Lorenzo Valencia*
Una cierta orfandad respecto a la tradición literaria nacional es sana porque socava cualquier presunción y abre búsquedas. Como consecuencia, a medida que el escritor recorre otras literaturas y descubre afinidades y retos, la literatura del propio país revela caminos inesperados que prescinden de ausencias paternales. En el caso de Ecuador no se ha contado con un novelista de renombre universal, autor de obras que se consuman de un tirón -con la excepción de Jorge Icaza por una sola novela, Huasipungo- y que, además de precursor, se convierta en profeta desatando lo que podría llamarse el género de las estrategias para asumir, disimular o esquivar la influencia de grandes padres literarios, que en otros países latinoamericanos se llaman García Márquez, Vargas Llosa o Carlos Fuentes. Icaza murió en 1978 y de su impronta quedan rastros en tesis doctorales, ediciones críticas y una mala conciencia literaria por no hacer novelas comprometidas que, a veces, da coletazos anacrónicos. Aunque también son ciertas las ventajas de contar con un novelista que, con su ejemplo de rigor, ponga en jaque cualquier concesión en la escritura. Si eso no se produce, lo mejor es cortar por lo sano, irse de casa y medirse con otras literaturas sin tantos miramientos. En Latinoamérica ese desplazamiento ha ocurrido desde Rubén Darío y Onetti hasta Castellanos Moya y Rodrigo Rey Rosa. Esto es posible porque la literatura no es nunca un asunto doméstico, ni limitado a las fronteras nacionales. La lengua, decía Edmond Jabès, es hospitalaria porque no toma en cuenta nuestros orígenes y sólo puede ser lo que logramos sacar de ella.
El camino que gradualmente he descubierto en la literatura ecuatoriana es el de su extrañeza, una verdadera periferia de la escritura, en la que Ecuador es una especie de Uruguay andino, por la cantera de novelas extrañas que se escapan de lo previsible, con cierto humor negro, con cierto inacabamiento, como si hubieran retenido su impulso originario por encima de su normalización editorial. Así ocurrió en Ecuador a fines del siglo diecinueve con la póstuma Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo, como ha ocurrido con Pablo Palacio, o como está empezando a ocurrir con el rescate de Humberto Salvador y su obra de 1930 recientemente reeditada en España, En la ciudad he perdido una novela... (Ediciones Escalera), que a pesar de los tres puntos suspensivos de su título le habría gustado al uruguayo Mario Levrero, porque está compuesta por un recorrido en tres etapas, la última, también luminosa, titulada 'Novela', de apenas siete páginas. A veces quisiera imaginar a otros uruguayos, como Felisberto, Onetti o Butazzoni, leyendo a ciertos ecuatorianos que parecen ser su correlato o estricta sombra; la que no es imaginaria es la alusión de Lautréamont en su Poesía a la ecuatoriana Dolores Ventimilla.
Lo cierto es que el gran padre literario a enfrentar en Ecuador es la política. Las tres maneras de no dejarse afectar por ella en la escritura han sido el delirio, el exilio o la proximidad de la muerte. No menciono una fuerte consciencia estética o el humor, porque ambos tienen su parte delirante y exiliada. Las novelas que han recurrido a esas tres vías son de lo mejor que se ha escrito en Ecuador y, al mismo tiempo, son novelas imposibles. El caso de Humberto Salvador (1907-1982) es sintomático de la injerencia política que tuvo la novela ecuatoriana a lo largo del siglo veinte, injerencia que condiciona la expresión literaria si el autor no sabe resistirla, esquivarla o reinventarla desde adentro. Salvador escribió En la ciudad he perdido una novela... y un par de libros de cuentos cuando tenía veintidós años. Pero luego cedió a la presión de los camaradas de su tiempo y publicó novelas comprometidas, sometiéndolas al condicionante mimético de lo inequívoco, con las que cosechó algunas traducciones y el aplauso internacional, ahora fantasma. Hacia la segunda parte de su vida quiso volver a sus comienzos pero no recuperó el fulgor de esa primera novela escrita en el puro trance de una novela imposible. Con Salvador ni siquiera puede uno dejarse seducir por su título de 1942, La novela interrumpida, porque no hay novela ni discontinuidad, sólo los pasajes inverosímiles de una escritura allanada.
