeando de hojas, libros en promoción en el pabellón de Panamericana. Recuerdo que lo seguí y el libro que compró fue La pianista de Elfriede Jelinek, que resulta que ese mismo año, 2004 fue Premio Nobel. Les recuerdo que el libro de marras estaba en cinco mil pesos, como la feria es en abril, y la concecusión del premio Nobel se hace en octubre, ese  libro en la feria siguiente, ya costaba treinta y seis mil pesos. Cosas de las acciones que logra el premio Nobel. García Márquez, estaba traducido a 16 lenguas desde la publicación e impacto mundial de Cien años de soledad. Con el premio Nobel de 1982, se lo incluía a treinta y dos lenguas. Manes de los premios Nobel.
Collazos cobró permanencia por sus columnas muy redondas acerca de los temas que a él le daban la gana comentar y opinar, que suscitaban debate. Hasta querellas por calumnias le tocó capear en Cartagena. Recuerdo que cerró durante el Uribato maldito, la sección de comentarios porque el furibismo ramplón, de unanimismo grosero y fundamentalista lo señalaba tontamente como un auxiliador del terrorismo. Esos ocho años nefandos del maldito Uribato le inspiraron escribir Señor Sombra.
Un escritor solamente se muere cuando cae en el olvido. Sé que por su desaparición física, que nos deja un enorme vacío de sus columnas, va a lograr que varias de sus obras se lean, se relean...

16.5.15

Un idilio con La Habana

La escritora cubana Zoé Valdés cuenta su relación con la ciudad que dejó hace 20 años

La escritora cubana Zoé Valdés, fotografiada en Madrid. / Claudio Álvarez./elpais.com
Es amor, sí, pero marcado por la distancia. La cubana Zoé Valdés ha publicado La Habana, mon amour, una novela donde evidencia su relación conflictiva con la isla que la vio nacer en 1959. Entre párrafos, se mezclan su adoración a la capital con las críticas más duras al Gobierno castrista, al que ella no le ve una salida democrática cercana.
"La Habana y yo somos un mismo latido en este libro", cuenta Valdés, que hace 20 años se fue a  Francia, en principio con una invitación para hablar sobre José Martí, y nunca regresó. No porque no quisiera sino porque desde la publicación de La nada cotidiana (1995) el régimen comunista prohibió su trabajo en la isla, y sabía que si regresaba su vida sería cuando menos complicada. "Recibía amenazas de que me iban a golpear, e incluso lo intentaron una vez en una manifestación frente a la Embajada de Cuba en París", recuerda.
Lo que a veces describe como calles perfumadas de anís, rodeadas de piedras y escombros, llenas de niños y alegría, pronto se transforma en un bordado de edificaciones bajas inundadas por la miseria. Y se enfrasca en contar esa versión de su tierra que le parece que nadie conoce, alejada del fetiche paradisíaco que usualmente se promociona fuera de sus fronteras.
"Es un país muy bello, se supone que sea un lugar ideal donde nunca ocurren crímenes, pero sí pasa. Hay una gran violencia en la calle, muchas veces alimentada por la policía del régimen, pero por supuesto que no lo publican". Claro que esa es la menor de sus críticas. Habla con más pasión de las persecuciones a homosexuales y los asesinatos a quienes piensan diferente a las autoridades que llevan más de medio siglo en el poder. "La única salida es que los dictadores dejen el poder y que con su ausencia haya pluripartidismo y democracia. Pero los dictadores no hacen eso, así que solo puedo esperar que se logre a través de una vía pacífica, y que no sea como en Venezuela", otro régimen al que ella ve con sumo desagrado.
Y si se le pregunta por los movimientos de izquierda que han resurgido en Europa, admite que siente miedo: "Tienen que ver con el chavismo y con otros populismos de Latinoamérica. Son peligrosos para la democracia, pero entiendo que hay una nueva generación cansada de los viejos partidos que quieren un cambio. El surgimiento de estos movimientos es culpa de los políticos que no han sabido ofrecer algo mejor... pero su existencia también es prueba de la grandeza de la democracia".
Ella, que consiguió la nacionalidad española en 1997 aunque vive en París desde entonces, se mantiene firme en su convicción de que lo único que puede hacer es seguir denunciando y dar su opinión. "Es lo que nos queda", clama. En cuanto a su regreso a Cuba, confiesa que sueña con él, pero no en las actuales circunstancias. "No tengo ninguna intención de volver a una dictadura".

