31.8.09

El dulce señuelo de la inmortalidad

Jorge Luis Borges, El
Eterno.
Cuando leí la propuesta de una diputada argentina de trasladar solemnemente los restos mortales de Borges desde Ginebra, en donde falleció, al cementerio bonaerense de La Recoleta para su eterno reposo junto a los próceres y padres de la patria, incluida Evita Perón, me puse a temblar. ¡Otra vez la ceremonia grandiosa, los discursos grandilocuentes, la exposición del féretro en el Congreso de los Diputados, las notas vibrantes del sacrosanto himno nacional! Quizás esta dichosa exhibición de autobombo a la que son tan proclives -probablemente por contagió francés- los países de lengua hispana convenga a los héroes y caudillos o a los vates y artistas identificados con los valores y rasgos del país en el que nacieron.
Pero, en el caso del autor de El Aleph, es puro disparate. Borges, como los grandes creadores, disfruta del privilegio de la extraterritorialidad. No pretendió hacer carrera alguna en el gremio de las letras ni puede ser invocado por ninguna agrupación religiosa, ideológica ni nacional. Como Joyce, Proust o Kafka pertenece a sus lectores. Su obra concierne tanto a un lector argentino como a un árabe, chino, escandinavo o brasileño. La tajante oposición de María Kodama al proyectado festival de patriotismo y de uniformes de gala me llenó de alivio y reconocimiento.
Conservo fresco el recuerdo del acarreo del cuerpo de Jean Moulin, el héroe de la Resistencia antinazi, paseado con gran pompa por la Rue Soufflot hasta el Panteón mientras los altavoces y los medios informativos transmitían el elogio fúnebre de André Malraux con el tono a la vez emotivo y declamatorio adecuado a la circunstancia. Nadie había solicitado obviamente la autorización del muerto para aquel magnificente despliegue y pensé que su arriesgada acción clandestina no obedeció sin duda a ningún anhelo de gloria. El fasto desplegado avivaba más bien la autosatisfacción de los vivos y me pareció absurdo.
La distinción establecida por Milan Kundera entre el pequeño contexto (el de la repercusión de la obra de escritores y artistas en un ámbito local, provinciano, autonómico, nacional) y el gran contexto (el de su aportación nueva y fecunda a lo que yo llamo el árbol de la literatura) resulta indispensable para entender que si este ceremonial elegiaco y necrófago conviene a los representantes del primer apartado es a todas luces inútil y hasta grotesco para los incluidos en el segundo en razón de su extraterritorialidad creadora.
En los países de nuestra lengua resulta frecuente hallar bustos, estatuas y monumentos en honor de las glorias locales y provinciales como recordatorio piadoso de su paso fugaz por el mundo: dichos recordatorios, así como las fundaciones destinadas a perpetuar la difusión de su labor de cara a las generaciones futuras, me parecen tan vanos como patéticos. Nadie sabe si una obra será leída o no en los siglos venideros (si es que la presencia humana en nuestro planeta minúsculo subsiste aún y si el hábito de leer perdura). Borges, como Joyce, Proust o Kafka, no requieren patrocinio alguno: su difusión es la del polen transportado por el viento, que, como escribí a propósito de las Mil y una noches, disemina "las semillas de las palabras a tierras remotas mediante una forma más vasta y sutil de abejeo polinización".
Esta percepción de la realidad humana no obsta así para que crea en la perdurabilidad relativa de las obras representativas del gran contexto. Los novelistas antes citados están ahí para demostrarlo. Mas ellos, y una pléyade de autores, ya fueren de Grecia, Roma, Europa, India, Irán o Bagdad, no encarnan valores identitarios ni esencias perennes. No forman parte de rebaño nacional alguno, y por ello mismo no deberían ser manipulados post mortem por credos, patrias ni ideologías. Transportar sus cadáveres a hombros de mílites o, peor aún, en cureñas envueltas con la bandera del país natal, a algún templo o panteón glorioso es una apropiación abusiva.
Quienes pertenecemos al club de los agnósticos podemos invocar con orgullo no sólo a Sócrates, Epicuro, Omar Jayam, Voltaire, Diderot y a los padres de la Revolución Francesa, sino también a peninsulares de siglos lejanos, como esos "desarrados" (escépticos) tan poco estudiados hasta la fecha reciente: desde algunos autores del Cancionero de Baena al genial creador de La Celestina. Todos ellos nos dicen de formas distintas que nada hay después de la muerte. Remover huesos ilustres es por lo tanto vanitas vanitatum, et omnia vanitas. La felizmente frustrada exhumación/inhumación de Borges -el traslado de sus restos con escolta de honor- subraya la conveniencia de una incineración generalizada para evitar en adelante tanta fanfarria e interesada promoción.
Suscribo del todo las últimas voluntades del pedagogo y dirigente republicano Francisco Ferrer Guardia dictadas al notario Permanyer antes de su bochornosa ejecución por fusilamiento en las fosas del castillo de Montjuïc, falsamente acusado de los sucesos de la llamada Semana Trágica barcelonesa:
"Deseo que en ninguna ocasión ni próxima ni lejana, ni por uno ni otro motivo, haya manifestaciones de carácter religioso o político ante los restos míos, porque considero que el tiempo que se emplea ocupándose de los muertos sería mejor destinarlo a mejorar la condición en que viven los vivos, teniendo gran necesidad de ello casi todos los hombres".
Juan Goytisolo es escritor español.
fuente:elpais.com http://jmarconsusescribanias.blogspot.com

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