18.10.10

La biblioteca de Magris

Artículos publicados en diversos medios integran Alfabeto , que lanzará Anagrama en los próximos días; el capítulo que reproducimos aquí fue escrito especialmente por Claudio Magris, a manera de prólogo de su nuevo libro


Foto SEBASTIÁN DUFOUR.fuente:adncultura.com

Por Claudio Magris

Para los griegos, el mundo estaba rodeado y limitado por un río, Océano; para mí, el río que circunda la Tierra es el Ganges, con cuyo anchuroso fluir comienzan Los misterios de la jungla negra de Salgari, el primer libro que leí y, por tanto, destinado a quedar para siempre en cierto sentido como el Libro , el encuentro con la palabra que contiene y a la vez inventa la realidad. Para ser sincero, comencé a leer la segunda parte, cuando Tremal Naik, obligado a seguir a los Thugs con el fin de liberar a su querida Ada, finge ponerse del lado de los ingleses con el nombre de Saranguy. Acababa de cumplir seis años y empezaba a leer; poco a poco, mi tía Maria me había leído la primera parte, cuando yo aún no sabía descifrar el alfabeto.

Así pues, aprendí a leer con Salgari y, además, las hazañas de Kammamuri y del tigre Dharma quedaron ligadas a la voz que me las contaba, arrastrado por la historia e indiferente al autor, más aún, ajeno en aquel tiempo a qué era un autor o a que una historia lo necesitara, convencido de que las historias se narraban solas y de que los hombres, escritores o no, no tenían más trabajo que repetirlas y transmitirlas. Desde entonces, en cierta manera, siempre he pensado que la literatura, en su esencia, es un relato oral y anónimo; que sería mejor si los autores no existieran o si, al menos, no se identificaran, si estuvieran siempre muertos, como le dijo una vez una niña de Grado a Biagio Marin, u obligados al incógnito y a la clandestinidad.

De la fantasía adolescente e improbable de Salgari aprendí el amor por la realidad, el sentido de la unidad de la vida y la familiaridad con los distintos pueblos, culturas, usos y costumbres, diversos pero vividos como diferentes manifestaciones de lo universal-humano, aprendí también que los escritores muestran el mundo más allá de sus convicciones, porque de Salgari no recibí el ardor guerrero, que tan querido lo hizo en el ventenio fascista, sino un sentido de fraterna igualdad de todos los pueblos de la Tierra, así como más tarde Kipling haría que, además del misterio y de la épica, amara más los elefantes y los templos hinduistas que la corona de la reina Victoria.

Tal vez Salgari, con sus hipérboles, que ya entonces nos hacían sonreír, y sus zafiros grandes como avellanas, nos enseñara a mis amigos y a mí que se puede sonreír y reír de lo que se ama, pero sin la burla altanera que destruye el amor, sino con esa risueña y afectuosa participación que lo intensifica. Como Karl May, su equivalente alemán, revelaba a Ernst Bloch, Salgari nos mostraba que la aventura del espíritu es el viaje del individuo que parte, encuentra lo diferente, al extranjero, y se convierte en sí mismo en este encuentro que le hace el mundo más familiar. Por este camino seguirían muchas otras lecturas, Dumas, London, Stevenson.

Pronto hubo muchos libros junto a Salgari, verdaderos "libros de lectura" cuyo catálogo es mi carnet de identidad. Los libros de perros de mi padre, apasionado cinólogo, que yo leía y resumía; una enciclopedia -creo que era la Labor- de la que copiaba, no sé por qué, la lista de los tratados de paz firmados entre Francia y España a lo largo de varios siglos, árida y fascinante secuencia de puros nombres: tratado de Oviedo, de Pamplona, de Perpiñán... Creo que en aquel copiar se reveló mi pasión compilatoria, el deseo de ordenar y clasificar la realidad que más tarde me impulsaría a estudiar a los Musil y los Svevo, esa gran literatura que trata de catalogar la vida y muestra cómo ésta escapa a las redes de cualquier clasificación y hace relampaguear su sentido anárquico e insondable ante quien pretende reducirla al orden.

Algunos años más tarde, pasaba horas en la trastienda de una librería de Trieste cuyo propietario no se quitaba la boina de la cabeza, rebuscando entre los libros publicados incluso cuarenta o cincuenta años atrás, en especial textos de aquella "Biblioteca dei popoli" que en 1911 había entusiasmado [al escritor triestino Scipio] Slataper: el Mahabharata y el Ramayana sánscritos, el Kalevala finlandés, la Edda, el Cantar de los nibelungos, las sagas noruegas, los grandes poemas épicos que narran la creación del mundo, la lucha entre el bien y el mal y los valores de una civilización... Herder, el gran ilustrado amigo y rival de Goethe y a menudo tan calumniado, me enseñaba a ver en la literatura, sobre todo en las grandes epopeyas nacionales, la historiografía de la humanidad, en la que cada nación, como cada hoja en un árbol, constituye un momento significativo.

Comenzaba a entender que, para escuchar las voces de aquel espíritu sobre las aguas, era necesaria la más rigurosa y exacta filología, de la que encontraba -en las traducciones, en las notas, en los comentarios- ejemplos gloriosos. Había mucho de aficionado en aquellas lecturas hechas sin conocer el texto original, pero había conciencia de esa condición de aficionado que es la premisa para distinguir la ciencia de su divulgación honesta y de su vulgarización falseadora. Desde entonces aprendí a leer la Crítica de la razón pura o un resumen escolar bien hecho que no pretende sustituir a Kant, y a no leer esos presuntuosos volúmenes que -más complicados que Kant y menos rigurosos que un resumen claro- ilusionan al lector con la esperanza de aprender algo esencial recogido en cien páginas, evitando la fatiga y olvidando la humildad de quien sabe que sabe poco.

