3.4.09

Las adaptaciones según Rushdie



Cine y literatura, amistades peligrosas

Por Salman Rushdie.
La adaptación, el proceso mediante el cual una cosa evoluciona y se transforma en otra, mediante el cual una forma o manifestación pasa a ser otra diferente, es un fenómeno común en la actividad artística. Los libros se convierten en obras teatrales y películas constantemente; las obras teatrales se convierten en películas y, a veces, también en musicales; las películas se convierten en espectáculos de Broadway y hasta en libros también, gracias al horrible método conocido como novelización. Vivimos en un mundo lleno de transformaciones y metamorfosis. Las películas buenas -Lolita, La pantera rosa- se rehacen como películas malas; las películas malas -El increíble Hulk, Garganta profunda- se rehacen como películas aún peores; las series cómicas de la televisión británica se convierten en series cómicas de la televisión estadounidense, de modo que The Office se transforma en una The Office diferente [...]. También los programas de telerrealidad británicos se modifican para adaptarlos a la audiencia estadounidense [...].

Proceso insaciable. Las canciones de los grandes artistas son copiadas por los artistas menores; en el día de la toma de posesión [de Obama], Beyoncé interpretó su versión del clásico de Etta James At Last, para gran irritación de la propia Etta James (aunque también es verdad que James parecía estar aún más irritada por la elección de Barack Obama, así que quizás era sólo que estaba de mal humor). Todos éstos son ejemplos de la infinidad de variaciones de la adaptación, un proceso insaciable que a veces puede parecer voraz, dispuesto a tragarse el mundo, como si ahora viviésemos en una cultura que no para de engullirse a sí misma de forma que, al final, se habrá devorado a sí misma por completo.

Cualquiera podría hacer una lista de las muchas adaptaciones catastróficas que ha visto; personalmente, mis favoritas son la ridícula película Pasaje a la India, de David Lean, en la que Alec Guinness, en el papel de un sabio hindú, comete la blasfemia de meter los pies en un tanque con agua sagrada; y la mutilación a la que James Ivory somete a Lo que queda del día, de Kazuo Ishiguro, retratando al culpabilísimo aristócrata británico nazi de Ishiguro como un viejecito adorable, descaminado y engañado, más merecedor de nuestra simpatía que de nuestro desprecio.

Mejor que Los Beatles. Pero la adaptación puede ser una fuerza creativa, además de destructiva. Cuando Rod Stewart canta Downtown Train casi iguala a Tom Waits, y cuando Joe Cocker canta With a Little Help from My Friends logra la rara proeza de cantar una canción de los Beatles mejor que los propios Beatles, lo cual resulta menos impresionante cuando se recuerda que el cantante original era Ringo Starr. Actualmente estoy dando un curso en el que se subrayan algunos de los casos en que libros excelentes se han adaptado para crear películas excelentes -La edad de la inocencia, de Edith Wharton, se transformó en La edad de la inocencia, de Martin Scorsese; el retrato de Giuseppe di Lampedusa de la Sicilia de 1860, El Gatopardo, se convirtió en la mejor película de Luchino Visconti; Sangre sabia, de Flannery O?Connor, se transformó en una maravillosa película de John Huston; y con su película Grandes esperanzas, Lean produjo un clásico que puede compararse con la novela de Dickens sin resultar inferior a ella en absoluto, una película que permite al menos a este aficionado al cine perdonarle sus posteriores meteduras de pata con Pasaje a la India.

Hay muchos otros ejemplos de adaptaciones buenas. Hoy en día, poca gente lee la obra maestra francopolaca del siglo XIX de Jan Potocki Manuscrito encontrado en Zaragoza, pero les animo a descubrirla por su alegría y excentricidad, por su surrealista, sobrenatural, gótico y picaresco mundo de gitanos, ladrones, alucinaciones, inquisiciones y un par de hermanas increíblemente bellas que, por desgracia para los hombres a los que seducen, son sólo fantasmas. Sus cualidades fueron captadas a la perfección por el director de cine polaco Wojciech Has en su película de 1965 El manuscrito encontrado en Zaragoza, que deberían ponerse a buscar ya mismo. La película de 1955 de Satyajit Ray La canción del camino no sólo igualaba, sino que superaba, el clásico bengalí de 1929 escrito por Bibhutibhushan Bandhopadyahya, en el que está basada. Huston parece haber sido un adaptador de buena literatura especialmente dotado, y su película Dublineses, basada en Los muertos, de Joyce (tal vez la mejor novela corta escrita en lengua inglesa), da vida al relato de forma vívida y apasionada; aunque justo al final, cuando la cámara enfoca el exterior a través de una ventana para observar la nieve que cae y las famosas palabras de Joyce se apoderan de las imágenes de Huston, hablando de la nieve que caía levemente atravesando el universo y que caía levemente también, como el descenso de su final postrero, sobre todos los vivos y los muertos, recordamos cuál es la diferencia entre la excelencia y la genialidad. Dublineses es una película excelente, pero las últimas frases de la historia de Joyce la superan sin esfuerzo. [...]

