7.3.11

Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa planearon un libro a cuatro manos

El tema no puede parecer más jugoso: la guerra entre Colombia y Perú que tuvo lugar en los años 1932 y 1933

Los dos premios Nobel vivos de la lengua española, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa en una foto de la época, en el auge del boom. También aparecen Jorge Edwards, José Donoso y Antonio Skármeta.foto:archivo.fuente:lavanguardia.es

García Márquez debía escribir la parte ambientada en Colombia, y Vargas Llosa hacerse cargo de la peruana

Los dos premios Nobel vivos de la lengua española, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa planearon, en los años sesenta, escribir una novela a cuatro manos, finalmente nonata. El tema no puede parecer más jugoso: la guerra entre Colombia y Perú que tuvo lugar en los años 1932 y 1933. García Márquez debía escribir la parte ambientada en Colombia, y Vargas Llosa hacerse cargo de la peruana. Las cartas que se conservan en los archivos de la Universidad de Princeton (Nueva Jersey, EE.UU), enviadas por el colombiano al peruano, otorgan luz sobre detalles de este proyecto que no arribó a buen puerto.

El propio Vargas Llosa contaba a este diario, poco antes de recibir el premio Nobel el pasado mes de octubre, que "en París, cuando trabajaba en la radiotelevisión francesa, un día recibí de la editorial Julliard la novela Pas de lettre pour le colonel, y así descubrí a García Márquez, en francés. Desde entonces supe de él. Al publicar yo La ciudad y los perros, recibí una carta suya, y empezamos a escribirnos, e incluso planeamos escribir esa novela a cuatro manos sobre la guerra peruano- colombiana, un proyecto que finalmente quedó en nada. Hablábamos de ello, cambiábamos ideas. Se trataba de una guerra fantochesca por un pedazo de la Amazonia, pero era más divertido hablarlo que realizarlo".

La idea fue de García Márquez, quien, el 20 de marzo de 1967, le revela a su amigo que, en septiembre, se trasladará a vivir en Barcelona. Le cuenta, asimismo, que ha acabado de corregir las pruebas de imprenta de Cien años de soledad y que, a última hora, ha cambiado la escena de un burdel de Macondo "sospechosamente parecida a cierto burdel de Piura", es decir, el que da título a La casa verde, obra amazónica del peruano que acababa de leer y que, por lo visto, le influyó demasiado. "La coincidencia del burdel –prosigue– me ha inspirado una idea que tarde o temprano tendremos que llevar a cabo tú y yo: tenemos que escribir la historia de la guerra entre Colombia y el Perú. En la escuela, nos enseñaron a romper filas con un grito: '¡Viva Colombia, abajo el Perú!'". Para convencer al joven Vargas Llosa, un persuasivo García Márquez le desgrana una serie de hechos reales que parecen extraídos de novelas del realismo mágico, y que habrían acabado siendo capítulos del libro: "La mayoría de las tropas colombianas que mandaron a la frontera se perdieron en la selva. Los ejércitos enemigos no se encontraron nunca. Unos refugiados alemanes de la primera guerra mundial, que fundaron Avianca, se pusieron al servicio del gobierno y se fueron a la guerra con sus aviones de papel de aluminio. Uno de ellos cayó en plena selva y las tambochas –hormigas venenosas de cabeza roja– le comieron las piernas: yo lo conocí más tarde, llevando sus condecoraciones en silla de ruedas. Los aviadores alemanes al servicio de Colombia bombardearon con cocos una procesión de Corpus Christi en una aldea fronteriza del Perú. Un militar colombiano cayó herido en una escaramuza, y aquello fue como una lotería para el gobierno: llevaron al herido por todo el país, como una prueba de la crueldad de Sánchez Cerro –el presidente peruano–, y tanto lo llevaron y lo trajeron, que al pobre hombre, herido en un tobillo, se le gangrenó la pierna y murió. Tengo dos mil anécdotas como estas. Si tú investigas la historia del lado del Perú y yo la investigo del lado de Colombia, te aseguro que escribimos el libro más delirante, increíble y aparatoso que se pueda concebir".

Vargas Llosa contestó que sí. El 11 de abril de 1967, Gabo le escribe: "...cuánto me alegra que te guste la idea del libro a cuatro manos. A mí me parece fascinante, y creo que difícilmente se puede concebir una fábula más inverosímil y desternillante que este esperpento histórico. La posibilidad de dinamitar la patriotería convencional es sencillamente estupenda. Hace muchos años tengo la idea en la cabeza, pero me negaba a ponerla en práctica mientras no encontrara un cómplice peruano, porque de estemodo la traición es completa, por partida doble, y simplemente sensacional".

