Fue el maestro indiscutido de la literatura japonesa, el hombre que mirando el pasado proyectó el futuro, el escritor que reencontró las raíces tras salir a viajar por las corrientes artísticas occidentales de comienzos del siglo XX. En los últimos años, Yasunari Kawabata se convirtió en Argentina en un autor de éxito. La publicación de sus novelas en Emecé atrae a miles de lectores fascinados por una mezcla de elegancia, sensibilidad extrema y esteticismo, y también convoca la consideración crítica en diferentes lenguas. Aquí se presenta un acabado retrato del maestro del Japón Eterno.
Tal vez el instinto permite atisbar su misterio a través de la trama y nos deja sumidos en textos que casi ya no prosan, de puro estar al borde del poema. O tal vez su tenaz realismo nos deja tranquilos, a salvo del brillo del falso exotismo, ese que siempre asedia. En medios urbanos cosmopolitas, over-projected como el nuestro, la notoriedad de Yasunari Kawabata se traduce en frecuente publicación y continuado esfuerzo crítico. El hecho es que en el sinuoso sistema de la cultura japonesa este escritor cumple, por partida doble, un rol providencial. Consiguió (sin apenas buscarlo) ser tenido por maestro, gracias a una incansable labor de transmisión del archivo japonés desde su origen chino, revalorizando la tradición vernácula y elevando a una mujer, Murasaki Shikibu, al podio de campeona de todas las artes. En contradicción sólo aparente, fue pionero en romper el serrallo del casticismo nipón auto-referencial. Ambos procedimientos combinados le ayudaron a escribir una serie de novelas imperdibles que plasman (de manera sutil, oblicua) la biografía de su propio personaje: un japonés de los de antes, torturado por vivir tiempos de ahora (que por momentos le fascinan), aunque atento a retornar a lo pasado. Situado en el centro de la escena durante décadas (la compartió con pares como Junichiro Tanizaki y, luego, con su discípulo Yukio Mishima), a ojos de todos Kawabata corporiza el típico drama nipón: ciudadano de un país con fuerte impronta norteamericana, tras breve deriva extranjerizante decidió retornar poco a poco a su raíz tradicional. Con el alma partida, como Mishima, el periplo del viejo maestro parece invertir el del joven discípulo: en vez de buscar respuesta en tiempos venideros (eso haría Mishima), Kawabata reconstruye un espacio ya sido y allí busca nuevo aliento. Tal es el corte característico del escritor de Osaka. Así lo entienden aquellos que lo leen y comprenden su aventura personal.
Buceando en el archivo
No hay conexión posible con el misterio sin intervención de un médium, figura excepcional que nos abre la puerta a mundos intrigantes vedados. Pocas tradiciones culturales nos resultan tan enigmáticas como la japonesa. Pero quizá ningún barquero nos parecerá más diestro que Kawabata para conducirnos, con pulso firme, hasta la orilla nipona. Sin embargo, la de médium es una condición terrible. Tuvo que ser apabullante para Kawabata incorporar (eso hace el médium: albergar en su cuerpo), en sus escritos y en su vida, al entero Japón clásico, el de los siglos X a XX (re-visitado sin cesar y profundizado año tras año). Gente que lo conoció piensa que esta creciente mediumnidad acabó por destruirlo, empujándolo a buscar descanso en el acortamiento voluntario de sus días.
Destino suyo había de ser un arraigo profundo en tierra japonesa. Lo aceptó cuando entendió que le había tocado una existencia signada por la impermanencia, dimensión crucial de la cultura budista y marca de fuego de sus composiciones. Se acumulan datos sobre el tema. Su padre Eikichi, médico en Osaka, murió con Yasunari de un año. En 1901 fallecía su madre Gen, en 1906 la abuela que lo había recogido y tres años después la única hermana. Dôgen Zenji, patriarca Zen del Japón y uno de sus maestros más citados, al perder su familia y hogar en el siglo XIII llevó su vida a la mística. En circunstancias comparables, Kawabata orientó la suya hacia la estética. Hablar de estética en Japón equivale a mentar un acuciante savoir faire hecho de escucha y observación: durante los ocho años que siguieron a la muerte de su abuela, Yasunari quedó solo en el mundo con su abuelo, un anciano ciego.