«La poesía es lo que se pierde con la traducción», dice Robert Frost; pero Joseph Brodsky replica: «La poesía es lo que se gana con la traducción», y la línea de batalla no podría estar trazada de un modo más claro. Mi propia opinión siempre ha sido que, ya se trate de un poema que cruza una frontera idiomática para convertirse en un poema distinto en otro idioma, de un libro que cruza la frontera entre el mundo de la imprenta y el del celuloide, o de seres humanos que migran de un mundo a otro, tanto Frost como Brodsky tienen razón. Siempre se pierde algo con la traducción; y aun así, también puede ganarse algo. Estoy definiendo la adaptación de forma muy general para incluir la traducción, la migración y la metamorfosis, todos los medios por los que una cosa se convierte en otra. En mi novela Hijos de la medianoche, el narrador, Saleem, habla de la elaboración de encurtidos como una especie de proceso adaptativo: «[...] elaborar encurtidos es dar inmortalidad: los pescados, las verduras y las frutas cuelgan envueltos en especias y vinagre; una cierta alteración, una ligera intensificación del sabor, es sin duda una cuestión sin importancia. El arte está en modificar la intensidad del sabor, pero no su naturaleza; y sobre todo [...], en darle forma y expresión, es decir, significado».

Lo mismo, pero nuevo. La cuestión de la esencia sigue constituyendo el núcleo del acto de adaptación: cómo hacer una segunda versión de una primera cosa, ya sea un libro, una película, un poema, una verdura o uno mismo, que siga siendo ella misma y aún así algo nuevo que todavía lleve en sí la esencia, el espíritu, el alma de la primera cosa, la cosa que uno mismo, o su libro, o poema, o película, o mango, o lima, era originalmente antes de someterse al encurtido. [...]

¿Qué debe uno conservar? ¿Qué debe uno descartar? ¿Qué es modificable, y dónde se debe trazar la raya? Las preguntas son siempre las mismas y la forma en que las respondemos determina la calidad de la adaptación del libro, el poema o nuestras propias vidas.

¿Qué hay de las adaptaciones de los premios Oscar de este año? En 1921, F. Scott Fitzgerald escribió un extraño relato llamado «El curioso caso de Benjamin Button» sobre el nacimiento en la familia de «los jóvenes señor y señora Roger Button» de un bebé varón que nace como hombre de 70 años y luego vive hacia atrás, rejuveneciendo con el tiempo hasta que, al final de su vida, con el tamaño de un bebé y encogiéndose lentamente dentro de su cuna blanca, desaparece en la nada. En 2008, esta pequeña historia humorística fue convertida por Brad Pitt y el director David Fincher en una película de 200 millones de dólares. Sin embargo, la diferencia entre el relato y la película es extraordinariamente grande.

En la historia de Fitzgerald, Benjamin nace como un hombre septuagenario de tamaño normal. Nunca se llega a explicar cómo la señora Button se las arregló para dar a luz a un bebé tan grande sin partirse por la mitad. Además, la señora Button nunca se somete a un reconocimiento. En la historia, la vida de Benjamin transcurre en su mayor parte en el ámbito privado, excepto un viaje para luchar en la guerra entre España y Estados Unidos, mientras que en la película se ve envuelto en tantos acontecimientos públicos de su época que el filme casi podría haberse titulado Zelig al revés, o tal vez Forrest Gump marcha atrás. (El guionista de Forrest Gump, Eric Roth, que escribió ese guión a partir de la novela de Winston Groom, también es responsable del de Benjamin Button.)