Aquellos textos me daban el sentido de la historia y del valor que la trasciende, sumergiéndose y existiendo en ella, superando el tiempo pero viviendo en el tiempo, como el Verbo que se hace carne. Tendría que hablar, llegado este punto, de los libros que han dejado una marca absoluta, que se han convertido en el propio modo de sentir el mundo y la relación entre la vida y la verdad, que a veces se corresponden como las dos caras de una moneda y a veces parecen contraponerse: la Ilíada y la Odisea -el libro de libros, en el que ya está todo, las sirenas pero también esos personajes de Svevo que eluden indirectamente su ineptitud para escucharlas y afrontar su canto-, los trágicos griegos, Shakespeare, que desvela el fondo extremo, los discursos de Buda y las parábolas de Zhuangzi; sobre todos, el Antiguo y el Nuevo Testamento, tras los cuales ya no se teme a ningún príncipe de este mundo y se comprende que la piedra más vil, esa despreciada por los constructores, es la verdadera piedra regia.

Pero libros como éstos no pueden sólo nombrarse; más aún, sólo proferir su nombre parece ya una falta de discreción. Casi puede decirse lo mismo de los poetas, poetas que he leído mucho y sobre los que jamás he escrito; de Lucrecio y de Leopardi, de Dante y de ese Dante moderno que es Baudelaire con sus círculos del mal que recorre abandonándose a la vida y, al mismo tiempo, instaurando un juicio sobre la vida; de las líricas griegas y chinas, de algún Lied de Goethe o de Eichendorff, de algunas ásperas baladas de Brecht o de algunas epifanías de gracia de Saba, de un spiritual o de un blues. Ha habido una entonación fundamental que he recibido de los grandes escritores épicos, sobre todo de Tolstói, mucho de Tolstói, y también de Melville, Guimarães Rosa, Faulkner, Sabato, Nievo, para los que la existencia, aun con sus laceraciones, tiene un sentido, una unidad.

Pero otros, también amados -Ibsen y Kafka en primer lugar-, me han revelado lo contrario, la insuficiencia o la irrealidad de la vida, la dificultad y la innaturalidad o la imposibilidad de vivir, la odisea del individuo que no vuelve a casa sino que se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez del mundo y la intolerabilidad de la existencia.

Ulises se convertía en el de Pascoli, que ya no encontraba su odisea. Y así, a Pierre Bezuchov, grande, fuerte y bueno, se contraponían el hombre del subsuelo de Dostoievski o el héroe de Kafka transformado en insecto inmundo, los personajes de la negación absoluta, el escribiente Bartleby de Melville, que sólo puede decir que no, o el Wakefield de Hawthorne, que experimenta el vacío y la indiferencia de todo; y otras voces, todavía más desesperadas y rechazadas, que hablan del dolor, del desgarro y la apatía, de un sufrimiento tan profundo y monstruoso que se muestra sin remedio ni liberación, no redimido por una síntesis o visión superior.

Quizá por esto me ocupé después de esos grandes escritores que vivieron intensamente el malestar de la existencia y del hacerse, casi con culpable y autolesiva expiación, cómplices torvos y aberrantes como Louis-Ferdinand Céline o Knut Hamsun.

En la literatura existen muchas habitaciones y no se necesita elegir ideológicamente entre voces contrastantes; se puede -se debe- creer a la vez en la fe de Tolstói y en la inercia de Oblómov; los grandísimos escritores son aquellos cuya perspectiva abarca trescientos sesenta grados. A veces me pregunto de qué lado estoy, si mi historia es la contada por Guerra y paz, por la Metamorfosis de Kafka o por el Auto de fe de Canetti. Tal vez mi odisea literaria es la que cuenta mi viaje a la nada y el regreso; tal vez por eso los escritores que más me han enseñado son los que dan voz imparcial a las más diversas cuerdas y a las más antitéticas pasiones, a la fe y a la nada, como Singer, sin el que yo sería diferente de lo que soy.

Ésa es la razón, sin duda, de que haya leído y amado tanto a los grandes cómicos y humoristas, a Dickens y a Goldoni y, por encima de todos, a Cervantes y a Sterne, cuya risa, cuya sonrisa y cuya ironía nacen del desencanto y de la conciencia de la tragedia y llegan, a través y gracias a la desilusión, a la fraternidad y al amor. Dostoievski decía con razón que el Quijote bastaría para justificar a la humanidad. También el furor y la feroz sátira de Gadda -el escritor italiano del siglo XX que más me ha interesado, después de Svevo- permiten amar la humildad y el esfuerzo de vivir.

Desencanto y desilusión no niegan, sino que filtran como un tamiz las mentiras gelatinosas, la retórica sentimental, la papilla del corazón con la que tan complacientemente se engañan los otros y se engaña uno a sí mismo: quizá éste sea un signo común a los libros que, desenmascarando el vacío sobre el que apoya la realidad y los oropeles con los que se quiere velarlo, ayudan a mirar sin miedo en ese vacío y también a darse cuenta del amor que existe pese a aquella vorágine.

Libros así han sido para mí El hombre sin atributos de Musil y Las amistades peligrosas de Laclos y sobre todo La educación sentimental de Flaubert, ese libro sobre la insignificancia que es también el fluir de la vida. Y La conciencia de Zeno de Svevo, odisea moderna por excelencia, irónico, huidizo e insondable confrontación con la nada.

Debería hablar también de los ensayos que, como los del joven Lukács, me explicaban la totalidad fragmentada del mundo; el de Michelstaedter, que muestra el nihilismo de una vida que anula el presente perdiéndose en la actividad incesante y lanzándose enloquecidamente al futuro; o de los de Max Weber, que enseñan la lucidez moral de distinguir entre lo que se puede demostrar y lo que se puede mostrar, entre lo que es objeto de ciencia y lo que es objeto de fe.