Miniaturas Modiano

La novela nueva del Nobel francés (en realidad, una pieza de 1986) es una ampliación de su campo de batalla: derivas, triángulos amorosos, melancolía... Esas cosas  tan Modiano

Patrick Modiano./ Thomas Samson./elmundo.es
De Patrick Modiano hay que contemplar el conjunto de su novelística desde una perspectiva total, de obra. Una de las críticas más recurrentes a su narrativa es la de considerar que siempre escribe el mismo libro, pero si lo leemos más allá del prejuicio es muy sencillo descubrir que, en realidad, los mecanismos de su prosa circulan en una incesante búsqueda por un mapa mental activado por otro plano, urbano. De este modo el francés consigue que las calles sean un escenario donde se funden presente y pasado para que el narrador se convierta en detective que investiga vivencias propias y ajenas.
Domingos de agosto, novela de 1986 que ahora ve la luz en España, contiene en su esencia la mayoría de características y planteamientos que han encumbrado a su autor. El maestro de una geografía sentimental muy parisina vira en esta ocasión a Niza, donde un anodino paseo propiciará la coincidencia: Jean, protagonista y voz narrativa, se encuentra con un viejo conocido, Villecourt, quien, tras invitarle a tomar un trago, resucita el recuerdo de una mujer fundamental para ambos: Sylvia.
El tono de este detonante de la acción de recordar es tenso y se envuelve en una neblina de misterio. A medida que avanza el relato, la bruma se disipará a través del lento encaje de todas las piezas del engranaje. Modiano es un miniaturista de vidas, por eso da tanta importancia a los detalles. Una frase, un movimiento o una mirada pueden decir mucho de sus personajes, fichas de un tablero con aire a condena porque nadie puede escapar de lo que fue. Tampoco Jean, encadenado a Niza tras fugarse de las playas fluviales del Marne con Sylvia y una esperanza de inesperada riqueza.
Parte de la tensión narrativa en las novelas de Modiano se debe a la labor arqueológica de recuperar el pasado lejano mediante un sistema de cajas chinas hilvanadas con preguntas y conexiones. Estas pesquisas y casualidades nada casuales dan coherencia interna a sus novelas. La diferencia de Domingos de agosto con otras es cómo la operación de rescatar lo pretérito se efectúa con tempos y atmósferas que sin ser noir lo parecen. A ese matiz contribuyen los paisajes. La lluvia de Niza y su sensación de ratonera determinan las circunstancias de los personajes, siempre inseguros y atados a un yugo invisible desde su llegada a la ciudad de la Costa Azul, último peaje de la carrera de Jean y Sylvia para refundarse y dejar atrás ciertas pesadillas de antaño.
Pero todo vuelve. Villecourt es el primer fantasma, el que enciende la mecha hacia la reminiscencia de una encrucijada vital con un diamante de fondo, objeto de discordia y cuerpo del delito, madre de todos los males porque por su valor se erige en compañero inseparable de la pareja, anclándola a una trampa donde el brillo de la piedra preciosa será un imán para atraer miradas y ampliar la gama de espectros, algo no muy complicado si se piensa que el dúo protagonista siempre traza el mismo circuito callejero, como si sin saberlo allanara el camino para ser localizado por espías y enemigos.
Modiano tiene una cierta querencia por desarrollar triángulos amorosos en que la presencia de una personalidad malvada y ambigua se opone a la ingenua bondad de los enamorados, conscientes de las amenazas que se ciernen en el horizonte mientras disfrutan del riesgo. En 'Domingos de agosto' Villecourt jugaría el papel de la sombra acechante a la que se une otra pareja, los Neal, matrimonio con impecable acento francés y supuesta residencia en una villa propiedad de la Embajada de Estados Unidos. ¿Son miembros del cuerpo diplomático? ¿De dónde sacan tanto dinero? ¿Por qué siempre les llevan a cenar a restaurantes de postín y demuestran tantas ganas de ser sus amigos? ¿Tienen verdadero interés en comprar la Cruz del Sur o sólo mencionan la gema preciosa para distraer la atención?
Todas estos interrogantes se trasladan del pasado al presente, donde Jean es un hombre casi en derribo, como su trabajo y su residencia, una habitación del desmantelado Hotel Majestic desde donde sale a pasear y rememora el trance que constituye el meollo de la novela. La antigua mansión de los Neal también está a un paso de desaparecer para sepultar de forma definitiva el rastro de sus pretendidos inquilinos. Se cierra un círculo de calamidades donde las únicas certezas, pruebas palpables de lo acaecido, son fotografías, teselas de un mosaico que desvelan identidades, explican anécdotas arrinconadas y transforman la fragilidad de lo instantáneo en una dolorosa solidez. La tortura de Prometeo, con ese águila que retorna para comerle el hígado, hace de Domingos de agosto una de las novelas más pesimistas de Modiano, quien desde la cotidianidad suele abrir puertas de aprendizaje y crecimiento, aunque tampoco está de más comprobar cómo la narración de una derrota desesperada puede convertirse en un tejido policial de notable magnitud.