Quizás la mayor diferencia entre las dos obras sea que, aparte de compartir la idea de un hombre que vive hacia atrás en el tiempo, las historias son completamente distintas; la película no es realmente una adaptación del libro, sino una creación de Roth casi por completo. Y aunque la película de Roth y Fincher es fundamentalmente una brillante puesta en escena de efectos especiales a la que contribuyen las dos excelentes interpretaciones de Pitt y Cate Blanchett, al final no tiene nada de particular que decir. Al menos, la historia de Fitzgerald es una comedia sobre el esnobismo y la vergüenza que, aunque mantiene deliberadamente un tono banal y ligero, satiriza maravillosamente las actitudes sociales del Baltimore de finales del siglo XIX y principios del XX.

El Holocausto al revés. Todo el mundo acepta que relatos y películas son cosas diferentes y que el material original debe modificarse, incluso de manera radical, para que pueda funcionar bien en el nuevo medio. Las únicas preguntas que interesan son cómo y cuánto. Sin embargo, cuando el original prácticamente desaparece, es difícil saber si al resultado se le puede siquiera llamar adaptación. Después de todo, hay otras historias muy conocidas sobre retrocesos en el tiempo que son anteriores a la película de Fincher y Roth. En la novela de 1991 de Martin Amis La flecha del tiempo se cuenta la historia del Holocausto al revés, de forma que, en una escena extraordinaria, unos amables médicos nazis de un campo de concentración sacan oro de sus almacenes privados y lo usan para fabricar empastes para los dientes de pacientes judíos. Pero en La flecha del tiempo todo va hacia atrás, no una sola vida. Quizás el ejemplo más conocido de otro retroceso similar al de Button es el del personaje del mago Merlín en el clásico de 1938 de T. H. White La espada en la piedra, que también fue objeto de una adaptación al estilo Disney sobre la que es mejor correr un tupido velo. Merlín, el maestro del chico conocido como Wart, el futuro Rey Arturo, vive hacia atrás en el tiempo, y por eso tiene la gran ventaja de conocer el futuro, mientras que se siente confuso sobre el pasado. Button no tiene esa suerte. Es viejo y robótico, pero tan ignorante como un bebé recién nacido. Por otra parte, se convierte en Brad Pitt al crecer, así que no todo es malo.

Extrema pobreza. ¿Y qué puede uno decir sobre Slumdog Millionaire, adaptada de la novela ¿Quién quiere ser millonario?, del diplomático indio Vikas Swarup, y dirigida por Danny Boyle y Loveleen Tandan, que ha ganado ocho Oscar, incluido el de mejor película? Un filme optimista sobre los espantosos suburbios de Bombay, una película sobre la pobreza extrema fotografiada con opulencia, una mirada romántica y bollywoodiense a la dura y poco romántica cara sórdida de la India. Bueno, es optimista, ¿a que sí? Y para remate, hay una sensacional secuencia de baile a lo Bollywood al final. (En realidad, es una secuencia de danza sorprendentemente mediocre incluso para lo que es habitual en Bollywood, pero da igual.) Probablemente es inútil que diga nada en contra de una película tan popular, pero permítanme intentarlo.

Chicos de suburbio. Los problemas empiezan con la obra que se está adaptando. La novela de Swarup es una obra mediocre y sensiblera, con un argumento que resulta inverosímil: un chico de los suburbios se las arregla de alguna manera para meterse en la popular versión india de ¿Quiere ser millonario? y responde correctamente a todas las preguntas porque los accidentes casuales de su vida le han proporcionado la información que necesita gracias a una serie de coincidencias imposibles y las preguntas se le hacen, convenientemente, en un orden que permite que los recuerdos acudan a su mente por orden cronológico. Ésta es una presunción evidentemente ridícula, la clase de escritura fantástica que da a la escritura fantástica su mala reputación. [...]

