27.9.10

El subrayado perfecto

En Borges, libros y lecturas, dos investigadores de la Biblioteca Nacional recuperaron los subrayados, anotaciones y citas en más de quinientos volúmenes consultados por Jorge Luis Borges. El hallazgo revela fuentes pocos conocidas de sus ficciones y arroja una luz nueva sobre su obra

Anotaciones en latín en un ejemplar de las Sátiras de Juvenal. Foto.fuente:adncultura.com

Más que en lo leído, el lector se revela en los usos caprichosos o instrumentales que hace de los libros. Nada lo delata mejor que los subrayados, las marcas, las citas que entresaca. Tal vez por eso el lector compulsivo que subraya y copia frases para sí mismo en las portadas, guardas y portadillas prefiere que nadie más vea esos rastros. Si se presta el libro, el pudor obliga a borrar las huellas de la lectura para no quedar intelectualmente desnudo delante de terceros. ¿Quién querría alentar especulaciones sobre las causas que llevaron a insistir en esa determinada frase o en ese determinado verso? ¿Cuántos tolerarían mostrar todas las cartas de su erudición? El subrayado y la cita no son solamente estrategias de lectura; son también una variedad mínima, y muy privada, de la autobiografía. De ahí, también, que cuando se compran libros usados puedan inferirse las curiosidades y aun el carácter de los propietarios anteriores simplemente por las marcas que dejaron.

Si se quisiera hacer una paráfrasis de la famosa frase de Osvaldo Lamborghini en su relato "La causa justa", habría que decir que Jorge Luis Borges no leía completo casi ningún libro pero que sus subrayados eran perfectos. Aunque la verdad es que eran subrayados metafóricos; en realidad, antes que trazar una raya más o menos sinuosa debajo de la línea, transcribía, con una letra minúscula que fue mutando de la cursiva a una envarada imprenta, frases, citas, versos en portadas y márgenes que luego, invariablemente, reciclaba en sus propios libros.

Borges, libros y lectur a revisa sus anotaciones en alrededor de 500 volúmenes, adquiridos desde su primer viaje a Europa en la década de 1910 y usados mientras dirigió la Biblioteca Nacional, de 1955 a 1973. Algunos de esos volúmenes (la mitad del total) fueron donados a la Biblioteca con la firma protocolar de un escribano (un expediente necesario porque habían hecho correr la infamia de que robaba libros) pero otros quedaron sencillamente allí, olvidados. Laura Rosato y Germán Álvarez, empleados del Tesoro y del Archivo Institucional de la Biblioteca, trabajaron con ese material, se hundieron en él, en una tarea a la vez monumental y obsesivamente detallista: no sólo buscaron y encontraron los libros usados por Borges con sus anotaciones; también completaron las citas que estaban apenas apuntadas, restituyeron sus contextos y cruzaron esas referencias con sus ficciones, ensayos y conferencias, de modo que conocemos tanto el origen (un libro ajeno) como el final (los textos del propio Borges) de cada cita y de cada anotación al margen. Así se explican, por ejemplo, los numerosos volúmenes sobre el budismo, imprescindibles para el ensayo ¿Qué es el budismo? que preparó en colaboración con Alicia Jurado. (Incidentalmente, es probable que el apellido del protagonista del cuento "El Sur" proceda del estudioso del budismo Joseph Dahlmann.)

La edición de Rosato y Álvarez publicada por la Biblioteca Nacional despliega a Borges como lector en cuatro niveles: el título leído, o a veces simplemente hojeado en busca del azar de la cita; las citas propiamente dichas que Borges destacó; las dataciones sucesivas, en el momento de la adquisición y a veces en cada relectura, como si el ejemplar volviera a hacerse propio cuando se lo abre de nuevo; por último, la cedulilla o estampilla de la librería en la que se consiguió el ejemplar. Esta información comercial resulta más bien nostálgica ahora, cuando ya casi no quedan en Buenos Aires librerías inglesas ni alemanas. Mitchell´s, Mackern´s, Pigmalión, Beutelspacher son los nombres de los negocios en los que Borges compraba los libros en sus dos idiomas predilectos.

Prácticamente todo lo registrado en Borges, libros y lectura está en alemán (llega a firmar un ejemplar de E. T. A. Hoffmann como "Georg Ludwig Borges") y en inglés. Predomina el ensayo y la poesía, y la compulsión por la cita se crispa en la Divina Comedia de Dante Alighieri (sin duda el volumen más anotado) y en los escritos del filósofo Arthur Schopenhauer. Después de todo, también allí aparece lo autobiográfico: acaso no haya habido dos hombres a los que Borges les haya dedicado tanta atención como a ellos. Pero hay algunas sorpresas, como el examen detenido -mucho más detenido de lo que se creía- de los ensayos y poemas de T. S. Eliot, el estudio de Carl Jung, e incluso la imprevista consulta de An I ntroduction to Wittgenstein´s Tractatus de G. E. M. Anscombe.

Que Borges era un lector "salteado", aunque de un tipo diferente al que pretendía Macedonio Fernández para sus novelas, queda claro en el orden (en el desorden) de las remisiones a páginas: no leía de punta a punta; buscaba un poco al azar, guiado por ese instinto de todo lector hábil que permite encontrar siempre aquello que necesita para lo que escribe. Además de un lector hedónico, como solía definirse, Borges era un lector interesado. Leía para escribir, y se diría que, inversamente, el acto de escribir era otra excusa para leer. No es casual que señalara los pasajes, a estas alturas muy manoseados, del inglés John Ruskin sobre la lectura como "nutrición" o "alimento" del espíritu y de la inteligencia consignados en Fors Clavigera . Pero de Ruskin y de su Sesame and Lilies llegaría otra idea muy pertinente para la estrategia de lectura borgeana: "Uno podría leer (si viviera lo suficiente) todos los libros del British Museum y seguir siendo una persona francamente ´iletrada´ y sin educación; pero si uno leyera diez páginas de un libro bueno, letra por letra -es decir, con verdadera precisión- sería una persona educada. La única diferencia entre una persona educada y otra que no lo es se corresponde con esa precisión". Nada más educativo que las enciclopedias, la auténtica formación de Borges, que trasladó luego ese protocolo de lectura fragmentario y agudamente preciso a todos los libros. Así, por ejemplo, el verso de Goethe más citado por Borges ("Cayó de arriba el crepúsculo/ todo lo cercano se aleja", del poema "Dämmrung") no procede aparentemente de la fuente directa (los libros del propio Goethe) sino de una biografía del poeta alemán de Houston Stewart Chamberlain, en una edición de 1919, comprada seguramente en Ginebra durante su adolescencia. En cambio, parece haberle prestado bastante atención a West-östlicher Divan .

Sin duda, Borges profesaba devoción por los libros, pero estaba libre del fetichismo del bibliófilo por las primeras ediciones o las ediciones limitadas. En ciertos casos (las literaturas que menos le importaban) tampoco se sentía impelido a leer algunos libros en el idioma original, aun cuando conociera esa lengua. Es lo que pasa con Rabelais, cuyos Gargantúa y Pantagruel parece haber leído según la edición inglesa en dos volúmenes publicada por Oxford University Press, donde encontró la cita por la cual podría especular, en un artículo incluido ahora en Otras inquisiciones , que Pascal tomó de allí su idea de Dios como una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia, en ninguna.

Como antes los Textos cautivos (recopilación de sus reseñas de libros extranjeros en la revista El Hogar ), este volumen proyecta una nueva luz crítica y habilita que se piense a Borges de otra manera, ya no como el erudito que simula con codicia haber leído todo sino como el cazador del disparo infalible. Concebido así, Borges, libros y lecturas es una antología colosal de versos y citas elegidas por Borges. Entre ellas, una idea brevísima de James Boswell tomada de su London Journal : "No vivir más de lo que se pueda recordar". Al elevar a método el principio de la antología, Borges quizá creyera que tampoco convenía vivir más de lo que se podía leer.

Borges, libros y lecturas
Por Laura Rosato y Germán Álvarez (comps.)
Biblioteca Nacional
416 páginas
$ 65 (precio argentino)

21.9.10

Alejandra Pizarnik

Es uno de los mejores novelistas británicos, junto con Martin Amis, Ian McEwan y Salman Rushdie. Acaba de publicar un libro de cuentos, Nocturnos, donde el tema gira en torno al fracaso

COMPOSITOR. En Nocturnos, Ishiguro escribe una obra dividida en cinco movimientos.foto.fuente;Revista Ñ
El nuevo libro de Kazuo Ishiguro presenta a una mujer norteamericana que dice ser una virtuosa del violoncelo. Se hace amiga de un violencelista húngaro que se gana la vida tocando en cafés, y todos los días lo alecciona, con honestidad y vehemencia. "Vos lo tenés", le dice. "Es indudable. Vos tenés... potencial". Los días devienen semanas y él se pregunta por qué ella no tiene un violoncelo, y finalmente, cuando el verano ya está a punto de terminar, descubre por qué. En realidad, no sabe tocar el instrumento. Estaba tan convencida de su genio musical que para ella ningún profesor podía llegar a estar a su altura, por lo tanto, antes que opacar su don con la imperfección, optó por no realizarlo nunca. "Al menos no dañé lo que tengo de nacimiento", dice.

El autoengaño sensiblero y los sueños incumplidos –un lamento al tiempo que se va y a la vida que no es como esperamos– han sido temas característicos de casi toda la obra de Ishiguro. Son, al parecer, inquietudes perturbadoras para uno de los escritores más exitosos de Gran Bretaña.

Su potencial fue ciertamente identificado desde muy temprano; en 1983, fue considerado uno de los mejores novelistas jóvenes de Gran Bretaña, junto con Martin Amis, Salman Rushdie e Ian McEwan, su segunda novela ganó el premio Whitebread, y la tercera, Los restos del día, ganó el Booker. Pero esta promesa temprana se cumplió con creces; a los 54, sigue siendo un fenómeno literario –su última novela, No me abandones, fue llevada al cine, protagonizada por Keira Knightley– y en persona transmite la confianza contenida de un escritor seguro de que su nuevo trabajo, Nocturnos, será otro acontecimiento editorial.

