Pablo Montoya, autor de Triptíco de la infamia, se despacha contra el canon editorial y comercial influido por las ventas y la farándula literaria
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Pablo Montoya ganó el Premio Rómulo Gallegos con Triptíco de la infamia./auroraboreal.net |
No es nada temerario afirmar que una buena parte de las novelas
colombianas que hoy triunfan en el escenario de las grandes editoriales
naufragan en una suerte de frivolidad sentimental, en un espectáculo
altisonante de la violencia y en propuestas narrativas que buscan
afanosamente su aprobación comercial. Novelas, pues este es el género
impuesto en el gusto colectivo, que intentan penetrar en los fenómenos
típicamente nacionales a través de inquietudes tal vez válidas, pero
resueltas en la escritura de manera ligera, sensacionalista, poco audaz.
¿Qué pasaría si alguien, apoyado en los principios de la exigencia
estética y no en los del mutuo elogio o en las presiones venidas de los
consorcios editoriales, se dedicara a escribir una recopilación de
ensayos críticos sobre las novelas más exitosas de los últimos años? Por
encima de las cifras de ventas que ofrecen algunas de ellas (piénsese,
por ejemplo, en Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco, en Satanás (2002) de Mario Mendoza, en Angosta (2004) de Héctor Abad Faciolince, en Necrópolis (2009) de Santiago Gamboa, en Tres ataúdes Blancos (2010) de Antonio Ungar, en 35 muertos (2011) de Sergio Alvárez, en El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez y en La luz difícil
(2011) de Tomás González), se encontraría con problemas de construcción
de personajes, con tramas más audiovisuales que literarias, con
triviales atmósferas telenovelescas, con tratamientos narrativos
frágiles, con complejidades estructurales exiguas, con adjetivaciones
torpes, con el lugar común como si este fuese realmente el héroe de sus
historias narradas, con críticas sociales que se empañan con un erotismo
ramplón, con influencias literarias manidas y un facilismo evidente
para resolver sus intrigas. Hallaría, por supuesto, pasajes que develan
un buen oficio narrativo en autores que hoy se declaran, por fin,
escritores profesionales en un país que sigue siendo avaro ante esta
clase de categoría. Así como Hernando Téllez, a propósito del panorama
literario de la primera mitad del siglo XX, que prefería la poesía e
ignoraba los otros géneros, decía que en Colombia "hay un montón de
versos pero muy pocos poemas".1
Hoy podríamos afirmar que ante el papel glamuroso de la novela hay
muchas páginas escritas, sólo pasajes interesantes y no obras logradas.
He dicho fenómenos literarios típicamente nacionales. Y el más
visible de ellos, sin duda, es el de la violencia. "Qué es la nación
sino la violencia",2
dice Gutiérrez Girardot en sus útiles reflexiones sobre la conformación
de una historia social de la literatura latinoamericana. La violencia y
la narrativa están ya íntimamente ligadas en El carnero de
Rodríguez Freyle, que es nuestro primer libro de relatos escrito en la
colonia pero publicado por Felipe Pérez en la segunda mitad del siglo
XIX. Una violencia que aparece porque ella es concomitante al
descubrimiento del Nuevo Mundo y a los turbios procesos de la conquista y
la colonización. Esa violencia que, además, está en la raíz misma de la
construcción del canon literario colombiano propuesto a finales del
mismo siglo.