García Márquez entra en consideraciones técnicas: "Hay que tratarlo con la tranquila objetividad de un reportaje, con recursos y técnicas puramente periodísticos, y con una seriedad y una abundancia de datos que dejen a los mojigatos clavados a la pared. Yo haré toda la historia del lado de Colombia y tú la del Perú. Prácticamente, lo único que tendremos que hacer en común es el cotejo de algunos episodios, para que no haya contradicciones".

La novela, ligada a los hechos, iba a estar sustentada en una teoría conspiratoria: "...es probable que Sánchez Cerro y nuestro Olaya Herrera –el presidente colombiano– se hubieran puesto de acuerdo para hacer esta guerra, que había de consolidarlos a ambos en el poder". Olaya Herrera, según explica García Márquez, "era el primer presidente liberal después de 45 años de hegemonía conservadora, y la guerra con el Perú le dio la oportunidad de unificar a los partidos en la excitación patriótica, y les puso a los decrépitos senadores de la oposición un uniforme de general de la república, y los mandó a morirse de paludismo en la selva. Hay una versión no confirmada de que el asunto lo arreglaron en un club de Lima políticos y diplomáticos de ambos países, que formaban parte de un equipo de polo internacional. ¡Fíjate (...)!".

Los dos escritores hablaron incluso de los asuntos prácticos. "El problema –decía García Márquez– es que ambos tenemos que irnos a nuestros respectivos países, y allí tomar los datos precisos. Yo pienso encerrarme en la redacción de El Tiempo a reconstruir los hechos día por día, y obtener en esa forma toda la versión oficial, que he de complementar con datos suministrados por la academia de historia. (... ) Imagínate que uno de los héroes de estas jornadas gloriosas es el poeta Juan Lozano y Lozano, que ahora es embajador de Colombia en Roma, y que fue enviado a pelear 'en representación de las letras colombianas'. Como él hay muchos. Nuestra ventaja es que ahora ellos se sienten próceres olvidados, y a la menor provocación soltarán la lengua, pensando que les vamos a hacer justicia. Piensa que Colombia trató de aniquilar al Perú con una delirante máquina aérea, llamada el sexquiplano, comprada en Londres y llevada a la bahía de Tumaco desarmada en piezas. El sexquiplano nunca se elevó más de 10 metros, y durante muchos años se utilizó para hacer giras turísticas, a ras de agua, en la bahía de Tumaco".

En un determinado momento, el colombiano habla incluso de fechas: "Yo no puedo ir a Colombia, con este fin, sino dentro de un año largo, a mi regreso de Europa, y después de haber escrito la novela del dictador –se refiere a El otoño del patriarca– (…)".

Vargas Llosa le debió de manifestar a su amigo algunas objeciones prácticas para conseguir datos, pues tenía en su contra a buena parte del estamento militar peruano, que había visto en La ciudad y los perros una feroz crítica a los valores castrenses. Gabo le responde aludiendo a "tu situación con los militares, la cual, supongo, sera peor cuando publiques tu novela sobre el guardaespaldas –se refiere a Conversación en La Catedral–. Pero creo que de veras el tema merece que se finja bajar la cabeza (...) para después soltar el cañonazo".

1.3.11

Silvina Ocampo inédita

A más de un cuarto de siglo de su muerte, se publica, por fin, La promesa, la conmovedora novela en la que la escritora trabajó durante años y donde se refleja nítidamente su propia vida

Silvina Ocampo.foto.fuente:adncultura.com.ar

En el mar tan amado por ella, quiso, odió y, convertida en profetisa, sembró la dicha y la desdicha. Los barcos fueron el escenario donde transcurrieron algunos de los momentos más importantes en la vida de Silvina Ocampo. En los lujosos transatlánticos de otras épocas, cruzó muchas veces el océano, de Europa a Buenos Aires, de Buenos Aires a Europa. Desde la cubierta contemplaba el mar, detrás de los anteojos negros de montura blanca, los típicos anteojos de las hermanas Ocampo, que le servían para protegerse del sol y para espiar a su esposo, el apuesto Adolfo Bioy Casares. Los salones de esos palacios flotantes fueron el escenario donde vivió historias de amor, reales e imaginarias, a menudo tortuosas. Sus ocasionales compañeras de travesía le pedían con temeridad que les leyera las manos, porque "todo Buenos Aires" sabía que ella era vidente. Y ella lo hacía, según la ocasión, maliciosa, sincera hasta la impiedad o embustera como una chica traviesa. En los oídos ávidos de sus compañeras de viaje dejaba caer palabras terribles o venturosas, con esa voz hecha de temblores y entrecortada, que subía y bajaba quebrada por espasmos, que a veces prolongaba las vocales en signo de asombro, de dolor o de fingida admiración: una voz y una elocución inimitables, en la vida y en la literatura, que todos quienes la conocieron han tratado de imitar alguna vez. De uno de esos viajes volvió a Buenos Aires con Marta, la hija de Adolfito con otra mujer, que pasó a ser la hija del matrimonio. El mar es el paisaje espléndido y desierto donde transcurre La promesa (Lumen), la novela inédita que Silvina terminó mientras luchaba contra la enfermedad que carcomía su lucidez y sus fuerzas.