Vive en la zona norte de Londres con su mujer y su hija de 17 años –una casa amplia llena de piezas artísticas y libros y música. Cualquiera que busque pistas crudas que revelen la motivación oculta detrás de sus cuentos, las encontrará en guitarras salpicadas en distintos lugares. El sueño de Ishiguro en su adolescencia y después de los 20 años era ser cantautor –actuó en el subte de París, presentó demos esperanzados, y Nocturnos es una compilación de cinco cuentos sobre músicos que nunca alcanzaron el éxito que soñaron. Pero aclara que el patetismo de la pérdida de ellos no tiene nada que ver con él.

"No, la ambigüedad de la duda: ¿podemos o no aferrarnos a un sueño? no tiene que ver con un sentimiento mío de que hubo una carrera que no hice, porque lo que quería ser se desarrolló siendo novelista. Siempre quise crear determinados climas e historias, y a los veinte sentí los límites de lo que podía hacer componiendo canciones. No podía llevarlo más lejos. Pero sí descubrí en ese momento que podía hacerlo si escribía ficción. Por eso siento que hice una evolución natural de escribir canciones a novelas –y ese estilo que todavía tengo, cosa evidente en los Nocturnos, es muy reducido como autor de canciones."

Después de cinco novelas, Nocturnos es su primera compilación de cuentos. Si bien están unidos por el pathos de su estética nostálgica, se leen como cuatro relatos discontinuos, pero él parece incómodo describiéndolos así y prefiere referirse a Nocturnos como "un libro de cuentos". "Me resistí a llamarlo una selección de cuentos porque a veces los novelistas publican selecciones de cuentos y son una mezcolanza de historias que estuvieron guardadas durante 30 años. Mientras que yo me senté a escribir este libro y lo escribí del principio al fin.

"No sé qué pensaría de esto un verdadero escritor de cuentos, pero yo trabajé como lo haría un novelista. No me declaro autor de cuentos, y no tengo idea de si soy bueno; simplemente los escribo casi como un novelista. Suena muy pretencioso, pero es similar a algunas formas musicales, las sonatas por ejemplo, hay cinco que parecen piezas totalmente independientes pero van juntas".

¿O sea que no es una novela? "No quería que las historias se entrelazaran como en una novela. O sea son cuentos. Pero siempre he dicho que no quería editarlos por separado, no quiero que los dividan. Es poco razonable de mi parte porque probablemente funcionarían solos, pero siempre los pensé como un solo libro. Es un libro de ficción que está dividido en estos cinco movimientos". Hace una pausa para reflexionar y sonríe disculpándose. "No me gustan estas analogías musicales, porque suena terriblemente pretencioso. Tal vez sea mejor decir que es como un álbum, y a veces el autor no quiere que un tema sea lanzado como single".

La ficción de Ishiguro es aclamada por la elegancia despojada de su escritura, un testamento a la fuerza de lo que queda sin decir. Pero no es nada despojado en la conversación. Lo curioso es que, al final, sigo sin saber cómo es. No podría decir que está a la defensiva pero hay en él una opacidad que elude la descripción y no da ningún indicio de lo que podría haber en su interior. Tiene la piel sin arrugas, la voz suave, los movimientos compactos y fluidos, casi felinos, y, como siempre, está vestido de negro. Hasta la casa es difícil de catalogar, pues aunque amplia y forrada de libros, se encuentra en Golders Green, un barrio londinense poco de moda, y de afuera es un lugar donde podría vivir un contador. No tengo idea de qué lo divierte, o qué podría enojarlo, y después me doy cuenta de que es muy bueno hablando sin transmitir una idea de sí mismo. Nunca conocí a nadie que se prestara menos a una caracterización. No debo ser el primero que se encuentra con esto porque cuando le pregunto cómo se siente cuando lo entrevistan, responde: "Me han dicho que en situaciones de guerra, cuando interrogan a la gente, el interrogado debe desarrollar dos o tres capas de historia personal, porque si lo capturan y se quiebra, entonces, está entrenado para sacar la segunda capa; y luego se quiebra de vuelta y pasa a la siguiente. Cuando no es más que un cráneo que grita, lo que grita es la tercera historia preparada. Al parecer es así como está entrenado.

"No estoy diciendo que yo tenga una segunda o tercera capa", se ríe. "Digo esto porque los entrevistadores leen entrevistas anteriores, y cuando uno dice lo mismo que antes, lo consideran como la primera historia entonces quieren pasar a la segunda capa. Y así hasta que uno empieza a decir, OK, sí, todo tiene que ver con mi trauma infantil".

Su ansiosa preocupación por el potencial desaprovechado no parece deberse en absoluto al trauma infantil. Nació en Japón, pero se mudó con sus padres y dos hermanas a Surrey cuando tenía cinco años, y desde entonces vive aquí. Sus padres encontraron deslumbrante la cultura británica, e Ishiguro fue moldeado en el papel del intermediario antropológico, pero esto le dejó más una fascinación por las minucias de clase que una herida de separación. Después de graduarse en Lengua trabajó para una obra de beneficencia que se ocupaba de los sin techo, donde conoció y se casó con su esposa de Glasgow, y luego se anotó en el curso de escritura creativa de Malcolm Bradbury en la Universidad de East Anglia. "Tuve la suerte de surgir justo en ese momento, y escribí los libros que eran indicados para esa época. Tuve mucha suerte. Publicar tres libros y tener diez años de carrera y ganar el Booker y el Whitebread lo que hace es, hasta cierto punto, que desaparezca esa ansiedad, esa sed de ser elogiado. Otras ambiciones y otros criterios de éxito y fracaso comienzan a aparecer. "Incluso escribir Los restos del día fue demasiado fácil para mí, el proceso de escritura no fue tan interesante como podría haberlo sido. Pienso que en ese momento estaba listo para algo que me resultara difícil escribir. En cierto modo, ansiaba una relación diferente con los críticos. Había sentido que corría peligro de ser un escritor demasiado agradable".

Su cuarta novela, Los inconsolables, fue distinta, y tan difícil, que un crítico sugirió que se hiciera el harakiri y otros se preguntaron si se había vuelto loco. Pero algunos grandes literatos lo defendieron ferozmente, como Anita Brookner, y a partir de ese momento fue revalorado. Cuando The Observer publicó una encuesta sobre las mejores novelas contemporáneas, Los inconsolables se ubicó tercera, en el mismo puesto que Expiación e Hijos de la medianoche y por delante de Los restos del día.

¿Se siente reivindicado? "No es que me sienta reivindicado, pero sin Los inconsolables no habría podido hacer las cosas que hice después. Me permitió escribir de una determinada manera, y me sacó de cierto tipo de rincón intelectual en el que estaba".

Pero le preocupa el paso del tiempo porque hasta ahora sólo ha publicado una novela cada cinco años. A este ritmo, sonríe, Nocturnos "se adelantó un año porque tomé conciencia, creo, de mi lentitud para publicar. Llega un momento en que uno puede, más o menos, calcular la cantidad de libros que va a escribir antes de morir. Y pienso: me quedan sólo cuatro y entonces empiezo", se ríe, "Es un poco alarmante. Por eso pensé que me convenía adoptar una actitud menos relajada".

Suelen decir que a Ishiguro lo obsesiona el hecho de que un escritor escriba la mejor obra en su juventud, pero cuando se lo digo, se apura a comentar, "Sí, no es tanto mi obsesión como la de Martin Amis. Me cita constantemente. Hace poco estaba en el programa Today y me sorprendió que mencionara mi nombre. Cuando abordó el tema de la gente que va marchitándose con la edad, dijo, 'Oh, Ishiguro tiene un gráfico en su pared que muestra qué edad tenían algunos autores cuando escribieron sus obras maestras'. Y también lo dijo en la muestra de la South Bank".

¿No es verdad? "No, no tengo un gráfico en mi pared. Creo que se lo dije una vez en broma cuando él estaba por cumplir 40, y obviamente le llegó. Le preocupa a él pero él dice que el preocupado soy yo". Pero Ishiguro parece realmente preocupado. Cuando tenía alrededor de 30 años, dice, se enteró de que la mayoría de las obras maestras literarias habían sido escritas por menores de 40. "O sea que no hay que quedarse cómodo a los 30 pensando: 'Ah, bueno, voy a perder el tiempo y hacer algunas reseñas de restaurantes y pasarla bien y cuando tenga 50 me siento a escribir mi obra maestra'. La cultura literaria es muy engañosa porque mira a los escritores de 30 y dice que son 'promisorios' o 'con futuro', cuando en realidad alcanzaron el punto más alto".

Cuando le pregunto si él piensa que alcanzó el punto más alto a los 30, se toma un segundo antes de responder, "En ciertos aspectos, sí. Por eso trato de cambiar y escribir cosas distintas".

Sigo sin saber por qué le genera tanta compasión su personaje de Nocturnos, la mujer que se considera una violoncelista virtuosa pero nunca se atrevió a probarlo aprendiendo a tocar. Es un personaje obsesivamente triste, pero retratado con simpatía, e Ishiguro coincide en que no se burla de ella. Pero no escribe sobre sí mismo, explica. "Muchos amigos se encuentran en esa situación. Desde jóvenes estuvieron convencidos de que eran genios. Recuerdo uno que una vez me escribió, entre comillas, diciendo, ¿hay vida después del potencial? Estaba con una crisis de aquéllas y a veces uno se vuelve adicto a la idea de que tiene un potencial enorme. Es una posición por la que siento mucha empatía –bueno, siento mucha simpatía por la gente que quiere hacer algo. Sólo que no tiene la técnica".

"No me muevo con los exitosos brillantes, salgo con amigos de muchos años y hasta cierto punto mi éxito mundano les resulta un poco incómodo. Soy casi como una acusación. Me cuesta mucho –cuando me encuentro con algunos viejos amigos, trato de no hacer referencia a ciertas cosas que hago en este mundo. Uno de mis amigos más viejos viene a tocar música y seguimos juntos. Es alguien que conozco desde los 12 años, y nunca pudimos llevar adelante la amistad fingiendo que no soy un escritor famoso. Bueno, no fingimos que no lo soy. Simplemente no hablamos de eso. Soy consciente de que algunas personas están teniendo experiencias como los personajes de este libro, se han construido con mucho cuidado una protección a su alrededor, o se consuelan entre sí diciendo que es imposible alcanzar un sueño sin hacer concesiones muy fuertes consigo mismo".