Ya
sea elogiándola, y eso hicieron los conservadores, porque fue la manera
loable en que España ayudó a construir la nueva sociedad colombiana; o
denigrando de ella, porque era la expresión de la brutalidad, tal como
lo plantearon los liberales de entonces proclives a pensar en España
como una madre pérfida. Pero es el canon conservador, que empieza a
establecerse con la primera Historia de la literatura de la Nueva Granada (1867) de José María Vergara y Vergara, y que se fortalece con las antologías de La Lira Granadina y el Parnaso Colombiano3,
quien va a volver invisible esa violencia que era como el ladrillo y el
cemento con los que se había levantado la nación colombiana. Ese mismo
canon va a elevar unos altares para acomodarse en ellos y así olvidar la
realidad política y económica de un país abocado a la crisis permanente
desde su independencia hasta la Guerra de los Mil Días. Olvido que se
logrará a partir de versos neoclásicos y retóricas latinistas. A
propósito de esto Carlos Rincón dice que "después de una derrota
histórica de las proporciones de la secesión de Panamá, se hizo
acuciosa, ineludible en Colombia, la invención de un gran pasado
literario y patrio".4
De tal manera, los representantes de esta primera canonización creyeron
que una ciudad aquejada de un analfabetismo y una pobreza que superaba
el 90 por ciento de la población, como era la Bogotá de entonces, podría
ser digna de llamarse la Atenas Suramericana. Y lo proclamaron así,
entre otras cosas, porque un gramático español desavisado lo había
dicho, y porque una caterva de poetas patrioteros opinaban que las
traducciones de Virgilio de Miguel Antonio Caro eran muchísimo mejores
que las que el mismo Virgilio había escrito, y porque, finalmente, el
castellano que se hablaba en esas cumbres andinas era el mejor hablado
en toda la malhablada geografía americana. Me detengo en estas
consideraciones, acaso ociosas, porque encuentro un curioso puente entre
la celebración ruidosa de esa literatura colombiana por un canon
simulador y la que ahora se realiza con las nuevas novelas que abordan
la violencia colombiana moldeada por el narcotráfico, la guerrilla y el
paramilitarismo. Nuestra literatura decimonónica y la que se escribió
hasta bien entrado el siglo XX, se celebraba mientras más ignorara la
violencia y más se creyera que Colombia era un reflejo de la hacienda El
Paraíso de Jorge Isaacs, donde amos y esclavos viven armónicamente y
sólo el fantasma de un amor incestuoso atraviesa como un pájaro agorero
el ámbito de sus páginas. La novela de ahora por supuesto no ignora el
atávico horror colombiano, pero lo trivializa tornándolo más frívolo,
mediático.
La cuestión del canon literario es un asunto complejo. El
concepto está viciado porque tiene que ver con los poderes hegemónicos.
El canon implica, por un lado, el tópico de la tradición literaria y sus
vínculos con la jerarquización de las clases letradas; y, por otro,
expresa la subjetividad de quienes deciden enfrentar el tema de los
textos perdurables que pretenden representar a una nación. Todo canon
reclama la excelencia estética que otorgan diversas generaciones de
lectores, pero también en él se inmiscuyen los gustos de una minoría
caprichosa. Han sido las academias, las historias de la literatura, las
instituciones filológicas y las bibliotecas de los periódicos, quienes
en Colombia han tratado de moldear el canon. Y así como Nietzsche
arremetió contra la perniciosa noción de filología, por considerarla
nefasta para todo proceso liberador del individuo, asimismo debería
dinamitarse la categoría de canon, y si no derrumbarla del todo, al
menos estremecerle sus pilares porque ellos son sinónimos de imposición y
de manipulación. Aunque es difícil pelear contra el establecimiento de
una idea de este tipo que en nuestro país ha estado asociado con clases
sociales blancas, machistas, católicas, militaristas y discriminadoras.
Este combate ha comenzado, sin embargo, a plantearse en el ámbito
universitario y es posible que en el futuro pueda notarse un resultado
afortunado5. Pues
bien, desde hace un tiempo, nuestro canon se ha venido estremeciendo por
una cierta alharaca suscitada por la novela colombiana. Alharaca
triunfal pero contradictoria, porque está hecha a través de grupos
editoriales que se enfrentan, y ese es el espectro con el que luchan
cotidianamente sus comités, a la caída de un neoliberalismo en
bancarrota. De un momento a otro se le ha planteado a esa idea de canon
el aspecto de las ventas y, por ende, el de la proliferación de las
