14.9.09

La conspiración de los escritores

De la teoría conspirativa al folletín, de Roberto Arlt a Dan Brown, el argentino Gonzalo Garcés recorre cuentos de Borges y mediocres obras populares donde se revelan complots masónicos, extraterrestres o mafiosos para tratar de dilucidar las posibles renovaciones del género.



Curioso que uno de los géneros literarios que han dado más bestsellers, quiero decir la ficción conspirativa, sea uno de los peor entendidos. Las historias de sociedades secretas, de manipulaciones monstruosas que explican el destino de un país o de toda la civilización, cautivan tanto ahora como en 1903, cuando entraron en circulación los Protocolos de los sabios de Sión. Todos saben que ese pretendido documento, que revelaba la existencia de una conspiración judía para dominar el mundo, resultó un apócrifo redactado por el periodista Matvei Golovinski; en cambio no siempre se recuerda que Golovinski se inspiró en una novelita popular, Los misterios del pueblo (1849), de Eugène Sue, que le atribuía a los jesuitas las maquinaciones que la policía zarista atribuiría a los judíos. A propósito evoco ese parentesco entre teoría conspirativa y folletín. Parece difícil que se pueda llegar a renovar el género sin investigar ese origen compartido, sin revisar las relaciones entre un libro como Los siete locos y uno como El Código Da Vinci, o entre un cuento de Borges y las periódicas revelaciones sobre complots masónicos, extraterrestres, militares, mafiosos o judaicos.

Empecemos, entonces, por constatar que la ficción conspirativa seguramente es inerradicable como actividad mental. Cualquier manual de antropología lo deja claro: si el Homo sapiens se convierte, en algún momento de su historia, en un mamífero buscador de tramas (en el sentido de pautas, patrones, recurrencias), es por la evidente ventaja que comporta: al cazador que distinguía una silueta en el bosque le convenía leer ahí la cosa que más deseaba o temía. Si era, digamos, un oso, lo encontraba preparado; si era un tronco caído, no perdía nada. A esa busca de formas definidas por la expectativa se agrega, en una fase evolutiva ulterior, la busca de causas y efectos. Conocer esas relaciones significa controlar la situación; de ahí que, en momentos de desamparo, el reflejo de la busca de patrones se active en forma frenética, aun a costa de conjeturar relaciones causales fantásticas o fraudulentas. Pero hasta una trama falsa tiene su utilidad, en la medida en que mitiga el sentimiento de impotencia y permite encarar con mejor ánimo el peligro. (En esta intuición, dicho sea de paso, se apoya la apuesta de Pascal: si muero y no hay Dios, el haber creído tampoco me habrá hecho mal.) De ahí la astrología, las religiones, la alquimia, la magia. El avance de la ciencia tiende a confinar esas formas de paranoia organizada a cotos progresivamente reducidos; pero el reflejo permanece, y así como tienta siempre explicar los triunfos propios como resultado de una trama benévola, con intervención de ángeles guardianes y otros facilitadores de un destino prefijado, así también las tribulaciones suelen imponer, a veces de forma irresistible, la explicación por el complot.

Vuelvo entonces a la relación entre folletín y teoría conspirativa. En su ensayo seminal de 1964, The Paranoid Style in American Politics, Richard Hofstadter define el imaginario del promotor de teorías conspirativas. De su análisis se desprende que el elemento central de esa mentalidad es la falta de empatía, la incapacidad para percibir o suponer en el enemigo limitaciones similares a las propias. Como el escritor de folletines, el conspiracionista construye a sus personajes como representantes absolutos del bien o del mal, y como él también, sólo concibe las alternativas de la trama como opciones de hierro: vida o muerte, libertad completa o abyección eterna. "El enemigo es un perfecto modelo de malicia", apunta Hofstadter, "poderoso, cruel, sensual, amante del lujo. A diferencia del resto de nosotros, no está sujeto al vasto mecanismo de la historia, no es víctima del pasado de sus propios deseos ni de sus limitaciones." El paranoico interpreta la Historia en términos personales: los eventos decisivos no son consecuencia del devenir colectivo, sino de la voluntad de alguien. El enemigo, además, se representa como poseedor de una fuente extraordinaria de poder: controla la prensa, dispone de fondos ilimitados o tiene un método secreto para controlar las mentes. Como se ve, el teórico de las conspiraciones concibe al enemigo como una versión agigantada de sí mismo. Como él mismo desconoce los mecanismos del poder, imagina a un enemigo que los desconoce también, puesto que procede por fiat y no mediante las trabajosas componendas, renuncias, vacilaciones, pruebas y errores que involucra el poder real.