Se crearon estrechos lazos entre estos dos, tan náufragos. El viejo exploraba en voz alta escondrijos de la historia de Japón, recitaba de memoria famosos versos de antología, instruía al infante en las raíces culturales chinas y su aclimatación en suelo nipón, alertándolo sobre budismo y shintoísmo, haciéndole escuchar música tradicional. El jovencito, por su parte, tuvo que verbalizar lo que un ojo entrenado consigue captar del fluir de la vida: animalejos y escaleras, rincones y otras formas del espacio, repliegues de una cara, así como la sutil evolución de la luz en el jardín de la casona familiar de Ibaraki, cerca de Osaka. “El adolescente” (así se llama un texto suyo posterior, que evoca esta época), instruido por su abuelo y sostenido por su patria, se volvió fulminante observador, maestro precoz de las correspondencias entre cambios de atmósfera y recursos verbales capaces de expresarlos. La mano del abuelo ciego guió la suya hasta convertirlo en fino calígrafo. La voz anciana tiñó el timbre juvenil con una suave melancolía que se mantendría en sus escritos desde entonces.
A los quince años, Yasunari ya atesoraba una cuantiosa herencia. Al final de sus días haría balance en “Japón hermoso, y yo”, su discurso de aceptación del Premio Nobel, en 1969: la poesía de la antología Kokinshu, las historias de Murasaki Shikibu, el Zen de la era Kamakura, el teatro, la música, las tradiciones orales. Tantos y tan densos materiales se mezclaron hasta fundirse en la marmita de su corazón. Se alearon en su literatura para siempre. Su pluma refaccionó la casa de un lenguaje que parecía vetusto. Lo vertió en un nuevo relato de la vieja capital, uno que nos la hace tan vigente como la que aparece en su novela Kioto, en parte verídica y en parte de su invención, como conviene a la buena literatura. Muchos lectores (incluso japoneses) suponen que Kawabata venía de Kioto. No es así: ni siquiera vivió allí más que breves lapsos. Pero las calles de Kioto, sus tonos y modos siguen vivos y palpitan en muchas de sus obras. Es el lugar físico depositario de una tradición histórica verificable. A la par, es un ámbito mitológico. ¿En algo similar al Yoknapatawpha de Faulkner o al Macondo de García Márquez? En el Kioto de Kawabata más bien perdura, inmutable, un ideal de vida trasmutado en ideal estético. ¿Qué llega a ser entonces Kioto para Kawabata?: sede de vida y belleza, ámbito que enlaza posadas señoriales y templos silenciosos, pisos de madera (donde susurran pasitos descalzos) con bosques de erectos cedros japoneses (bajo cuya sombra se encuentran Chieko y Naeko, hermanas que se ignoraban como tales). ¿Y qué es vida sino presencia de una belleza realizada en y por Kioto? En su obra Kawabata reconstruye el mito del Japón eterno, sueño literario y vital que ubica en un sitio tan cierto como urdido. Así procede en Lo bello y lo triste. Hace lo mismo en Mil grullas: en este caso la acción se desarrolla en Kamakura, villa próxima a Tokio, aunque (como se sabe) construida a imagen y semejanza de la Capital del Oeste, y donde (no es un dato menor) el escritor fijó definitiva residencia.
