Si hay algo que va a veces más allá del Vargas Llosa escritor, es el
Mario lector. Cuando durante 50 minutos desgranó ayer en la Fundación
Juan March las claves de Juan Carlos Onetti
—acompañado por Juan Cruz, adjunto a la dirección de EL PAÍS—, por
momentos, la clarividencia del autor que busca desentrañar todas las
claves de aquel a quien admira para digerirlo, en esa necesaria
distancia, se dejaba llevar por la pasión de quien vislumbra el hallazgo
de muchas dotes y un buen puñado de abismos.
“En todos los cuentos de Onetti, se esconde un secreto”, aseguraba el
premio Nobel ante dos salas llenas, una que lo disfrutó en vivo y,
otra, por medio de pantalla. “Y ese secreto escondido no se puede
contar. En esas supresiones radica muchas veces el éxito de una
narración”. Bien lo saben los escritores, como ellos, que no desprecian
al lector, que le dan herramientas para construir a su lado, mundos
propios, conclusiones divergentes.
En el caso de Onetti, muchas veces, quizás buscara conducir a sus
seguidores hacia el lado oscuro. De una manera radicalmente moderna, en
telepatía directa desde la recóndita Uruguay de los años treinta y
cuarenta a la Francia de los existencialistas. “En un libro como El pozo, su primera obra, existen muchísimas similitudes con El extranjero, de Camus. Pero es asombroso, porque en la época en que lo escribió no pudo haberlo leído”, comentaba Vargas Llosa.
Sí leyó a William Faulkner o a Louis-Ferdinand Céline. Del primero, como todo el boom
latinoamericano posterior, “sacamos la construcción de los puntos de
vista, los enfoques narrativos o la organización del tiempo que
necesitábamos para contar nuestra realidad. De Céline, muchas veces
extrae, lo que yo denomino su estilo crapuloso. Onetti insultaba,
ridiculizaba por medio del narrador a sus personajes, tan alejado de la
objetividad flaubertiana. Es lo que hace Céline, pero dentro de esa
crueldad con la que los trataban, ahondan en una profunda verdad que a
veces no queremos ver y que nos atañe a nosotros”.
Es lo que ocurre en obras maestras como El infierno tan temido —un relato que Emilio Gutiérrez Caba leerá en el mismo escenario mañana jueves— o Bienvenido Bob. Una esencia en Onetti,
como esa constante salvación por medio de la ficción de la terrible
realidad que nos circunda, que son una constante en obras suyas como La vida breve, El astillero o Juntacadáveres.
El hombre parco, huraño, el espectador que fue compañero de viaje de
un joven Vargas Llosa por Estados Unidos, se sentía cerca por el
auditorio, donde estuvo su viuda Dolly. Parecía haber saltado de su cama
en la casa más o menos cercana de la Avenida de América para colarse,
silencioso, por un rincón.
O no. Apenas le gustaba socializar. “En ese viaje a San Francisco,
donde nos encontramos con el poeta Allen Gingsberg, que nos llevó en
plena época hippy a conocer jóvenes que consumían peyote y LSD, Onetti,
observaba aquello callado y, estoy convencido, seguro que le parecía una
payasada, de la que algo iba a sacar”.
Recomendaba lecturas penosas a los jóvenes que le pedían consejo. Lo
hacía para ver si se daban cuenta. Despistaba con maldades y sarcasmos.
“Una vez le comentó a Ramón Chao cuando fue hacerle una entrevista: ‘Ya
sé por qué se ríe usted al verme, porque sólo me queda este diente. No
es que el resto los haya perdido, es que se los he prestado a Vargas
Llosa”.
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