Tal vez si todos hubiesen leído y asimilado las páginas de Weber sobre ciencia, política y profesión, se habrían cometido menos prevaricaciones, con aterradora y torpe buena fe, sin ser conscientes de ello.

Pero tendría que hablar no sólo de libros, sino también de fragmentos, inscripciones fúnebres o pintadas de taberna, de jirones de escritura que, como decía Kafka, me han golpeado como un puñetazo. Un personaje de Borges que pinta paisajes se da cuenta al final de que ha pintado su propio rostro y así le sucede a quien habla de libros. Pero el todo, ya se sabe, no es la suma de las partes y el retrato completo, también en este caso, es inferior con mucho a los rasgos particulares.

Otro gran hallazgo ha sido la autobiografía de Alce Negro, el indio sioux. Es una autobiografía escrita por alguien que vive realmente arraigado en la totalidad de la vida, que mira la vida desde lo alto de una colina, que piensa -y dice- que vivir es amar todas las cosas verdes. Pero en este libro el narrador habla también de un personaje, Caballo Loco, el famoso indio asesinado por los soldados americanos después de haberse rendido, que se pasea durante la noche en el campamento indio y se comprende que es un hombre inquieto, un hombre fuera de su sitio, ajeno al sentido armonioso de la vida de Alce Negro.

No sé si Alce Negro, aunque lo retrata admirablemente, era capaz de entender a Caballo Loco o si Caballo Loco podía comprender fácilmente a Alce Negro. Creo que quizá fuera más probable que Caballo Loco, el Hamlet caído por error entre los pieles rojas, como Saúl en el Antiguo Testamento, podía comprender a Alce Negro, su hermano de tribu y su autor-creador más que al revés. Pero no lo sé con certeza.

Una vez en China, una estudiante de la Universidad de Xi´an me preguntó qué se pierde escribiendo. Ardua pregunta kafkiana. ¿Y leyendo? Una vez Borges dijo que dejaba a los demás la gloria de los libros que había escrito y que su gloria, en cambio, eran los libros que había leído.

Traducción: Pilar González Rodríguez

adn Magris

Trieste, 1939

  • Es hijo de un empleado y una maestra primaria. Se graduó en Letras en 1962, en la Universidad de Turín.

  • Es profesor de literatura germánica, su especialidad. Su primer libro, publicado en 1963, trata sobre ese tema: El mito de los Habsburgo en la literatura austríaca moderna.

  • Estuvo casado con la escritora Marisa Madieri, de quien enviudó en 1996. Fue senador de 1994 a 1996.

  • En sus textos suele combinar magistralmente lo ensayístico con lo narrativo.

  • Sus principales obras son: El Danubio (1986), Otro mar (1991) Microcosmos (1997) y A ciegas (2005).

  • En 1997 obtuvo el premio Strega, el máximo galardón de la letras italianas.

11.10.10

Master class

La publicación de Lolita en 1955 le cambiaría la vida por segunda o tercera vez. La Revolución Rusa lo había empujado al exilio de su San Petersburgo natal, y tras un periplo por Inglaterra, Alemania y Francia, la guerra lo llevó a Estados Unidos en 1940, donde pasaría las siguientes dos décadas dando clases en el Wellesley College y en la Universidad de Cornell

Vladimir Nabokov, autor de Lolita.foto.fuente: pagina12.com.ar

De esos cursos, se desprendieron tres volúmenes: el Curso de literatura europea y el Curso de literatura rusa (en Wellesley y Cornell) y el Curso sobre el Quijote (impartido en Harvard entre 1951 y 1952 y publicado póstumamente). La flamante reedición de los tres juntos sirve de excusa para volver sobre ellos y escuchar qué dicen del propio Nabokov: de la Rusia que debió dejar atrás, del sistema de enseñanza universitaria del siglo XX y del remoto Quijote que él mismo reinventaría en el libro que finalmente le permitió abandonar la docencia.

El cazador de mariposas

"Es difícil abstenerse de ese respiro que es la ironía, de ese lujo que es el desprecio, cuando se pasa la vista por las ruinas a las que unas manos sumisas, tentáculos obedientes guiados por el abotargado pulpo del Estado, han conseguido reducir a cosa tan fiera, tan caprichosa y libre como es la literatura", anota Vladimir Nabokov refiriéndose a las imposiciones del realismo socialista en el comienzo de sus Lecciones de literatura rusa. Dictadas durante la década del '40 en las universidades de Stanford y Cornell, las clases pueden resultar orientadoras y sustanciosas para lectores neófitos, pedestres para los lectores informados y además estetizantes en su desconexión con las tensiones de la realidad. El aristócrata ruso venido a menos en el exilio tiene sus motivos para el resentimiento: en 1919 su familia dejó Rusia y partió al exilio huyendo del bolchevismo. En 1922 su padre fue presuntamente asesinado por una célula terrorista. Uno de sus hermanos murió en un campo de concentración nazi. Orgulloso de su linaje, mimado por nodrizas, educado en tres idiomas, el inglés, el francés y el ruso en menor grado, para Nabokov las buenas novelas son como las mariposas que caza y colecciona. Su análisis literario consiste en clasificar los ejemplares en especies y diseccionarlos. Nabokov no es un liberal como Isaiah Berlin, otro exiliado, cuyo ensayo sobre Tolstoi (El erizo y la zorra) es una muestra de amplitud de criterios. Nabokov más bien se presenta como un reaccionario fatuo que entiende la literatura como una orfebrería reservada a espíritus sublimes. Así Nabokov postula el valor de "los libros de verdad, escritos por hombres libres para que hombres libres los lean". Pero la libertad no es una abstracción, como tampoco lo es la literatura. Y sus fichas resultan antes las de un coleccionista que se regocija en la contemplación de sus piezas que las de un crítico inquieto por tender conexiones entre el texto y el contexto.

