29.6.15

Mal fútbol, buenísima literatura

Se abre el telón y aparece un chico que tiene que hacer una crónica de un partido del Nottingham Forest en 1969. Se acuerda de un amigo que se murió y... El autor, B.S. Johnson valía su peso en oro, pero sólo ahora nos damos cuenta

B. S. Johnson, un escritor olvidado, autor de Los desafortunados./elmundo.es

B.S. Johnson sería un peligro para la industria editorial de nuestro tiempo. Sus opiniones eran certeras, su estilo un riesgo inasumible para la desesperada comercialidad actual. Con mucha razón consideraba muerta la novela de corte dickensiano y creía en una literatura donde Joyce, Beckett y Sterne marcaran el paso del futuro. Se suicidó a los 40 años, harto de no ser reconocido y de frustrarse por el continuo desdén de un 'mainstream' inmutable, destinado a perderse entre naderías cuando un ínfimo sector narrativo vislumbraba una nueva era imbuida de innovación y ruptura en consonancia con la transformación de la sociedad británica durante la década de los 60 y los primeros 70, atisbo de otra condición menos luminosa.
'Los desafortunados' apareció en febrero de 1969 y, si fuéramos clásicos en nuestras apreciaciones, deberíamos juzgarlo como un precursor de la literatura del duelo, pero con Johnson es imposible acotar tanto el terreno. La idea de esta novela heterodoxa y con la verdad por bandera nació de un viaje a Nottingham, donde acudió el autor para cubrir un anodino partido de fútbol que le permitió recordar con nítida bruma muchos de los recuerdos vividos en la ciudad junto a su amigo Tony, muerto de cáncer pocos años antes. Mientras el juego avanzaba se amontaba la memoria, deshilachada como el volumen editado por Rayo Verde, y ello no obedece a ningún capricho, sólo a lo aleatorio de la mente, azarosa en el batiburrillo de pensamientos generados por el espacio y las efemérides recobradas, esparcidas en el cerebro sin una estructura concreta, sólidas en el texto, líquidas en el vaivén neuronal.
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Mediante este recurso desafió la lógica de la sucesión numérica sin imitar las hojas sueltas de 'Composición nº1' de Marc Saporta. La única condición para leer como se debe 'Los desafortunados' es respetar el inicio y la conclusión, los 25 pliegues restantes pueden mezclarse como si fueran cartas de una baraja vital donde las piezas terminan por encajar porque forman parte de un todo coherente. La única fisura, motivo de extrañeza para quien se aferre a la normalidad, es su forma, perfecta para dar a la literatura mimbres conceptuales desde lo objetual.
Decía Johnson, uno de esos escritores dogmáticos consigo mismos y polifacéticos por afán de superar los límites del lenguaje, que contar historias es contar mentiras. Por eso no debe extrañarnos el punto de vista clave para entender 'Los desafortunados'. Tony era experto en Boswell, el biográfo del gran Samuel Johnson. Con su operación narrativa el Johnson del siglo XXI, perdonen el enredo, se convierte en el Boswell de su amigo a través de una suma de anécdotas donde su persona nunca desaparece. Ello conduce el texto hacia una pluralidad de enfoques que asumen la prosa como un juego capaz de englobar tanto el artículo deportivo sin la corrección requerida para un periódico hasta conversaciones íntimas entre los dos amigos, cordiales aunque enfrentados por su visión literaria; Tony aferrado a la crítica académica, Bryan Stanley entregado a la demonización de la misma por considerarla retórica, pedante, vacua y poco proclive a entender su función de mejorar lo reseñado con juicios cabales y elementos válidos para entablar un diálogo que rebase el habitual anquilosamiento del género.
En ese momento captamos cómo el autor tomaba todas y cada una de sus obras como una declaración de intenciones artísticas aliñada con un estilo bien reconocible. En el caso que nos concierne las frases largas son puro flujo de conciencia en los pliegues más largos, mientras en otros más cortos hallamos la concisión de ideas formuladas en nuestro cerebro como si fueran suspiros cazados al vuelo, pequeñas perlas fundamentales para aprehender bien los ensamblajes de un rompecabezas con aires de réquiem.
La muerte evocada no busca caer en cursilerías estereotipadas ni lamentos de mercadillo. Si se aborda la agonía de un joven talentoso desaparecido demasiado prematuramente es para loar el estado anterior de amistad y esperanzas en un período de formación donde es normal crecer rodeado de compañeros por mucho que disintamos en la esencia. Los veranos amorosos, las discusiones intelectuales de provincia y las escenas compartidas se describen desde la plenitud de una energía que va disolviéndose poco a poco cuando acecha la enfermedad e irrumpe una descarnada disolución reflejada en el rostro de la víctima, fin de una era, prueba fehaciente de la desnudez del mal con su habilidad para enterrar las máscaras, palabra nada adecuada para Johnson, quien durante la narración del dolor nunca deja de hacernos partícipes de sus sempiternas obsesiones. Ante la noticia del grave estado de su colega lanzará un grito egoísta porque la convalecencia le impedirá asistir a la presentación de su ópera prima, donde había colaborado en calidad de asesor y consejero especial. Lo dice a las claras, sin tapujos y con la voz sincera de un hombre normal que se preocupa por los demás sin olvidarse nunca a sí mismo.
Tras su muerte B.S Johnson cayó en un olvido del que le han rescatado otros escritores como Jonathan Coe, autor del prólogo que acompaña esta caja de truenos, segunda recuperación en España del chico de Hammersmith tras 'La contabilidad privada de Christie Malry', publicada por la tristemente desaparecida Libros del Silencio de Gonzalo Canedo. Esperemos que 'Los desafortunados' no sea un 'miraje' en nuestro mapa de rescates y suponga un acicate para transgredir esas barreras clásicas que atiborran nuestras librerías de novedades con demasiado olor añejo.

27.6.15

¿Por qué nadie hunde novelas en Colombia?

Llegó la hora de volver a decir lo que ya se sabe hasta la saciedad: estamos en el peor momento de la crítica literaria de todos los tiempos. Ya nadie sabe qué de nuestra ficción es bueno y cada novela resulta "ultra original, bella y llena de figuritas hermosas"

Busquen un crítico en Colombia con el suficiente valor para hundir acertadamente más de una novela al año./revistaarcadia.com

Llegó la hora de volver a decir lo que ya se sabe hasta la saciedad: estamos en el peor momento de la crítica literaria de todos los tiempos. Ya nadie sabe qué de nuestra ficción es bueno y cada novela resulta “ultra original, bella y llena de figuritas hermosas”. Para desarrollar esta poco original idea, lanzo estas pequeñas máximas a mis fieles lectores:
No hay críticos a carta cabal. Busquen un crítico en Colombia con el suficiente valor para hundir acertadamente más de una novela al año. No hay. Hay muy buenas plumas para potenciar textos, revelar escritos o hacer llamados de atención sobre novelas desconocidas con muy buenas traducciones, pero desaparecieron de nuestro entorno los críticos punzantes y los pocos que escriben se han acobardado hasta niveles muy parecidos al del dinosaurio Rex de Toy Story.
El mercado es frágil y nos hacemos pasito. Bien es sabido que en nuestras delicadas economías editoriales, de menos de 3.000 ejemplares, se preservan atenuando la crítica. Un escrito que desentraña escrituras mediocres y acomodadas puede poner en riesgo muchas cosas; ¡incluso algunos empleos!
Subsisten los vetos a críticos literarios. Hoy ya no funcionan como conspiraciones maléficas terminales, sino más bien como un instrumental de actos menores, menos visibles y desplegados a los más críticos. Por eso es mejor hablar bien de un libro soberbio y perdonar un verdadero hueso. Los riesgos de ser un sanguinario, son evidentes.
Los críticos son amigos de los escritores (del mismo modo y en sentido contrario). Los cocteles de lanzamiento ilustran esta fusión perfecta entre prensa, editores y escritores. Los veo abrazándose, entre vinos, dándose palmaditas en el hombro, preparando sus habituales y aburridísimas declaraciones escritas y personales de amor filial, para después, en el corredor, suspirar entre cortado: no era tan buena.
No hay donde escribir cosas duras. Las columnas de crítica literaria que hunden libros desaparecieron de los grandes diarios y, en menor medida, de las revistas. Es como si fuera políticamente incorrecto hablar mal de una novelística complaciente. Educar gustos literarios parece ser propio del siglo XX. ¡Y que el lector y el librero se las arreglen en las librerías!
Internet no es un campo de batalla. Consuelo extraño, las redes sociales nos han dado algunos rounds entre críticos, intelectuales y escritores. Pero observo que se ocupan mucho más de sus posturas políticas y personales que de sus obras. De ahí que sigamos sin ejercicios juiciosos de exploración literaria. Algunos blogs, curiosamente más en provincia, aprovechan este desierto de grandes críticos para aventurar reseñas un poco más fuertes que las de la capital. Falta rastrear periódicos regionales, aunque soy pesimista.
Los premios nacionales confunden. A veces bien dados, a veces muy sospechosos, ya no son la medida de las cosas. Pero esto da para otra columna, bien sanguinolenta.
El Boletín Cultural y Bibliográfico, una isla en un mar de lodo. Pese a su condición de tardío y clandestino, esta publicación del Estado es nuestra última salvación. Deberían condecorarla con la Cruz de Boyacá, en el grado de gran comendador.
Tú eres tu propio crítico. La verdad es que yo compro las novelas que mis amigos me recomiendan, cuando no me las regalan ellos mismos. Lo decía Rafael Reig: la gente compra libros sobre todo para regalar y lee sobre todo lo que le han regalado. Finalmente, lo sé, todos nosotros construimos nuestra propia crítica. Pero es mi deber alentar a los lectores a compartirlas; pues de lo contrario seguiremos en este campo de rosas de puro hule.

