El último libro de Mario Vargas Llosa es la comprobación cabal de que una vida de novela no es suficiente para escribir una buena novela. Que por muy fascinante que aquella haya sido efectivamente, la distancia que la separa del hecho artístico es casi la misma que existe entre un bloque de mármol de Carrara y una escultura salida del mismo material. En la balanza de la literatura, la espectacularidad biográfica y las dimensiones humanas y morales del sujeto en cuestión pesan lo mismo (y a veces, menos) que las existencias más insignificantes. Y a menudo estas tienen bastante más para decirnos, en tiempos en que las epopeyas íntimas y privadas ganan más batallas que las colectivas.
La vida de Roger Casement, el irlandés nacido a mediados del siglo XIX a quien el último Premio Nobel de Literatura le dedicó años de investigación antes de emprender su novela biográfica, tiene mucho de cruzada personal. Criado en el seno de una familia protestante –aunque de madre católica– el joven Casement formó parte de la expedición comandada por Henry Morton Stanley que Leopoldo II de Bélgica envió al Congo bajo la apariencia de una misión humanitaria que liberaría la región de la antropofagia y la bestialidad. La avanzada disfrazaba así su único objetivo: abrir las rutas de una futura colonización saqueando aldeas y esclavizando a sus habitantes, con una bestialidad aún peor pues provenía del cálculo y la especulación.
Cuando tiempo después, Casement regresó a Africa como cónsul británico, tomó nota de las atrocidades cometidas en los veinte años que duró su estadía y elevó más tarde un informe al Foreign Office que sacudió a Europa. Su nombre empezaba a ser sinónimo de audacia y denuncia, y fue por ese motivo que se le encomendó investigar las actividades de la Peruvian Amazon Company, una empresa británica extractora de caucho en la Amazonía peruana. Las conclusiones de este segundo informe fueron idénticas: los aborígenes también allí eran víctimas de una explotación salvaje implantada a fuerza de muertes, torturas y mutilaciones. El título de lord otorgado por la Corona británica no le bastaría al irlandés para librarse del horror de esas imágenes ni de las numerosas dolencias físicas contraídas.
La injusticia derivada de la dominación de un país poderoso sobre otro más débil lo sublevaba. De allí que, por carácter transitivo, Casement empezó a sentir lo mismo con respecto a la situación de Irlanda dentro del Reino Unido. Un mal cálculo político lo llevó a pensar que, durante la Primera Guerra, Alemania podía ser un buen aliado para lograr la independencia de su país. Descubierta la conspiración, fue acusado de alta traición y condenado a la horca en 1916. La difusión de unos diarios íntimos en los que anotaba detalles de una vida homosexual promiscua y presumiblemente pedófila terminó por condenarlo ante la opinión pública.
A Vargas Llosa le sobra técnica narrativa para contar esta historia plena de ingredientes atractivos como los que caracterizan al género best-séller del que ya forma parte: aventuras, heroísmo, personajes crueles, víctimas inocentes, intrigas políticas, erotismo. Con la soltura que le es habitual, maneja el discurso indirecto libre –una voz indistinguible entre la del narrador y la conciencia del personaje, que tan bien teorizó respecto de Flaubert en el ensayo La orgía perpetua – y dos tiempos narrativos que se intercalan capítulo tras capítulo: en uno, despliega los acontecimientos cronológicamente; en el otro, se concentra en los días previos a la ejecución, vividos dentro de una celda. Son estos los más interesantes del libro porque en ellos abandona el afán por seguir rigurosamente los pasos del personaje y la narración gira en torno a escenas construidas de manera novelesca: los diálogos del reo con su mejor amiga y, fundamentalmente, con su carcelero; las dudas respecto de su proceder y los recuerdos de su relación con Joseph Conrad. A los restantes, en cambio, les falta la depuración necesaria para que la biografía no se torne una acumulación de informaciones, datos y nombres que, a medida que avanza el libro se vuelve farragosa e innecesaria.
Lo que de este personaje parece haber subyugado definitivamente al autor de Conversación en la catedral es haber encontrado en él, condensadas, una serie de preocupaciones propias: la pregunta acerca del origen de la maldad, la codicia como motor de las acciones, la ceguera proveniente del patriotismo en la medida en que este, dice el protagonista "está reñido con la lucidez. Es puro oscurantismo, un acto de fe". Y el hecho de poder dotarlas por la vía de la literatura de una validez cercana a lo absoluto. Las brutalidades en Africa o en América no distan demasiado de las que hoy se siguen cometiendo, aunque los métodos de tortura se hayan sofisticado; la prepotencia de los fuertes contra los más débiles y la explotación a la que los someten cambian de objetos pero no de fines.
Hablando del pasado colonial, Vargas Llosa refiere, por elevación, al presente. Esta pretensión de universalismo se condice también con el tono declamativo que con frecuencia se lee en el libro. Un ejemplo que se repite: "El Congo. La Amazonía. ¿No había pues límites para el sufrimiento de los seres humanos? El mundo estaba plagado de esos enclaves de salvajismo que lo esperaban en el Putumayo. ¿Cuántos? ¿Cientos, miles, millones? ¿Se podía derrotar a esa hidra? Se le cortaba la cabeza en un lugar y reaparecía en otro más sanguinaria y horripilante".
Joseph Conrad necesitó sólo de dos palabras repetidas ("El horror. El horror") para dar idea de la magnitud del mal. Vargas Llosa escribió 451 páginas y da la impresión de no haberlo rozado.
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