Lima, barrio de Miraflores. Los chicos que salen del Leoncio Prado; las chicas que rondan el Parque Salazar. El padre de Pichulita que lo consiente todo. Los paseos por el malecón, asomados al Pacífico. Los hermanos mayores que vienen de clase en la Universidad de San Marcos. Los cholos que están al otro lado de la calle, entre sumisos y amenazantes... Para un lector español, basta con oír un par de topónimos limeños para pensar en Mario Vargas Llosa.
No es poco: Mario Vargas Llosa es, entre otras cosas, el fundador de un escenario geográfico fascinante. Violento, brutal, lleno de hipocresías, claustrofóbico, bello y horrible, como dijo José Agustín de Goytisolo de Lima... Otros narradores limeños han pasado por ahí (Bryce Echenique, Alonso Cueto y Baily son los ejemplos más obvios), pero ninguno ha escrito nada tan potente como 'Los cachorros', por ejemplo.
No es el único distintivo de la literatura de Mario Vargas Llosa. Está también el sonido: trepidante, oral, sincopado. ¿Se nace con ese oído o se aprende a escuchar así? Es la pregunta que surge cuando se lee 'Conversación en La Catedral', por ejemplo.
Y, sin embargo, a Vargas Llosa se le ha negado muchas veces el valor literario. Será por la carga del personaje: liberal en un mundo (el de la cultura) más bien socialdemócrata; cordial pero un poco distante; perseverante más que seductor; alérgico a cualquier gesto demagógico... Lo contrario de su némesis, su antiguo amigo y ahora colega en el palmarés de los Nobel, Gabriel García Márquez.
Claro que no siempre fue así. Vargas Llosa nació en una familia bien venida a menos y en descomposición. Por eso, la familia viajó de provincias a la capital (con escala en Bolivia). En Lima, Vargas Llosa descubrió que su padre vivía, en contra de lo que le había dicho su madre. Fue al temible Leoncio Prado, estudió en la Universidad de San Marcos, hizo los clásicos pinitos periodísticos... Y creció como el clásico estudiante de izquierdas en un país gobernado por la dictadura. ¿Cómo y cuándo llegó el desencanto ideológico? Probablemente, la respuesta esté en 'Conversación en La Catedral'.
Y entonces, llegó el salto del periodismo a la literatura con la crónica de sus años en el Leoncio Prado: 'La ciudad y los perros' (1963), un puñetazo en la cara de la literatura en lengua española. Un 'boom'. Una novela que tenía algo del realismo francés de Flaubert (su gran ídolo), pero que sonaba nuevo como un disco de bebop.
Después llegó 'La casa verde' (que abrió una vía de agua mágico-realista en la obra de Vargas Llosa), 'Conversación...', 'Los cachorros', 'La tía Julia y el escribidor' (otra puerta abierta: esta vez a la novela romántica; de hecho, su vida personal tiene algo de folletín). Barcelona, el 'Boom', el caso Heberto Padilla (que lo enfrentó a parte de sus compañeros de generación por denunciar el castrismo), su campaña frustrada por la presidencia de Perú... Y sin parar hasta aquí: 'La fiesta del Chivo', hace 10 años, fue su penúltima gran novela. Este otoño se espera cosecha nueva.
Al trato, Vargas Llosa es amable y accesible. No es afectuoso ni encantador. Los que le conocen con más intimidad reconocen que nunca termina de ser un hombre del todo cálido. Expresa sus opiniones con una precisión suiza; trabaja con constancia matemática; lleva la vida de un religioso, sus bromas parecen hechas para sí mismo... Lo contrario a la imagen de García Márquez en el homenaje que recibió en 2008 en Cartagena de Indias, vestido con un traje blanco de lino y abrazando a todo el mundo. Pero eso no significa que sea peor escritor ni peor persona.
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