¿No es simplemente vano autoengaño? "Bueno, a veces sí", responde con una leve sonrisa.

(c) The Guardian y Clarín
Traducción de Cristina Sardoy

15.9.10

Los Donoso: un exorcismo literario

El libro Correr el tupido velo, escrito por la hija del gran autor chileno, constituye un exhaustivo y sensible ejemplo de biografía filial con todas sus luces y sombras

José Donoso y su hija Pilar, fotografiados en 1980 en Madrid.foto:EFE.fuente:elpais.com


Todo el mundo necesita un día poner en orden su existencia. Algunas personas comienzan (y acaban) con su familia. Es lo que hace Pilar Donoso (1967), la hija del escritor chileno José Donoso (1924-1997) en Correr el tupido velo (Alfaguara). Escribir un libro que es una biografía de su padre. Y como tal, termina siendo su autobiografía. O un exorcismo para liberar esos demonios familiares que todos llevamos, con mayor o menor pesar, dentro. Correr el tupido velo es una investigación vital, pero también es una investigación espiritual y estética. La historia de ese fervor o esa incurable enfermedad en que José Donoso convirtió su literatura.

Donoso se retiró del mundo convencido de que su oficio era lo más cercano a la verdad. Lo expresó siempre que pudo a través de su literatura. O mejor dicho, del lenguaje. Este era su instrumento de comunicación con la vida. Poco antes de morir había afirmado: "La muerte es la falta de lenguaje". Una hermosa frase y una no menos hermosa verdad, como sacada del depósito conceptual del mismísimo Lacan.

Donoso fue autor de varias y valiosas novelas. Pero a veces parece que sólo lo fue de El obsceno pájaro de la noche (1970), novela de parto doloroso que consolidó el prestigio que había comenzado a adquirir con Coronación (1956) unos años antes, además de situarlo en la órbita del legendario boom. De su vida tuvimos noticias a través de su Historia personal del boom (1972). Este fue el retrato de un fenómeno literario, de un grupo de novelistas que coincidieron con obras muy distintas en propósitos estéticos, incluso en fundamentos ideológicos, pero muy vinculadas por un evanescente espíritu de tribu de la palabra. También fue un intento de definir quién era quién, de respetuosa jerarquización de sus componentes, de tasar sus obras. Pero al mismo tiempo fue una crónica donde su autor nos daba información de su situación dentro del grupo, de las relaciones y los eventos (públicos y privados) que los trenzaban y los separaban con no poca acritud y eco mediático. La familia bien avenida que todos creyeron que conformaba el boom, no lo era tanto: de ahí la eficacia desmitificadora de ese libro que todavía sigue vigente, y que sirve como metáfora de la irritante susceptibilidad egocéntrica de los escritores, sean de donde sean y escriban en el idioma que escriban. (Recuérdese, de paso, que la edición de 1987 de este libro incluye un texto de su mujer, María Pilar, titulado con inequívoca ironía El boom doméstico)

Correr el tupido velo es la pieza que faltaba para completar la mirada sobre la familia Donoso: el padre, la madre y, ahora, la hija, Pilar. Escribir sobre los padres puede decirse que se ha convertido en una especie de género literario. Tan meritorio y digno como el que más, siempre y cuando no se utilice para medrar a costa de los progenitores. Comprendo que alguien se acerque a estas investigaciones familiares con la sospecha del resentimiento, la venganza, la ingratitud o la venalidad. No es el caso del libro de Pilar Donoso. La hija del escritor chileno ejercita un género en el cual han descollado en libros recientes Patrick Modiano (Un pedigrí) y Richard Ford (Mi madre); y en nuestro país Soledad Puértolas (Con mi madre) y Marcos Giralt Torrente (Tiempo de vida). El libro de Pilar Donoso se inscribe en esta línea, en la búsqueda de respuestas, en la búsqueda de sí misma en un contexto familiar sumamente conflictivo y atormentado, pero donde a la vez aprende que la palabra es el instrumento más idóneo para llevar a cabo esta difícil y arriesgada indagación.

Se trata de descorrer algunos velos. Allí donde su padre (la autora es hija adoptiva) y su madre los corrían, ella debe atreverse a enfrentarse con lo que encuentra detrás. El libro es un recorrido por la vida de sus padres: llena de exilios voluntarios, tocados por ese sublime y autodestructivo síndrome de la generación perdida. Pilar estructura su libro en dos grandes bloques: la estancia de Donoso y su familia, a partir de 1967, fuera de Chile, y el regreso en 1980. Hay un capítulo dedicado a la relación del escritor con el psicoanálisis y otro sobre su muerte. La autora alterna su relato familiar con fragmentos de los polémicos diarios de su padre. También participan cartas del escritor y páginas del diario de su madre.

Resulta enjundioso que Pilar Donoso no juzgue. Deja que seamos los lectores los que emitamos algún veredicto. Las depresiones abismales de María Pilar, sus incalculables ingestiones de alcohol, las depresiones de Donoso, su enfermizo afán de reconocimiento, sus ataques de paranoia, sus enfermedades (reales e imaginarias), la constante falta de liquidez del matrimonio. Tales circunstancias, parecen no haber dejado ninguna huella de resentimiento en la autora. Comprensión sí. Y cierto aire de paraíso perdido, cuando evoca el pueblo fronterizo de Calaceite. Y gratitud, a pesar de todo, por los escasos momentos de felicidad plena que sus padres trataron, siempre que pudieron, que no le faltara.

Los diarios de Donoso, tan cercanos a los de John Cheever. Alcohol, hirientes reproches matrimoniales, angustia, el fantasma de la homosexualidad. El síndrome de Scott Fitzgerald y Zelda. Y en medio, una niña que mira atrás sin ira y escribe un libro de prosa sencilla. Esa sencillez que exigen la sinceridad y la inteligencia.

Retrato de padre

14.9.10

Mario Vargas Llosa

"Detrás de la crisis financiera hay una moral degradada por la codicia. Y ésa es una forma terrible de incultura"

Mario Vargas Llosa. foto: Sergio Enríquez-Nistal.fuente:elcultural.es

Este otoño Mario Vargas Llosa publica El sueño del celta, novela mayor entre las suyas. El escritor recorre en ella el rastro fascinante de Roger Casement, diplomático británico, héroe de la independencia de Irlanda y testigo del horror de la colonización belga del Congo. Un personaje de novela que ha llevado a Vargas Llosa al infierno de la crueldad colonizadora y al cielo (o casi) de un hombre de leyenda. El viaje ha durado tres años y su relato es apasionante. Lo va filtrando el escritor en una larga y apacible conversación por la que se cuelan escepticismos y preocupaciones varias. Vargas Llosa avisa: "la degradación moral y cultural nos lleva al abismo"

Roger Casement entró en la vida de Mario Vargas Llosa de una manera casual. Leía el escritor una nueva biografía de Conrad, y por ahí andaba ese tipo extraordinario y fascinante llamado Casement, que le atrapó hasta el tuétano y le ha tenido absorbido durante tres años largos. Es el protagonista absoluto de su novela El sueño del celta (Alfaguara) y también, claro, de nuestra conversación, una tarde de estas sofocantes, en su casa de Madrid, donde todo era, sin embargo, silencio y frescor, espacio, orden.

Que anduviera todavía suelto, sin haber sido encerrado en las páginas de un libro, un personaje como Roger Casement resulta asombroso cuando oyes a Vargas Llosa contar su peripecia vital, tan heróica y oscura al mismo tiempo. Casement fue la primera persona que Conrad conoció en su primer viaje al Congo como capitán de un barquito contratado por la compañía del rey Leopoldo II. Se hicieron muy amigos y fue Casement, diplomático británico que llevaba años viviendo en África y conocía ya todo lo que ocurría, quien le abre los ojos a Conrad sobre el mundo que se va a encontrar. Casement desempeñó por tanto un papel fundamental en la gestación de El corazón de las tinieblas, como el propio Conrad reconoce en su correspondencia.

Una doble vida maravillosa
"Yo me quedé muy intrigado -dice el escritor- al ver que Casement había jugado un papel tan importante denunciando las atrocidades que se cometían en el Congo durante la época del caucho, y que también había hecho una investigación sobre la situación de los indígenas en la Amazonía, en la misma época. Así que, sin pensar en escribir sobre él, empecé a buscar documentación y me encontré con un personaje interesantísimo, realmente novelesco, con no una sino muchas vidas, algunas de ellas oscuras, vidas que parecían poco compatibles.... y de pronto ocurrió lo mismo que me ha sucedido con todo lo que he escrito: que me vi, sin haberlo previsto, trabajando en una posible novela, tomando notas, con ideas que brotaban a partir de las lecturas, de los descubrimientos del personaje, y la verdad es que ha sido una experiencia maravillosa, porque, además, me ha llevado a mundos que desconocía casi por completo: el Congo, imagínate; Irlanda, la primera guerra mundial, los movimientos independentistas irlandeses...".

Cuanto más averiguaba, más ideas le suscitaba la peripecia y el coraje desconcertante del personaje. Cuenta el escritor que Casement era también el arquetipo perfecto "para desmitificar a los héroes y describirlos en su dimensión real. Seres en los que encontramos actos heróicos y las miserias propias de un hombre que vive en una permanente contradicción personal: diplomático británico trabajando para los nacionalistas radicales irlandeses y manteniendo una doble vida también en la personal. Un hombre tremendamente generoso, y al mismo tiempo, supongo, profundamente desgraciado, porque en el mundo puritano británico de entonces ser homosexual era un riesgo muy grande, era vivir al borde de la condena criminal".

Una explotación monstruosa
El caso es que Casement fue de las primeras figuras europeas que se enfrenta al colonialismo con argumentos, con razones fundadas en la experiencia directa, no en razones abstractas, morales, intelectuales...