26.6.15

Óscar Collazos y "La generación del bloqueo y del estado de sitio"

En memoria del recién fallecido escritor Óscar Collazos, su colega Isaías Peña recuerda en su blog una de las primeras obras de él que destacó en El Espectador
Óscar Collazos con una de sus últimas novelas en la mano: Señor Sombra. /elespectador.com, isaiaspenag.blogspot.com

Óscar Collazos (1942-2015)

1.
Primer libro de cuentos
 de Óscar Collazos
Hacia 1970, comencé una investigación –sin patrocinio alguno- sobre literatura colombiana. Tomé una muestra de 23 narradores nacidos en la década del 40 (o muy cerca de ella), levanté la bibliografía de cada uno de ellos (activa y pasiva) y les formulé una entrevista piloto en la búsqueda de la relación causal entre el pensamiento del escritor y su producción literaria. Los resultados se publicaron en el libro –mi primer libro individual- La generación del bloqueo y del estado de sitio (Bogotá, Ediciones Punto Rojo, 1973, pp. 253). De los nueve escritores desaparecidos de aquella lista, Óscar Collazos ha sido el último. Le antecedieron: Eutiquio Leal, Helena Araújo, José Stevenson, Humberto Tafur, Alberto Duque López, Germán Espinosa, Arturo Alape y Jairo Mercado. Y recuerdo estos datos porque uno de los escritores jóvenes, para entonces, con mayor número de publicaciones, fue Collazos, “el negro” Collazos, como se le decía en familia. A partir de esos años, lo vimos crecer muy rápido. Sus dos primeros libros (de cuentos) habían sorprendido a todo el mundo. Hoy, siguen sorprendiendo: El verano también moja las espaldas (publicado en 1966 por Ediciones Papel Sobrante, de Medellín, una empresa quijotesca de Manuel Mejía Vallejo, Oscar Hernández y Darío Ruiz Gómez, entre otros, y Son de máquina, publicado por Ediciones Testimonio en 1968, otra quijotada de David Consuegra (1939-2004), el gran diseñador y artista colombiano, fundador de la revista literaria Nova, donde apareceríamos publicados cuentistas jóvenes, premiados en el concurso organizado por David y el poeta Eduardo Galindo).
Sin embargo, la historia y la reseña analítica de la obra de Collazos, como la de aquellos que conformaron esa rica generación de la década del 70, que también llamé la “narrativa del Frente Nacional”, sigue sin escribirse. ¿Cuántos libros dejó Oscar publicados? Yo apenas tengo una quincena. ¿Y la cantidad de ensayos y artículos que dejó regados por América Latina y España?
Transcribo a continuación una reseña que publiqué hace 40 años, en 1975, en El Espectador –sin los cambios que quisiera hacerle, para que fuera más clara; las columnas obligan a la elipsis-, sobre su primera novela, de la época cuando apareció, en la misma colección de la Editorial Planeta, la novela El cadáver, de Benhur Sánchez.

2.

Collazos, novelista

Isaías Peña Gutiérrez
Primera novela
de Óscar Collazos
No es que la literatura se divida en urbana y rural según su tema, como desde Luis Alberto Sánchez o antes se pretendía. Y si fuera así, la clasificación sería más nonata. Es que si José Félix Fuenmayor termina su libro La muerte en la calle  (también Sudamericana de Buenos Aires tiene una edición) con un cuento que es canto popular a Barranquilla, precisamente, cuando muere el viejo piquero Juan, de extracción campesina, es porque, como un símbolo advertido o apenas intuido, Fuemayor significaba con su nueva perspectiva socio-literaria (nueva expresión, nuevo sentido) un ingreso definitivo al mundo-ciudad, en una literatura que había sido siempre manifestación de un hispanismo añejo y conservador (rural, en fin de cuentas). Ahora, esa nueva perspectiva o tendencia la encontramos en la primera novela de Oscar Collazos. (1)
Al decir que con Crónica de tiempo muerto hemos ingresado a una etapa nueva en nuestra literatura, queremos dar a entender que se ha logrado el tránsito, lento y paulatino, de una literatura que vivió largos años en el campo, merodeó otro tanto en el caserío, abordó el pueblo –hasta donde llegaría García Márquez-, atracó en el suburbio de la Gran Ciudad, que era la manera de prolongar esa existencia rural-semifeudal, y ahora ha llegado al centro de una era que han llamado capitalista dependiente, donde la Gran Ciudad es motor y fuente del desarrollo de la sociedad. (Y las homologías resultan, desconcertantemente, ciertas).
¿Cómo ha armado Collazos -acudiendo al leitmotiv de la novela, innecesario en nuestra opinión- su novela?
Un autor-narrador-soporte, que con gran habilidad estilística logra camuflarse en una primera persona polisémica (por eso decimos que sobran las excusas al lector), ha llegado a su barrio -ya es un acuerdo- y se ha instalado en la ciudad, Bogotá. Ahora, en una semana, con los tres tiempos, compone una novela, donde son ejes principales, duramente contradichos, Mario y Marta, quienes se debaten entre el pasado y el futuro que acá tiene nombre propio -sus clases sociales-, en presente caótico y desesperadamente difícil. Alrededor de ellos, permitiendo esa lucha que se libra en toda la novela -es la derrota o la superación-, Stella y Roberto, dos escépticos fumadores de yerba; Álvaro, el político oportunista de izquierda, Jorge Zapata, dirigente político de procedencia pequeño burguesa, en desplazamiento supuesto, y Piedad, la “hija alternativa”, vencedor y vencida en una tarde de jardín con Mario. En torno al eje principal, también, suceden cosas (del pasado) que permiten ubicar mejor ese “tiempo muerto” de Mario (¿Oscar?): las luchas estudiantiles, las torturas a los presos políticos, el cuestionamiento de la vida en Madrid o Paris, la presencia del sexo como valor social. Donde sexo y luchas sociales serían las coordenadas generales.
Libro polémico este que nos entrega Collazos. Los problemas de un sector ambiguo de la sociedad que al lado de las luchas estudiantiles del 60, cristalizó o se rompió. Una ciudad parcelada por la riqueza y la pobreza que todavía aparece a través de un metalenguaje, aunque sublevado.
Crónica de tiempo muerto, como testimonio de un des-clasado –Mario Fernández-, a quien le preocupa “el paso más largo” que tendría que dar para sobrevivir a ese pasado y presente, tenso e intenso, pero “muerto” por lo mediocre y desechable.
(1)Oscar Collazos, Crónica de tiempo muerto, Barcelona, Editorial Planeta, 1975.

(Publicada en El Espectador, Bogotá, 11 de julio de 1975, en mi columna semanal “Libros de actualidad”).

25.6.15

Una máquina de narrar perfecta

Reedición. Publicada en 1977, la obra maestra del mexicano Jorge Ibargüengoitia toma un caso policial y cuenta con tono liviano y eficaz una historia atroz

Jorge Ibargüengoitia. Su obra abarca novelas, cuentos, obras de teatro, artículos periodísticos y relatos infantiles./revista Ñ.
Las muertas es un libro emblemático de la literatura mexicana. Publicado originalmente en 1977, en su país ya agotó 35 ediciones bajo el sello Joaquín Mortiz. En la Argentina lo publicó Sudamericana en 1986 y, como tiende a suceder en estos casos, los libros en algún momento pasaron a saldo y al tiempo se dejaron de conseguir, elevándose, para los lectores argentinos atentos a este tipo de textos, a la categoría de mito. Hace un par de años RBA lo publicó en España y ahora llega, al fin, una nueva edición a las librerías argentinas, en la colección Vía México de Corregidor, con prólogo de Ezequiel de Rosso y un ensayo de Angel Rama.
La historia de este libro es atractiva y truculenta. Está basada en un caso real, que tuvo alta repercusión en la prensa escrita de su época, y que se conoció como el caso de “las Poquianchis”: un par de hermanas que regenteaban una serie de burdeles y manejaban una éxitosa red de trata de mujeres. De a poco y por distintos motivos, muchas de las mujeres de sus casas de prostitución fueron muriendo y las hermanas las enterraron ilegalmente en campos. Esta es la historia que tomó Jorge Ibargüengoitia y en el epígrafe a Las muertas precisa: “Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios”.
Y digámoslo sin mayores preámbulos: Las muertas es un prodigio de la narrativa, una máquina perfecta. Escrita con un tono liviano y vagamente cómico, la prosa es el contrapunto exacto para una historia tremenda, que cualquiera podría haber narrado de un modo solemne y dramático, enfatizando el juicio moral sobre los hechos. Y no es que Ibargüengoitia se ría de lo que narra, para nada. No se pone por arriba de la trama pero tampoco se involucra como intelectual y ciudadano: el de este libro es un narrador que solamente cuenta, sin emitir opinión, incluso casi sin adjetivar. Como si la historia se contara sola y se explicara a sí misma, porque finalmente no hay nada más difícil de explicar que la violencia extrema.
El libro, además, llega en un momento clave del debate social y por lo tanto literario de nuestro país. Libros como Chicas muertas de Selva Almada o Racimo de Diego Zuñiga, por nombrar dos casos recientes y conocidos, han trabajado las posibilidades del asesinato de mujeres como tema de un libro. Lo que se está discutiendo en las calles argentinas está pasando también en algunos libros, y por eso la llegada de Las muertas nos obliga a revisar esa tradición hacia atrás, a encontrarle nuevos precursores a este grupo de libros contemporáneos.
Pero la huella de Ibargüengoitia no está sólo en este puñado de libros sobre el femicidio. Podríamos afirmar, sin miedo al equívoco, que Roberto Bolaño leyó muy bien este libro y que algo del tono y sobre todo la estructura (una historia contada por sus distintos protagonistas) se derramó y explotó en Los detectives salvajes , enorme novela mexicana que fagocita y se devora a otras novelas mexicanas.
César Aira apuntó que el gran legado de Ibargüengoitia ha sido reescribir una narrativa anterior y prestigiosa. Acá toma el género “testimonios policiales” y le confiere un buen aire fresco.