Aunque celebra el flaubertiano bloqueo del yo narrador y, según recalca, lo que interesa no es la vida de un autor sino su obra, autárquica, inmanente, y en particular el estilo que la cincela, Nabokov comienza sus clases con una semblanza biográfica y luego con sus opiniones prejuiciosas sobre las defecciones, mezquindades y otras fallas existenciales de los autores "estudiados". La detección de sus defectos "morales" no es gratuita. Porque los proyectará en la interpretación del relato y explicará de este modo mecánico formas y contenidos. Al internarse en una novela, como un detective aficionado (quizás un crítico no sea otra cosa) se concentra en donde puede haber un error de temporalidad, un leve desliz de trama, un furcio en una descripción. La inclusión de la biografía de cada autor en la apertura de cada clase tiene no obstante un objetivo: no implica una situación histórica, colectiva e individual, como la detección de pathos personales que puedan encontrarse proyectados luego en la obra analizada y explicarla. No se espere de sus análisis la búsqueda totalizadora de un Georg Lukács. Tampoco el lúcido rigor investigativo y teórico de George Steiner ("Tolstoi o Dostoievski"). A Nabokov no le importa la trama como forma, como si en ésta, en un malabar lúdico, se agotara su función en vez de proponerse una experiencia liberadora (en principio para quien la escribe, luego para quien la lee). En este sentido, Nabokov es un profesor presuntuoso y convencional con raptos de intuición a veces benévola, a veces sarcástica. Biografía escueta del autor, desarrollo de la trama de la obra analizada, lectura de fragmentos, una valoración que no titubea en armar ranking de preferencias y no hay más: como si la literatura fuera un derby. Sería necio negarles a sus opiniones caprichosas esa ironía de la que se precia y que, en ocasiones, deviene chicotazo humorístico que ilumina una obra con más sagacidad que una interdisciplinaria operación deconstructiva. Tampoco se puede negar: su pasión por la literatura es indiscutible y aun cuando no se comparta su dogmatismo esteticista, en más de una página induce con ingenio a una lectura antisolemne. Y son estas ocasiones donde baja la literatura a tierra y sus clases pueden transformarse en una lectura ilustrativa y amable en tono coloquial.

Curso de literatura rusa RBA, 486 páginas

Gogol no le parece tanto un observador social como un laboratorista próximo a la invención grotesca. Turgueniev, un prosista esforzado de sutileza lírica. Si su apreciación de Gogol y Turgueniev es un rescate de sus mejores relatos, en contraste está su encarnizamiento con Dostoievski como bestia satánica del mal gusto del que apenas valora su relato fantástico "El doble". "Mi posición con respecto a Dostoievski es curiosa y difícil", declara, como si fuera necesario, en sus lecciones de literatura rusa. "Tengo demasiado poco de profesor académico para dar clase sobre temas que no me gustan. Estoy deseoso de desmitificar a Dostoievski", escribe. Queda claro a poco de adentrarse en esta lección: su fobia contra Dostoievski no es más que reivindicación de una literatura "elevada" y de una clase. Dostoievski proviene, en su formación y práctica novelesca, de novelistas populares: Sue, Radcliffe, Dickens y toda una ideología folletinesca imbuida de una cruza de redencionismo, denuncia y consolación. (Llama la atención el paralelo que puede establecerse entre su interpretación de Dostoievski y el rechazo que padeciera Arlt de los círculos egregios.) Para Nabokov el arte es otra cosa. Tiene más que ver con la elaboración formal que con el contenido. Si en Tolstoi celebra con melancolía de estirpe la recreación de los ambientes y las costumbres imperiales, por el contrario le recrimina con acritud esos instantes en que el autor pone en boca de su personajes sus ideas reformistas. Pero hay una anécdota que puede explicar su fobia contra Dostoievski y su ideología literaria impregnada por un cristianismo socializante.

Tras los levantamientos europeos de 1848, el zar decidió tomar precauciones y comenzó a perseguir a los socialistas. Dostoievski, lector de Fourier y Saint Simon, fue detenido junto con sus camaradas. Se lo halló culpable de difundir la carta de Belinski a Gogol, una radiografía de la injusticia con expresiones insolentes contra la Iglesia y la autoridad. "Dostoievski esperó el juicio en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, cuyo comandante era un tal general Nabokov, antepasado mío. La correspondencia cruzada entre este general Nabokov y el zar Nicolás en relación con su detenido es bastante 'entretenida' (el entrecomillado me pertenece). La sentencia fue severa, ocho años de trabajos forzados en Siberia, que el zar luego reduciría a cuatro. Pero antes de leer la sentencia a los convictos se siguió con ellos un procedimiento de monstruosa crueldad. Se les dijo que iban a ser fusilados, se los llevó al lugar de la ejecución, se los dejó en camisa y se ató a los postes a la primera tanda. Entonces se les leyó la verdadera sentencia. Uno de ellos se volvió loco. La experiencia de aquel día dejó en el alma de Dostoievski una cicatriz profunda. Nunca la llegó a superar." Que la correspondencia entre su antepasado y el zar (y Nabokov añora el zarismo) pueda resultar "entretenida" implica que en el empleo de esta calificación "entretenida" expresa un frívolo y típico juicio de clase acerca de lo que escriben un fusilador y su soberano sobre un condenado sometido a un simulacro de ejecución.

Sus lecciones de literatura, obsesivas, aunque sobrevaloradas, pueden resultar atractivas y útiles para un público tallerista. En ellas, aunque uno disienta con su concepción de la literatura, se advierte todo el tiempo la atención de un lector que se toma en serio la concentración que un texto exige. A favor: Nabokov plantea que la mejor estrategia de un escritor es convertirse en un lector alerta a los detalles. "Los detalles", clamaba en sus clases. "Los divinos detalles."