La película encadena una imposibilidad tras otra, y supera incluso la ramplonería del libro. Dos chicos de los suburbios de Bombay que crecieron hablando hindi y maratí huyen de un incendio y de repente hablan un inglés perfecto, lo bastante bueno como para comunicarse con los turistas occidentales y engañarles. Ah, y cuando escapan del suburbio en llamas dan pruebas de una forma física extraordinaria, porque la siguiente vez que se les ve están en el Taj Mahal, [...] a cientos de kilómetros de distancia. Un momento después están de nuevo en Bombay y el chico más mayor ha conseguido milagrosamente una pistola y balas, y la habilidad y el valor para usar ambas. ¿Como ha conseguido la pistola? La película nunca lo explica. La India no es Estados Unidos y, por consiguiente, allí no es fácil que cualquiera adquiera un arma, a menos que ya esté metido en una mafia criminal, y ése no es el caso en este punto de la historia. Ver la historia de tu ciudad natal contada de esta forma chabacana y cómicamente absurda hace que, finalmente, acabes enfadándote. El sentimentalismo de Slumdog Millionaire es tan exagerado que si estuviese ambientada en algún lugar que resultase más familiar para el público occidental, se la identificaría como el sinsentido banal que es. ¿De verdad podemos creernos que la novia de un jefe de la mafia sería capaz de huir de él y vivir feliz por siempre jamás con su amor de la infancia? ¿Toleraría Don Corleone algo semejante? ¿No? Bueno, tampoco los padrinos de D-Company ni de ninguna de las otras bandas criminales de Bombay.

Audacia artística. [...] En una entrevista realizada durante el festival de cine Telluride el pasado otoño, Boyle, ante la pregunta de por qué había elegido un proyecto tan distinto del que es habitual en él, respondió que nunca había estado en la India y que no sabía nada sobre el país, así que pensó que este proyecto era una gran oportunidad. Al escucharle, me imaginaba a un director de cine indio haciendo una película sobre la vida en los suburbios de Nueva York y diciendo que lo había hecho porque no sabía nada sobre Nueva York y, de hecho, nunca había estado allí. La crítica le habría despedazado. Pero para un director del Primer Mundo, decir eso sobre el Tercer Mundo se considera algo elogiable, una muestra de su audacia artística. Los dobles raseros de las actitudes poscolonialistas todavía no han desaparecido del todo.

Entre los amantes del cine, existe la opinión generalizada de que las películas hechas a partir de guiones originales son y deben considerarse superiores a las películas basadas en obras teatrales o libros. Entre los libros brillantes de épocas recientes que han sido sometidos a transformación cinematográfica están (por ofrecer una lista muy incompleta): El libro de Rachel, de Martin Amis; Expiación, de Ian McEwan; Lo que queda del día, de Ishiguro; Últimos tragos, de Graham Swift; Oscar y Lucinda, de Peter Carey; Spider, de Patrick McGrath; El tambor de hojalata, de Günter Grass; El amor en los tiempos del cólera, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada y Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez; La mancha humana, de Philip Roth; y Vidas cruzadas, basada en los relatos de Raymond Carver. (Por supuesto, la película Independence Day no era una adaptación de la laureada novela de Richard Ford, que por desgracia se publicó casi al mismo tiempo que se estrenó la película, por lo que, según la leyenda, cuando los clientes de las librerías pedían el libro, los libreros se veían obligados a preguntar: «¿Con o sin extraterrestres?».)

Otro Peter Pan. Sin embargo, de toda esta lista en concreto, puede que sólo la película de Volker Schlöndorff basada en El tambor de hojalata merezca la pena comentarse como película, y este desequilibrio entre adaptaciones buenas y malas refuerza los argumentos de quienes son contrarios a las adaptaciones. Vidas cruzadas traiciona la visión de Carver al ascender de categoría social a la mayoría de sus personajes, de modo que su desesperación a duras penas suprimida parece más bien falta de moderación. Y abajo, muy en el fondo del tonel, se encuentra la película de La mancha humana, que, para el papel de un hombre afroamericano que se las arregla para pasar por blanco durante gran parte de su vida, cuenta con el actor Anthony Hopkins, un galés de piel clara.

El argumento en contra de la adaptación y a favor del guión original me lo expuso una vez con enorme vehemencia un productor de cine británico un tanto ebrio que aseguraba [...] que todas las películas hechas a partir de libros son una mierda. No cabe duda de que es posible hacer una contundente defensa del razonamiento de la mierda. La mancha humana no es la única. Las películas basadas en casi todos los libros que acabo de mencionar son malas, aburridas, lentas y cojas, mientras que los originales son absorbentes, están llenos de energía y mantienen la tensión. Las películas de las obras maestras de García Márquez, concretamente, son travestis que sustituyen la precisión imaginativa del escritor por un perezoso exotismo que traiciona profundamente los originales sin siquiera ser consciente de ello.