24.6.15

Se publica la edición del Don Quijote más completa en sus 400 años

Aparece una edición crítica que fija la novela de Cervantes que abre mil puertas a esta obra maestra. Dos volúmenes en los que han participado más de medio centenar de expertos y escritores

El académico Francisco Rico, con el estuche de dos volúmenes de El Quijote coordinado por él durante 21 años. / Carlos Rosillo./elpais.com

Presentación de la edición crítica de El Quijote, en el Salón de Plenos de la RAE, coordinada por el filólogo y académico Francisco Rico. De izquierda a derecha: Santiago Muñoz Machado (académico), Víctor García de la Concha (Director Instituto Cervantes), Darío Villanueva (director RAE), Jaume Giró (Director Fundación Bancaria la Caixa) y Soledad Puértolas (escritora y académica). / Carlos Rosillo.

Don Quijote, en uno de los grabados de Gustave Doré.
Aparece una edición crítica que fija la novela de Cervantes que abre mil puertas a esta obra maestra. Dos volúmenes en los que han participado más de medio centenar de expertos y escritores Aparece una edición crítica que fija la novela de Cervantes que abre mil puertas a esta obra maestra. Dos volúmenes en los que han participado más de medio centenar de expertos y escritores

…y llegado el determinado punto, entraron en la ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan”. Y 410 años después esa orden de Don Quijote salta a la vida real para que se descubra su propia obra: acaba de ver la luz un Quijote para todo el mundo, con más de 150 miradas, puertas y rutas que se abren para entrar en el universo del más ilustre caballero andante.
Atolladeros, tuertos, escollos, embustes y malentendidos son salvados y esclarecidos en la nueva edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, como nunca se ha visto. Más, más de medio centenar de especialistas, eruditos y escritores amantes de este clásico universal han caído bajo su hechizo, dirigidos por el filólogo y académico Francisco Rico. Han creado una obra que ilumina y analiza cada frase de Cervantes y estudia cada paso del Caballero de la Triste Figura con el objetivo de fijar la obra, “aunque nunca podrá existir una versión definitiva”.
Es una puesta al día con las técnicas más modernas cuyo resultado es la revisión de casi un centenar de pasajes más próximos al original o a lo que quería decir Cervantes y el cambio de docenas de palabras que dan un nuevo sentido o visión de esos episodios.
Es el homenaje que la Real Academia Española (RAE), junto con el Instituto Cervantes y la Obra Social La Caixa, rinden a esta obra maestra en los 400 años de la publicación de la segunda parte en otoño de 1615 (editada por Espasa y Círculo de Lectores). Se trata de una aventura fascinante en dos tomos: a la lectura de la historia del caballero y su escudero ininterrumpida la acompañan las notas a pie de página, cuyo territorio se ensancha, completa y complementa con la mirada que expertos y escritores ofrecen de los 129 capítulos y prólogos. Es un Quijote de 1.345 páginas con anotaciones, y 1.967 de estudios, anexos, mapas y grabados.
Es un Quijote poliédrico para el siglo XXI, para todos los tiempos y edades.
El texto cervantino como tal, asegura el profesor Rico, está bajo la edición rigurosa de todos los instrumentos de la filología moderna que han facilitado un acceso lo más cercano posible al original. Se han analizado la caligrafía de Cervantes, los mecanismos de la imprenta en la publicación y futuras correcciones y añadiduras del propio autor y siguientes impresiones contrastadas con el original.

Lo que dijo el censor en 1604

La nueva edición se abre con la publicación de un hallazgo de 2008 que nunca se había impreso porque desde su primera edición se refundió: la aprobación por la censura. "Poco más o menos, dice que le perdonan la vida y se puede imprimir", cuenta Francisco Rico. El dictamen es: "Porque será del gusto y entretenimiento al pueblo, a lo cual en regla de buen gobierno se debe de tener atención. Allende de que no hallo en él cosa contra policía y buenas costumbres".
Uno de los malentendidos más universales lo aclara Rico en el prólogo de esta edición: "¿Es plausible que el Quijote naciera en la mente del autor como 'invectiva contra los libros de caballerías'? Más razonable parece entender que la novela 'se engendró' cuando Cervantes, 'en una cárcel', entrevió las características esenciales del protagonista, un hidalgo trastornado por la lectura de las fábulas caballerescas y dispuesto a remedarlas en la España de Felipe II, y no porque el escritor se propusiera en primer término desacreditarlas y a tal fin forjara luego el personaje de Don Quijote". La clave de la fascinación que despiertan El Quijote y Sancho estaría en su singular humanidad.
Decenas y decenas de correcciones y aclaraciones que ofrecen nuevas y reales lecturas. Cambios pequeños y grandes que hacen realidad el dicho de que Dios y el diablo se escondén en los detalles. Desde la frase conocida que dice: “Suelen hacer el amor con ímpetu”, cuando lo correcto es: “Suele nacer el amor con ímpetu”. O “La tempestad de palos que sobre él vía”, cuando lo correcto es: “La tempestad de palos que sobre él llovía”.
Su presentación ha sido este martes en el salón de actos de la RAE con asistencia de público donde se imbricaron la vida de Cervantes, la historia e importancia de la novela y la edición crítica. Darío Villanueva, director de la Academia: “Es una edición monumental con todos los elementos necesarios para comprender esta obra universal”.
Jaume Giró, director gerente de la fundación bancaria 'la Caixa’, entidad impulsora de la colección Biblioteca Clásica de la RAE: “El Quijote es una obra audaz y moderna, popular y erudita. De ella dijo Borges que era el libro infinito porque todos lo estamos reescribiendo y nadie termina de escribirlo”.
Soledad Puértolas, escritora y académica: “Es una novela que nunca deja de ser nueva y enriquece con todos”.
Santiago Muñoz Machado, secretario de la Academia: “Los tres momentos clave de las ediciones del Quijote en la RAE son las de 1780, 1863 y esta con un texto depurado y una edición enciclopédica”.
Y Víctor García de la Concha, director del Instituto Cervantes y honorario de la RAE: “El Cervantes está feliz de que este Quijote encuentre acomodo en la Biblioteca Clásica de la Academia”.
Se refería García de la Concha que esta es una edición que empezó su andadura en 1994 cuando el Cervantes encargó a la Academia un Quijote indicado para su público en todos los lugares del mundo donde iban a estar sus sedes. Un Quijote más informativo que interpretativo sin ofender a los conocedores de la novela. Desde entonces, el coordinador ha sido el profesor Rico. La primera edición apareció en 1998 bajo el sello de Crítica. La segunda en 2005 con motivo del cuarto centenario de la publicación de la primera parte y ahora esta, ampliada y renovada en un estuche con dos volúmenes: en el primero la novela cervantina con una serie de instrucciones y en el segundo estudios complementarios que incluyen los análisis de los expertos y escritores sobre cada capítulo, desde los fallecidos Martín de Riquer y Claudio Guillén, hasta Javier Marías, Alberto Manguel y Javier Cercas, pasando por Roger Chartier o Jean Canavaggio. El segundo volumen se cierra con una serie de mapas y planos de la obra y una galería de ilustraciones de una treintena de artistas de todos los tiempos.
La suma de esos comentarios, en la sección Lecturas el Quijote, asegura Rico en el libro, “constituye una antología única de la mejor crítica cervantina de nuestros días y, al correr paralela a una anotación asentada en el sentido literal, da una óptima idea de la inagotable riqueza del libro y de la multiplicidad de enfoques a que se presta”.
Constituye una antología única de la mejor crítica cervantina de nuestros días y, al correr paralela a una anotación asentada en el sentido literal, da una óptima idea de la inagotable riqueza del libro y de la multiplicidad de enfoques a que se presta”.
Uno de los malentendidos más universales lo aclara Rico en el prólogo de esta edición: “¿Es plausible que el Quijote naciera en la mente del autor como 'invectiva contra los libros de caballerías'? Más razonable parece entender que la novela 'se engendró' cuando Cervantes, 'en una cárcel', entrevió las características esenciales del protagonista, un hidalgo trastornado por la lectura de las fábulas caballerescas y dispuesto a remedarlas en la España de Felipe II, y no porque el escritor se propusiera en primer término desacreditarlas y a tal fin forjara luego el personaje de Don Quijote”.
Es parte de la riqueza de una obra, que cobra vida por sí misma. Pasados cuatro siglos la pregunta sigue siendo la misma: ¿Qué tiene el Quijote que fascina a toda clase de lectores y críticos? “El punto de partida decisivo”, dice Rico, “tuvo que ser aquel en que el autor vislumbró la imagen del héroe, y el éxito inigualado del Quijote viene de la fascinación que desde siempre ha ejercido su singular humanidad. Don Quijote "es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos" (II, 18), "que, fuera de las simplicidades que dice tocantes a su locura, si le tratan de otras cosas discurre con bonísimas razones y muestra tener un entendimiento claro y apacible en todo; de manera que como no le toquen en sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen entendimiento. Pero nadie deja tampoco de encandilarse por igual con el Don Quijote loco, desaforado, grotesco, y con el Don Quijote inteligente, sensato e irreprochable. Uno y otro despiertan pareja simpatía, y el deleite que produce la obra consiste principalmente en el ir y venir del uno al otro, entre las acciones nacidas de la locura y las palabras inspiradas por la lucidez”.
Los expertos explican lo que explican y los lectores piensan lo que piensan, pero pareciera que el propio Miguel de Cervantes ya daba la clave de esta edición, cuando en el capítulo VIII de la segunda parte, dice: “Finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad entrada la noche, y en tanto que la hora se llegaba se quedaron entre unas encinas que cerca del Toboso estaban, y llegado el determinado punto, entraron en la ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan”.