Sin embargo todo el snobismo, la inclinación aristocratizante y sus pretensiones ceden cuando arriba a Chéjov. Con Chéjov su arsenal de ocurrencias mordaces no puede. Chéjov, en su aparente sencillez, se le impone. Sin moraleja, sin mensajismo, sin hacer ruido, contando por lo bajo, Chéjov registra lo patético de la minucia cotidiana. Ya no se trata de si escribe Dios (como decía en la clase anterior, sobre Tolstoi, anticipándose a Harold Bloom). Se trata más bien de una literatura como oficio de humildad y comprensión. Por supuesto, acá también la biografía del doctor Antón Pavlovich Chéjov proporciona pistas sobre su producción literaria y teatral. Pero hay un aura: esa humildad chejoviana, humildad en la vida y en la creación, que le inhibe acá al profesor Nabokov esa superioridad de sabelotodo. Así Nabokov deberá admitir: "Chéjov fue el primer lector en apoyarse tanto en las corrientes subterráneas de la sugerencia para comunicar un contenido concreto".

Su difusión de la literatura rusa era pasional y, en un sentido, se le agradece. Pero, como docente, sus prejuicios y dogmatismos lo encorsetan a menudo y lo privan del vuelo comparativo que una enseñanza de la literatura requiere. Durante bastante tiempo se lo consideró un importante difusor de la literatura rusa, pero en esto hubo –hay aún– bastante de mito. Como difusor, sin duda, fue superado, a su pesar, por Edmund Wilson, cuyos ensayos son imprescindibles a la hora de comprender no sólo la literatura norteamericana sino también la rusa. Sus artículos y ensayos sobre la literatura rusa van desde Pushkin hasta Solyenitzin. Marxista convencido en tiempos de la revolución y todavía más tarde, desencantado con el estalinismo, a pesar de su decepción con la URSS, Wilson (que fuera editor del New Yorker y compilador de El último magnate, la novela inconclusa de Scott Fitzgerald) no dejó nunca de preocuparse por una comprensión de la literatura que no dejara afuera la importancia de lo social. En su voluminosa correspondencia vale la pena detenerse en los cruces sutiles y no tanto que sostuvo con el aristócrata ruso nacionalizado norteamericano: "Apreciado Volodya", encabeza siempre sus cartas. Wilson, estudioso del ruso, se permite discutirle a Nabokov la traducción de su Eugenio Oneguin, las alteraciones de significados en el traspaso de una lengua a otra. Wilson, introduciéndose en los vericuetos de la lengua eslava, le despedaza también su libro sobre Gogol: "Los principales defectos del libro de Gogol se deben a que él es un escritor de ficción y a que Gogol, que fue un hombre real, no se deja reducir tan fácilmente a la trabajada técnica de iluminaciones repentinas y fugaces miradas yuxtapuestas como si fuera un personaje creado por Nabokov". En sus cartas Wilson le hace llegar a menudo un juicio crítico que, sin duda, hiere la vanidad acorazada de Nabokov. Cuando Wilson lo halaga: compara su inglés con el de Conrad. Y acá cabe preguntarse hasta dónde el halago no es una chicana, hasta dónde no le está cuestionando el reniegue del origen, la identidad, problemáticas que, obviamente, a Nabokov lo tienen sin cuidado. A Nabokov no le importa en absoluto "el alma rusa". No cree en las circunstancias sociales que pueden generar el surgimiento de determinados artistas, ciertas voces. La geografía tampoco cuenta: y en este nivel un personaje de Flaubert no se diferencia de uno de Tolstoi. Siguiendo este criterio, esa literatura portentosa, la rusa, pudo haber sido escrita en cualquier otra parte. Lo que cuenta, según el profesor Nabokov, es el desarrollo ingenioso de los acontecimientos literarios, las pasiones de los personajes, pathos que pareciera ser no otra cosa que "universales categóricos" contra aquello que profesaba Tolstoi: "Describe tu aldea y serás universal". El Tolstoi que, renegando del arte por el arte, del bello estilo, se impuso, es cierto; la literatura como una pedagogía. Antítesis, por cierto, de la razón nabokoviana: fruición personal, goce de cazador de mariposas.

Guillermo Saccomanno

7.10.10

El chico del Leoncio Prado

Los que le conocen con más intimidad reconocen que nunca termina de ser un hombre del todo cálido. Expresa sus opiniones con una precisión suiza; trabaja con constancia matemática
Vargas Llosa, en su casa de Lima, en 2009.foto:Efe.fuentes:elmundo.es.abc.es

Lima, barrio de Miraflores. Los chicos que salen del Leoncio Prado; las chicas que rondan el Parque Salazar. El padre de Pichulita que lo consiente todo. Los paseos por el malecón, asomados al Pacífico. Los hermanos mayores que vienen de clase en la Universidad de San Marcos. Los cholos que están al otro lado de la calle, entre sumisos y amenazantes... Para un lector español, basta con oír un par de topónimos limeños para pensar en Mario Vargas Llosa.

No es poco: Mario Vargas Llosa es, entre otras cosas, el fundador de un escenario geográfico fascinante. Violento, brutal, lleno de hipocresías, claustrofóbico, bello y horrible, como dijo José Agustín de Goytisolo de Lima... Otros narradores limeños han pasado por ahí (Bryce Echenique, Alonso Cueto y Baily son los ejemplos más obvios), pero ninguno ha escrito nada tan potente como 'Los cachorros', por ejemplo.

No es el único distintivo de la literatura de Mario Vargas Llosa. Está también el sonido: trepidante, oral, sincopado. ¿Se nace con ese oído o se aprende a escuchar así? Es la pregunta que surge cuando se lee 'Conversación en La Catedral', por ejemplo.