Sin embargo, El tambor de hojalata, de Schlöndorff, destaca como una magnífica excepción que cuenta con la electrizante interpretación de David Bennet en el papel de Oskar Matzerath, el Peter Pan de los millones de niños perdidos y piratas sanguinarios de la Alemania nazi: el pequeño y mal desarrollado Oskar, el otro niño de la literatura clásica que nunca creció. He intentado encontrar más películas que rebatan el veredicto del productor británico y podría añadir, por ejemplo, la película de los hermanos Coen No es país para viejos, que logra triunfar manteniéndose muy cerca, una escena tras otra y una línea de diálogo tras otra, de la novela de Cormac McCarthy; y Pozos de ambición, que lo consigue empleando el método contrario, al realizar una adaptación libre, relajada y que funciona estupendamente, de la novela de Upton Sinclair Petróleo. Pero los fracasos son muchísimo más frecuentes que los éxitos.

La teoría del cine de autor la expuso por primera vez François Truffaut en Cahiers du Cinéma a finales de los años cincuenta y la amplió, primero como teoría cinematrográfica y luego con la realización de películas reales, un grupo de críticos que se convertirán en algunos de los directores de cine más importantes del mundo: Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Eric Rohmer y Jacques Rivette. Pero aunque la idea de la superioridad de los guiones escritos como guiones originales sobre las adaptaciones es el origen, o casi, de la nueva ola francesa, muchas de las mejores obras del cine francés, y en realidad del cine mundial, durante los años cincuenta y sesenta, son, de hecho, adaptaciones que funcionan. Godard, un partidario del guión original, tuvo su gran éxito comercial con Le Mépris (El desprecio), que estaba basada en una novela de Alberto Moravia. Chabrol hizo una película fantástica a partir de la novela de suspense de Cecil Day Lewis, escrita bajo seudónimo, La bestia debe morir [...]; Rohmer adaptó con brillantez la novela corta clásica de Heinrich von Kleist La marquesa de O.; y también está Jules y Jim, basada en la novela de Henri-Pierre Roché.

Primeras obras maestras. El mundo cinematográfico de la misma época, inmensamente rico, contribuyó a echar por tierra el principio de la mierda. Las primeras obras maestras de samuráis de Kurosawa, El mercenario y Sanjuro, tenían orígenes literarios, aunque Los siete samuráis procedía de un guión original; y Rashomon la hizo Ryunosuke Akutagawa combinando dos de sus relatos. Satyajit Ray tomó muchas cosas de la literatura bengalí clásica, y algunas de sus mejores películas, como Charulata y The Home and the World, son adaptaciones más o menos fieles de obras originales de Rabindranath Tagore. Ingmar Bergman y Federico Fellini rodaban invariablemente sus propios guiones originales, pero Luis Buñuel era menos dogmático y realizó algunas de sus películas de más éxito aliando sus propias tendencias anárquicas y surrealistas con la literatura europea clásica, y adaptó por ejemplo Belle de Jour, de Joseph Kessel.

Por tanto, los argumentos contra las adaptaciones cinematográficas siguen sin quedar demostrados y, si miramos por debajo del nivel de la gran literatura, se podría argumentar de forma plausible que muchas adaptaciones cinematográficas son mejores que sus materiales originales en prosa. Yo diría que la película El señor de los anillos, de Peter Jackson, supera los originales de Tolkien porque [...] Jackson es mejor como cineasta que Tolkien como escritor; el estilo cinematográfico de Jackson, dramático, lírico, y otras veces íntimo y épico, es infinitamente preferible al estilo de la prosa de Tolkien, que se acerca peligrosamente a la charlatanería, a los aires de superioridad y a la pomposidad y sólo logra aproximarse a la humanidad y al inglés corriente en los pasajes que hablan de los hobbits [...].

«Eso no es necesario». Mis experiencias personales con las adaptaciones han sido... Bueno, variadas, aunque están mejorando. Las cosas empezaron mal. Uno de los productores del Gandhi de Richard Attenborough decía que estaba deseando hacer una película con Hijos de la medianoche, excepto por una pequeña parte, que le parecía débil y redundante. Desgraciadamente, esta pequeña parte era el clímax de la novela, en la que la primera ministra india Indira Gandhi era, más o menos, la mala. «Eso no es necesario», decía el productor, «el libro está muchísimo mejor sin ello.» Ese proyecto no llegó a buen puerto. Durante los años siguientes hubo otros intentos fallidos de convertir la novela en película. El que más cerca se quedó, en 1997, fue el proyecto de hacer una miniserie de cinco capítulos para la BBC, para la cual yo mismo escribí la adaptación. Eso me enseñó mucho de lo que sé sobre la adaptación, en concreto la necesidad de ser implacable con el original extremadamente largo, combinada con la determinación de extraer y mantener su esencia. La serie nunca se hizo debido a problemas políticos de última hora en Sri Lanka, donde debían rodarse los exteriores principales [...].