20.6.15

La novela colombian actual: canon, marketing y periodismo

Pablo Montoya, autor de Triptíco de la infamia, se despacha contra el canon  editorial y comercial influido por las ventas y la farándula literaria

Pablo Montoya ganó el Premio Rómulo Gallegos con Triptíco de la infamia./auroraboreal.net
No es nada temerario afirmar que una buena parte de las novelas colombianas que hoy triunfan en el escenario de las grandes editoriales naufragan en una suerte de frivolidad sentimental, en un espectáculo altisonante de la violencia y en propuestas narrativas que buscan afanosamente su aprobación comercial. Novelas, pues este es el género impuesto en el gusto colectivo, que intentan penetrar en los fenómenos típicamente nacionales a través de inquietudes tal vez válidas, pero resueltas en la escritura de manera ligera, sensacionalista, poco audaz. ¿Qué pasaría si alguien, apoyado en los principios de la exigencia estética y no en los del mutuo elogio o en las presiones venidas de los consorcios editoriales, se dedicara a escribir una recopilación de ensayos críticos sobre las novelas más exitosas de los últimos años? Por encima de las cifras de ventas que ofrecen algunas de ellas (piénsese, por ejemplo, en Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco, en Satanás (2002) de Mario Mendoza, en Angosta (2004) de Héctor Abad Faciolince, en Necrópolis (2009) de Santiago Gamboa, en Tres ataúdes Blancos (2010) de Antonio Ungar, en 35 muertos (2011) de Sergio Alvárez, en El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez y en La luz difícil (2011) de Tomás González), se encontraría con problemas de construcción de personajes, con tramas más audiovisuales que literarias, con triviales atmósferas telenovelescas, con tratamientos narrativos frágiles, con complejidades estructurales exiguas, con adjetivaciones torpes, con el lugar común como si este fuese realmente el héroe de sus historias narradas, con críticas sociales que se empañan con un erotismo ramplón, con influencias literarias manidas y un facilismo evidente para resolver sus intrigas. Hallaría, por supuesto, pasajes que develan un buen oficio narrativo en autores que hoy se declaran, por fin, escritores profesionales en un país que sigue siendo avaro ante esta clase de categoría. Así como Hernando Téllez, a propósito del panorama literario de la primera mitad del siglo XX, que prefería la poesía e ignoraba los otros géneros, decía que en Colombia "hay un montón de versos pero muy pocos poemas".1 Hoy podríamos afirmar que ante el papel glamuroso de la novela hay muchas páginas escritas, sólo pasajes interesantes y no obras logradas.
He dicho fenómenos literarios típicamente nacionales. Y el más visible de ellos, sin duda, es el de la violencia. "Qué es la nación sino la violencia",2 dice Gutiérrez Girardot en sus útiles reflexiones sobre la conformación de una historia social de la literatura latinoamericana. La violencia y la narrativa están ya íntimamente ligadas en El carnero de Rodríguez Freyle, que es nuestro primer libro de relatos escrito en la colonia pero publicado por Felipe Pérez en la segunda mitad del siglo XIX. Una violencia que aparece porque ella es concomitante al descubrimiento del Nuevo Mundo y a los turbios procesos de la conquista y la colonización. Esa violencia que, además, está en la raíz misma de la construcción del canon literario colombiano propuesto a finales del mismo siglo.
Ya sea elogiándola, y eso hicieron los conservadores, porque fue la manera loable en que España ayudó a construir la nueva sociedad colombiana; o denigrando de ella, porque era la expresión de la brutalidad, tal como lo plantearon los liberales de entonces proclives a pensar en España como una madre pérfida. Pero es el canon conservador, que empieza a establecerse con la primera Historia de la literatura de la Nueva Granada (1867) de José María Vergara y Vergara, y que se fortalece con las antologías de La Lira Granadina y el Parnaso Colombiano3, quien va a volver invisible esa violencia que era como el ladrillo y el cemento con los que se había levantado la nación colombiana. Ese mismo canon va a elevar unos altares para acomodarse en ellos y así olvidar la realidad política y económica de un país abocado a la crisis permanente desde su independencia hasta la Guerra de los Mil Días. Olvido que se logrará a partir de versos neoclásicos y retóricas latinistas. A propósito de esto Carlos Rincón dice que "después de una derrota histórica de las proporciones de la secesión de Panamá, se hizo acuciosa, ineludible en Colombia, la invención de un gran pasado literario y patrio".4 De tal manera, los representantes de esta primera canonización creyeron que una ciudad aquejada de un analfabetismo y una pobreza que superaba el 90 por ciento de la población, como era la Bogotá de entonces, podría ser digna de llamarse la Atenas Suramericana. Y lo proclamaron así, entre otras cosas, porque un gramático español desavisado lo había dicho, y porque una caterva de poetas patrioteros opinaban que las traducciones de Virgilio de Miguel Antonio Caro eran muchísimo mejores que las que el mismo Virgilio había escrito, y porque, finalmente, el castellano que se hablaba en esas cumbres andinas era el mejor hablado en toda la malhablada geografía americana. Me detengo en estas consideraciones, acaso ociosas, porque encuentro un curioso puente entre la celebración ruidosa de esa literatura colombiana por un canon simulador y la que ahora se realiza con las nuevas novelas que abordan la violencia colombiana moldeada por el narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo. Nuestra literatura decimonónica y la que se escribió hasta bien entrado el siglo XX, se celebraba mientras más ignorara la violencia y más se creyera que Colombia era un reflejo de la hacienda El Paraíso de Jorge Isaacs, donde amos y esclavos viven armónicamente y sólo el fantasma de un amor incestuoso atraviesa como un pájaro agorero el ámbito de sus páginas. La novela de ahora por supuesto no ignora el atávico horror colombiano, pero lo trivializa tornándolo más frívolo, mediático.
La cuestión del canon literario es un asunto complejo. El concepto está viciado porque tiene que ver con los poderes hegemónicos. El canon implica, por un lado, el tópico de la tradición literaria y sus vínculos con la jerarquización de las clases letradas; y, por otro, expresa la subjetividad de quienes deciden enfrentar el tema de los textos perdurables que pretenden representar a una nación. Todo canon reclama la excelencia estética que otorgan diversas generaciones de lectores, pero también en él se inmiscuyen los gustos de una minoría caprichosa. Han sido las academias, las historias de la literatura, las instituciones filológicas y las bibliotecas de los periódicos, quienes en Colombia han tratado de moldear el canon. Y así como Nietzsche arremetió contra la perniciosa noción de filología, por considerarla nefasta para todo proceso liberador del individuo, asimismo debería dinamitarse la categoría de canon, y si no derrumbarla del todo, al menos estremecerle sus pilares porque ellos son sinónimos de imposición y de manipulación. Aunque es difícil pelear contra el establecimiento de una idea de este tipo que en nuestro país ha estado asociado con clases sociales blancas, machistas, católicas, militaristas y discriminadoras. Este combate ha comenzado, sin embargo, a plantearse en el ámbito universitario y es posible que en el futuro pueda notarse un resultado afortunado5. Pues bien, desde hace un tiempo, nuestro canon se ha venido estremeciendo por una cierta alharaca suscitada por la novela colombiana. Alharaca triunfal pero contradictoria, porque está hecha a través de grupos editoriales que se enfrentan, y ese es el espectro con el que luchan cotidianamente sus comités, a la caída de un neoliberalismo en bancarrota. De un momento a otro se le ha planteado a esa idea de canon el aspecto de las ventas y, por ende, el de la proliferación de las masas lectoras que, erráticas, leen siguiendo consignas cuantitativas y no cualitativas. Esta circunstancia es más o menos nueva en el panorama del país, porque, a excepción de Cien años de soledad (1967), las buenas novelas nunca se habían vendido bien en una geografía cultural tocada por el desaire hacia la lectura. Las novelas colombianas canónicas, a mi juicio, no han sido muchas, a pesar de que un respetable critico como Álvaro Pineda Botero toque la exuberancia y eleve en sus estudios a 142 el número de sus novelas canónicas6. Hasta la llegada del boom, las novelas colombianas no han sido muy favorecidas por el tópico de las ventas editoriales. Una lista tentativa de las novelas más importantes estaría conformada por María de Jorge Isaacs, Manuela (1858 - 1859) de Eugenio Díaz Castro, La marquesa de Yolombó (1926) de Tomás Carrasquilla, La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Siervo sin tierra (1954) de Caballero Calderón, La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio, El día señalado (1963) de Manuel Mejía Vallejo y paremos de contar hasta que aparece la comparsa melancólica y festiva de Macondo en Cien años de soledad de García Márquez. Pero este disminuido canon discutible desde entonces ha venido creciendo de tal forma que se podría plantear la posibilidad de edificar con varios autores y sus novelas más representativas una suerte de parnaso colombiano: Andrés Caicedo con Qué viva la música (1977), Pedro Gómez Valderrama con La otra raya del tigre (1977), Luis Fayad con Los parientes de Esther (1978), Germán Espinosa con La tejedora de coronas (1982), Antonio Caballero con Sin remedio (1984), Fernando Vallejo con Los días azules (1985), Roberto Burgos Cantor con La ceiba de la memoria (2007) y un etcétera que para algunos se puebla con desmesura, y para otros se reduce inquietantemente. Parnaso -y esta palabra como la de canon es molesta- que conduciría a la conclusión sosegadora de que estamos, por fin, ante a un gran ámbito novelesco.
Valga la pena señalar que el canon en Colombia, desde que los gramáticos conservadores empezaron a edificarlo a finales del siglo XIX, dio más espacio a los poetas cuando estos, unidos al ejercicio de la política, se daban a reflexionar solemnemente, sobre la patria, la identidad nacional, la lengua española y la religión católica. No obstante, el tema del canon ahora atraviesa un nuevo camino. Si antaño se exigía una canonización política, gramática y genérica, hoy quien arremete con ímpetu es el mundo de las ediciones comerciales y el periodismo. Si antes había quienes creían peligroso todo canon por su sospechosa carga ideológica y proponían revisarlo; hoy sería saludable desconfiar de él por su grotesco perfil comercial. El contubernio de los grandes consorcios editoriales españoles con el periodismo es quien decide ahora, con su instrumental hiperbólico, el rumbo de nuestra literatura. Son ambos quienes dictaminan, desde sus atalayas, las supuestas virtudes de ésta. Son ambos, incluso, los que siguen pensando la dinámica literaria como una encrucijada de centros metropolitanos y de periferias coloniales.
Pero antes de referirme a ese tipo de escritor periodista que representa un tipo de poder literario en la Colombia de hoy, quisiera intentar una sucinta descripción de los editores comerciales de ahora. Ellos manipulan gustos inclinados siempre hacia aquellas obras y autores que garanticen dividendos. Su divisa es sacrificar la calidad por la cantidad y, en esta dirección, son indiferentes a propuestas genuinas y arriesgadas de la literatura. La calidad de lo que pregonan es tan solo una de las formas pedestres del éxito. La novela es lo que les interesa y pasan por alto los demás géneros. Y no es que esta preferencia sea su exclusividad. De hecho, están amparados por los mismos historiadores de la literatura. No resulta inútil mencionar una cifra que clarifica mucho al respecto. De las veinte historias de nuestra literatura aparecidas entre 1908 y 2006, doce de ellas, justamente las que se han publicado en los últimos años, señalan a la novela como el género por antonomasia de la literatura colombiana porque ni la poesía, ni el cuento, ni el ensayo, ni el drama han podido expresar la complejidad de esa figura escurridiza que se denomina ser nacional.7 El André Gide y el Italo Calvino editores, con su particular sapiencia, conocedores de la tradición literaria de sus países pero igualmente abiertos a expresiones nuevas y experimentales, deberían servirles de ejemplo. Pero la inopia de estos mercaderes de las letras es pasmosa. Hay que escucharlos hablar de cifras, de puntos de ventas, de perfil publicitario, de plus y de valor agregado; hay que verlos de qué modo meten sus narices contables en el devenir de los premios literarios más prestigiosos –prestigio que se ha deteriorado ostensiblemente desde hace un tiempo-, para entender el papel de farsantes supremos que ocupan en la literatura de inicios de este siglo. A ese mundo editorial le importa, por supuesto, poco la gramática y la estética, y no me refiero al hecho de ese establecimiento cultural, conformado por políticos reaccionarios que exigían de la literatura decencias morales, militancias religiosas y espurios vínculos con las autoridades militares, que tanto daño hizo a la evolución de nuestra literatura, sino a ese que significa velar simplemente por las virtudes de una escritura auténtica. Si hay una fauna peligrosa en el panorama actual son esos editores que deciden, bajo presiones económicas, lo que se debe o no se debe publicar en sus editoriales palaciegas. Su mundo es uno que, finalmente, practica con eficacia la política de una sola pieza que consiste en ganar dinero. Por ello las novelas que publican van afanosamente tras el comprador y no tras el lector. Como dice Darío Ruiz Gómez en su ensayo sobre literatura y marketing, ante esa situación ya no se puede hablar del antiguo editor respetable, sino del taimado jefe de ventas.8 Y no es descabellado, al contrario, es esperanzador, creer que la buena literatura ha de volver al desconfiando aposento de Kafka, al silencio pétreo de Melville, al encierro desquiciado de Robert Walser, al fino y cultivado recinto de Julien Gracq. Quiero decir, en resumen, que la literatura, para que ella sobreviva y sea la expresión de una rebeldía veraz, en estas democracias liberales donde, como dice Vila-Matas "al tolerarlo todo hacen inútil cualquier texto por peligroso que este pueda parecer",9 debe acudir a la marginalidad bajo todas sus formas.