Y, sin embargo, a Vargas Llosa se le ha negado muchas veces el valor literario. Será por la carga del personaje: liberal en un mundo (el de la cultura) más bien socialdemócrata; cordial pero un poco distante; perseverante más que seductor; alérgico a cualquier gesto demagógico... Lo contrario de su némesis, su antiguo amigo y ahora colega en el palmarés de los Nobel, Gabriel García Márquez.

Claro que no siempre fue así. Vargas Llosa nació en una familia bien venida a menos y en descomposición. Por eso, la familia viajó de provincias a la capital (con escala en Bolivia). En Lima, Vargas Llosa descubrió que su padre vivía, en contra de lo que le había dicho su madre. Fue al temible Leoncio Prado, estudió en la Universidad de San Marcos, hizo los clásicos pinitos periodísticos... Y creció como el clásico estudiante de izquierdas en un país gobernado por la dictadura. ¿Cómo y cuándo llegó el desencanto ideológico? Probablemente, la respuesta esté en 'Conversación en La Catedral'.

Y entonces, llegó el salto del periodismo a la literatura con la crónica de sus años en el Leoncio Prado: 'La ciudad y los perros' (1963), un puñetazo en la cara de la literatura en lengua española. Un 'boom'. Una novela que tenía algo del realismo francés de Flaubert (su gran ídolo), pero que sonaba nuevo como un disco de bebop.

Después llegó 'La casa verde' (que abrió una vía de agua mágico-realista en la obra de Vargas Llosa), 'Conversación...', 'Los cachorros', 'La tía Julia y el escribidor' (otra puerta abierta: esta vez a la novela romántica; de hecho, su vida personal tiene algo de folletín). Barcelona, el 'Boom', el caso Heberto Padilla (que lo enfrentó a parte de sus compañeros de generación por denunciar el castrismo), su campaña frustrada por la presidencia de Perú... Y sin parar hasta aquí: 'La fiesta del Chivo', hace 10 años, fue su penúltima gran novela. Este otoño se espera cosecha nueva.

Al trato, Vargas Llosa es amable y accesible. No es afectuoso ni encantador. Los que le conocen con más intimidad reconocen que nunca termina de ser un hombre del todo cálido. Expresa sus opiniones con una precisión suiza; trabaja con constancia matemática; lleva la vida de un religioso, sus bromas parecen hechas para sí mismo... Lo contrario a la imagen de García Márquez en el homenaje que recibió en 2008 en Cartagena de Indias, vestido con un traje blanco de lino y abrazando a todo el mundo. Pero eso no significa que sea peor escritor ni peor persona.

4.10.10

El barroco argentino

¿Qué puede haber de común entre Borges, Cortázar, Bioy Casares, Silvina Ocampo y Onetti? ¿Será el cuento fantástico, en el que incursionaron todos en algún momento?
foto.fuente:pagina12.com.ar

En Ficciones barrocas, Carlos Gamerro arriesga interpretaciones e intuiciones más allá de la cuestión de género. Un barroco de ideas y no sólo de palabras floridas, viene a ser el punto de reflexión en este ensayo que toma distancia de la crítica académica para permitir la pasión y la subjetividad, aunque sin abjurar de la teoría literaria.

Una sutil incomodidad, una experiencia como lector, apunta Carlos Gamerro, desató la génesis de aquello que con el tiempo habría de convertirse en Ficciones barrocas, su último libro de ensayos, donde hace una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti y Felisberto Hernández. "Sentía que Borges, Bioy, Silvina Ocampo y Cortázar efectivamente tenían algo en común, y Onetti con todos ellos, pero que el género fantástico, cifra bajo la que suele reunírselos y explicárselos en la historia de la literatura argentina, no alcanzaba a dar cuenta de eso. Si uno los lee con atención, detenidamente, no cabe ninguna duda: de Holmberg, Lugones y Juana Manuela Gorriti, de la precisión de Quiroga, que es mucho mejor incluso, no es posible llegar a un cuento de Borges o Bioy. Hay un salto, del que la mera evolución del género no alcanza a dar cuenta. Por otra parte, esa idea de una tradición fantástica deja afuera a Onetti, que sin embargo tiene muchos puntos de contacto con el grupo de escritores."

Ficciones barrocas Carlos Gamerro Eterna Cadencia 240 páginas

Así, a partir de una intuición que fue revelándose poco a poco, el autor de Las islas encontró la pista de una lectura que, de manera voluntaria o no, abre una discusión sobre la manera en que se lee (y enseña) no sólo la producción literaria del siglo XX, sino también su relación con la herencia española, tan fustigada por Borges. "Mi intención nunca fue revisar la manera en que se construye la historia de la literatura argentina –aclara–, pero me encontré con un escollo que no pude sortear. Tomando a modo de ejemplo la producción de Borges, la visión historicista nos obliga a distinguir entre los cuentos fantásticos como 'Tlön, Uqbar, Orbis Tertius' y por otro lado los criollistas o librescos, invenciones sobre la literatura y la tradición como 'Tema del traidor y del héroe'. Sin embargo, cualquier lector que no esté atravesado de antemano por la idea del género fantástico en la literatura nacional advierte que ambos tienen estructuras similares. Básicamente, están hablando de la misma manera, son el mismo tipo de cuento, con la salvedad de que el primero recurre a una causalidad o explicación sobrenatural o fantástica, mientras que el segundo no. Y esta similitud entre los cuentos fantásticos y no fantásticos de Borges –pude comprobar–, se repite en Bioy y Cortázar. Ese fue el punto de partida."