masas lectoras que, erráticas, leen siguiendo consignas cuantitativas y
no cualitativas. Esta circunstancia es más o menos nueva en el panorama
del país, porque, a excepción de Cien años de soledad (1967),
las buenas novelas nunca se habían vendido bien en una geografía
cultural tocada por el desaire hacia la lectura. Las novelas colombianas
canónicas, a mi juicio, no han sido muchas, a pesar de que un
respetable critico como Álvaro Pineda Botero toque la exuberancia y
eleve en sus estudios a 142 el número de sus novelas canónicas6. Hasta la llegada del boom,
las novelas colombianas no han sido muy favorecidas por el tópico de
las ventas editoriales. Una lista tentativa de las novelas más
importantes estaría conformada por María de Jorge Isaacs, Manuela (1858 - 1859) de Eugenio Díaz Castro, La marquesa de Yolombó (1926) de Tomás Carrasquilla, La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Siervo sin tierra (1954) de Caballero Calderón, La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio, El día señalado (1963) de Manuel Mejía Vallejo y paremos de contar hasta que aparece la comparsa melancólica y festiva de Macondo en Cien años de soledad
de García Márquez. Pero este disminuido canon discutible desde entonces
ha venido creciendo de tal forma que se podría plantear la posibilidad
de edificar con varios autores y sus novelas más representativas una
suerte de parnaso colombiano: Andrés Caicedo con Qué viva la música
(1977), Pedro Gómez Valderrama con La otra raya del tigre (1977), Luis Fayad con Los parientes de Esther (1978), Germán Espinosa con La tejedora de coronas (1982), Antonio Caballero con Sin remedio (1984), Fernando Vallejo con Los días azules (1985), Roberto Burgos Cantor con La ceiba de la memoria
(2007) y un etcétera que para algunos se puebla con desmesura, y para
otros se reduce inquietantemente. Parnaso -y esta palabra como la de
canon es molesta- que conduciría a la conclusión sosegadora de que
estamos, por fin, ante a un gran ámbito novelesco.
Valga la pena
señalar que el canon en Colombia, desde que los gramáticos conservadores
empezaron a edificarlo a finales del siglo XIX, dio más espacio a los
poetas cuando estos, unidos al ejercicio de la política, se daban a
reflexionar solemnemente, sobre la patria, la identidad nacional, la
lengua española y la religión católica. No obstante, el tema del canon
ahora atraviesa un nuevo camino. Si antaño se exigía una canonización
política, gramática y genérica, hoy quien arremete con ímpetu es el
mundo de las ediciones comerciales y el periodismo. Si antes había
quienes creían peligroso todo canon por su sospechosa carga ideológica y
proponían revisarlo; hoy sería saludable desconfiar de él por su
grotesco perfil comercial. El contubernio de los grandes consorcios
editoriales españoles con el periodismo es quien decide ahora, con su
instrumental hiperbólico, el rumbo de nuestra literatura. Son ambos
quienes dictaminan, desde sus atalayas, las supuestas virtudes de ésta.
Son ambos, incluso, los que siguen pensando la dinámica literaria como
una encrucijada de centros metropolitanos y de periferias coloniales.
Pero
antes de referirme a ese tipo de escritor periodista que representa un
tipo de poder literario en la Colombia de hoy, quisiera intentar una
sucinta descripción de los editores comerciales de ahora. Ellos
manipulan gustos inclinados siempre hacia aquellas obras y autores que
garanticen dividendos. Su divisa es sacrificar la calidad por la
cantidad y, en esta dirección, son indiferentes a propuestas genuinas y
arriesgadas de la literatura. La calidad de lo que pregonan es tan solo
una de las formas pedestres del éxito. La novela es lo que les interesa y
pasan por alto los demás géneros. Y no es que esta preferencia sea su
exclusividad. De hecho, están amparados por los mismos historiadores de
la literatura. No resulta inútil mencionar una cifra que clarifica mucho
al respecto. De las veinte historias de nuestra literatura aparecidas
entre 1908 y 2006, doce de ellas, justamente las que se han publicado en
los últimos años, señalan a la novela como el género por antonomasia de
la literatura colombiana porque ni la poesía, ni el cuento, ni el
ensayo, ni el drama han podido expresar la complejidad de esa figura
escurridiza que se denomina ser nacional.7
El André Gide y el Italo Calvino editores, con su particular sapiencia,
conocedores de la tradición literaria de sus países pero igualmente
abiertos a expresiones nuevas y experimentales, deberían servirles de
ejemplo. Pero la inopia de estos mercaderes de las letras es pasmosa.