En Colombia ha sucedido recientemente lo que es una presencia inobjetable en todas las "repúblicas letradas" de Latinoamérica: la irrupción ostensible del periodista escritor. Esta criatura no es del todo nueva. Data, en el caso de América Latina, de los tiempos del modernismo. José Martí, con sus crónicas escritas desde Estados Unidos entre 1881 y 1892, marca, y con una lucidez meridiana, uno de los contornos de una escritura que tiene una doble faz. Se escribe para el vasto público, se publica en medios de rápido consumo, pero se apoya en un estilo literario original y exigente. A José Martí le ponían problemas los editores de los periódicos en que trabajaba porque la manera de redactar sus crónicas era bizarra y llena de complejos contornos poéticos. Pedro Henríquez Ureña define muy bien estas crónicas cuando se refiere ellas como "periodismo elevado a un nivel artístico que nunca ha sido igualado en español, ni probablemente en ninguna otra lengua".10 Por esos designios milagrosos de la historia de la literatura, Martí se impuso, gracias a la victoria de la inteligencia y la dedicación, sobre el espíritu comercial que desde entonces manejaba la prensa. No es este el espacio para explicar de qué modo Martí renovó el periodismo de finales del siglo XIX desde hallazgos que pertenecen sobre todo al dominio de lo literario. Tan solo quiero precisar que de ese Martí periodista proceden nuestros mejores autores del siglo XX. Miguel Ángel Asturias con sus crónicas parisinas, Alejo Carpentier con sus crónicas musicales, Arturo Uslar Pietri con sus crónicas políticas y Gabriel García Márquez con sus crónicas cosmopolitas.
Ahora bien, García Márquez es nuestra más idónea carta de presentación en ese campo. Colombia tiene en su nombre el gran exponente de lo que significa el feliz maridaje entre literatura y periodismo. La idea de que un reportaje periodístico es una suerte de género literario se la debemos a él, y él se la debe tal vez a los trabajos de Camus y de Hemingway. Pero si el autor de Relato de un náufrago (1970) es una bandera en estas lides, a raíz de una inobjetable canonización, su figura y su obra han provocado un fenómeno paradójico. Por un lado, con él y particularmente con la publicación de Crónica de una muerte anunciada (1981) inicia el carrusel frenético de los grandes tirajes editoriales. En un medio como el latinoamericano en los pasados años ochenta, que sólo soportaba para la novela tirajes de no más de cinco mil ejemplares, la historia del asesinato de Santiago Nasar se desparramó por el continente con una edición casi obscena de más de un millón de ejemplares. Con García Márquez comienza el marketing de la literatura entre nosotros. Marketing que ha caído sobre las espaldas colombianas como una maldición bíblica, para emplear una expresión cara al realismo mágico. Y es en este juego de compraventa en donde la novela ha entrado definitivamente. Y ella que, en ciertas ocasiones, ha sido la inteligencia en medio de mediocridad, la dignidad en medio del espanto, la lucidez en medio de la estulticia, la ironía en medio de la derrota, ha caído de hinojos ante esta circunstancia ilusoria.
El escritor periodista de las generaciones posteriores a García Márquez se ha encaramado, pues, en los altares del poder literario colombiano. Antes se les exigía a los escritores que fuesen liberales o conservadores o que fueran católicos y, en menor medida, que les gustaran las corridas de toros y las peleas de gallo. Hoy pareciera exigírseles que aparezcan en los periódicos, que publiquen columnas semanales, y opinen sobre lo humano y lo divino, que es como decir sobre cualquier cosa. Ellos son, en definitiva, figurines de la farándula en un país igualmente farandulero. Todos estos periodistas que hoy picotean la literatura, y que tienen el poder sobre la prensa y ciertas revistas culturales de Colombia, y que ayudan con sus comentarios a que la industria editorial siga creciendo y haciendo creer al público que ellos son el centro esencial de las valoraciones literarias, se toman como los herederos del escritor de Aracataca. Y quizás sea cierto, puesto que el autor de La mala hora en diferentes momentos los ha coronado como tales. No se necesita, entonces, ser muy audaz para caracterizar el trabajo de estos periodistas. Siguiendo las consignas de las editoriales comerciales fabrican artefactos novelescos aptos para la angurria del mercado. Son los gurúes del vértigo en la trama narrativa y acaso por este motivo es raro encontrar en sus obras verdaderas inmersiones en las profundidades de los caracteres humanos. Lo muy literario, verbigracia la práctica de un estilo poético, es, según sus juicios irreverentes, algo que le hace daño a la literatura. No parecieran seguir, en esta perspectiva, las premisas de su muy renombrado maestro cuando confesó en el discurso del Premio Nobel que en cada línea que escribe convoca los espíritus de la poesía.11 Una buena novela, proclaman, son aquellas donde prolifera el diálogo y la frivolidad, o el diálogo y el escándalo, o el diálogo y el espectáculo. Y levantan los hombros desdeñosamente, se enfurecen como vedettes violentadas, cuando la crítica les señala que esos diálogos y sus terrenos aledaños están anclados en la insipidez de los formatos telenovelescos. No se declaran herederos de Proust ni de Joyce, de Thomas Mann ni de Faulkner, de Carpentier ni de Borges, de Sabato ni de Onetti, sino de los despampanantes exponentes de la cultura popular en donde entran toda suerte de futbolistas, boxeadores, luchadores, actrices de cine y modelos de la publicidad pornográfica. Y como tienen el espacio para expresarlo, en los periódicos, las revistas, los programas televisivos y las emisoras, se mantienen rotulando virtudes donde no las hay. Es, pues, ante estos pregones publicitarios en cadena que el escritor de ahora debe reaccionar.