La respuesta, sin embargo, parecía elusiva, y para dar con ella fue necesario emprender otra estrategia de lectura, un trabajo de reconstrucción: "En vez de seguir un camino historicista, donde algo es resultado de lo anterior, se imponía una mirada genealógica, del objeto a su pasado, que se remontara en el tiempo –mirada que Gamerro, cabe señalar, ya había adoptado para su lectura de El matadero en El nacimiento de la lectura argentina–, y desde esa mirada definitivamente no advierto una continuidad con la producción anterior. Lo que sí advierto, tanto en Borges como en Bioy y Cortázar, es la reiteración de una serie de motivos, la confrontación entre los planos del original y la copia, el objeto y su reflejo, la imaginación y la percepción, el sueño y la vigilia, la locura y la cordura, el teatro y el mundo, la obra y el autor, el arte y la vida, el signo y el referente, todos ellos imbricados en la constitución compleja de eso que puede dar en llamarse realidad. Y este tipo de juegos no aparece en el fantástico universal del siglo XVIII, en el del XIX ni en el fantástico argentino, pero sí tiene en la literatura española un lugar concreto: lo que no pude encontrar en el fantástico, está en el Quijote y en Calderón de la Barca".

UNA LITERATURA DEL PLIEGUE

Gamerro despliega entonces su idea: aquello que caracteriza al grupo conformado por Borges, Bioy, Cortázar y Onetti es una manera específica y barroca de construir la trama con el objeto de provocar cierta vacilación o confusión en el lector respecto de la constitución de lo real, vacilación que no necesariamente requiere de la mediación de un suceso sobrenatural o fantástico, un sistema de oposiciones e inversiones que se lee de manera clara, por ejemplo, en el conocido análisis que hace Michel Foucault de Las meninas de Velázquez. De hecho, el propio Borges señala en "Magias parciales del Quijote": "Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro... ¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios".

Sin embargo, esta idea de un barroco argentino para el grupo al que Gamerro, no sin ironía, bautiza "los cuatro fantásticos", encontraba un obstáculo considerable. En principio, los reiterados y feroces ataques del propio Borges contra el barroco, encarnado en particular en las figuras de Góngora y Quevedo, y por extensión contra el modernismo hispanófilo de Darío y Lugones, ataque estético y moral: "No he encontrado sonetos de Quevedo o de Lugones sin alguna fealdad, sin alguna línea en que el autor no incurra en un pecado de vanidad; porque el barroco es condenable por razones éticas, yo creo, lo barroco es condenable porque corresponde a la vanidad".

De hecho, para el propio Gamerro, la escritura del ascético Borges, que aprende y enseña a suprimir adjetivos, "puede verse como un gradual alejamiento de la escritura barroca hacia un estilo cada vez más medido, de mayor economía verbal, ajustadamente referencial; clásico en suma".

En este caso, sería un comentario de Néstor Perlongher al prólogo de Historia universal de la infamia el encargado de echar un poco de luz sobre la cuestión. Según el poeta: "En su expresión rioplatense, la poética neobarroca enfrenta una tradición literaria hostil, anclada en la pretensión de un realismo de profundidad". Es cierta la hostilidad, como hemos visto, ¿pero hasta qué punto puede achacarse a Borges un realismo de profundidad?

"En verdad –asiente Gamerro–, Borges habla mal del barroco, pero en eso encuentro una inconsistencia fundamental, que me llevó a plantear una distinción, que puede parecer ahora un poco mecánica y esquemática, entre escritura barroca y ficciones barrocas. En un punto, desde el Caribe hasta el Plata somos todos plenamente barrocos. Borges, a pesar de sus ataques contra Góngora y Quevedo, es tan barroco en sus hipótesis metafísicas y gnoseológicas como son barrocos, de otra manera, Lezama Lima y Carpentier".

EL BARROCO SON DOS

Hay, según Ficciones barrocas, un modo del barroco que se repliega sobre la palabra y complica a tal punto el plano de la expresión que se vuelve esquiva la relación entre significante y referente, entre las palabras y las cosas; a esta práctica, que efectivamente encuentra su cumbre en el culteranismo de Góngora y el conceptismo de Quevedo, la llama "escritura barroca". Pero hay también, de manera similar, un modo de ser barroco que no articula el pliegue en las palabras mismas sino en otro nivel, en el territorio de los personajes, las estructuras narrativas y la construcción del universo referencial; es, claramente, el barroco de Cervantes, al que llama "ficciones barrocas".

"Generalmente, escritura y ficción barroca no se dan juntas por un problema de inteligibilidad", dice Gamerro. Esto es palmario en las Soledades de Góngora: ante el grado de complejidad al que va a llevar el lenguaje, donde las palabras van a oscurecer todo vínculo con las cosas que nombra, necesita tomar un asunto de una sencillez tremenda. Por el contrario, cuando lo complejo es el grado de elaboración del asunto mismo, el lenguaje necesita allanarse y adquirir una mayor referencialidad, lo que no quiere decir que sea un lenguaje realista. Esto ocurre en la literatura de Borges, Bioy, Cortázar, Ocampo y Onetti, pero también, en un caso que incluyo en este libro a manera de apéndice, en la ciencia ficción de Philip K. Dick, donde se puede encontrar otra solución a este asunto de las ficciones barrocas. Cuando uno está hablando de realidades que no existen, necesariamente el lenguaje tiene que cargarse de referencialidad, para poder sostenerlas."

El único caso de síntesis entre escritura y ficción barroca lo encuentra en Calderón de la Barca, quizá por la recurrencia de fórmulas poéticas que constituía el oficio del autor dramático de la época, de igual modo que ocurre en Shakespeare.