Hay que escucharlos hablar de cifras, de puntos de ventas, de perfil
publicitario, de plus y de valor agregado; hay que verlos de qué modo
meten sus narices contables en el devenir de los premios literarios más
prestigiosos –prestigio que se ha deteriorado ostensiblemente desde hace
un tiempo-, para entender el papel de farsantes supremos que ocupan en
la literatura de inicios de este siglo. A ese mundo editorial le
importa, por supuesto, poco la gramática y la estética, y no me refiero
al hecho de ese establecimiento cultural, conformado por políticos
reaccionarios que exigían de la literatura decencias morales,
militancias religiosas y espurios vínculos con las autoridades
militares, que tanto daño hizo a la evolución de nuestra literatura,
sino a ese que significa velar simplemente por las virtudes de una
escritura auténtica. Si hay una fauna peligrosa en el panorama actual
son esos editores que deciden, bajo presiones económicas, lo que se debe
o no se debe publicar en sus editoriales palaciegas. Su mundo es uno
que, finalmente, practica con eficacia la política de una sola pieza que
consiste en ganar dinero. Por ello las novelas que publican van
afanosamente tras el comprador y no tras el lector. Como dice Darío Ruiz
Gómez en su ensayo sobre literatura y marketing, ante esa situación ya
no se puede hablar del antiguo editor respetable, sino del taimado jefe
de ventas.8 Y no es
descabellado, al contrario, es esperanzador, creer que la buena
literatura ha de volver al desconfiando aposento de Kafka, al silencio
pétreo de Melville, al encierro desquiciado de Robert Walser, al fino y
cultivado recinto de Julien Gracq. Quiero decir, en resumen, que la
literatura, para que ella sobreviva y sea la expresión de una rebeldía
veraz, en estas democracias liberales donde, como dice Vila-Matas "al
tolerarlo todo hacen inútil cualquier texto por peligroso que este pueda
parecer",9 debe acudir a la marginalidad bajo todas sus formas.

En
Colombia ha sucedido recientemente lo que es una presencia inobjetable
en todas las "repúblicas letradas" de Latinoamérica: la irrupción
ostensible del periodista escritor. Esta criatura no es del todo nueva.
Data, en el caso de América Latina, de los tiempos del modernismo. José
Martí, con sus crónicas escritas desde Estados Unidos entre 1881 y 1892,
marca, y con una lucidez meridiana, uno de los contornos de una
escritura que tiene una doble faz. Se escribe para el vasto público, se
publica en medios de rápido consumo, pero se apoya en un estilo
literario original y exigente. A José Martí le ponían problemas los
editores de los periódicos en que trabajaba porque la manera de redactar
sus crónicas era bizarra y llena de complejos contornos poéticos. Pedro
Henríquez Ureña define muy bien estas crónicas cuando se refiere ellas
como "periodismo elevado a un nivel artístico que nunca ha sido igualado
en español, ni probablemente en ninguna otra lengua".10
Por esos designios milagrosos de la historia de la literatura, Martí se
impuso, gracias a la victoria de la inteligencia y la dedicación, sobre
el espíritu comercial que desde entonces manejaba la prensa. No es este
el espacio para explicar de qué modo Martí renovó el periodismo de
finales del siglo XIX desde hallazgos que pertenecen sobre todo al
dominio de lo literario. Tan solo quiero precisar que de ese Martí
periodista proceden nuestros mejores autores del siglo XX. Miguel Ángel
Asturias con sus crónicas parisinas, Alejo Carpentier con sus crónicas
musicales, Arturo Uslar Pietri con sus crónicas políticas y Gabriel
García Márquez con sus crónicas cosmopolitas.
Ahora bien, García
Márquez es nuestra más idónea carta de presentación en ese campo.
Colombia tiene en su nombre el gran exponente de lo que significa el
feliz maridaje entre literatura y periodismo. La idea de que un
reportaje periodístico es una suerte de género literario se la debemos a
él, y él se la debe tal vez a los trabajos de Camus y de Hemingway.
Pero si el autor de Relato de un náufrago (1970) es una bandera
en estas lides, a raíz de una inobjetable canonización, su figura y su
obra han provocado un fenómeno paradójico. Por un lado, con él y
particularmente con la publicación de Crónica de una muerte anunciada
(1981) inicia el carrusel frenético de los grandes tirajes editoriales.