"Él vive el colonialismo -insiste Vargas-. Él va al África convencido de que el colonialismo es un movimiento benéfico para los indígenas, porque les aporta el cristianismo, les aporta la civilización, y descubre que el colonialismo es una explotación monstruosa que degrada al colonizador y al colonizado, que es un sistema profundamente destructor de la moral y de todos los valores que él admiraba. Y entonces experimenta una transformación radical, que traduce en una conducta extraordinariamente valiente, sacrificada y prolongada en el tiempo.Transformación respecto a su tradición más arraigada: enfrentarse a una Inglaterra que admiraba, a la que veía como el emblema de la civilización, y preguntarse, bueno, si realmente estoy en contra de la colonización del Congo por los belgas, ¿por qué voy a estar a favor de la colonización de Irlanda por los ingleses? Todo ello le lleva a un cambio de sí mismo tan radical, con una fuerza moral tan extraordinaria..."

Vargas Llosa termina su relato apasionado con esta frase de Bataille: "El ser humano es el abismo donde los contrarios se funden". Yo creo -añade Vargas Llosa- que es como una descripción de Casement. Todos los abismos se funden".

Tan contradictorio fue el personaje, tan dramático, que la tragedia sobrevive a su ejecución, que se llevó a cabo "sin el menor obstáculo" en la Torre de Londres en 1916. Antes, Casement fue sometido a humillaciones varias debido a "sus perversiones sexuales" y fue finalmente enterrado "sin lápida, ni cruz, ni iniciales". Durante medio siglo le fue negada a su familia la posibilidad de darle sepultura cristiana. "Todavía hoy -dice el escritor- vas a Irlanda y la gente se pone muy incómoda con el nombre de Casement. Se le reconoce, sí, que fue una de los héroes de la Independencia, pero nadie quiere hablar de él. Prefieren mirar hacia otro lado".

La tragedia eterna del Congo
- Después del espanto de crímenes y crueldad de los belgas durante el reinado de Leopoldo II (1835-1909), las cosas no mejoran; pasan los años, un siglo entero, y en el Congo siguen muriendo millones de personas...
- Yo creo que el Congo vive en esa tragedia permanente porque jamás se recuperó del trauma que significó el colonialismo de Leopoldo II, que fue un verdadero genocida, quizá el primer gran genocida moderno, porque concibe todo un sistema, que además está montado sobre la hipocresía, presentando la colonización belga como una empresa evangélica, civilizadora, y en realidad todo eso es una cortina de humo detrás de la cual hay una crueldad vertiginosa, y un exterminio de millones de africanos, y algo más: esa sociedad quedó tan destruida que no tiene la posibilidad de reconstituirse, y ha fracasado una y otra vez en todos los intentos de civilización ya que las estructuras básicas del país quedaron profundamente dañadas, deshechas. El caos absoluto que es el Congo lo arrastra desde la colonización, porque ¿qué ha venido después? Guerras civiles, la dictadura de Mobutu, en la que el país sigue desangrándose, saqueado por los propios congoleses.

-¿Y Leopoldo II salió impune de semejante atrocidad?
-Leopoldo II nunca pisó el Congo. Al final, y gracias a los informes y campañas, que partieron de Inglaterra y se extendieron luego por Europa, el rey tuvo que ceder el Congo al estado belga, porque hasta entonces era una propiedad suya, se lo habían regalado. Es un hecho extraordinario, sí, que te da una idea de lo mucho que ha evolucionado el mundo: se reúnen catorce países en Berlín, donde no hay un solo congolés y le regalan el Congo, una extensión que es casi como toda Europa Occidental, a Leopoldo II para que lo civilice, lo cristianice, y lo abra al comercio mundial. Y el rey belga, durante más de 20 años, explota el país como un botín personal. Es una historia absolutamente increíble. Fíjate, después de todo, Leopoldo II fue considerado como el gran monarca humanitario. Increíble.

La codicia puede con todo
-Y todo ello por la codicia, la codicia humana que parece no tener límite, y que sigue, todavía hoy, siendo la causante de los grandes males del mundo.
-Digamos que la codicia robustece el prejuicio que hace considerar a los africanos como seres infrahumanos, como animales: la codicia está en la base del prejuicio racial, de ese sistema discriminatorio en el que el pobre congolés no tenía acceso a la educación, a un tratamiento mínimamente humano, porque era un simple objeto, un animal de carga al que se podía explotar impunemente. Pero lo que está detrás es la codicia, sí, y sin instituciones que la frenaran, que obstaculizaran el desencadenamiento de la barbarie. Ocurrió ayer y las secuelas están vivas en nuestros días...

-La humanidad va produciendo cada vez más tiranos, se dice en una de las páginas de El sueño del celta. Pero, sin embargo, siempre le he oído a usted mostrarse optimista con respecto a la marcha del mundo.
-Creo que sí, que vamos a mejor, pero en ese momento, en la situación política que él vive, era muy difícil ser optimista. Fíjate que él vive la experiencia atroz de la Primera Guerra mundial, que es una de las matanzas más espantosas, vive la experiencia del Congo, vive la experiencia de la Amazonía, la experiencia de Irlanda... Más bien lo extraordinario es que no se dejara abatir por esa montaña de injusticia y barbarie y que pensara que era posible actuar... El siglo XX ha sido un siglo de horror, con dos guerras mundiales en las que prácticamente la humanidad se desangró; hemos conocido los regímenes más ferozmente criminales de la historia, el fascismo y el comunismo; hemos vivido dictaduras como las de los países tercermundistas, y, pese a todo, el progreso es considerable.

El nacionalismo siempre es contra alguien - Bernard Shaw, lo recuerda Casement, decía que el patriotismo es una religión, un acto de fe.
- Yo creo que el patriotismo es un sentimiento positivo, en lo que tiene de adhesión a la tierra en la que naciste, a la lengua que hablas, a los usos, costumbres, a las creencias en las que te formaste... Ahora bien, cuando el patriotismo se convierte en nacionalismo se vuelve negativo. El nacionalismo siempre es contra alguien, contra los otros, es una manera de proclamar una diferencia que secretamente quiere decir una superioridad sobre el resto. Por eso el nacionalismo tiene siempre un carácter peligroso, divisorio y violento.

"Ahora bien, dentro de una situación colonial, de invasión, de explotación, es lógico que el nacionalismo asuma una valencia positiva. Pero eso sólo transitoriamente. Fíjate en lo que ocurrió en África. Los pueblos africanos tenían todo el derecho de levantarse contra los colonizadores que los explotaban. Pero ¿en qué se convierte el nacionalismo una vez que esos países alcanzan la independencia?: en un instrumento de poder sobre el cual se construyen dictaduras absolutamente corrompidas y violentas".

Habla Vargas Llosa de "los peligrosos extremos". "Amar a tu país, sí, pero no dándole la razón cuando no la tiene. Eso es un chantaje, es el nacionalismo del chantaje. Criticar a un gobierno no es criticar a un país, muchas veces es justamente lo contrario: criticas al gobierno porque amas al país".

-Hábleme del suyo, del Perú de hoy, con Fujimori en prisión.
-Es una cosa que me enorgullece mucho. Creo que es la primera vez en la historia del Perú que un gobierno democrático lleva a un dictador a los tribunales civiles, y lo juzga concediéndole todos los derechos de defensa, con observadores internacionales, y lo condena a 25 años de cárcel por asesino y ladrón. Y no solamente a él, por lo menos a una veintena de militares y dirigentes políticos de la dictadura. Es un ejemplo para el mundo. Ojalá todos los dictadores acabaran en la cárcel, presos, condenados por tribunales civiles. Perú está viviendo, creo, un buen momento. Desde que cayó la dictadura ha habido una continuidad política muy provechosa. El Perú podría dar el salto que ya ha dado Chile, por ejemplo: está creciendo la clase media, que es la que proporciona la estabilidad.

Cuba y Chávez
-Decía que Cuba está dando las últimas boqueadas....
-Sí, las últimas boquedas, creo que una vez que se muera Castro, que es un símbolo que está allí, congelando el país, el desplome será inevitable. Pero un régimen que sólo es ya un cadáver putrefacto que sólo ha traido miseria, que mantiene a la gente en un limbo cortado del mundo...no puede continuar...

Vargas LLosa añade que lo que ya no tiene Cuba son los defensores.. Los intelectuales cuando tienen vergüenza no dan la cara. Por eso ya no hablan de Cuba, no se atreven a decir: "nos equivocamos, fue un error". Algunos lo han hecho. Porque, ¿con qué argumentos puedes defender Cuba?, un país que se cae a pedazos, donde la miseria generalizada es la característica más general, donde el sueño de la inmensa mayoría de los cubanos es escapar, salir de allí, aunque se los coman los tiburones... ¿cómo vas a defender eso? Qué fracaso tan absolutamente evidente, tan explícito... Bueno, ya hay una izquierda que ha aprendido y digamos que, aunque a regañadientes, reconocen que Cuba es un fracaso, y la prueba es que en America Latina tienes hoy una serie de paises con gobiernos de izquierda que respetan la economía de mercado, la empresa privada... Chile, Brasil, Uruguay...casos muy interesantes, que han renunciado a todas las recetas socialistas en el campo económico, y están prosperando. Están desapareciendo los extremos.

- Bueno, ahí está Chavez.
- Pero esa es una dictadura tan corrompida, con una oposición tan fuerte dentro del país, no es un modelo que pueda extenderse, no lo creo, me parece un caso más bien excepcional y creo que muy transitorio. El personaje es tan ridículo, tan mediocre, es una especie de caricatura de Fidel Castro... y ademas la oposición interna es tan viva en Venezuela, los venezolanos no quieren que siga ese modelo fracasado en el mundo entero.

"Yo me he equivocado mucho, y mi unico mérito es haberlo reconocido", confiesa el escritor. Y añade: "Lo grave es perseverar en el error, por fanatismo, por vanidad... Desde que yo rompi con el mito marxista, he tratado de ser muy coherente en mi defensa de una cultura y una política democrática, porque sigue siendo lo menos bárbaro y cruel, y lo menos desastroso desde el punto de vista económico"

Pantalla y estupidez
Con Casement todavía en el corazón y en el aire que respira, Mario Vargas trabaja ya en un próximo ensayo que le aleje de la sensación de vacío. Se llamará La civilización del espectáculo y, aunque el título es suficientemente explícito, el escritor despliega su inmisericorde decepción contra las nuevas tecnologías, la pantalla, la tv, que según él fomentan la frivolización, la negación del pensamiento, y nos envía a una especie de vacío animado. ¿Tanto?