Ebrio de erotismo
Leer la obra de Kawabata es recorrer su biografía. Nunca incurrió en memorialismos, cierto, pero tramó formas noveladas de su propia existencia. Yasunari fue introspectivo y solitario. A tal punto que el adolescente al que hacíamos mención en 1915 escribió Diario íntimo de mi decimosexto aniversario, publicado diez años más tarde y considerado su debut literario. Pupilo del liceo de Ibaraki, el texto transmite un sentimiento de profunda incomunicación, así como un erotismo naciente que no sabe hacia dónde o hacia quién dirigir. Su búsqueda afanosa, febril, de la belleza (ya por entonces muy madura) contrasta con su incapacidad para distinguir emociones sexuales. Pasará tiempo trenzando evocaciones platónicas al amor femenino en un carteo de dos años con Kiyono, “mi amor homosexual”, antiguo compañero de habitación, un adolescente de pronunciada feminidad. Algunos piensan que Kawabata era homosexual o que, al menos, ése fue para él un episodio homosexual. Agregan los ambiguos personajes que aparecen en La Pandilla de Asakusa (novela casi contemporánea: narra historias del barrio prostibulario de Tokio, en la época de sus estudios universitarios) e, incluso, el hecho de renegar de esta obra, por juvenil y sexualmente infamante. (Digamos, siendo estrictos, que la sacó de su corpus por razones lingüísticas, tal como quedó establecido en la introducción a la edición argentina de la novela. Allí comparo a Kawabata con el Borges de El idioma de los argentinos.)
En consonancia con su obra y por lo que sabemos de su vida, quizá sea más fecundo imaginarnos a un Kawabata perplejo ante todo tipo de encuentros amorosos, consecuencia de una juventud de intensa soledad familiar, continuada por una madurez vivida como impenitente observador de erotismos ajenos. De ello trata una novela como La casa de las bellas durmientes (cuenta entre sus últimas obras narrativas). En una posada secreta, ancianos caballeros de buena sociedad se entregan a placeres muy del gusto de Kawabata: se acuestan con bellas jóvenes desnudas, drogadas y dormidas. El escarceo erótico consiste en mirarlas y escucharlas y saberlas vivientes, sin necesidad de tocarlas. Los viejos mirones manifiestan pleno asombro ante la vida, pero lo acaban transformando en coqueteo con la muerte. La novela ilustra el continuo vaivén entre realidad y fantasía, tenue oscilar de percepción e ilusiones, dando forma a un juego mental de sutil inteligencia y, a la vez, de irremediable soledad.
Breve deriva occidental
Mezcla curiosa la de Kawabata: intensamente cerebral (al punto de concentrar su erotismo en juegos de pura rêverie), y dotado de una sensibilidad a flor de piel, reactiva al menor reclamo de la belleza. Su compleja personalidad explica que, sin refutar la tradición vernácula, durante un tiempo le haya fascinado la occidental. En ella encontró lo que un creador busca en experiencias confinadas a su imaginación: vértigos de emoción y acaso algún conocimiento. Para Kawabata, lo occidental sólo sería una etapa formativa, hasta encontrar rumbo literario.
Los años entre 1917 y 1922 fueron de intensidad insuperable: en apenas un lustro (vivido con la rapidez de una jornada) pudo dar vuelta ochenta mundos mentales y vitales. Todo fue fruto de su mudanza a Tokio. Pero, ¿qué podía ser Tokio para un larguirucho soñador oriundo de Osaka? En pleno intercambio epistolar con Kiyono, la capital se le antojó una urbe anónima donde “vivir una experiencia”. Poniendo en suspenso sus raíces, Tokio le daba ocasión de encontrar “algo nuevo”, pasando de la ensoñación a los hechos. Yasunari ya estaba embebido de procedimientos literarios occidentales, fruto de lecturas entusiastas de Virginia Woolf, Joyce y luego Proust: la minucia, el episodio, la capacidad de abismarse en el irreprimible flujo mental, transformado en protagonista del discurso literario. Tokio era el lugar donde el provinciano estudiante de literatura se engolfó en una vasta exploración de sensaciones: suspendiendo tradiciones objetivistas, como la del haiku (centrada en el predominio de la naturaleza y del instante), Tokio fue excusa para frecuentar la “nueva escuela de las sensaciones” (shinkakuha), grupo literario fundado con Kikuchi Ken. Serviría de bandera para ser identificados en el ambiente local. La Capital del Este brindó el tercer aspecto de esa anhelada modernidad europea: “compromiso” ante la realidad. En su caso, la incomodidad por el estado presente de las cosas no procedía de argumentadas tradiciones socialistas, sino del espontáneo anarquismo del sujeto de Tristan Tzara y de los expresionistas alemanes, autores frecuentados de esa época.