García Márquez ha abierto, es evidente, la senda mediática por la que ahora transita la literatura más visible de nuestro país. A partir del premio nobel los escritores colombianos futuros tendrán desde muy jóvenes lo que nunca antes tuvo aquel hasta la aparición de Cien años de soledad: la profesionalización de un oficio y su respectiva independencia económica. Y esto por supuesto es una coyuntura que ha transformado el horizonte literario nacional. Al menos en los que tiene que ver con la cantidad de novelas que pueden publicarse y el espacio que gozan para su actual difusión. Pero, y aquí es donde debe intervenir la labor del crítico, de entre la producción novelesca celebrada por el cambalache editorial y sus periodistas cómplices, es necesario y urgente hacer un trabajo de valoración. El crítico debe estar por encima de esos fuegos fatuos, de esa apoteosis falaz vitoreada por las ferias de las vanidades del comercio. Debe ir a la lectura con la perplejidad abierta al mundo que va a descubrir. Pero también armado con la cautela que le otorga su tránsito añejo por la lectura. Quizás deba apoyarse en la divisa de Julien Gracq que propone para tiempos de confusión como fueron los suyos, y como son también los de ahora, en los que proliferan autores banales y no obras memorables, la elaboración de una crítica literaria basada en el criterio de la excelencia estética12 y separada de valoraciones sociales, morales y políticas sospechosas. Sé que esta formulación es polémica en sí misma porque plantea una escogencia reducida, roza un incómodo elitismo y atenta no solo contra la lógica de una historia fundada en las últimas teorías de la historiografía literaria, sino también contra las propuestas de las diversas corrientes académicas interpretativas, que van del posestructuralismo y los estudios culturales hasta las teorías de género y de la recepción. Sé, igualmente, que en la propuesta de Gracq hay un contacto conflictivo con lo que plantea Harold Bloom13 cuando se refiere a un canon conformado por las mejores obras de los escritores de la historia de la literatura.14 Pero entiendo que en la senda de Gracq, el crítico podría desentrañar, indiferente a cualquier compromiso económico o a cualquier lazo afectivo con los escritores de marras, sin ninguna afiliación ideológica o académica, y con toda la independencia de que sea capaz, las bondades y los defectos de las obras.
Estoy hablando, sin embargo, como si en Colombia hubiera espacios visibles para el crítico literario. De hecho, nuestros mismos escritores se han referido a esta incómoda figura despectivamente. Cepeda Samudio, que es el mayor renovador de nuestra narrativa del siglo XX, rebaja al crítico literario al rol de parásito prepotente. Y los novelistas de ahora, lo ignoran y lo someten a burlas similares a la que esgrimió Cepeda Samudio. Pero a pesar de que los críticos sean, en efecto, parásitos de las letras, cuando la lucidez los acompaña son esenciales. Mi mirada, al respecto de esos espacios críticos es un poco pesimista. Considero que si en nuestro país ha habido y hay crítica literaria, ella está oculta y es silenciada. O si aparece y se vuelve más o menos visible, acude a los formatos de la batahola y la vociferación, como es el caso de la labor por momentos atinada, pero generalmente delirante, que realiza Harold Alvarado Tenorio desde su trinchera de Arquitrave. De tal manera que si tomáramos como referente a Tenorio, habría que concluir que nuestra crítica literaria estaría condenada más al desafuero de un narciso local que a la agudeza de un crítico independiente sin mayores pretensiones de figuración. Un balance de esos parajes desde donde un lector podría buscar mojones para saberse situar ante un panorama literario que está fundado en la hipnosis engañosa y en las usuales exageraciones de provincia, llevaría a pensar que estamos antes un paisaje desalentador. Decía Julien Gracq, en 1950, en La littérature à l'estomac que al lado de una evidente crisis de la literatura había una escandalosa crisis del juicio literario.15 Y sospecho que en la Colombia actual se presenta un panorama similar al que disecciona Gracq en su útil panfleto. Aunque quizás haya una diferencia: si en la Francia de la posguerra de Gracq se publicitaba una literatura de la cual hasta los mismos editores desconfiaban. En la Colombia de hoy estos últimos, acompañados de los periodistas y hasta de profesores universitarios, creen que realmente están ante una gran literatura. Recuerdo, por ejemplo, que al publicarse Angosta de Héctor Abad Faciolince, un académico de literatura recibió la novela y su construcción alegórica atravesada por un maniqueísmo fútil, con un comentario que expresa muy bien la percepción del fenómeno. El profesor dijo que esa novela era nuestra Divina Comedia colombiana.16 Un comentario así remite, a la postre, al que hacían los gramáticos de antaño con respecto a los traducciones virgilianas de Miguel Antonio Caro. Recientemente, ante la publicación de Una luz difícil, que es una novela de muchísima menor envergadura si se comparara con los primeros textos reveladores de Tomás González Primero estaba el mar (1983), Para antes del olvido (1987) y El rey de Honka Monka (2003), y que se amolda demasiado a los criterios comerciales y tiene evidentes problemas de construcción literaria en sus capítulos finales, llovieron los comentarios, justamente desde las tribunas de ese periodismo rimbombante, que la catalogaban como una obra maestra de la literatura. Ya se vio, otro ejemplo más, los casos de Antonio Ungar con Tres ataúdes blancos y Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer, novelas premiadas en Anagrama y Alfaguara respectivamente, cómo esos premios "prestigiosos" son el resultado de negociaciones brumosas entre agentes literarios y editores comerciales. Esas dos "maldiciones" de la civilización literaria contemporánea, para utilizar una expresión de Tomás Segovia.17 Y aquello de las negociaciones tras bambalinas sería algo del todo secundario, si las obras galardonadas tuviesen realmente los méritos que se anuncian con ubicua insistencia. Pero si este panorama novelístico tiene la garrafal grandiosidad de ciertos ídolos de barro, el de la crítica literaria no deja de calamitoso. Lo que hacen la revista Semana y Arcadia es seguir las pautas de lo que ordene este boom victorioso de la novela colombiana. Y lo que escriben sus colaboradores son reseñas hechas para estimular el bolsillo del comprador o para aplastar, muchas veces de forma humillante, al escritor y su obra. Como dice Darío Ruíz "convierten la crítica en algo tan superfluo como las mercancías literarias que pregonan"18.