-Es que no quiero que esta tecnología acabe con la cultura que me ha formado a mí, que te ha formado a ti, que es la cultura del libro. Y ésa no es la cultura de la pantalla. Creo que la literatura que se hace para el libro es más compleja, más profunda que aquella que se va hacer para la pantalla. ¿Por qué la frivolidad, el amarillismo, la estupidez han copado la totalidad de las televisiones del mundo, incluso en los países más cultos? ¿Por qué? Por el medio. La manera de llegar al gran público es apuntar a lo más bajo, eso es sabido desde siempre. El medio ha dado una determinada orientación a la cultura y me temo que eso no va a cambiar ya.

"Al libro hay que defenderlo al mismo tiempo que se desarrolla toda esa cultura audiovisual, que es una realidad de nuestro tiempo y tiene aspectos muy positivos. Pero lo que se refiere a la cultura de creación, de hechos culturales, la pantalla va a frivolizar y banalizar extraordinariamente la cultura. Ya lo ha hecho, lo está haciendo, y si algo puede defendernos de ese fenómeno de la frivolización, que es el fenómeno cultural más importante de nuestro tiempo, es leer a Tolstoi, a Víctor Hugo, a Joyce, el Quijote..."

-A todos ellos los puede leer en un e-book.
-Si, yo sé, yo sé, los conozco... Sé que esos objetos están aquí, pero, en fin, vamos a proteger el libro. Yo espero que no desaparezca el libro. El humanismo ha quedo relegado al cuarto de los trastos viejos. Es una curiosidad, una especie de anacronismo en este mundo de gadgets.

-Me está usted diciendo que pantalla es casi casi sinónimo de estupidez.
-Sí, hay un tipo de estupidez contemporánea que tiene mucho que ver con la cultura audiovisual de nuestro tiempo. Es un hecho. Yo he vivido en Inglaterra cuando la tv en Inglaterra era un modelo. Sólo había dos cadenas, eran una maravilla, pero eso ya ha desaparecido. La estupidez ha entrado masivamente, apoyada además por una tecnología punta, y los programas que podemos llamar de alto nivel son mínimos, y además relegados al último rincón, para minorías excéntricas. ¿Y Francia? ¿Tú sabes cuál es el grueso del alimento televisivo para los franceses?: la estupidez.

-Sí, pero una cosa es la producción televisiva y otra muy distinta la producción editorial nueva, tecnológicamente hablando, es decir, una nueva posibilidad de leer...
-(Con ganas de zanjar el asunto) Mira, yo quiero que tú tengas razón. Yo quiero esquivocarme, quiero estar en el error, pero... pienso que no. Lo que se lee en una pantalla nunca puede ser lo mismo que lo que leemos en un libro. La pantalla es el espectáculo, una forma de diversión muy respetable, siempre que exista lo otro. Pero si reemplaza a lo otro, creo que entramos de lleno en un vacío animado. Me temo que todo el pensamiento que conforma lo mejor de la creatividad humana va a desaparecer.

Degradados por la codicia -¿Dónde se ha quedado su optimismo respecto al progreso del mundo?
-En el sentido material, sí, pero lo que va a colapsar es lo otro, los valores, los principios, la cultura, la ética, que están en absoluta decadencia. Piensa en la corrupción mostruosa que está detrás de la crisis que vivimos hoy. Esa crisis no es una crisis, digamos, puramente financiera. Detrás de la conducta de los grandes banqueros, de los grandes empresarios, hay una moral degradada, profundamente depravada por la codicia. Y esa es una forma terrible de incultura . De eso hablaban todos los grandes pensadores liberales, desde Adam Smith hasta Hayek o Popper. Decían: la libertad, que es el gran instrumento del progreso, si no viene sólidamente fundada, sostenida, por una espiritualidad y una cultura rica, creativa, crítica, en constante renovación, puede llevarnos al abismo. Es exactamente lo que está ocurriendo con la cultura. El progreso moderno es un progreso tecnológico, material, pero el otro se ha degradado a unos extremos...

"Veo a España con mucha preocupación"

Vargas Llosa vive unos cinco meses al año en España ("es donde más a gusto me siento, sí"). El resto los reparte entre Londres y Perú, fundamentalmente. Así que tiene una idea muy precisa de la actualidad política y económica de nuestro país. Y le preocupa.

"La veo con mucha preocupación, sí. Porque la crisis que, desde luego, es global, en España tiene una gravedad particular y esto es preocupante, teniendo en cuenta que España fue, o parecía ser, la historia feliz de los tiempos modernos. Hasta hace poco, cuando tu mirabas alrededor, el caso exitoso era el español: había pasado de una dictadura a una democracia, de ser un país más bien tercermundista a ser un país del primer mundo, de ser un país de grandes desigualdades, a ser un país de clases medias, en un periodo relativamente corto y prácticamente sin violencia. Era un ejemplo para el mundo. Y de pronto, vemos que las cosas no eran tan bellas como parecían, que en realidad debajo había una serie de problemas no resueltos, que de pronto han levantado cabeza y, hombre, no creo que se vaya a retroceder al pasado pero, clarísimamente, el optimismo que se justificaba hace diez años, hoy día ya no se justifica. Yo creía que el gran éxito de la Transición había sido enterrar las rivalidades, la intolerancia, pero veo que no estaban tan enterradas, y, ¡ojo! que unas minorías consiguen muchas veces, dadas ciertas circunstancias, arrastrar a la mayoría. Yo creo que hay esperanza, que la crisis se sorteará, pero no hay que confiarse. Nunca hay que confiarse".

13.9.10

El profesor absoluto

El 17 de agosto pasado murió Frank Kermode, uno de los contados críticos literarios cuyo pensamiento, cuya capacidad de iluminar textos leídos durante décadas o siglos y cuyo talento para unir ideas con sencillez, originalidad y razón ubican esa forma de ensayo en la esfera del genio

Frank Kermode, uno de los contados críticos literarios.foto.fuente:pagina12.com.ar

Dedicado por igual a textos bíblicos como a la frivolidad de los '20, sus libros y su amor por la literatura son un faro que ilumina, con discreción, mucho más que tantas teorías estridentes con prensa y circunstancia

En el proyecto de realidad diario, por agramatical que parezca, los predicados del relato personal suelen conducir a un pronombre inequívoco. Corresponde a la primera persona del singular y, mientras el relato no cambie de voz, a él se someten. El arte de los mejores en cualquier disciplina consiste en saber ubicar este monosílabo sedentario, en cambiarle los hábitos. Frank Kermode nació en la isla de Man y durante mucho tiempo no aprendió a hacer algo útil. A la madre le llamaba la atención esa vocación de reposo. En Not entitled, el volumen de memorias publicado en 1995, el crítico cuenta y refiere estas cosas con la honestidad y la sobriedad características. Demuestra no sólo que es uno de los críticos literarios más brillantes que pasearon por entre estos dos siglos, sino que esa falta de firmeza en el propósito, esa lenta adaptación a la incomodidad inmediata del mundo es uno de los aprendizajes menos cómodos de practicar. La aparición del yo fantasmal que preside cada evaluación crítica kermodiana es un principio –y una crítica– al uso desaprensivo de la primera persona en cualquier práctica literaria. Un ejemplo.

Porque el mundo parece prescindir de ejemplos, los modelos son cada día más parecidos. El reinado de lo banal ha sido impuesto, se acepta con admirable docilidad. Uno se conforma con erigir el altar de su ego y revolcarse en las proximidades cotidianamente. Las diferencias con cualquier criatura abyecta de un pantano son siete, nada más. Como las clases –tipos– de ambigüedad para William Empson. De la vieja escuela, Frank Kermode aprendió desde niño a tratar con la mayor discreción el "yo". Debutó como crítico en los 40, después de una carrera en la marina que sus memorias se encargan de registrar con pormenores. Su vocación de crítico literario parece siempre signada por la lentitud, y ésta, a su vez, por la sutileza y la precisión. La pasión literaria y el talento para detectarla de Kermode no siempre es fácil de advertir. En más de un aspecto, trabaja un sustrato al que la mayoría de los críticos no suelen acceder. Por eso, a primera vista, el territorio de su afianzamiento parece menos firme que el de muchos otros. No es raro además que la procedencia de su método sea también difícil de historiar. En lengua inglesa no han faltado en el siglo XX los buenos críticos. A algunos, como a F.R. Leavis, Kermode los consulta con escasa simpatía pero sin desdén. En otros, como en Willian Empson, se detiene con una atención única, una curiosidad insaciable. Para circunscribir territorios, sin desconocer la obra de críticos y teóricos de otras latitudes y otras lenguas, como Jacques Derrida, Paul de Man, Roland Barthes y Walter Benjamin, caros al pacto solemne y monolingüe de insularidad inglesa, se valió de un Walter inglés, el victoriano Bagehot, quien habló –como antes Bowra de Homero– de la elegante estrategia de desarticulación (posmoderna) de Dickens. Usó a menudo la taxonomía que Isaiah Berlin extrajo de Arquíloco (y que puso al alcance de críticos, lectores y cineastas). De acuerdo con ésta, "el zorro sabe muchas cosas y el erizo sólo una, grande e importante". Tal vez la mayor influencia crítica reconocida de Kermode fue un erizo a quien los tiempos parecieron robarle las púas naturales para convertirlas en alhajas: Northrop Frye, autor en los '60 de una obra de influencia notable: Anatomía de la crítica.