La pandilla de Asakusa fue escenario de un acercamiento pasajero al expresionismo occidental. El personaje de Yukiko, zube o chica mala de Asakusa, recuerda a la Eveline de Dublineses. Todo en la novela es pulsión de existir, manifestación del lado salvaje de la vida. Practica sin recato un espíritu de época que él localizó en Tokio, aunque parezca extraído de Dublín o Berlín, de París o de Praga: “erotismo y sinsentido y velocidad y humor de tira cómica de actualidad y canciones de jazz y piernas desnudas”. Es casi un verso de Tuñón...
Tanta intensidad no le resultaba asimilable. Tras un quinquenio, Tokio acabó siendo su (prolongado) viaje de fin de curso a un mundo arrabalero y desmadrado. Le resultó productivo, sin duda: le dio amplitud de foco (se le suele atribuir “mente fotográfica”), una visión panóptica de su contexto nativo. Se hizo capaz de revisarlo desde el lugar de un hombre moderno japonés, capaz de asumir la inocultable soledad, amores no correspondidos, la incomunicación con los seres queridos, así como una pansexualidad manifiesta en emociones y comportamientos, incluso los más extraños.
La vuelta de Kawabata al serrallo de la tradición comenzó con la selección de temas: Tokio desapareció como escenario de la acción, trasladado a zonas montañosas del monte Fuji, o a parajes recónditos de Aichi o Niigata conectados con un Kioto intemporal. No sería un retorno del todo completo y sincero. Kawabata ya no era el mismo: había perdido la ingenuidad, transformado en implacable excavador de la conciencia. Tampoco Kioto era la misma: pasó a ocupar el lugar de un edén producido hasta la transfiguración. El regreso de Kawabata terminó de aclarar su equivocidad sexual: al fin de este período conoce a Hatsuyo, siete años menor que él. Era camarera de un café de la zona de Ichiko que Yasunari frecuentaba. El café cerró y Hatsuyo, de sólo catorce años, volvió con sus padres adoptivos a un templo de Gifu, centro de Honshu. Así comienzan los viajes de Kawabata a la montaña. Kiyono desaparece de su mente y Hatsuyo pasa a ocupar fantasías (¿heterosexuales?) presentes en La bailarina de Izu (aparecida en 1926, pero que refleja sus viajes de 1918) y en País de nieve (escrita entre 1935 y 1947, ya casado con Hatsuyo), novelas en las que una camarerita de tugurio muta en bailarina y geisha de onsen (posada de aguas termales).
El centro de la escena
Su carácter lo orientaba al secretismo de la ensoñación y a la melancolía de la soledad. En contraste, su obra de escritor (así como la sospecha de una estrecha conexión entre vida y obra, incluso aceptando que ésta idealiza a aquélla) lo proyectó al escenario público. Con bastante indiferencia (algunos la creerían desdén) y sin más plataforma promocional que la elitista revista Bungei Jidai (Tiempos de Arte: allí publicó La bailarina de Izu), Kawabata se transformó en ápice de la literatura japonesa. Su ambigua imagen estética casaba con su posición central, emanando círculos cada vez más amplios. Rechazaba tanto el naturalismo ingenuo de los tradicionalistas como el compromiso de la literatura proletaria. Pero se jactaba de imitar a las vanguardias dadaístas y expresionistas europeas.