La trama de La promesa es simple: una pasajera se cae de un barco al mar y le promete a santa Rita que, si la salva, escribirá un libro, a pesar de ser analfabeta. La pasajera es buena nadadora y se mantiene a flote nadando o haciendo la plancha. Para no desesperar y hundirse, hace una especie de diccionario de recuerdos, una serie de retratos de personas que ha conocido. En esa galería, los perfiles se encadenan hasta formar la narración que tenemos entre las manos. Hacia el final, el agua que entra, cada vez con más frecuencia, por la boca de la Scheherezade marina anuncia el final inminente mientras la memoria reitera, sin advertirlo, las mismas palabras y las mismas imágenes. El movimiento de la conciencia se atasca y adquiere la lógica siniestra de la agonía o de una demencia repetitiva. Como señala Ernesto Montequin, a cuyo cuidado estuvo la edición, en las últimas páginas la voz del personaje, en la ficción, y la voz de la autora, en la realidad, coinciden. Esas frases fueron algunas de las últimas que Silvina Ocampo escribió sobre el papel casi a modo de espejo. "Los espejos son las puertas por las que va y viene la Muerte" (Jean Cocteau).

Montequin dice que entre 1988 y 1989 la escritora corrigió y completó el texto en el que había trabajado con largas intermitencias durante veinticinco años. Sin saberlo -o más bien, con la intuición oscura pero implacable de quien presiente cuál ha de ser su destino- contaba la historia de la protagonista y, al hacerlo, no hacía sino narrar su propio naufragio.

Ella se consideraba fea, a pesar de la belleza de su cuerpo, que el baile había modelado. Se quejaba de su boca que, con los años, según sus propios ojos, se había vuelto obscena. Sus amigos José Bianco y Enrique Pezzoni, a la hora de hablar en privado de la "fealdad" de Silvina, decían que, por el contrario, era muy atrayente. Y lo decían porque ellos habían caído en distintas oportunidades bajo el influjo de esa especie de hechicera. Era cierto que Silvina podía ser atractiva de un modo irresistible, pero había tenido la mala suerte de nacer en una familia donde había mujeres de una hermosura más convencional, casi clásica, como la de su hermana Victoria Ocampo. Sin embargo, apenas uno la veía moverse y, sobre todo, cuando desplegaba sus juegos de seducción, en los que se mezclaban la gracia, el don de la réplica, el lirismo, las asociaciones delirantes y la atención aplicada con que escuchaba a su futura presa como si no hubiera nada más importante en el mundo que la persona que la enfrentaba, uno comprendía que debía de ser difícil escapar de esas redes si ella decidía echarlas al agua. Además era de una delicadeza extrema. Esa mujer debía de acariciar con una suavidad y una precisión inolvidables. Una muestra de La promesa : "El mar desviste a las personas como si tuviese enamoradas manos". A esas manos se refiere la poeta Alejandra Pizarnik en una carta a Silvina:

Oh Sylvette, si estuvieras. Claro es que te besaría una mano y lloraría, pero sos mi paraíso perdido. Vuelto a encontrar y perdido. [...] Yo adoro tu cara. Y tus piernas y surtout [sobre todo] tus manos que llevan a la casa del recuerdo-sueños, urdida en un más allá del pasado verdadero.

El amor, el sexo y el tormento de los celos recorren toda la obra de Silvina Ocampo. Ella, que admiraba al Proust de La prisionera y de La fugitiva , tuvo a su lado a Adolfo Bioy Casares, estímulo inagotable para que el deseo surgiera acompañado por el miedo a la traición. Fue la persona que más quiso en su vida, pero él, que correspondía a su modo esa pasión, no podía prescindir de la conquista continua de otras mujeres. Ella no terminó nunca de acostumbrarse a esas infidelidades, las toleraba, pero temía que él la dejara, algo imposible, porque ¿dónde podía encontrar Adolfito una mujer que pudiera compararse con Silvina? Por cierto, ella también tenía otros amores, como señaló su esposo en una entrevista (ya muerta Silvina), cuidadoso de que su esposa no apareciera como una más de las tantas víctimas de los maridos tradicionales.

Hoy, que se ha publicado buena parte de los Diarios de Bioy Casares y que siguen apareciendo obras inéditas de Silvina, resulta imposible no leer los textos de esa pareja literaria sin pensar en las referencias biográficas. Por ejemplo, en La promesa , se encuentra este pasaje: "Leandro necesitaba que Irene amara a otro ser que no fuera él mismo para interesarse un poco en ella. Es tan abrumador ser amado con exclusividad".