A esto hay que agregar otro rasgo que comparten las teorías conspirativas "reales" con ficciones populares que van desde películas como JFK o The Truman Show hasta los bodrios de Dan Brown o Sydney Sheldon: es la convicción de que el curso de la Historia depende del secreto, de "lo que no se nos ha dicho", y que por lo tanto el solo acto de descubrir el secreto significa, a la vez, cambiar la Historia y convertirse en finalidad última de la Historia.

Recuerdo ahora una novela bastante encantadora dentro de su estupidez, Más oscuro de lo que pensáis (1948), del olvidado Jack Williamson, que ejemplifica a la perfección este esquema: Will Barbee, un periodista fracasado y alcohólico, descubre que desde la prehistoria la raza humana coexiste con otra, el Homo Lycantropus, que cuenta con la facultad de abandonar el propio cuerpo y adoptar otras formas. Durante siglos la humanidad fue atrozmente sojuzgada por los "licántropos"; de ese antiguo terror quedan las leyendas sobre el hombre-lobo, los vampiros, los hombres-leopardo de Nigeria, los dioses egipcios con cuerpo de hombre y cabeza de animal o las leyendas griegas sobre dioses que se transformaban en animales para engañar o seducir a los mortales... Al fin, la humanidad consiguió rebelarse y reducir al Homo Lycantropus a la clandestinidad, pero ahora éste se apresta a volver, más fuerte que nunca, gracias al liderazgo de un "mesías negro" cuyo advenimiento esperan. Barbee investiga y descubre que ese mesías es él mismo. Más bobalicona, pero idéntica en su narcisismo esencial, es la misma El Código Da Vinci: ahí, una chica más bien desabrida descubre que una malvada maquinación secular pretende mantener sometidas a las mujeres (y, si no entendí mal, perpetuar la no menos malvada costumbre masculina de practicar el sexo sin amor ni espiritualidad), y que ella pertenece por derecho a una organización abocada a liberarlas, lo cual de paso la emparenta intelectualmente con Leonardo Da Vinci e Isaac Newton y, para no quedarnos cortos, la convierte en descendiente carnal de Jesucristo.

¿Qué se puede objetar a esto desde la razón? Primero, por supuesto, que la satisfacción de carencias o deseos latentes que comporta la "revelación" hace sospechar, más que una investigación genuina, una ensoñación, un desvarío. Por otro lado, se puede argumentar que el secreto es un instrumento muy secundario en los mecanismos de la Historia; el cristianismo no se sostiene por la convicción de que Jesús no conoció mujer ni tuvo descendencia, ni es probable que se viniera abajo en caso de desmentirse, sino por la respuesta eficazmente organizada de la Iglesia a ciertos apremios o necesidades íntimas de una parte de la humanidad. Por lo demás, incluso si admitimos la existencia de una conspiración, narrar cómo fue descubierta ¿no es narrar, de lejos, lo menos relevante? Lo singular, lo revelador en una conspiración, como en cualquier esfuerzo colectivo, son los medios concretos movilizados para llevarla a cabo, las confusiones y los logros parciales, los acuerdos trabajosamente negociados, los esfuerzos malgastados, las ilusiones y los malentendidos que se superponen, inevitablemente, con la empresa, que amenazan siempre confundirse con el puro desorden y que son la realidad del ejercicio del poder.

Cosa interesante, estas objeciones corresponden, en términos generales, a las variantes que la ficción conspirativa va conociendo a medida que se refina. En "La Lotería de Babilonia", de Borges, tenemos la idea de una misteriosa compañía que regula estrictamente la suerte de los ciudadanos, pero de un modo tan aleatorio y secreto que termina por ser imposible distinguirlo del azar. En "La secta del Fénix", la idea complementaria de una conjura con rasgos tan vagos que se confunde con la humanidad en general. Este concepto de un orden inquietante o malévolo que se revela progresivamente como caos ya había sido dramatizado por Dostoievski en Los Demonios, que es de 1872. En esa novela, creo que por primera vez, los conjurados ya no son una presencia oscura, que conocemos sólo por sus manipulaciones, sino que pasan al centro de la escena, y al hacerlo se vuelven limitados, vulnerables. Al principio creen ser integrantes de una célula que es, a su vez, parte de una vastísima organización, perfectamente coordinada y guiada por un plan maestro; gradualmente, el plan se va revelando incierto. Cerca del final, alguien plantea la pregunta aterradora: "¿Somos nosotros la única célula en el mundo, o de veras hay más?" Y el líder del grupo le da la única respuesta honesta: "¿Qué importa eso?"