¿Qué pasaba en realidad? Yasunari abandonó la Facultad de Literatura Inglesa para incorporarse a la de Literatura Japonesa: ¡vaya toma de posición! Se echó a la espalda la tradición estética nipona (no sólo la literaria, también la plástica, la teatral y la musical), revisada con instrumentos formales que abrillantaron conceptos como yugen (misterio), ku (vacío) o ma (pausa). Los sacaba de las garras de la erudición, volviéndolos experiencias comprensibles para japoneses del siglo XX. Los cultos lectores de Bungen Jidai lo pusieron al frente con una antorcha de luz entre las manos. Fue amigo de los mejores escritores (Junichiro Tanizaki, Ryonosuke Akutagawa), de poetas como Akiko Yosano o Fumiko Enchi (ambas traductoras, como él, de la Historia de Genji) y de Akira Kurosawa, fundador del cine en Japón. Le salieron innumerables imitadores y epígonos, como Kikuchi Ken o Riichi Yoshimitsu. Muchos quisieron volverse discípulos suyos. Lúcido y observador, Kawabata aceptó una sola solicitud: la de Yukio Mishima.
Un libro famoso, Correspondencias (1945-1970), recoge intercambios entre maestro y discípulo. ¡Todo tan japonés en esas cartas! La premiosidad del joven para alcanzar un lugar en la consideración del maestro, la generosidad del hombre grande sosteniendo al novel. Ambos utilizan palabras someras y dan por obvia la labor de instalar al joven novelista en la escena intelectual de Tokio. Llama la atención la formalidad de los mensajes (enviados por iniciativa de Mishima) y de las respuestas (breves, comedidas, alusivas), que insinúan intensas citas personales. Kawabata aceptaba que el talento iría llevando al joven por caminos diferentes del suyo. Mishima le devolvió hasta el fin su devoción filial. El epistolario permite calibrar que Kawabata fue su maestro de escritura (Mishima no cesó de reconocer la primacía narrativa de Kawabata, a quien siempre leyó con la consideración sagrada que se otorga a lo primordial). También fue su maestro de estética: Kawabata le enseñó modos diversos de expresar el espíritu japonés, así como la audacia creciente de quien debe utilizar la herencia recibida en beneficio propio, con entera soberanía.
El final
¿Quién fue maestro de vida de quién? En varias ocasiones Kawabata señaló que el suicidio no le parecía una salida para la existencia. Estaba aterrado por lo ocurrido con gente que sentía cerca. Sus colegas Akutagawa y Shusaku Endo acabaron sus días en plena floración. Jóvenes como el brillante narrador Osamu Dazai (seguidores, aunque separados por posturas estéticas o políticas) optaron también por el suicidio. Para colmo, presenció la escenificación del suicidio ritual de Mishima, en 1970. La desaparición de su discípulo lo obligó a enfrentar algo que compartía con ellos: afán de dejarse arrastrar por la belleza del instante, sumirse en ella y extinguirse.
Cierto europeo de Tokio tuvo interlocución con Kawabata entre 1970 y 1972. Tema: el suicidio. De forma solapada, alusiva, Kawabata evocaba el suicidio de esa gente y la fantasía de acabar sus días de idéntica manera. En modo igualmente indirecto su interlocutor, sacerdote notable, procuraba llevarlo a una consideración distinta del asunto, incluyendo su no agotada maestría, su responsabilidad. El 16 de abril de 1972, Kawabata perdía su vida en Zuzhi, Yokosuka, no lejos de su casa. Motivo oficial del deceso: escape masivo de gas en una habitación desconocida. Al recibir el Nobel, Kawabata había definido su literatura como un intento por “embellecer la muerte y buscar la armonía entre el hombre, la naturaleza y el vacío”. El confidente occidental me dejó claro que la muerte de Kawabata, accidental o provocada, le parecía coherente con su obra, coronando una vida de auténtico maestro.
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