Muchos de los libros de Kermode han sido traducidos al castellano. Entre ellos, Historia y valor. Este solo daría una idea aproximada del crítico que Kermode es (o fue). Tras una pesquisa acerca de la lectura de literatura en los 30 –la literatura burguesa, como se anima a llamarla sin temor por el anacronismo–, Kermode llega a conclusiones de una variedad y una validez capaces de poner en tela de juicio la mayoría de las arbitrariedades (más famosas, y con mucha más prensa) de estruendosas vanidades contemporáneas. Como las de Harold Bloom, el cómico compositor de esa gruesa parodia de Juicio Universal, titulado –de acuerdo con la nota de presunción dominante– El canon occidental. Historia y valor es uno de los libros que penetra sin invadir la sociología y nunca deja de deslumbrarnos. El grado de inteligencia puesta en juego por Kermode depone la mayoría de los recursos de la crítica contemporánea y sus no muy vertiginosos abismos domésticos con una seriedad exenta de neologismos y con un plan –los planes contemporáneos parecen apenas proyectos de bostezo– capaz de emitir ironías disfrazadas, generalmente, de agudezas ajenas. Kermode estudia las novelas que en la década del '30 ponen en tela de juicio el sistema de enseñanza (y sobre todo de aprendizaje) de las escuelas públicas inglesas y dice: "En descargo de la institución he oído decir que sólo los que iban a convertirse en escritores sufrían allí tan terriblemente".

Los primeros libros de Kermode –Continuities y Puzzles and Epiphanies– fueron resumidos luego en la edición de Modern Essays y revelan ya al crítico que vendrá en trabajos más largos, como el más conocido, El sentido de un final; los últimos, el ensayo sobre Forster y los artículos de la London Review of Books, dejan entrever las formas que adopta en un hombre genial la revisión, el regreso sobre los pasos propios. La monografía sobre el poeta Wallace Stevens, insuficientemente extranjero –para la serie de escritores y críticos que dirigía en los '60 Norman Jeffares–, sigue siendo, pese a la cantidad de ensayos más orgullosos y especializados, una introducción completa al poeta de existencia apacible, que se ganaba la vida como agente de seguros. Un verso de Stevens parece sonar en toda la obra de FK: "Una sola cuerda habla por una multitud de voces"... No es a ésta, parece, a la que se refiere en su autobiografía, The strings are false (las cuerdas son falsas), el gran poeta de dudosa veracidad testimonial Louis MacNeice (Kermode lo consulta para averiguar cómo eran los circuitos intelectuales ingleses de izquierda en los '30).

Casi ninguno de los temas de la literatura inglesa quedó sin sus análisis y comentarios. De los poetas metafísicos y Shakespeare a los novelistas frívolos de los '20 –Arlen, Kingsmill, Gerhardie–, de Auden y T.S. Eliot a Iris Murdoch y Muriel Spark, sin olvidar al olvidado Rex Warner ni al inconsulto William Golding. De los critículos efímeros a las Escrituras perdurables. Con su aire distinguido de genio sin prosapia, su apellido con distintos apoyos acentuales y el aplomo necesario para aplacar tanto ejercicio intelectual de vivacidad, Frank Kermode se desplazaba sin jactancia por aulas y pasillos oyendo, entre otras cosas, rumores acerca del alcance ilimitado de su conocimiento. Cualquiera sabe que esa desmesura mitológica debe desmentirse. Para hacerlo, Kermode debía renunciar a la habilitación que le otorgaba su análisis de los textos bíblicos, presente en An Appetite for Poetry y The Genesis of Secrecy y reconocer su Angelus Novus. En Not Entitled lo encuentra –con tranquilidad, casi con pereza– en su propio jardín.

Not Entitled, escrita quince años atrás, cuando el maestro había cumplido 75, se presenta sencillamente como una memoria, no una autobiografía, y tiene uno de los finales narrativos más emocionantes que pueda pensarse. A partir de la voz de la soprano de una cantata de Bach –Teresa Stich-Randall, Actus Tragicus–, Kermode, que no es religioso, reconoce el contacto o el roce con la santidad, con lo sagrado. Indaga su propia casa, su propio jardín, en busca de un signo perdurable cuando deje de tener lo que tuvo, lo único que nos está permitido tener: posesiones y nombre. Los amigos le han regalado una Diana. Con su desnudez parcial, el arco y la flecha, la bella diosa pasajera amanece a veces con una diadema de rocío. A esa deidad profana en el jardín inglés, Kermode le lanza una mirada de despedida que es una señal esperanzada de guía. También los lectores encuentran a fin de cuentas, tras tanto homenaje al olvido diario, un faro, un emblema, una señal.

11.9.10

Siete días con Bioy por Brasil

Un libro y una exposición reviven el viaje del escritor durante un congreso

Adolfo Bioy Casares fotografió a estos niños en Brasilia en 1960, cuando la ciudad aún estaba a medio hacer.- HEREDEROS DE ADOLFO BIOY CASARES.fuente:elpais.com

En una semana, ya se sabe, se puede crear el mundo. Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-1999) se conformó con construir un diario de los siete días de 1960 que pasó en Brasil, invitado a un congreso de escritores del PEN Club. Un diario que gira sobre varios mundos: un encuentro literario en el que coincide con Graham Greene y Alberto Moravia, un reencuentro erótico en suspenso con la brasileña Ofelia -a la que había besado en París nueve años atrás e inmediatamente sucumbió a una gripe titánica- y un desencuentro con una ciudad inventada -Brasilia- que le defrauda por su arquitectura y por el éxodo que desata. "Fotografié, no sé con qué resultado, casas dignas del peor (o del mejor, tanto da) Le Corbusier y a indios, con orejas de un palmo y perforadas, que hace tres años vivían como únicos pobladores de la zona", escribe. Una selección de esas fotos puede verse hasta el 19 en Casa América, donde ayer se presentó la nueva edición del diario, gracias a un acuerdo entre la argentina La Compañía y la española Páginas de espuma.

El pequeño librito, Unos días en el Brasil, tuvo la primera vez una tirada minúscula de 300 ejemplares. Fue el único título que Michel Lafon, que escribe el posfacio en la nueva edición, leyó tras la muerte de Bioy. Lafon, un francés excéntrico que abrazó el español cuando se veía como lengua de pobres y acabaría convertido en catedrático de Literatura Argentina en Grenoble, fue primero fan y luego amigo del autor de La invención de Morel. Tan amigo que, al final de su vida, atrapado en sus dolores físicos y anímicos, era uno de los pocos a los que Adolfo Bioy telefoneaba desde Buenos Aires para pedir ayuda. "Lo leí tras su muerte como una prolongación de su amistad, creo que en la obra hay un encanto literario que funciona bien", señala Lafon.

En el diario, pese a la brevedad, se reflejan todos los Bioy. El alérgico al botafumeiro literario: "Nunca se las daba de escritor, supongo que por la coexistencia diaria con Borges y por su modestia no quería verse como un gran escritor y por eso se siente molesto en congresos en los que hay que asumir el papel de estrella", reflexiona Lafon. El convulsivo seductor que teme el mañana: "Uno sabe que está viejo cuando aparecen lunares en las manos y nota que se volvió invisible para las mujeres". El Bioy irónico y displicente: cuando Alberto Moravia se lamenta de que el artículo que le dedica el argentino Antonio Aíta es una traducción de la solapa de su último libro, Bioy le ataja: "¿De qué se queja? Si Aíta no hubiera tenido a mano esa solapa, ¿imagina lo que hubiera escrito?".

9.9.10

Pavese, un viajero sin destino

Desde el primer texto de su primer libro, publicado en 1936, los viajes atraviesan la obra del escritor italiano. Sin embargo, en su vida viajó poco y nunca salió de Italia. ¿Qué significado tienen esos recorridos? Un análisis sobre el mito, y sobre los autores italianos de posguerra

PAVESE EN EL RIO PO. El viaje que pone en escena Pavese está en las antípodas del viaje turístico, de su discurrir afiebrado y hambriento. foto.fuente:Revista Ñ

Si uno ensayara una lista (aunque sea, mental) de escritores que se suicidaron, el nombre de Cesare Pavese surgiría bien pronto. Su muerte estuvo rodeada de hechos, indicios y consecuencias que la hicieron célebre y tiñeron ­tiñen­ la mayoría de las lecturas de su obra.

Encontraron el cadáver el 27 de agosto de 1950. Había alquilado una habitación en un hotel de Turín y había tomado, según se dice, dieciséis frascos de somníferos.

Repitió el destino de uno de sus personajes. Rosetta, en la novela Entre mujeres solas , también alquila una habitación en un hotel de Turín para suicidarse.

El diario del escritor se publicó poco después, en 1952. Lo había dejado prolijamente en una carpeta y había marcado, en una hoja, los años de comienzo y fin: 19351950. Su decisión, no cabe duda, fue largamente meditada.

Luego del suicidio y más aún tras la publicación del diario, aparecieron muchísimos estudios, de tipo muy diverso, sobre Pavese. Su obra lo permitía: a partir de algunas temáticas y estructuras que se repiten ­sobre las que dejó también anotados sus pensamientos­, bulle un mundo lleno de símbolos, que invita a la interpretación y se relaciona de un modo peculiar con su vida.

Sin ser autobiográficos ni mucho menos, sus textos remiten a situaciones que vivió, que conoce de cerca, y siempre se pueden relacionar con algún aspecto de su experiencia. Además, en su diario llevó hasta el fin un registro descarnado, crudo y minucioso en el que se advierten los zigzagueos entre la exaltación y el juicio cruel sobre sí mismo. La literatura, está claro, fue una de las principales herramientas en el impiadoso proceso de autoanálisis que quiso desarrollar.

Parece lógico, entonces, que hayan abundado los trabajos críticos en torno a su figura y que la mayoría se concentren en la ceñida articulación de su vida, su obra y su pensamiento. Hay material de más para esos estudios y aun para los que quedan por hacerse.

Proponemos, en este caso, centrar la atención en los viajes o, mejor, en los cambios de residencia.
El viajero inmóvil

Suele remarcarse que Pavese viajó poco y que nunca salió de Italia.

Es cierto. Además, los viajes que hizo fueron, en su gran mayoría, obligados por diversas situaciones.

Eso no quita que para él hayan tenido una importancia notable, que suele pasar inadvertida. Es más, su vida (también su obra, veremos más adelante) puede estructurarse según los cambios de residencia.

