Por: William Ospina
EN PRAGA, A COMIENZOS DEL SIGLO XX, Franz Kafka, un joven graduado en leyes, se empleó como apoderado de una Compañía de Seguros especializada en accidentes de trabajo.
Tenía un padre autoritario y arbitrario, y los continuos atropellos de que fue víctima crearon en el joven una obsesión por la justicia. Posiblemente estudió derecho para tratar de interrogar la validez de las leyes, la correspondencia entre la ley y la justicia, para saber cuánta verdad hay en la pretensión de que el mundo está gobernado por una divinidad justa.
Sus escritos efunden cierto sentimiento de desolación, todo lo que cuenta es a la vez poderoso y sombrío: Kafka no creía que el mundo fuera una región de esplendor hecha para nuestra felicidad. Pero sentía una especie de deslumbramiento ante los espectáculos del mundo, ante las fuerzas de la historia, ante los ángeles y demonios de la conducta, y vivía en una frontera mágica entre el mundo de la vigilia y el mundo de los sueños.
Kafka no era apenas un escritor, ni un abogado, ni un intelectual, sino posiblemente un santo. No se suele hablar de santos en nuestra época, o sólo se piensa en ellos como vestigios de edades ingenuas, ejecutores de milagros o celebridades religiosas. Se juzga la santidad por hechos extraordinarios y espectaculares, más que por una manera virtuosa o ejemplar de vivir.
Sin embargo, Kafka era a su modo un santo. Lo descubrí leyendo el libro de Gustav Janouch Conversaciones con Franz Kafka. Janouch era hijo de un compañero de trabajo del escritor, y siendo muy joven debió leer alguna de las obras de Kafka. Le pidió a su padre que le presentara a aquel empleado casi anónimo que despertaba su interés. El padre consideró que la conversación con Kafka podría orientar al muchacho, y lo llevó en presencia del abogado. Desde entonces Janouch y Kafka conversaron muchas veces, el joven copió esas conversaciones y su testimonio nos ha permitido ver algunas facetas desconocidas del escritor.
Janouch había oído a su padre decir que en la Compañía corrían rumores sobre Kafka. Se afirmaba, por ejemplo, que aunque sus deberes laborales consistían en defender a la empresa para evitar el pago de indemnizaciones a los obreros, Kafka solía ayudar a los demandantes, y que en esa medida era un empleado desleal, casi, diríamos, un traidor. Cuando sintió algún grado de confianza, Janouch le preguntó al doctor Kafka si era verdad lo que decían los rumores.
Éste le contestó que hacía todo lo posible por ser leal con la empresa, pero que cuando entendía que la causa del obrero era justa, que sus reclamos eran razonables, se sentía en la necesidad de intentar una especie de justicia compensatoria, y como no tenía derecho a ser apoderado de los demandantes, invertía parte de su propio salario en darles con qué pagarse un buen asesor que les ayudara a ganar el caso y defender sus derechos. “Lo que ocurre, añadió, es que el mundo ha caído de tal manera en manos de los demonios, que muy pronto el que quiera hacer el bien tendrá que hacerlo furtivamente y a solas”.
Kafka no sólo era un hombre bueno, era alguien atento a los grandes fenómenos de la cultura, y supo transformar sus circunstancias y sus imaginaciones en enormes y tremendas alegorías. Uno de sus relatos, La metamorfosis, en el que un empleado de comercio, Gregorio Sampsa, se convierte sin explicación alguna en un insecto, suele ser examinado por los críticos como una curiosidad de la imaginación, como una pesadilla o como una extravagancia fantástica. Yo creo que es la más atenta y valerosa reacción que un ser humano haya mostrado ante las tesis de la biología del siglo XIX, ante la revelación de que somos parte de la naturaleza.
Nos educaron durante dos mil años en la idea de que no pertenecemos al mundo, de que somos una suerte de ángeles caídos, que venimos del reino del espíritu y vamos hacia él. No éramos parientes de las lagartijas ni de los monos, sino criaturas extraterrestres hechas a imagen y semejanza de Dios, habitadas por un alma inmortal y presas por unos años en una celda de carne y de imperfección, antes de alcanzar para siempre nuestro castigo o nuestro premio.
Y de repente la ciencia vino a decirnos que éramos organismos tan hijos de la tierra como cualquier otro, que compartíamos con las salamandras y con los cerdos nuestros órganos, nuestras funciones vitales, nuestros sentidos; y que, como recordaba Álvaro Fernández Suárez, hablando de un famoso científico, “hay ciertas conclusiones sobre los procesos vitales que pueden obtenerse experimentando con humanos, pero las lechugas son más baratas”.
Esa noticia de la humildad de nuestros orígenes está en realidad llena de poesía, pero tuvo que ser inicialmente incómoda, y no estamos seguros de que la humanidad la haya asumido de un modo pleno. Esos ilustres y eternos establecimientos, el infierno y el cielo, todavía tienen muchos aspirantes, y la inmortalidad del alma, tan amenazante para los filósofos y tan improbable para los científicos, sigue siendo una certeza para incontables seres humanos.
Cuando ni siquiera Darwin pareció asumir la perplejidad agobiante de su propio descubrimiento, se diría que sólo Kafka entendió la magnitud de lo que nos había ocurrido. La humanidad se acostó un día siendo el centro del universo, la imagen de la divinidad, el arquetipo de los seres, y al despertar en la mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertida en un monstruoso insecto.
El hecho merecía alguna reacción de nuestra especie, abruptamente destituida de su condición angélica, y el relato de Kafka parece haber sido la primera respuesta imaginativa y fantástica a esa revelación trascendental.
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