Sin embargo, un par de años después pude emplear esa experiencia, y parte del trabajo realizado, en una adaptación teatral de Hijos de la medianoche dirigida por Tim Supple y que la Royal Shakespeare Company interpretó tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos. El teatro es un animal diferente: es muy directo, la obra está justo delante de uno y eso la convierte en una forma de expresión intensamente declaratoria (excepto en manos de Beckett o Pinter, que ponen del revés sus normas habituales); y lo que es cierto para el teatro en general, es doblemente cierto para el teatro épico. Como consecuencia, la adaptación teatral de Hijos de la medianoche se diferenciaba del libro en dos aspectos sorprendentes: en primer lugar, era mucho más política, de un modo mucho más clamoroso y evidente, y ponía el material político al frente y en el centro en lugar de usarlo de una forma más sutil, como telón de fondo, como hace a menudo la novela; y en segundo lugar, había mucho más sexo. Y subrayo mucho más.

Hablando como autor de la adaptación y también de la novela, esas diferencias me gustaban. Yo pensaba en la obra teatral como una especie de prima segunda del libro, tal vez su hija ilegítima; pariente suya, no su viva imagen, y me parecía que su estilo más descarado y más agresivamente cercano era poderoso y eficaz y apropiadamente teatral, a la vez que seguía siendo fiel al espíritu del libro. La respuesta del público fue interesantemente dispar. Pronto quedó claro que las personas que más disfrutaban de la obra eran aquellas que no habían leído la novela.

Manos a la obra. Esta producción contrastaba enormemente con la maravillosa, fluida y mágica adaptación que hizo Supple de Harún y el mar de las historias para el Teatro Nacional. Así que quizás el problema fuese yo. Vamos a averiguarlo pronto, porque estoy a punto de hacerlo de nuevo, esta vez para el cine. Hay otro proyecto para rodar Hijos de la medianoche, esta vez con mi amiga Deepa Mehta, directora de la película nominada al Oscar Agua, y, dentro de pocos meses, ambos nos pondremos manos a la obra para encontrar la forma de conservar la esencia de una novela de 600 páginas en un guión de 100. Hay algunas decisiones evidentes que hay que tomar. ¿Realmente podemos contar la historia de las tres generaciones que aparecen en la novela, o debemos concentrarnos en la vida de Saleem? Pero entonces, ¿seguiría siendo Hijos de la medianoche [...]? [...]

Superman, Batman, El Joker. La esencia de una obra que va a adaptarse puede estar en cualquier parte, en las historias secundarias que nos cuentan, por ejemplo, cómo Superman se volvió sobrehumano, cómo Batman se volvió murciélago o por qué Joker es un bromista. Puede residir en la atmósfera única de la historia -la intolerancia de una pequeña ciudad de Alabama en la época de la depresión vista a través de los ojos de una joven- o en el fuero interno de un personaje: el mundo interior de Holden Caulfield o de Marcel, el narrador de Proust. Que esas esencias pueden comprenderse y reflejarse en la película es algo que queda demostrado, por ejemplo, en el gran largometraje de Raúl Ruiz sobre El tiempo recobrado, de Proust, o en el de Robert Mulligan, Matar a un ruiseñor, o en la extraordinaria encarnación del Joker que hace Heath Ledger en El caballero oscuro.

Para el adaptador, lo más difícil de todo son esos textos cuyas esencias residen en el lenguaje, y esto podría explicar por qué todas esas adaptaciones de novelas de García Márquez son tan malas, por qué nunca ha habido buenas películas basadas en la obra de Italo Calvino o Thomas Pynchon o Evelyn Waugh (aunque haya muchas versiones de Retorno a Brideshead estropeadas por el esnobismo), por qué las adaptaciones de Hemingway suelen equivocarse tanto (estoy pensando en El viejo y el mar, con el personaje de Spencer Tracy flotando horriblemente a la deriva con un pez muerto) y por qué incluso un buen intento como el de Joseph Strick en 1967 de adaptar el Ulises, de Joyce, no consigue igualar por completo al original, a pesar de su reparto casi perfecto [...]. Cuando se tiene éxito, éste se consigue, como Huston al final de Dublineses, rindiéndose por completo al lenguaje de Joyce. [...]