Pavese nació en Santo Stefano Belbo en 1908. A los seis años, tras la muerte del padre, se mudó a Turín. Durante un buen tiempo, volvía a su tierra natal cada verano y allí se sentía más a gusto que en la ciudad. Muchos personajes de sus textos viven la misma situación. "Marché a la ciudad y cambié de vida; regresé al año siguiente, me convertí en otro; venía al pueblo en vacaciones y así me pareció siempre que era un chico sólo en verano", se lee en el cuento "Historia secreta".

Recién durante la juventud va a descubrir el ambiente de la ciudad, que quedará asociado en su obra a las fatigas del trabajo diurno y los vagabundeos por la noche, la camaradería masculina, los paseos por el río Po, el coqueteo con las mujeres, el compromiso político y el desengaño adolescente o post adolescente, además de cierto aspecto de corrupción y vicio.

Residía en Turín cuando el gobierno fascista lo arrestó por sus amistades, su trabajo en la revista Cultura y/o sus servicios como incauto mensajero. Tras una breve estadía en la cárcel, vino el confinamiento en la aldea marítima de Brancaleone, al sur de Italia. Su destierro en ese lugar fue penoso, pero la gran desilusión vendría después: cuando volvió y supo que su enamorada (la "mujer de la voz ronca" que aparece en sus textos) se había casado con otro hombre.

Ya la vida del escritor estaba centrada en Turín, aunque siempre volvía a Santo Stefano Belbo.

Años después pasó un tiempo en Roma para encargarse de la sede de la editorial Einaudi y, durante los bombardeos de 1943, se refugió con su hermana en la colinas de Serralunga di Crea. Cada punto de residencia del escritor puede buscarse en sus novelas. Si se hace este experimento, uno se topa con una rigurosidad increíble: todo está servido en bandeja; hasta parece engañoso por lo estructurado. Es una muestra más, entre tantas, pero muy significativa, de la ligazón entre la vida y la obra de Pavese. Y sirve para entender la importancia que tuvieron los viajes en su imaginario.

Mudanza

Desde el primer texto de su primer libro, publicado en 1936, los viajes atraviesan su obra. No los viajes en sí, no el hecho de moverse, trasladarse, ir de un lugar a otro, sino los cambios de residencia, las llegadas a un espacio distinto, con otras costumbres y otros paisajes. Aunque en todas sus novelas, salvo El hermoso verano , los protagonistas cambian de residencia, el hecho de viajar apenas tiene un desarrollo narrativo en De tu tierra y La casa en la colina . Y también en algunos cuentos, claro.

Los protagonistas de sus obras casi siempre están llegando a un lugar. Allí, encuentran otro horizonte, otros personajes y otros hábitos que resultan, a la vez, familiares, identificables, y desconocidos. Ese encuentro conduce la experiencia que se narra en casi todas sus novelas.

Juan Villoro ha escrito que su maestro Monterroso no lograba recordar las historias de los textos de Pavese y que a él le ocurre lo mismo. Es que sus novelas no tienen una trama que se pueda seguir o retener. Narran la experiencia interior de los protagonistas en un sitio al que casi siempre han llegado luego de un viaje. La vida en ese lugar hace que se manifieste un pasado, que surja el diálogo entre el hombre que son estos personajes y el niño que fueron.

Se trata de un diálogo esencial en la narrativa del autor.

El viaje que pone en escena Pavese está en las antípodas del viaje turístico, de su discurrir afiebrado y hambriento. La peor versión del turista pretende asegurar "yo estuve ahí"; los personajes del autor, en cambio, se topan de improviso con un "yo era y soy esto". Llegan a un lugar y lo viven, lo respiran, dejan (en realidad, no parece haber otra opción) que los atraviese.

De pronto, en el cambio de residencia, pueden recordar la tierra de su infancia al ver una colina o al identificarse con un niño a quien apenas conocen.

Así se da, a partir del encuentro con un lugar conocido y desconocido a la vez, el reencuentro con el pasado, el diálogo con uno mismo en un sentido profundo, lejos de las tendencias "new age". Todo esto se asocia en forma directa con la mirada del escritor sobre otro tema fundamental de su obra: los espacios míticos.

Hay que olvidarse de la concepción usual del mito para entender el significado que él le otorga. Pavese dominaba muy bien la etnología ­llegó a dirigir una colección sobre el tema en Einaudi­ y tomó de ese ámbito sus ideas. Entendió el mito prácticamente como un sinónimo de "símbolo" y lo asoció a los lugares; en particular, los lugares de la niñez.

Influido por pensadores como Giambattista Vico, James Frazer o Carl Jung, relacionó la vida de los individuos con la historia de los pueblos y, entonces, buscaba el mito en la infancia de las personas, como en la infancia de los pueblos. Creía que, antes de tener una conciencia plena, racional, el niño experimenta los sucesos que van a configurar el mundo mítico de su adultez. Tales sucesos quedan asociados a un lugar que pasa a ser único.

Por eso, los acontecimientos toman otro valor en el sitio donde los personajes vivieron su infancia, un valor absoluto, que magnifica acciones que tal vez parezcan banales. En su obra, a partir de la llegada a un espacio de enorme significación (por medio del viaje), cualquier acontecimiento cobra trascendencia plena. De ese modo, se inicia una experiencia interior que, en la trama de un texto, puede parecer tan nimia que se olvida y, sin embargo, tiene una potencia implacable. Cuando Villoro cita lo que decía Monterroso, quedan señalados ambos sentidos: "Pavese es un gran escritor, muy intenso, pero no recuerdo sus historias".

De un lado, la dificultad para evocar las tramas; del otro, la potencia de sus obras.

La experiencia interior de los personajes, tan profunda, se vincula directamente con las ideas del autor sobre los espacios míticos. El encuentro con un lugar lleva al reencuentro con el pasado y eso explica la significación del viaje en la obra de Pavese. Incluso en la única novela donde el protagonista no cambia de residencia, hay un personaje esencial, Guido, que vuelve por unos días a la tierra de su niñez, aunque ese viaje no aparezca narrado.


Regreso a la semilla

El mundo de los viajes es amplio.

Hay viajes y viajes. En los textos de este autor, una figura se repite dentro de ese universo: la del retorno al hogar, a la tierra de la infancia. Sin duda, está ligada a su concepción sobre los espacios míticos.

Las diez novelas de Pavese (incluida la que escribió con Bianca Garufi) muestran un retorno al hogar en el plano simbólico y ocho además lo desarrollan en el plano realista. El personaje principal vuelve al sitio de su infancia o acompaña a otro en el regreso a su tierra. Parecería imposible, entonces, no ver la importancia que esto tiene en su obra.

Cuando trabajó sobre los mitos clásicos, en el libro Diálogos con Leuco, dedicó dos textos a Odiseo.

Ese personaje está directamente asociado al retorno al hogar; es su figura prototípica. En uno de los diálogos, Circe le confiesa a Leucotea: "'Después de todo es Odiseo', pensé, 'alguien que quiere volver a casa'". Más adelante, lo define como "un hombre solo, en extremo inteligente, y valiente ante el destino". Tal vez ahí esté la imagen del hombre que Pavese hubiera querido ser: tenía un llamativo amor por la soledad y la inteligencia; le faltaba la valentía o, mejor dicho, se acusó de cobarde una y otra vez.

Odiseo recorrió el mundo y debía regresar a su tierra. El primo del poema que abre "Trabajar cansa" viajó, vivió lejos de su pueblo y encontró todo nuevo al regresar. El narrador del cuento "Una certeza" también viajó y dice: "Con tanto que he hecho, visto y comprendido en el mundo, me ocurre pues que las cosas más mías son un montón de piedras donde me sentaba entonces, una reja de sótano donde clavaba los ojos, un cuarto cerrado donde no podía entrar".

No es que uno se descubra a sí mismo al encontrarse con el lugar de la infancia. El proceso tiene mucha más complejidad, guarda el misterio de lo simbólico. Los personajes llevan consigo la tierra donde nacieron (Pavese lo señaló de diferentes maneras en distintas obras, incluso se lo hace decir a Odiseo), pero vuelven a ella luego de haber pasado años lejos, encuentran todo indefectiblemente cambiado y viven una experiencia difícil de explicar o definir. La literatura del italiano se concentra, en buena medida, sobre la profundización de ese reencuentro.

Eterno retorno

Parece significativo que alguien tan preocupado por estructurar su vida y su producción literaria haya iniciado y cerrado su obra con el tema de los viajes y, en particular, del retorno. El primer poema de su primer libro y la última de sus novelas muestran a personajes de 40 años ­Pavese se suicidó a los 42­ que han vuelto al Piamonte luego de hacerse a la mar.

No se trata en estos casos del mar que vio durante su confinamiento (que aparece en "Tierra de exilio" y en La cárcel, por ejemplo), sino de un mar desconocido, lleno de aventuras, misterioso. El que imaginó cuando era niño, el que encontró luego, de algún modo, en sus admirados escritores estadounidenses.

A principios de 1942, escribía en su diario: "El arte moderno es ­en la medida en que vale­ un regreso a la infancia". El retorno al lugar de la niñez parece una conquista, una forma de conocimiento. Sin embargo, ya no tiene el valor definitivo que encerraba para un héroe mítico como Odiseo.

Se trata de una experiencia trascendental, pero luego la vida sigue y continúan la búsqueda, los viajes, el movimiento; la última novela de Pavese concluye, como muchas de sus obras, cuando el protagonista reinicia su camino.

Pavese Básico

Santo Stefano Belbo, 1908-Turín, 1950.
Escritor

Al salir del liceo D'Azeglio, conoce a Giulio Einaudi y comienza a trabajar en la editorial Einaudi en el año 1934 para la realización de la revista La Cultura. Se dedicó por completo a traducir a numerosos escritores norteamericanos, como Gertrude Stein, Steinbeck y Hemingway. Publicó su diario con el título El oficio de vivir.