La distinción entre escritura y ficción barroca le permite, además, analizar un proceso complejo de influencia mutua entre Borges y Bioy en el plano de la estilística. "La evolución propiamente estilística de Bioy invierte de alguna manera la de Borges: su primera obra importante, La invención de Morel, es la más barroca de sus ficciones, y la más ascética y llanamente referencial en lo que al lenguaje se refiere, y luego en el cuento 'El ídolo', según sus propias palabras, se suelta mi prosa. Y mientras se sueltan los pliegues de la prosa de Bioy, la de Borges se vuelve más ceñida, como si uno se vistiera con lo que al otro le sobra. De hecho, Bioy se arroga el mérito: 'Yo creo que quizá lo convencí de que se podía escribir de un modo más llano, más tranquilo, sin buscar tanto el efecto en una frase. A veces a Borges le gustaba lo sentencioso, le gustaban las frases muy trabajadas, le gustaba mucho lo barroco'."

Los reiterados ataques de Borges contra el barroco, no sólo en las figuras de Góngora y Quevedo sino también en los resabios presentes en Lugones y Darío, deben ser leídos –propone Gamerro– como ataques contra lo hispánico, siguiendo una tradición clara en el marco de la literatura nacional.

UN MODO DE ESCRIBIR, UN MODO DE PENSAR

Si algo deslumbra a lo largo del desarrollo de Ficciones barrocas, en un momento en que la crítica suele exigir una desmesurada dosis de paciencia por parte del lector, es el apasionamiento de su prosa. Ya en el prólogo a El nacimiento de la literatura argentina, Gamerro planteaba una distinción nítida entre una crítica académica y otra de autor, a la que asisten "el derecho a la primera persona y, por consiguiente, a hablar desde los sentimientos y las emociones; un relativo derecho a la ignorancia o por lo menos a la irresponsabilidad bibliográfica... y la decisión de escribir no en una jerga de especialistas o iniciados sino en un lenguaje accesible a los lectores cultos en general".

Tradición dominante, no sólo Borges y Martínez Estrada frecuentaron esta crítica de autor, también lo hizo, con inconfundible felicidad, Pezzoni. A pesar de ello, durante los últimos años –junto con el repliegue "esotérico" que atraviesa la producción cultural en su conjunto en los años '90–, esta crítica parece haber perdido terreno ante la académica, al mismo tiempo que el discurso antes adusto de la institución se contamina –vía Barthes– de algunas de las características de su hermana díscola, en particular el uso de la primera persona y la reivindicación del gusto (como se advierte, por caso, en la producción de Daniel Link o en el último libro de Josefina Ludmer), sin por ello borrarse el hiato decisivo que las separa: su relación (estructurada en un caso, libre en otro) con la biblioteca y la lengua en que se escribe.

En tal sentido, Ficciones barrocas despliega un juego sorprendente entre la complejidad de lo que expone y el tono en que lo hace, convirtiéndose en un libro que puede leerse no sólo por interés, sino también por placer, porque ha sido escrito como una invitación al juego.

"Cuando uno lee las instrucciones para escribir una tesis o un paper académico –señala Gamerro–, todas concuerdan en la necesidad de comenzar por un párrafo donde uno declare aquello que se propone demostrar. Este modelo me produce rechazo en principio como narrador. Imaginemos si El asesinato de Roger Ackroyd, de Agatha Christie, comenzara por 'ésta es una novela donde yo, el narrador, soy el asesino'. Sería aburridísimo, carece de cualquier gracia. A mí, personalmente, me gusta aplicar a la construcción de los ensayos el mismo mecanismo que a la ficción, me interesa que el lector no sepa, tomarlo por sorpresa, desconcertarlo, llevarlo a un lugar que no sea el que espera."

Pero no es sólo el tedio lo que lleva a Gamerro a cuestionar los protocolos de la crítica académica. Como señala en el capítulo dedicado a Silvina Ocampo, "el problema de mucha crítica feminista, como su madre la crítica marxista y su hermana la crítica poscolonial, es que parte de las conclusiones para llegar, al cabo de un largo pero predecible camino, hasta las premisas". Más allá de la falta de suspenso, más allá del aburrimiento, cree que "este modo de producir papers y crítica excede el problema de la exposición. Lo malo de esta forma de producir crítica es que genera una manera de pensar extraordinariamente anodina sobre la literatura. Cuando yo escribo un ensayo, justamente me gusta no saber a dónde voy, comenzar a partir de una molestia o una incomodidad y encontrar en la escritura la respuesta que busco. Para eso puedo, desde ya, recurrir a la teoría, no se trata de proponer una crítica sin teoría o un nuevo impresionismo, yo recurro a Foucault, a Deleuze y a los estructuralistas para encontrar respuestas, pero uso esas teorías para entender la literatura y no al revés".

Por otra parte, esta crítica basada en la intuición, en la antigua tradición del ensayo, permite hallazgos improbables de otra manera. "El caso de Silvina Ocampo, por ejemplo, me planteaba varios problemas a la hora de pensarla en relación con las ficciones barrocas. Si estuviese haciendo crítica académica, me hubiese visto obligado a dejarla de lado, porque no cerraba, pero como puedo tomarme la libertad del escritor, me regalé el tiempo para darle todas las vueltas necesarias hasta encontrar de qué manera podía leerla a partir de esta idea." Otro caso, más apasionante quizás, es el capítulo dedicado a Cortázar, donde con singular ingenio (y acierto) se permite invertir la idea de que "Casa tomada" ha sido escrito pensando en el peronismo.

De hecho, más allá de sus distintos aciertos particulares, el libro constituye un momento fundamental en la producción de Gamerro como crítico-escritor, y por ende en su literatura. A diferencia de El nacimiento de la literatura argentina, que compilaba en su mayor parte artículos periodísticos y conferencias, y de Ulises. Claves de lectura, emprendimiento didáctico y de difusión que reproduce un tipo casi inexistente en el mercado editorial hispánico pero muy común en el anglosajón, Ficciones barrocas es su primer trabajo concebido y escrito enteramente, de principio a fin, como un ensayo autónomo, lo que le permite una construcción más orgánica y templada, a la par que insufla vida en un género casi extinto en el mundo editorial contemporáneo.