Hasta ahí la aproximación que podríamos llamar realista, centrada en humanizar a los conspiradores; otros prefieren asumir abiertamente la conspiración como proyección o metáfora que permite explorar una mente trastornada. En la película Una mente brillante, el matemático John Nash cree haber sido elegido por una rama secreta del ejército norteamericano para combatir una conjura comunista, hasta que entiende que todo es una alucinación y se resigna a reprimir, igual que los diabéticos reprimen su gusto por ciertas comidas, su propensión a encontrar tramas o dibujos en la realidad, y su nostalgia de una vida peligrosa. Menos prosaica, menos fríamente médica, es la reciente novela de Félix Bruzzone Los Topos, que sin ser exactamente una ficción conspirativa tiene varios de sus elementos. El protagonista, hijo de desaparecidos, se enamora de un travesti llamado Maira. Un día Maira desaparece y el protagonista parte a buscarlo en Bariloche; ahí conoce al Alemán, que puede ser el secuestrador de Maira o tal vez su cómplice. Se sugiere la existencia de una red de policías, delatores y confabulados. Dado el origen del protagonista, el tema del disfraz, de la identidad incierta y de la traición se perciben, cualquiera que sea el grado de realidad que se les atribuya, como fabulaciones paranoicas.

Pero el modelo, en esto, sigue siendo Roberto Arlt. Creo que vale la pena volver a mirar de cerca Los siete locos, una novela que, no sé por qué, ciertos ensayistas argentinos insisten en considerar como ilustrativa de las relaciones de poder en la Argentina. Esa interpretación pasa por alto dos cuestiones: primero, que la conspiración en ese libro nunca llega a ponerse en marcha; segundo, la irrealidad patente de los personajes. En rigor hay un solo personaje en Los siete locos, Erdosain. Considérese: a este inventor frustrado, que ha vivido masturbándose porque su mujer no aceptaba acostarse con él, y que al comenzar la novela acaba de ser dejado por ella del modo más humillante, lo invitan a formar parte de una sociedad secreta. Todo lo que pasa en adelante, en esencia, pasa en la mente de Erdosain. El Astrólogo es lo que se llama una fantasía compensatoria: organizador implacable, tan dueño de sí mismo como Erdosain es un incapaz, debe este autocontrol al hecho de no tener testículos y ser, por lo tanto, insensible a las mujeres. El Rufián Melancólico es otro íncubo engendrado por la humillación de Erdosain: proxeneta endurecido, terror de las mujeres, pero amado intensamente por todas, tiene por principio pegarles "porque es lo que les gusta". Fuerza, crueldad, atractivo sexual, magnificencia, cada personaje encarna una de esas cualidades deseadas. Pero acá está la honestidad artística de Arlt: el sueño compensatorio del incapaz, termina por ser incapaz también. Los conspiradores no llegan a nada. Como suele suceder en los sueños reales, este sueño se cansa: las peroratas del Astrólogo se hacen repetitivas y vacías, el Rufián es abatido por las balas, el Mayor resulta no ser militar en absoluto, un asesinado resulta estar vivo (y, como si estuviera aburrido y quisiera cambiar de sueño, quiere irse a Estados Unidos para triunfar ahí como actor).

Un amigo me pide que no reduzca la obra subversiva de Arlt al drama personal de un cornudo. De acuerdo: nada impide una lectura de esta novela, y otras similares, que compagine el lado psicológico y el político como caras opuestas de la misma historia. Dicho de otra forma, el conspirador podrá ser cornudo, paranoico o delirante, pero eso no impide que sea instrumento de una "razón revolucionaria" cuyos designios, que no dependen de sus ejecutores circunstanciales, exigen ser estudiados por sí mismos. Se puede imaginar esa fábula hegeliana, pero para llevarla a cabo haría falta, no la historia de una conspiración fallida, sino otra que, hasta donde sé, todavía está esperando un escritor que se le anime: la de una conspiración exitosa llevada a cabo por individuos confusos o enfermos o candorosos o conformistas que se proponían, a lo mejor, algo muy distinto.

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