En un medio como el latinoamericano en los pasados años ochenta, que
sólo soportaba para la novela tirajes de no más de cinco mil ejemplares,
la historia del asesinato de Santiago Nasar se desparramó por el
continente con una edición casi obscena de más de un millón de
ejemplares. Con García Márquez comienza el marketing de la literatura
entre nosotros. Marketing que ha caído sobre las espaldas colombianas
como una maldición bíblica, para emplear una expresión cara al realismo
mágico. Y es en este juego de compraventa en donde la novela ha entrado
definitivamente. Y ella que, en ciertas ocasiones, ha sido la
inteligencia en medio de mediocridad, la dignidad en medio del espanto,
la lucidez en medio de la estulticia, la ironía en medio de la derrota,
ha caído de hinojos ante esta circunstancia ilusoria.
El escritor
periodista de las generaciones posteriores a García Márquez se ha
encaramado, pues, en los altares del poder literario colombiano. Antes
se les exigía a los escritores que fuesen liberales o conservadores o
que fueran católicos y, en menor medida, que les gustaran las corridas
de toros y las peleas de gallo. Hoy pareciera exigírseles que aparezcan
en los periódicos, que publiquen columnas semanales, y opinen sobre lo
humano y lo divino, que es como decir sobre cualquier cosa. Ellos son,
en definitiva, figurines de la farándula en un país igualmente
farandulero. Todos estos periodistas que hoy picotean la literatura, y
que tienen el poder sobre la prensa y ciertas revistas culturales de
Colombia, y que ayudan con sus comentarios a que la industria editorial
siga creciendo y haciendo creer al público que ellos son el centro
esencial de las valoraciones literarias, se toman como los herederos del
escritor de Aracataca. Y quizás sea cierto, puesto que el autor de La mala hora
en diferentes momentos los ha coronado como tales. No se necesita,
entonces, ser muy audaz para caracterizar el trabajo de estos
periodistas. Siguiendo las consignas de las editoriales comerciales
fabrican artefactos novelescos aptos para la angurria del mercado. Son
los gurúes del vértigo en la trama narrativa y acaso por este motivo es
raro encontrar en sus obras verdaderas inmersiones en las profundidades
de los caracteres humanos. Lo muy literario, verbigracia la práctica de
un estilo poético, es, según sus juicios irreverentes, algo que le hace
daño a la literatura. No parecieran seguir, en esta perspectiva, las
premisas de su muy renombrado maestro cuando confesó en el discurso del
Premio Nobel que en cada línea que escribe convoca los espíritus de la
poesía.11 Una buena
novela, proclaman, son aquellas donde prolifera el diálogo y la
frivolidad, o el diálogo y el escándalo, o el diálogo y el espectáculo. Y
levantan los hombros desdeñosamente, se enfurecen como vedettes
violentadas, cuando la crítica les señala que esos diálogos y sus
terrenos aledaños están anclados en la insipidez de los formatos
telenovelescos. No se declaran herederos de Proust ni de Joyce, de
Thomas Mann ni de Faulkner, de Carpentier ni de Borges, de Sabato ni de
Onetti, sino de los despampanantes exponentes de la cultura popular en
donde entran toda suerte de futbolistas, boxeadores, luchadores,
actrices de cine y modelos de la publicidad pornográfica. Y como tienen
el espacio para expresarlo, en los periódicos, las revistas, los
programas televisivos y las emisoras, se mantienen rotulando virtudes
donde no las hay. Es, pues, ante estos pregones publicitarios en cadena
que el escritor de ahora debe reaccionar.