¿Qué es esencial? Es una de las grandes preguntas de la vida y, como he indicado, es una pregunta que se plantea en otras adaptaciones aparte de en las artísticas. El texto es la sociedad humana y el propio ser humano, aislado o en grupos, la esencia que hay que conservar [...].

Imagen torcida. ¿Cuáles son las cosas que consideramos esenciales en nuestras vidas? Las respuestas podrían ser: nuestros hijos, un paseo diario por el parque, una buena bebida bien cargada, la lectura de libros, un trabajo, unas vacaciones, un equipo de béisbol, un cigarrillo o el amor. Y aun así, la vida tiene formas de hacer que nos lo replanteemos. Nuestros hijos se van de casa, nos alejamos de nuestro parque favorito, el médico nos prohíbe beber o fumar, perdemos la vista, nos despiden, no hay tiempo o dinero para cogerse vacaciones, nuestro equipo de béisbol es malísimo o nuestro corazón está roto. En momentos así, nuestra imagen del mundo cuelga torcida en la pared. Entonces, si somos capaces de hacerlo, nos adaptamos. Y lo que esto nos enseña es que la esencia es algo más profundo que cualquiera de esas cosas; es aquello que nos hace avanzar. [...]

Como individuos, como comunidades, como naciones, somos adaptaciones continuas de nosotros mismos, y debemos plantearnos constantemente la pregunta de [...] cuáles son las cosas a las que nunca podríamos renunciar a menos que queramos dejar de ser nosotros mismos.

Por los poetas que traducen la poesía de otros, los guionistas y realizadores de cine que convierten las palabras de una hoja en imágenes en una pantalla, todos aquellos que llevan algo de un estado a otro, sabemos esto: una adaptación funciona mejor cuando es una transacción genuina entre lo viejo y lo nuevo, y la llevan a cabo personas que entienden y se preocupan por ambos, que pueden ayudar a lo adaptado a saltar sobre el abismo y brillar de nuevo bajo una luz diferente. En otras palabras, el proceso de adaptación social, cultural e individual, igual que el de adaptación artística, necesita ser libre, no rígido, para tener éxito. Quienes se aferran con demasiada fuerza al texto antiguo, a la cosa que hay que adaptar, a las viejas formas, al pasado, están condenados a producir algo que no va a funcionar, una infelicidad, una alienación, una disputa, un fracaso, una pérdida.

Perder el rumbo. Pero aquellos que no saben quiénes son están condenados también: individuos que se sacrifican a sí mismos a fin de complacer a otros; cómicos que dejan de contar chistes porque se encuentran en un mundo sin sentido del humor; personas serias que empiezan a tratar de contar chistes por miedo a que se piense que no tienen sentido del humor, personas en una nueva situación, una nueva relación, una nueva universidad, que actúan en contra de su propia naturaleza porque piensan que ésa es la forma de hacer que las cosas les resulten más fáciles.

Sociedades enteras pueden perder el rumbo durante un proceso de mala adaptación. Al tratar de salvarse a sí mismas, pueden convertirse en opresores de otros. Con la esperanza de defenderse a sí mismas, pueden dañar las mismas libertades que consideraban amenazadas. Al afirmar que defienden la libertad, pueden hacer que ellas y otras sean menos libres. O al calmar a los exaltados violentos que hay en su seno, las sociedades pueden intentar apaciguarles y transmitir así a los exaltados violentos la idea de que su violencia y su exaltación son efectivas. Con la intención de generar un mejor entendimiento entre los pueblos, pueden tratar de impedir la expresión de opiniones que para algunos de sus miembros son difíciles de digerir y automáticamente hacer que los demás estén todavía más enfadados que antes.

En una época de cambios rápidos como la actual, las sociedades en movimiento, como toda buena adaptación, logran tener éxito si saben lo que es esencial, lo que no puede ponerse en peligro, lo que todos sus ciudadanos deben aceptar para ser miembros de ellas. Lamento decir que, desde hace muchos años, vivimos una época de malas adaptaciones sociales, de apaciguamientos y rendiciones, por un lado, y de excesos arrogantes y coacciones, por otro. Esperemos que lo peor haya pasado y que el futuro nos depare mejores películas, mejores musicales y mejores tiempos.



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