15.5.15

Con el alma a cuestas

Una novela inédita en castellano y la reunión de sus cuentos permiten asomarse al universo de Cynthia Ozick, marcado por las tensiones del judaísmo moderno

Joven judío ortodoxo en el barrio de Brooklyn, Nueva York. / David Turnley /elpais.com

Los papeles de Puttermesser de Cynthia Ozick.

Cynthia Ozick, autora estadounidense, de Los papeles de Puttermesser.
Como extensión del segundo mandamiento —“No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra”— los judíos no se autorizan a creer en los actos de magia. El Talmud afirma que el Mago es Uno y sólo Él puede realizar milagros de prestidigitación, el no menor de los cuales fue la creación del mundo. Tal interdicción presenta un grave problema para el escritor judío. ¿Cómo inventar historias y personajes sin contravenir la terrible orden autoral? ¿Cómo responder a la advertencia talmúdica que afirma que, después de la muerte, quien se haya atrevido a construir una semejanza de algo de carne y hueso tendrá que darle vida y, al hacerlo, será castigado por terribles demonios. “Todo lo que no es ley es frivolidad”, reconoce uno de los personajes de Cynthia Ozick (Nueva York, 1928), atrapado entre la implacable prohibición de crear y el irresistible impulso de hacerlo.
Quizás detrás de la orden divina yazga un reconocimiento de la pobreza del lenguaje. “La palabra humana”, confesó Flaubert, “es como una olla cascada sobre la cual tamborileamos melodías para hacer bailar a los osos, mientras que lo que deseamos es enternecer a las estrellas”. Esta ansiedad frustrada, este valiente persistir, esta maravillosa invención de un Autor celoso que no permite competidores son las inquietantes nociones sobre las cuales Ozick ha construido casi toda su ficción. Si bien en sus obras mayores —en novelas como El Mesías de Estocolmo, La galaxia caníbal, El chal— se exploran estas cuestiones creativas, es en sus cuentos donde Ozick halla su voz más cáustica y más directa, más trágica y más cómica a la vez. La diferencia, novela o cuento, la dicta, según la escritora, el argumento que lo inspira. “Pienso que es una simple cuestión de elegir un tema, o dejar que el tema se elija a sí mismo, y dejarlo dictar su extensión”, confesó en una entrevista en la Paris Review. “No me interesa mi propia voluntad, si de eso se trata. ‘El rabino pagano’, por ejemplo, es un cuento que escribí hace mucho, y explora un tema muy vasto: el compromiso estético opuesto al compromiso moral. Incluso un tema tan profundo puede cernirse a un espacio pequeño”.
‘El rabino pagano’, una de las 19 piezas que integran esta asombrosa colección publicada por Lumen, es quizás el cuento que mejor expone las preocupaciones de Ozick y su exquisito estilo, vertido al castellano, con inteligencia, por Eugenia Vásquez Nacarino. El rabino que protagoniza esta historia se siente atrapado en las mismas preguntas que Job lanza a su Dios pero, al contrario de su lejano y sufrido antepasado, encuentra un cierto consuelo en nociones más antiguas, anteriores al monoteísmo de Moisés. Preguntándose por qué debemos recurrir “a la filosofía, a la religión, a todas nuestras fabulaciones” para encarar nuestra condición humana, el rabino propone la siguiente respuesta: “La razón es