García
Márquez ha abierto, es evidente, la senda mediática por la que ahora
transita la literatura más visible de nuestro país. A partir del premio
nobel los escritores colombianos futuros tendrán desde muy jóvenes lo
que nunca antes tuvo aquel hasta la aparición de Cien años de soledad:
la profesionalización de un oficio y su respectiva independencia
económica. Y esto por supuesto es una coyuntura que ha transformado el
horizonte literario nacional. Al menos en los que tiene que ver con la
cantidad de novelas que pueden publicarse y el espacio que gozan para su
actual difusión. Pero, y aquí es donde debe intervenir la labor del
crítico, de entre la producción novelesca celebrada por el cambalache
editorial y sus periodistas cómplices, es necesario y urgente hacer un
trabajo de valoración. El crítico debe estar por encima de esos fuegos
fatuos, de esa apoteosis falaz vitoreada por las ferias de las vanidades
del comercio. Debe ir a la lectura con la perplejidad abierta al mundo
que va a descubrir. Pero también armado con la cautela que le otorga su
tránsito añejo por la lectura. Quizás deba apoyarse en la divisa de
Julien Gracq que propone para tiempos de confusión como fueron los
suyos, y como son también los de ahora, en los que proliferan autores
banales y no obras memorables, la elaboración de una crítica literaria
basada en el criterio de la excelencia estética12 y separada de
valoraciones sociales, morales y políticas sospechosas. Sé que esta
formulación es polémica en sí misma porque plantea una escogencia
reducida, roza un incómodo elitismo y atenta no solo contra la lógica de
una historia fundada en las últimas teorías de la historiografía
literaria, sino también contra las propuestas de las diversas corrientes
académicas interpretativas, que van del posestructuralismo y los
estudios culturales hasta las teorías de género y de la recepción. Sé,
igualmente, que en la propuesta de Gracq hay un contacto conflictivo con
lo que plantea Harold Bloom13 cuando se refiere a un canon conformado por las mejores obras de los escritores de la historia de la literatura.14
Pero entiendo que en la senda de Gracq, el crítico podría desentrañar,
indiferente a cualquier compromiso económico o a cualquier lazo afectivo
con los escritores de marras, sin ninguna afiliación ideológica o
académica, y con toda la independencia de que sea capaz, las bondades y
los defectos de las obras.
Estoy hablando, sin embargo, como si en
Colombia hubiera espacios visibles para el crítico literario. De hecho,
nuestros mismos escritores se han referido a esta incómoda figura
despectivamente. Cepeda Samudio, que es el mayor renovador de nuestra
narrativa del siglo XX, rebaja al crítico literario al rol de parásito
prepotente. Y los novelistas de ahora, lo ignoran y lo someten a burlas
similares a la que esgrimió Cepeda Samudio. Pero a pesar de que los
críticos sean, en efecto, parásitos de las letras, cuando la lucidez los
acompaña son esenciales. Mi mirada, al respecto de esos espacios
críticos es un poco pesimista. Considero que si en nuestro país ha
habido y hay crítica literaria, ella está oculta y es silenciada. O si
aparece y se vuelve más o menos visible, acude a los formatos de la
batahola y la vociferación, como es el caso de la labor por momentos
atinada, pero generalmente delirante, que realiza Harold Alvarado
Tenorio desde su trinchera de Arquitrave. De tal manera que si
tomáramos como referente a Tenorio, habría que concluir que nuestra
crítica literaria estaría condenada más al desafuero de un narciso local
que a la agudeza de un crítico independiente sin mayores pretensiones
de figuración. Un balance de esos parajes desde donde un lector podría
buscar mojones para saberse situar ante un panorama literario que está
fundado en la hipnosis engañosa y en las usuales exageraciones de
provincia, llevaría a pensar que estamos antes un paisaje desalentador.
Decía Julien Gracq, en 1950, en La littérature à l'estomac que al lado de una evidente crisis de la literatura había una escandalosa crisis del juicio literario.15
Y sospecho que en la Colombia actual se presenta un panorama similar al
que disecciona Gracq en su útil panfleto. Aunque quizás haya una
diferencia: si en la Francia de la posguerra de Gracq se publicitaba una
literatura de la cual hasta los mismos editores desconfiaban. En la
Colombia de hoy estos últimos, acompañados de los periodistas y hasta de
profesores universitarios, creen que realmente están ante una gran
literatura. Recuerdo, por ejemplo, que al publicarse Angosta de
Héctor Abad Faciolince, un académico de literatura recibió la novela y
su construcción alegórica atravesada por un maniqueísmo fútil, con un
comentario que expresa muy bien la percepción del fenómeno. El profesor
dijo que esa novela era nuestra Divina Comedia colombiana.16
Un comentario así remite, a la postre, al que hacían los gramáticos de
antaño con respecto a los traducciones virgilianas de Miguel Antonio
Caro. Recientemente, ante la publicación de Una luz difícil, que es una novela de muchísima menor envergadura si se comparara con los primeros textos reveladores de Tomás González Primero estaba el mar (1983), Para antes del olvido (1987) y El rey de Honka Monka
(2003), y que se amolda demasiado a los criterios comerciales y tiene
evidentes problemas de construcción literaria en sus capítulos finales,
llovieron los comentarios, justamente desde las tribunas de ese
periodismo rimbombante, que la catalogaban como una obra maestra de la
literatura. Ya se vio, otro ejemplo más, los casos de Antonio Ungar con Tres ataúdes blancos y Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer,
novelas premiadas en Anagrama y Alfaguara respectivamente, cómo esos
premios "prestigiosos" son el resultado de negociaciones brumosas entre
agentes literarios y editores comerciales. Esas dos "maldiciones" de la
civilización literaria contemporánea, para utilizar una expresión de
Tomás Segovia.17 Y
aquello de las negociaciones tras bambalinas sería algo del todo
secundario, si las obras galardonadas tuviesen realmente los méritos que
se anuncian con ubicua insistencia. Pero si este panorama novelístico
tiene la garrafal grandiosidad de ciertos ídolos de barro, el de la
crítica literaria no deja de calamitoso. Lo que hacen la revista Semana y Arcadia es seguir las pautas de lo que ordene este boom
victorioso de la novela colombiana. Y lo que escriben sus colaboradores
son reseñas hechas para estimular el bolsillo del comprador o para
aplastar, muchas veces de forma humillante, al escritor y su obra. Como
dice Darío Ruíz "convierten la crítica en algo tan superfluo como las
mercancías literarias que pregonan"18.