En el libro, hay un diálogo entre Leandro y su amante, Irene, que revela del modo más directo cómo amaba Silvina:

-¿Qué preferís: que te quieran o querer? -interrumpió Leandro [...].

-Querer-respondía Irene

-Quereme, entonces.

Y querer, en esas condiciones, es sufrir.

La definición del amor que se encuentra en La promesa no puede ser más cruda: "¿Qué es enamorarse? Perder el asco, perder el miedo, perder todo".

Para Silvina Ocampo, el asco era una sensación que acechaba amenazante en todo lo que la rodeaba, desde el olor de las flores marchitas de los velorios hasta la nata de la leche, que le provocaba arcadas. Pero esa colección de ascos también la atraía: le causaba curiosidad ver cómo los demás se comportaban ante las cosas "asquerosas". Y es cierto que el sexo, cuando no se desea, puede ser una experiencia repugnante, pero aun así produce fascinación. Gabriela, la niña de La promesa , piensa a menudo en esa experiencia por la que no ha pasado: "Lo que más deseaba en el mundo de su curiosidad era ver a un hombre y a una mujer haciéndolo". Esa misma curiosidad despertó la precocidad sexual y amorosa de Silvina Ocampo. En una entrevista que le hice en 1987 en la Revista de este diario, ella contaba:

Cuando tenía veinte años me decía: "Ay, cuándo tendré cuarenta o cincuenta para no enamorarme más, para no desear más a nadie, para vivir tranquila, sin preocupaciones, sin celos, sin angustias, sin ansiedad". Llegué a los cuarenta, a los cincuenta, y seguía enamorándome y deseando a la gente hermosa. Es terrible. Y ahora el sexo me resulta tan interesante como cuando era chica y acababa de descubrir lo que era. A mí me importó siempre. Ahora también. ¿Cómo puede dejar de importar? Es una condena y un placer.

Por el amor, no sólo el de la pasión sexual, los personajes de Silvina Ocampo pueden ser crueles y rencorosos, como ella lo podía ser en la vida. El miedo de ser dejada por los seres que quería la llevaba a utilizar todo tipo de artimañas, a veces dañinas, para retenerlos. Quizá eso ocurría porque le costaba dejar de querer a quienes había amado. Dice en La promesa : "Lo peor es no dejar de querer del todo".

Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo formaron durante mucho tiempo un trío literario que produjo la ejemplar Antología de la literatura fantástica . Pero Silvina nunca se sintió del todo cómoda en ese trío. Tenía una sensibilidad mucho más amplia y afinada que la de Borges y Bioy. A ellos sólo les interesaba la literatura; ella, en cambio, tampoco podía prescindir de la pintura ni de la música. La admiración declarada de Borges por el Réquiem alemán , de Brahms, no era sino una apropiación, no digerida, del gusto de Silvina por esa obra. Las Ocampo, o por lo menos tres de ellas (Victoria, Angélica y Silvina), tenían una pasión por Brahms, así como la tenían por Chopin.

Para Silvina Ocampo, había un solo modo de olvidarse de sus sospechas, de las "otras" que buscaban arrebatarle a Bioy, de los interludios amorosos con hombres y mujeres que la distraían del tormento de los celos: pintar y, sobre todo, escribir. En sus poemas, en sus relatos, ella era la que manejaba el destino de los personajes. Ella era la que les infligía la muerte, el ridículo o se asestaba a sí misma la puñalada de un recuerdo para después prodigar páginas de un humor invencible. Se convertía en la soberana de un reino cuyos habitantes tenían nombres improbables como Rodolfa, Cornelia, Cleóbula. En esa comarca imaginaria, todo era posible: la cursilería, la venganza, la impiedad, el impudor infantil o las enumeraciones caóticas en las que a una catedral y a un navío les sucedía la mención de los tallarines como una irrupción escandalosa.

Con todo, hasta en ese dominio, "su dominio", la reina sabía que estaba amenazada. La acosaba el temor de no llegar a terminar lo que estaba haciendo: un cuento, un poema, una fotografía no revelada, un retrato. "Siempre me pareció criminal dejar inconcluso algo que uno ha empezado", dijo alguna vez. Ése fue el temor que la llevó a terminar La promesa . En 1989, ya sabía que el olvido la asediaba y la llevaba a repetirse como a la narradora de su libro. El tiempo la castigaba con una traición inesperada: la de la memoria. Por eso conmueve leer el agradecimiento de esa mujer de La promesa que flota en el mar, ahogada por el agua de los recuerdos. "Gracias, Dios mío, por facilitarme la vida, por permitirme escribir hasta el último orgasmo y por haber escrito esta novela en tu honor." Dios debe de haberle abierto las puertas del Cielo de par en par ante ese homenaje estremecido.