Por: William Ospina
ESTOY DE ACUERDO CON LOS QUE piensan que a las Farc no hay que agradecerles por liberar a los secuestrados sino que hay que recordarles todos los días el error y el horror que cometen al secuestrarlos.
Frente al pueblo, frente a la opinión pública internacional, es mucho más lo que han perdido que lo que han ganado con esa práctica inhumana: deslegitiman su supuesta causa, se hacen indignos de hablar en nombre de los valores de la civilización, pierden toda respetabilidad como interlocutores políticos y compiten en ferocidad con la dirigencia que los engendró a punta de egoísmo y de elitismo.
Yo sé que la paz en Colombia sólo puede alcanzarse a través de un proceso político de diálogo, pero a ese diálogo no podrá llegarse por el camino del crimen. Mientras los contendores persistan en utilizar métodos criminales para combatirse, estaremos lejos de la posibilidad de un acuerdo civilizado. Y el acuerdo que le devuelva la paz a Colombia tendrá que ser un acuerdo civilizado, que tome la decisión de no arrojar más a los hornos de la violencia a tantos miles de jóvenes pobres que conforman todos los ejércitos de esta guerra.
Yo sinceramente creo que el Estado colombiano tiene que relegitimarse: aquí ha habido demasiada exclusión e indiferencia ante la suerte de los pobres, demasiada negligencia e irresponsabilidad, demasiada corrupción y venalidad de los funcionarios, demasiados órdenes de privilegios, para que el Estado pretenda que con un discurso nuevo ya ha expiado todos sus errores, sin hacer un esfuerzo verdadero por integrar a la economía y a un orden de oportunidades a sectores más vastos, por reparar a las víctimas de la barbarie en vez de comprarles olvido, por establecer la verdad de tantos horrores, y por emprender un proceso de reconciliación que merezca ese nombre.
El Gobierno actual nos repite todos los días que ya ha cumplido con la tarea de desmontar el paramilitarismo y de brindar garantías a la oposición, y es posible que lo crea. Pero todavía la criminalidad está desbordada y, a falta de violencia contra la oposición, persisten la hostilidad, los comentarios desleales y el incumplimiento de los pactos sancionados por la Constitución. Los niveles de pobreza y exclusión están por las nubes, y el propio Presidente suele repetir, en metáfora zoológica, después de casi siete años de estar ‘pacificando’ el país, que “la culebra sigue viva”.
Pero para llegar a ese diálogo que tarde o temprano tendrá que ocurrir, también la guerrilla tiene que expiar sus culpas. La primera es el secuestro, y la verdad es que la liberación de secuestrados, si bien es un gesto, no es una graciosa concesión. La guerrilla tiene el deber de liberar a todos los secuestrados, unilateralmente y sin condiciones, y debe hacerlo incluso por su propio bien. Crímenes como el asesinato “por paranoia y cobardía”, como lo ha dicho Sigifredo López, de los diputados del Valle, deberían hacerlos comprender que esos secuestros, además de infames, son inútiles en la guerra, estúpidos como estrategia y fatales para sus pretensiones políticas.
Deberían pasar del ciego discurso de las retaliaciones a alguna propuesta que la sociedad pueda considerar. A punta de secuestros, asaltos, campos minados y meros actos violentos ningún revolucionario ha ganado una guerra. Manuel Marulanda se fue con el melancólico orgullo de no haber sido derrotado, pero con la dura certeza de no haber cambiado nada en el orden de la realidad colombiana. Lo movían, como a sus más feroces enemigos, el odio, la terquedad, el deseo de venganza. Tal vez la nueva generación de jefes guerrilleros tenga más visión de cuánto ha cambiado el mundo.
Si fuera verdad su proyecto político, vale la pena preguntarse qué podría hacer la guerrilla si ganara la guerra. ¿Podría hacer más de lo que ha hecho en Venezuela Chávez sin necesidad de matar a nadie? ¿Podría hacer algo mejor que lo que hicieron en Cuba los revolucionarios hace 50 años? Hoy los jefes cubanos, con todo el poder, sólo aspiran a que se termine el bloqueo que les impide negociar con Estados Unidos. Hoy Chávez, con toda la legitimidad, depende por completo del modelo de consumo de combustibles que impera en el mundo, y sólo podrá darle un rumbo nuevo a su sociedad si diversifica la economía, si desarrolla un modelo de respeto por la naturaleza que por ahora es contrario a la lógica de la explotación petrolera, y si logra inculcar en su pueblo un nuevo sentido de la laboriosidad que supere los defectos que padece toda sociedad subsidiada. Hoy la China, el mayor ejemplo de revolución comunista triunfante, compite con Occidente en su industrialismo, en el saqueo de la naturaleza y en la alteración del equilibrio ecológico. Y ve crecer la opulencia de su burocracia, los males del capitalismo estatal.
Yo creo que el capitalismo egoísta y salvaje es algo que tiene que ser superado. Pero no veo a sus contradictores por fuera de él, sino en su seno, en las ligas de consumidores, en los que exploran otros modelos de agricultura, en los que libran el debate contra la estupidez de las sociedades excluyentes, contra las arideces de la manipulación mediática, contra las obscenidades de la opulencia, luchando por la formación de una comunidad más consciente y más capaz de opinar y participar. Ya no son parte del futuro, en ningún lugar, ni la dictadura del proletariado ni la dictadura del secretariado.
En cambio, como lo demuestra hoy casi toda América, son grandes las oportunidades de la democracia, incluso en países de democracia tan imperfecta como la colombiana. Habría que sumarse a esa ola de fervor continental, en la que no podemos incluir todavía al nuevo presidente de los Estados Unidos. Y mostrar al mundo el verdadero valor, que es el valor civil, para defender las convicciones sin matar ni atropellar a nadie, como lo ha hecho, en momentos en que todos vemos el dolor y cerramos los ojos, esa mujer valiente y admirable que se llama Piedad Córdoba.
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