El halo de imposibilidad de varias novelas ecuatorianas, una especie de inmolación en el inacabamiento, la parodia y la extrañeza, que se dio en las novelas de Montalvo, Palacio o Salvador, ocurrió también con la última novela de Alfredo Pareja Diezcanseco, La Manticora, que arrasaba con su propia trayectoria de autor realista, o en novelas como El espejo y la ventana, de Adalberto Ortiz; Siete lunas y siete serpientes, de Aguilera Malta; Entre Marx y una mujer desnuda, de Jorge Enrique Adoum; Pájara la memoria, de Iván Égüez; El viajero de Praga, de Javier Vásconez; Las tertulias de San Li Tun, de Juan Andrade Heymann, o una que es mi preferida, Carta larga sin final, de Lupe Rumazo, por su combinación de géneros, entre el diario, la carta y el ensayo, en una progresión que se abisma ante la muerte de un familiar. Todas estas novelas han permitido una trasgresión frente a la imagen de un Ecuador restrictivamente andino, de un realismo chato y testimonial. Acercarse a ellas sorprenderá a un lector sin prisa y sin referentes mediáticos, porque esos autores, saboteando las nociones convencionales de la novela, han buscado la escritura, esa patria de la que Blanchot decía que no permite profetas.
Lo cierto es que el gran padre literario a enfrentar en Ecuador es la política. Las tres maneras de no dejarse afectar por ella en la escritura han sido el delirio, el exilio o la proximidad de la muerte. No menciono una fuerte consciencia estética o el humor, porque ambos tienen su parte delirante y exiliada. Las novelas que han recurrido a esas tres vías son de lo mejor que se ha escrito en Ecuador y, al mismo tiempo, son novelas imposibles. El caso de Humberto Salvador (1907-1982) es sintomático de la injerencia política que tuvo la novela ecuatoriana a lo largo del siglo veinte, injerencia que condiciona la expresión literaria si el autor no sabe resistirla, esquivarla o reinventarla desde adentro. Salvador escribió En la ciudad he perdido una novela... y un par de libros de cuentos cuando tenía veintidós años. Pero luego cedió a la presión de los camaradas de su tiempo y publicó novelas comprometidas, sometiéndolas al condicionante mimético de lo inequívoco, con las que cosechó algunas traducciones y el aplauso internacional, ahora fantasma. Hacia la segunda parte de su vida quiso volver a sus comienzos pero no recuperó el fulgor de esa primera novela escrita en el puro trance de una novela imposible. Con Salvador ni siquiera puede uno dejarse seducir por su título de 1942, La novela interrumpida, porque no hay novela ni discontinuidad, sólo los pasajes inverosímiles de una escritura allanada.
El halo de imposibilidad de varias novelas ecuatorianas, una especie de inmolación en el inacabamiento, la parodia y la extrañeza, que se dio en las novelas de Montalvo, Palacio o Salvador, ocurrió también con la última novela de Alfredo Pareja Diezcanseco, La Manticora, que arrasaba con su propia trayectoria de autor realista, o en novelas como El espejo y la ventana, de Adalberto Ortiz; Siete lunas y siete serpientes, de Aguilera Malta; Entre Marx y una mujer desnuda, de Jorge Enrique Adoum; Pájara la memoria, de Iván Égüez; El viajero de Praga, de Javier Vásconez; Las tertulias de San Li Tun, de Juan Andrade Heymann, o una que es mi preferida, Carta larga sin final, de Lupe Rumazo, por su combinación de géneros, entre el diario, la carta y el ensayo, en una progresión que se abisma ante la muerte de un familiar. Todas estas novelas han permitido una trasgresión frente a la imagen de un Ecuador restrictivamente andino, de un realismo chato y testimonial. Acercarse a ellas sorprenderá a un lector sin prisa y sin referentes mediáticos, porque esos autores, saboteando las nociones convencionales de la novela, han buscado la escritura, esa patria de la que Blanchot decía que no permite profetas.
*Leonardo Valencia (Ecuador, 1969) es escritor. Su última novela, Kazbek (Funambulista, 2008), acaba de ser reeditada en Buenos Aires con la editorial Eterna Cadencia.
fuente:elpais.com http://jmarconsusescribanias.blogspot.com
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