Habría que decir, no obstante, que en algunas columnas de los
periódicos se asoma esporádicamente una crítica literaria sensata. Pero
el formato periodístico limita demasiado y estos "textículos" terminan
cayendo o en la zalamería, o en deslumbramientos exagerados ante obras
definitivamente minúsculas. Con todo, es evidente que la crítica no hay
que buscarla en esos kioscos del sainete literario. Ella respira,
callada, reservada, irónica, cautelosa, en las revistas culturales y
universitarias y en ciertos libros que, de vez en cuando, aparecen en
nuestro desolado territorio. Pues si hay un tipo de literatura que
espanta a casi todas las editoriales colombianas, por su facha
desastrada y su cínico desaire hacia el lucro económico, es la que
pretende establecer balances
y situar perspectivas interpretativas frente a la literatura. A veces
me pregunto, y así regreso al inicio de estas reflexiones, si un lector
del futuro buscara pruebas de una crítica literaria que diera cuenta de
lo que se escribe ahora ¿encontraría algo digno de perdurar? Yo, en
realidad, vacilo en qué responder. Pero sé que esta vacilación ya es en
sí misma un claro signo de alarma. De todas maneras, no hagamos
suposiciones memas y mejor preguntemos si ahora hay una crítica que dé
cuenta de lo que está pasando con esta celebrada novela colombiana.
Dirán algunos que este tipo de crítica palpita en la academia
universitaria y sus tesis y monografías y sus artículos en revistas
indexadas. Y yo diría que, en efecto, debe de palpitar allí y que la
universidad, por ser un espacio neutral y exigente, es el más adecuado
para que se formule una crítica juiciosa, regular y seria. De hecho hay
momentos muy altos de esta crítica y basta pensar, para solo hablar de
dos nombres, en la labor ejemplar de Rafael Gutiérrez Girardot y de
David Jiménez. Pero, infortunadamente, muchos universitarios emplean un
lenguaje que sólo interesa al círculo de ellos mismos. Los académicos
analizan e interpretan el texto, y para ello siguen marcos teóricos que,
en ocasiones, limitan las reflexiones libres y valientes que guían, por
lo general, la labor del crítico. Además, con las imposiciones de ese
gran tirano de las aulas que es Colciencias y todo su laberíntico
andamio de índices internacionales, me parece legítimo dudar que de este
gremio puedan surgir las luces esperadas de la actividad crítica. Estoy
sugiriendo, entonces, que el crítico en Colombia, desde la aparición de
Baldomero Sanín Cano, sigue siendo un personaje espectral, por no decir
fabuloso, que sólo crece en el ámbito de la total independencia y que
su actividad solo es propia de la periferia y el silencio. Quizás sea
cierto, pero prefiero que esta consideración flote en estas líneas más
como una duda que como una confirmación.
Notas:
- Citado por Juan Manuel Roca en Galería de espejos, una mirada a la poesía colombiana del siglo XX, Alfaguara, Bogotá, 2012, p. 16.
- Rafael Gutiérrez Girardot, Aproximaciones, Procultura, Bogotá,1986,p.56.