simple, y es nuestra tragedia: llevamos el alma a cuestas, el alma nos habita, somos su receptáculo, cuando ahondamos en el interior del alma debemos ahondar en nosotros mismos. Ver el alma, hacerle frente, en eso consiste la sabiduría divina. Y aun así, ¿cómo podemos ver el interior de nuestro oscuro ser? El ser de las otras especies está dispuesto de otro modo. El alma de una planta no reside en la clorofila, puede vagar a su antojo si lo desea, puede elegir cualquier forma o molde que le plazca. De ahí que las otras especies, gracias a que tienen un alma libre y son capaces de contemplarla, pueden vivir en paz. Ver la propia alma es saberlo todo, saberlo todo es ser dueño de la paz que nuestras filosofías tratan inútilmente de concebir. En la tierra residen dos categorías: el alma libre y el alma que mora en el interior. A los seres humanos nos maldijeron con un alma que mora dentro de nosotros”.
Porque es prisionera, porque necesita expresarse, nuestra alma busca la palabra, incierta, ineficaz, mentida, pero, al fin y al cabo, nuestra única herramienta. Ozick, heredera de aquella antigua lengua germánica, el yidis, hace que varios de sus personajes (en ‘Envidia’, ‘Del cuaderno de notas de un refugiado’, ‘Usurpación) se pregunten si es posible continuar usando el idioma de sus antepasados, idioma que, como ellos, fue víctima de los pogromos y de las cámaras de gas. Ozick, ciudadana anglófona de Estados Unidos, sugiere que tal vez el nuevo yidis sea el inglés y se pregunta si el inglés americano no haya permitido la resurrección del yidis bajo una máscara diferente, dando nueva vida a una forma de pensar y de sentir el mundo de aquel pueblo que inició su viaje de expulsado en el jardín del edén y lo prosiguió hasta la Europa del siglo XX, pasando por la Babilonia de Nabucodonosor, el Egipto de los faraones, la España de los almohades y de los Reyes Católicos, la Rusia de los zares. “Cualquiera que mantenga vivo el yidis está muerto”, dice un personaje en ‘Envidia’. Ozick demuestra, contra los argumentos de su ficción, que esta afirmación es una mentira.
Dado que, como afirma el Talmud, Dios dio el poder de la palabra tan sólo a los seres humanos (ni a los otros animales ni a los ángeles), con el yidis, con el inglés, con cualquiera de las lenguas heredadas después de Babel y a pesar del segundo mandamiento, los escritores han intentado, una y otra vez, recrear la vida a través del lenguaje. Ozick compara la audaz y conmovedora empresa de la literatura a la de los cabalistas, como aquel rabino de Praga, creador del fatídico golem. Y dado que estos discípulos del Autor del universo han sido siempre hombres, Ozick inventa para nuestro siglo una cabalista femenina, la asombrosa Ruth Put­ter­messer, cuya biografía cuenta en cinco episodios que recorren su asombrosa vida. Publicada por primera vez en 1997, muy bien vertida ahora al castellano por Ernesto Montequín, Los papeles de Puttermesser es una de las mejores novelas de Ozick, es decir, una de las mejores novelas de la literatura norteamericana contemporánea.
Cynthia Ozick. Cuentos reunidos. Traducción de Eugenia Vásquez Nacarino. Lumen. Barcelona, 2015. Los papeles de Puttermesser. Traducción de Ernesto Montequín, Mardulce. Buenos Aires, 2014.