Habría que decir, no obstante, que en algunas columnas de los periódicos se asoma esporádicamente una crítica literaria sensata. Pero el formato periodístico limita demasiado y estos "textículos" terminan cayendo o en la zalamería, o en deslumbramientos exagerados ante obras definitivamente minúsculas. Con todo, es evidente que la crítica no hay que buscarla en esos kioscos del sainete literario. Ella respira, callada, reservada, irónica, cautelosa, en las revistas culturales y universitarias y en ciertos libros que, de vez en cuando, aparecen en nuestro desolado territorio. Pues si hay un tipo de literatura que espanta a casi todas las editoriales colombianas, por su facha desastrada y su cínico desaire hacia el lucro económico, es la que pretende establecer balances y situar perspectivas interpretativas frente a la literatura. A veces me pregunto, y así regreso al inicio de estas reflexiones, si un lector del futuro buscara pruebas de una crítica literaria que diera cuenta de lo que se escribe ahora ¿encontraría algo digno de perdurar? Yo, en realidad, vacilo en qué responder. Pero sé que esta vacilación ya es en sí misma un claro signo de alarma. De todas maneras, no hagamos suposiciones memas y mejor preguntemos si ahora hay una crítica que dé cuenta de lo que está pasando con esta celebrada novela colombiana. Dirán algunos que este tipo de crítica palpita en la academia universitaria y sus tesis y monografías y sus artículos en revistas indexadas. Y yo diría que, en efecto, debe de palpitar allí y que la universidad, por ser un espacio neutral y exigente, es el más adecuado para que se formule una crítica juiciosa, regular y seria. De hecho hay momentos muy altos de esta crítica y basta pensar, para solo hablar de dos nombres, en la labor ejemplar de Rafael Gutiérrez Girardot y de David Jiménez. Pero, infortunadamente, muchos universitarios emplean un lenguaje que sólo interesa al círculo de ellos mismos. Los académicos analizan e interpretan el texto, y para ello siguen marcos teóricos que, en ocasiones, limitan las reflexiones libres y valientes que guían, por lo general, la labor del crítico. Además, con las imposiciones de ese gran tirano de las aulas que es Colciencias y todo su laberíntico andamio de índices internacionales, me parece legítimo dudar que de este gremio puedan surgir las luces esperadas de la actividad crítica. Estoy sugiriendo, entonces, que el crítico en Colombia, desde la aparición de Baldomero Sanín Cano, sigue siendo un personaje espectral, por no decir fabuloso, que sólo crece en el ámbito de la total independencia y que su actividad solo es propia de la periferia y el silencio. Quizás sea cierto, pero prefiero que esta consideración flote en estas líneas más como una duda que como una confirmación.

Notas:
  1. Citado por Juan Manuel Roca en Galería de espejos, una mirada a la poesía colombiana del siglo XX, Alfaguara, Bogotá, 2012, p. 16.
  2. Rafael Gutiérrez Girardot, Aproximaciones, Procultura, Bogotá,1986,p.56.
  3. Para comprender mejor la relación entre el texto canónico de Vergara y Vergara y las dos antologías ver Diana Paola Guzmán, "Los dueños de la palabra: antologías poéticas en el siglo XIX", Estudios de Literatura Colombiana, Nr. 25, 2009, pp. 91-106.
  4. Carlos Rincón,"Canon y clásicos literarios en la década de 1930", Sarah de Mojica y Liliana Gómez, a cargo de, Entre el olvido y el recuerdo: iconos, lugares de memoria y cánones de la historia y la literatura en Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2010, p. 419.
  5. Con respecto a estas nuevas posturas académicas universitarias frente al concepto de canon en Colombia ver el polémico trabajo de Olga Vallejo y Alfredo Laverde, Visión historia de la literatura colombiana. Elementos para una discusión. Cuadernos de trabajo I, La Carreta Editores, Medellín, 2009.
  6. Álvaro Pineda Botero reúne sus estudios críticos de estas novelas en los siguientes libros: La fábula y el desastre (1999), donde aborda 52 obras desde 1650 hasta 1931; Juicios de residencia (2001), donde trata 30 novelas desde 1934 hasta 1985; y Estudios críticos sobre la novela colombiana (2005) donde trabaja 60 novelas desde 1990 hasta 2004.
  7. Ver el balance que hace Gustavo Bedoya en Las formas de canonización de la novela colombiana en las historias literarias (1908-2006), Coherencia, Vol. 6, Nr. 10, 2009, p. 133.
  8. Darío Ruiz Gómez, "La literatura en la era del marketing", en Trabajo de lector, Editorial Universidad de Caldas, Manizales, 2003, p. 375.
  9. Enrique Vila-Matas, "Música para malogrados", El País, Madrid, 2 de junio de 2012 .
  10. Citado en la nota liminar de Juan José Arrom en José Martí, En los Estados Unidos, periodismo de 1881 a 1892, Colección Archivos, Nr. 43, Barcelona, 2003, p. XVI.
  11. Gabriel García Márquez, "La soledad de América Latina" en Discursos Premios Nobel, Colección Los Conjurados, Bogotá, 2002, p. 140.
  12. Julien Gracq,"En lisant en écrivant" en Œuvres complètes II, Gallimard (Lapléiade), Paris, 1995, p. 675.
  13. Habría que señalar, de todas maneras, que "el valor de las obras literarias no depende, según Bloom, de la mirada a algún crítico, sino de la fuerza imaginativa que hay en ellas y que las mantiene vivas como parte siempre actual, imprescindible de la historia literaria". Ver, a propósito de la valoración estética en Bloom como base de la conformación de un determinado canon, Mario Alejandro Molano, "Valorar o no valorar, ¿es esa la cuestión? Sobre una ilustrativa polémica entre Northrop Frye y Harold Bloom", Literatura, teoría, historia, crítica, Nr. 10, 2008, p.65.
  14. Paul Valéry propone un camino aun más radical.Auguraba que podría existir una "historia única de las cosas del espíritu" que habría de sustituir todas las historias del arte, de la literatura y de las ciencias. Ver Paul Valéry, "Degas. Danse. Dessin", Œuvres, Gallimard, Paris, 1960, Vol. II, p. 1205.
  15. Julien Gracq, La littérature à l'estomac, José Corti, Paris, 2005, p.11.
  16. Ver Augusto Escobar Mesa, "Abad Faciolince tras la búsqueda de la identidad" en Angosta de Héctor Abada Faciolince, notas de literatura, Dirección de Bienestar Universitario y el departamento de Publicaciones, Universidad de Antioquia, Medellín, 2004, pp. 5-6.
  17. Refiriéndose al destino de su traducción al español de la poesía de Giuseppe Ungaretti, Tomás Segovia dice: "Pero es maldición de nuestra civilización (por llamarla así) que hace que la poesía no la administren los poetas, ni por supuesto los lectores, y ni siquiera los traductores, sino los agentes literarios y otros hombres de empresa o de presa...". Ver Tomas Segovia, "Nota sobre la traducción", en Giuseppe Ungaretti, Sentimiento del tiempo, La tierra prometida, Debolsillo, Random House Mondadori, Barcelona, 2006, p. 25.
  18. Darío Ruiz Gómez, "La literatura en la era del marketing", en Trabajo de lector, cit., p. 366.

19.6.15

Trilogía palestina

Los personajes de las tres novelas de Kanafani recogidos en esta colección editada por Hoja de Lata actúan como símbolos, transcenden su identidad personal para convertirse en retratos colectivos


Gasán Kanafani, autor palestino de  Trilogía palestina./Anni Kanafani./revistadeletras.net
Trilogía palestina de Gasán Kanafani.