- Para comprender mejor
la relación entre el texto canónico de Vergara y Vergara y las dos
antologías ver Diana Paola Guzmán, "Los dueños de la palabra: antologías
poéticas en el siglo XIX", Estudios de Literatura Colombiana, Nr. 25, 2009, pp. 91-106.
- Carlos Rincón,"Canon y clásicos literarios en la década de 1930", Sarah de Mojica y Liliana Gómez, a cargo de, Entre el olvido y el recuerdo: iconos, lugares de memoria y cánones de la historia y la literatura en Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2010, p. 419.
- Con respecto a estas
nuevas posturas académicas universitarias frente al concepto de canon en
Colombia ver el polémico trabajo de Olga Vallejo y Alfredo Laverde, Visión historia de la literatura colombiana. Elementos para una discusión. Cuadernos de trabajo I, La Carreta Editores, Medellín, 2009.
- Álvaro Pineda Botero reúne sus estudios críticos de estas novelas en los siguientes libros: La fábula y el desastre (1999), donde aborda 52 obras desde 1650 hasta 1931; Juicios de residencia (2001), donde trata 30 novelas desde 1934 hasta 1985; y Estudios críticos sobre la novela colombiana (2005) donde trabaja 60 novelas desde 1990 hasta 2004.
- Ver el balance que hace Gustavo Bedoya en Las formas de canonización de la novela colombiana en las historias literarias (1908-2006), Coherencia, Vol. 6, Nr. 10, 2009, p. 133.
- Darío Ruiz Gómez, "La literatura en la era del marketing", en Trabajo de lector, Editorial Universidad de Caldas, Manizales, 2003, p. 375.
- Enrique Vila-Matas, "Música para malogrados", El País, Madrid, 2 de junio de 2012 .
- Citado en la nota liminar de Juan José Arrom en José Martí, En los Estados Unidos, periodismo de 1881 a 1892, Colección Archivos, Nr. 43, Barcelona, 2003, p. XVI.
- Gabriel García Márquez, "La soledad de América Latina" en Discursos Premios Nobel, Colección Los Conjurados, Bogotá, 2002, p. 140.
- Julien Gracq,"En lisant en écrivant" en Œuvres complètes II, Gallimard (Lapléiade), Paris, 1995, p. 675.
- Habría que señalar, de
todas maneras, que "el valor de las obras literarias no depende, según
Bloom, de la mirada a algún crítico, sino de la fuerza imaginativa que
hay en ellas y que las mantiene vivas como parte siempre actual,
imprescindible de la historia literaria". Ver, a propósito de la
valoración estética en Bloom como base de la conformación de un
determinado canon, Mario Alejandro Molano, "Valorar o no valorar, ¿es
esa la cuestión? Sobre una ilustrativa polémica entre Northrop Frye y
Harold Bloom", Literatura, teoría, historia, crítica, Nr. 10, 2008, p.65.
- Paul Valéry propone un
camino aun más radical.Auguraba que podría existir una "historia única
de las cosas del espíritu" que habría de sustituir todas las historias
del arte, de la literatura y de las ciencias. Ver Paul Valéry, "Degas.
Danse. Dessin", Œuvres, Gallimard, Paris, 1960, Vol. II, p. 1205.
- Julien Gracq, La littérature à l'estomac, José Corti, Paris, 2005, p.11.
- Ver Augusto Escobar
Mesa, "Abad Faciolince tras la búsqueda de la identidad" en Angosta de
Héctor Abada Faciolince, notas de literatura, Dirección de Bienestar
Universitario y el departamento de Publicaciones, Universidad de
Antioquia, Medellín, 2004, pp. 5-6.
- Refiriéndose al
destino de su traducción al español de la poesía de Giuseppe Ungaretti,
Tomás Segovia dice: "Pero es maldición de nuestra civilización (por
llamarla así) que hace que la poesía no la administren los poetas, ni
por supuesto los lectores, y ni siquiera los traductores, sino los
agentes literarios y otros hombres de empresa o de presa...". Ver Tomas
Segovia, "Nota sobre la traducción", en Giuseppe Ungaretti, Sentimiento
del tiempo, La tierra prometida, Debolsillo, Random House Mondadori,
Barcelona, 2006, p. 25.
- Darío Ruiz Gómez, "La literatura en la era del marketing", en Trabajo de lector, cit., p. 366.