Los tres protagonistas de la pimera novela, Hombres en el sol, muestran tres etapas en la aceptación de la situación de los refugiados palestinos. Abu Qais, el más anciano, simboliza la pérdida de identidad, la generación que ya solo puede vivir de los recuerdos y seguir soñando en el país antiguo que un día tuvieron aunque sus fuerzas se hayan marchitado y se dirija peligrosamente a la deriva.
Maruán, el chico, muestra la inocencia de la juventud. El ímpetu de acción combinado con su ingenuidad le condenan inevitablemente al fracaso. Mientras que Asad, el hombre de mediana edad, simboliza al individuo derrotado, cínico y resentido que ha perdido la fe en los demás y solamente busca la salvación propia. Es el paso de la colectividad al individualismo.
Por otro lado, la figura de Abuljaizarán, el pasador de hombres, simboliza la embriaguez capitalista. El individualismo cínico en exceso obsesionado únicamente con el dinero que no duda en transportar a sus conciudadanos como si fueran ganado. Y lo peor es que su cinismo capitalista, sus ansias de ganar dinero a cualquier precio, no nos sorprenden. Este es uno de nuestros problemas: no podemos aceptar tan ligeramente este tipo de acciones amorales porque sus consecuencias derivan inevitablemente en una desintegración de la civilización. La moral, por muy cuestionada que pueda ser por su arbitrarismo generacional, cumple, entre otras, la función de mantener al individuo civilizado. Su pérdida nos convierte en animales. Esta es una idea que se repite a lo largo de esta y las demás novelas de Kanafani y que adquiere mayores proporciones con el descenso al interior del camión cisterna. Un descenso que se convierte en un símil del descenso a los infiernos dantescos. Un descenso real, físico, del hombre que se introduce en el fuego (el calor abrasador del interior de la cisterna) donde debe adentrarse quitándose la camisa, en otras palabras, despojándose de uno de los pocos elementos que le mantienen unido a la civilización y la humanidad.
A través de estos personajes, Kanafani también aprovecha para dirigirse directamente a sus lectores, para intentar remover sus conciencias y hacerles plantear la necesidad de huir de allí. “¿Pero tú crees que vale mucho más la pena vivir así que morir?”, pregunta conocedor de la respuesta.
La segunda novela que conforma esta trilogía palestina, Lo que os queda, es una obra más compleja estructural y narrativamente que muchos han emparentado con El ruido y la fúria de Faulkner y con el estilo rompedor de Joyce. Un texto que puso en jaque al propio autor que se halló ante la disyuntiva de querer decir muchas cosas y al mismo tiempo querar llegar a sus lectores. Tanto es así, que se planteó: “¿Escribo para que un crítico diga en una revista cualquiera que he escrito una novela excelente, o escribo para llegar a la gente?”. I en una época crítica en la que el “deber de intelectual [de un escritor] es el de testimoniar”, como afirma María de Madariaga en el prólogo, la respuesta está clara.
A pesar de su mayor complejidad, Lo que os queda debe ser entendida como una novela de transición entre la primera y la tercera pieza de esta trilogía. Aquí, según Madariaga, “se vislumbra ya el esbozo de una toma de conciencia. La búsqueda de una solución, aunque siga siendo de forma individual, representa ya un intento de liberación.”
El puzle que nos propone Kanafani nos muestra los sentimientos trágicos de Mariam, madre soltera del hijo de su hermano que se ve forzada a casarse precipitadamente con Zacarías, un desgraciado odiado por todos y que ya tiene otra familia, para evitar el escándalo. Kanafani mezcla inteligentemente las horas de espera de Mariam antes del indeseado matrimonio con las horas de andadura de Hamed, su hermano, que está intentando huir del campo de refugiados. La angustia de Carmen en Cinco horas con Mario se convierte aquí en los miedos de Mariam mientras imagina donde estará su hermano combinado con el raudal de recuerdos que llenan la cabeza del hermano mientras lleva a cabo su particular travesía por el desierto.
Es el retrato silencioso de un mundo interior que remueve nuestras conciencias porque “no hay silencio sin voz, de lo contrario no podría oirse de esa forma única, cargada de ausencias, soledad, misterio.”
En la última novela, Um Saad, Kanafani muestra “la etapa de la toma de conciencia colectiva del pueblo palestino”. Es la época de las guerrillas y la lucha. Después de más de veinte años en un campo de refugiados, incluso una madre como Um Saad se alegra de que su hijo se aliste con los fedayín, los combatientes laicos de oriente. Cuando todo está perdido, es el momento de los grandes sacrificios.
Según María de Madariaga, y según el propio Kanafani, la única solución posible al problema israelo-palestino sería recuperar las ideas originarias del 1967 e instaurar “un Estado democrático y laico.” Un país donde “judíos, musulmanes y cristianos puedan convivir pacíficamente, con independencia de sus orígenes religiosos o étnicos.” Esta es también la lucha del hijo de Um Saad. Esta es la lucha iniciada por Kanafani cuya “pluma fue su arma de combate”. Pero el hecho de que fuera asesinado poco después y que la situación palestina no haya mejorado demasiado desde entonces, nos muestra que, lamentablemente, la lucha no ha terminado todavía.

18.6.15

La novela histórica de Leonardo Padura

Reseña de  El hombre que amaba a los perros, la novela del ganador del Premio Princesa de Asturias sobre la historia del asesinato de Trotski

Leonardo Padura en su casa en La Habana, Cuba, tras revelarse la noticia del premio./elespectador.com


El cubano Leonardo Padura, ganador del Premio Princesa de Asturias, logró reconocimiento internacional con las novelas policíacas protagonizadas por el detective Mario Conde: Pasado perfecto, Vientos de Cuaresma, Máscaras, Paisaje de otoño, Adiós, Hemingway, La neblina del ayer y La cola de la serpiente. Pero también es autor de una novela de la que se ha hablado poco por estos días, tras la noticia del premio; una obra literaria, compleja y arriesgada, que refleja las preocupaciones del escritor que el jurado nombró en el acta: “Desde la ficción, Padura [un escritor que escucha las voces populares y las historias perdidas de los otros] muestra los desafíos y los límites en la búsqueda de la verdad. Una impecable exploración de la historia y sus modos de contarla”. Esa novela es El hombre que amaba a los perros, la historia de la deportación y el asesinato de Trotski en México, en 1940, narrada desde una particularidad del todo ajena a la magnificencia de dos líderes rusos, Trotski y Stalin, protagonistas del movimiento de la historia en el siglo pasado.
Padura comenzó a escribirla en 1989, tras su primer viaje a México, cuando el muro de Berlín se inclinaba hasta caer unas semanas después. “A Trotski, como personaje histórico, me llevó el silencio”, le dijo a Angélica Gallón para una entrevista publicada en El Espectador. En la Cuba de los años 70, cuando Padura estudiaba letras en la Universidad de La Habana (1975-80), Trotski no existía, oficialmente hablando. La política estalinista de hacerlo desaparecer también se había aplicado en Cuba. El trotskismo era el anticomunismo, explicó Padura en la entrevista para El Magazín de este diario. “Pero la verdad es más amplia que la voluntad de silenciarla. Cuando leí Rebelión en la granja, de Orwell (autor que ni entonces ni ahora ha sido publicado en Cuba) y alguien me dijo que uno de los cerdos, el presunto traidor, estaba inspirado en Trotski, sentí curiosidad. Luego, con la lectura de Tres tristes tigres, de Cabrera Infante (tampoco publicada en Cuba), la curiosidad se convirtió en necesidad de conocer. Y esa sensación fue creciendo, de manera muy aleatoria, hasta que en 1989 fui por primera vez a México y le pedí a un amigo (‘con el carro más feo del DF’, dice en otra parte) que me llevara a Coyoacán, pues quería visitar la casa donde Trotski, aquel traidor y renegado, había sido ajusticiado (no asesinado) por sus crímenes contra el proletariado y su partido (…) Cayó un día una noticia que me conmovió: alguien me dijo que Ramón Mercader, el comunista español que con la identidad de Jacques Mornard había asesinado a Trotski, había vivido varios años en Cuba (1974-78), y que acá había muerto. La revelación de que aquel hombre sin rostro había estado cerca de mí, convivido conmigo, en mi ciudad, empezó a generar algo diferente a lo que había sentido hasta entonces: generó una emoción y por ahí debe haber empezado a gestarse, sin yo saberlo, el deseo que años después concretaría: escribir una novela sobre estos personajes y sus circunstancias”.
El hombre que amaba a los perros es una novela histórica que conecta a Rusia, México y Cuba y sus luchas revolucionarias mediante tres vidas particulares (dos de ellas emblemáticas) que se entretejen y se encuentran en el manuscrito del más anónimo de los personajes, el potencial escritor Iván Cárdenas Maturell. “Ya en el siglo XXI, muerta y enterrada la URSS, quise utilizar la historia del asesinato de Trotski para reflexionar sobre la perversión de la gran utopía del siglo XX, ese proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdido sueños, años y hasta sangre y vida. Por eso me atuve con toda la fidelidad posible (recuérdese que se trata de una novela, a pesar de la agobiante presencia de la Historia en cada una de sus páginas) a los episodios y la cronología de la vida de León Trotski en los años en que fue deportado, acosado y finalmente asesinado, y traté de rescatar lo que conocemos con toda certeza (en realidad muy poco) de la vida o de las vidas de Ramón Mercader, construida(s) en buena parte sobre el filo de la especulación a partir de lo verificable y de lo histórica y contextualmente posible”, dice Padura en la Nota muy agradecida al final del libro.
La novela se divide en capítulos que corresponden a los relatos del escritor, de la víctima y del victimario. A Iván se le aparece por casualidad la historia del asesino de Trotski y se convierte en su calvario. En aras de la justicia, un concepto ultrajado en este pedazo de la historia, reconstruye el relato del asesino concediéndole un espacio a la biografía de su víctima, quien aparece desde sus rasgos más humanos, desde su egolatría, vanidad y autosuficiencia, más que desde su imagen injuriada y desde su pedestal recobrado. Que Trotski ame a los perros “es un rasgo de humanidad que no podía dejar de utilizar”, y que Ramón también los ame es una de las tantas cosas que los une. “Un hombre tan absolutamente político rara vez muestra esas cualidades vulgares y humanas. La relación con los perros, el affaire con Frida Kahlo y sus vanidades son todos elementos que escapan de lo político y entran en lo humano, y por lo tanto son esenciales para un novelista aunque puedan ser despreciables para un historiador”.
Iván se incluye a sí mismo no sólo como narrador y autor de aquel manuscrito, sino como personaje y punto de encuentro entre la historia y su revelación. Sobre él recae el peso de dos versiones combatientes: la una es la verdad de Stalin, la otra es la verdad de Trotski. La primera se manifiesta a través del asesino, en quien pulsan los afanes de protagonismo, de volver a ser un individuo y no una multiplicidad fragmentada y aplastada por el todo revolucionario. La segunda verdad se asoma desde la víctima. Pero todos en esta novela son en realidad fantasmas: Stalin es un símbolo de poder invisible que encarna en las muertes, en la limpieza política en Rusia. Mercader es una identidad refundida entre las muchas vidas impuestas y creadas para él por el otro fantasma, el comunismo, un sistema ahora corrompido; su esencia se ha perdido en el camino y Trotski lo lamenta y lo padece. Finalmente, Iván es también un fantasma, producto de una escritura que enferma y acaba con la vida. “¿Y las personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida?”, dice un personaje.
Esta obra maestra de Padura gira en torno a un sentimiento, la compasión, pero la compasión como maldición. Con personajes llenos de luz y con un trabajo de investigación más que exhaustivo, Padura le dio forma a una estructura sólida, construida con un cuidado milimétrico, que muchos soñarían poder imaginar.