6.9.10

Delator de realidades

Con Blanco nocturno Ricardo Piglia vuelve a la novela, tras el éxito de Plata quemada hace 13 años. Reconocido como uno de los escritores latinoamericanos más importantes, el autor argentino ha creado un libro que arranca como una historia policiaca y deriva en la narración de una vida familiar en los años setenta donde entra en juego la ficción literaria y la realidad

El escritor Ricardo Piglia.foto: DANIEL MORDZINSKI.fuente: elpais.com

La vida como escritor de Ricardo Piglia comenzó en un momento más o menos preciso: en alguno de todos los días -o en cada uno de todos los días- que transcurrieron entre el mes de febrero y el jueves 3 de marzo de 1957. El error de paralaje puede corregirse pero en todo caso la huella primigenia de ese comienzo son unas líneas de su diario personal cuya primera entrada dice así: "3 de marzo de 1957 (Nos vamos pasado mañana.) Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver. Gané al billar, hice dos tacadas de nueve. Nunca había jugado tan bien. Tenía el corazón helado y el taco golpeaba con absoluta precisión (...) Después fuimos a la pileta y nos quedamos hasta tardísimo. Me zambullí del trampolín alto. Desde tan arriba las luces de la cancha de paleta flotaban en el agua. Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez".

La vida como escritor de Ricardo Piglia comenzó -sin que él lo supiera- en el verano austral de ese año en que tuvo 16, cuando su padre, Pedro Piglia, médico, peronista, perseguido y encarcelado en tiempos de antiperonismo furibundo en la Argentina, decidió que era más seguro abandonar la casa donde habían vivido siempre en Adrogué, un suburbio de la ciudad de Buenos Aires, y mudarse a un sitio donde pudieran inventarse un pasado u omitir, al menos, las partes difíciles. En esos años los kilómetros establecían también una distancia temporal, y los cuatrocientos que separaban a Buenos Aires de una ciudad de la costa atlántica llamada Mar del Plata parecían suficientes. De modo que en menos de un mes los integrantes de la familia Piglia -Pedro Piglia, Aída Renzi y sus dos hijos, Ricardo Emilio y Carlos- desmantelaron todo para empezar la vida en otra parte. El efecto colateral para uno de todos esos integrantes fue tan bueno como devastador: Ricardo, ese chico que apenas si cumplía con el colegio porque prefería frecuentar billares, bailes y partidos de fútbol, se quedó, de un día para otro, sin amigos, sin barrio, sin primos: sin mundo. Así, en una de las tardes de ese tiempo de yeso, en alguna de las habitaciones de la casa ya vacía, empezó a escribir, como defensa y como ataque, un diario -"3 de marzo de 1957: (Nos vamos pasado mañana.)"- y ese no fue el comienzo pero sí la huella primigenia de su vida como escritor.

Años más tarde, a fines de los sesenta, Ricardo Piglia viajó a Turín, la ciudad donde se suicidó Cesare Pavese, y descubrió que, después de anotar aquella línea final en su diario ("Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más"), Pavese había permanecido vivo una semana más. "El Diario terminaba ahí -escribiría Piglia en su cuento 'Un pez en el hielo' incluido en La invasión (Anagrama, 2006)-. Todo estaba decidido. Y sin embargo Pavese pasó una semana antes de matarse (...) Vivió todavía ocho días más, aunque para sí mismo ya era un muerto. El condenado. El muerto vivo. Cuánto tiempo puede sobrevivir, inmóvil, el pez en el hielo. Los ojos atentos a la blancura transparente; la inmovilidad total". Piglia es, hoy, uno de los escritores más prestigiosos de Latinoamérica, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton, autor de tres libros de relatos, cinco de ensayos, una nouvelle y tres novelas, sin contar la esperadísima Blanco nocturno, que Anagrama publica en España, Chile, México y Argentina. Y todo eso es producto de muchas cosas -de las lecturas, de los amigos, de los bares, del cine, de las mujeres y hasta de sus gafas redondas y sus sacos de lana y su manera de achicar los ojos y adelantar el mentón o acercarlo al pecho cuando habla-, pero es también -¿quizás, seguramente?- producto de la espera fúnebre de aquellas semanas de 1957 en las que contempló todo desde la cáscara helada de su destino inevitable, cuando fue el pez en el hielo, haciendo las cosas como si las hiciera por última vez.

-Compré uvas. Están ricas. Servite.

El departamento no es la casa sino el estudio de Ricardo Piglia, un piso diez en Barrio Norte. Hay, sobre una mesa de madera, un plato de vidrio, vasos con agua, uvas. Son las dos y cuarto de la tarde. Piglia está sentado, de espaldas a una ventana detrás de la que crece un edificio que, probablemente, le quitará a esta sala algo de luz, o de privacidad, o de ambas cosas. Promedia, en Buenos Aires, el mes de agosto.

-Yo tengo una sensación muy fuerte de esos días, desde el momento en que tenemos la noticia de que nos vamos. El desarraigo fue terrible. Lo viví mal. Era muy fúnebre la situación.

El 5 de marzo de 1957 Ricardo Piglia, 16 años, trepó al camión de la mudanza e hizo el viaje hasta Mar del Plata sentado en un canasto de mimbre. "Viví ese viaje", escribiría, años después, en Prisión perpetua (Anagrama, 2007), "como un destierro (

...) no podía concebir que se pudiera vivir en otro lado y de hecho después no me ha importado nunca el lugar donde he vivido".

-Pero fue muy bueno irme. En Mar del Plata empecé a escribir mis primeros cuentos. Iba a un club donde había un bar que estaba abierto toda la noche, y al que iban los periodistas, la gente de la radio, del cineclub.

El club, curiosamente, se llamaba Ambos Mundos -hay hectáreas de estudios académicos y tesis que versan sobre la idea de la dualidad en la obra de Piglia- y allí aprendió (casi) todo gracias a un gringo que, como él, no tenía pasado. Se llamaba Steve Ratliff y fue quien le habló, por primera vez, de William Faulkner, de Henry James, de Scott Fitzgerald.

-Yo ya leía, pero sin método. Había tenido una noviecita en Adrogué. El padre era de familia de anarquistas, leían mucho. Y me acuerdo de la escena. Íbamos caminando, había un muro alto, y ella me dijo: "¿Estás leyendo algo?". Y yo había visto, en la vidriera de una librería, La peste, de Camus. Y le dije: "Sí. La peste, de Camus". Y me dijo: "Prestameló". Entonces compré el libro... me da vergüenza contar esto... pero compré el libro, lo leí esa noche, lo arrugué un poco para que pareciera más usado, y se lo llevé al día siguiente. Y ahí empecé a leer.

-Empezaste a leer por las mujeres.

-Claro. Ese es el sentido. Ahora siempre estoy arrugando un libro para no prestarlo tan flamante.

Después de trabajar un verano como cartero ("Mi padre, con una especie de mecanismo peronista, pensando que el trabajo hace bien, insistió en que tenía que trabajar. Y ahí andaba yo, repartiendo cartas. Duré un mes y medio") emprendió el viaje hacia la ciudad de La Plata, a sesenta kilómetros de la capital argentina, no para transformarse en escritor sino para estudiar historia. Terminó la carrera en cinco años y, durante todo ese tiempo, publicó ensayos y cuentos en revistas. En 1965 se mudó a Buenos Aires, donde un editor colosal de entonces, Jorge Álvarez, le ofreció trabajo como director de una colección de libros, clásicos y policiales.

-Editaba, escribía. Me las arreglaba. Cada tanto tenía que ir al banco de empeño. Llevaba una máquina de fotos y después conseguía la plata para rescatarla. Pero era una época en que había posibilidad de publicar. Nos reuníamos en los bares. Éramos los melancólicos floggers de la época, que iban ahí a hablar de Faulkner. Y de chicas.

En 1967 publicó su primer libro, La invasión, diez cuentos con temas, escenarios y personajes que atravesarían, después, toda su obra: la ficción histórica, el peronismo, el periodismo, el amor homosexual entre hombres bravos, las mujeres lesivas y, claro, la traición, presente -con diversos grados de toxicidad- en relatos como La honda, Mata-Hari 55, Las actas del juicio, Mi amigo.

-Lo que me atrae narrativamente de eso es la nueva luz que tira el momento de la traición. Vos estás viendo las cosas del color tal, y de pronto cambia y se convierte en otra cosa. La traición produce ese momento que es como un flash, sobre quiénes son los buenos, quiénes son aquellos en quienes se podía confiar.

En el relato que da título al libro aparece, por primera vez, Emilio Renzi, periodista y aspirante a escritor que funciona como su álter ego y que aparecerá en muchos relatos y en casi todas sus novelas. En 1975 publicó un libro de cuentos, Nombre falso. Un año más tarde comenzó en la Argentina la dictadura militar que terminaría en 1982 y Piglia escribió Respiración artificial, una novela que lo cambiaría todo.

En los ensayos de El último lector (Anagrama, 2005), Piglia reproduce una carta de Kafka: "Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo". Piglia se refiere a ese pasaje como "la más extraordinaria descripción que se pueda imaginar de las condiciones de una escritura perfecta".

-Respiración artificial la escribí aislado, en un departamento que daba sobre el Congreso. Los militares habían inventado un comité asesor, no sé qué. Ahí estaban, esos canallas. Y mi ventana daba justo ahí.

En la novela, que se publicó en 1980, Emilio Renzi investiga la historia de Enrique Ossorio -espía, secretario privado de Juan Manuel de Rosas- y para eso debe dar primero con la historia de su propio tío, Marcelo Maggi. El libro produjo un efecto inmediato. Todos vieron subterráneas alusiones a la dictadura, que se multiplicaron en el espíritu de los lectores asfixiados de la época, y Piglia devino un autor fundamental.

-El libro sintonizó con algo. De una manera completamente ajena, porque yo no tenía ninguna intención de decir: "Voy a escribir un libro sobre la dictadura". Yo, en realidad, quería escribir la historia de un tío mío.

En 1986 publicó los ensayos de Crítica y ficción. En 1988, la nouvelle Prisión perpetua. En 1992, la novela La ciudad ausente. En 1993, los ensayos de La Argentina en pedazos. En 1995, los relatos de Cuentos morales. En 1997, la novela Plata quemada, en medio de cierto escándalo (fue ganadora del Premio Planeta-Argentina, pero uno de los finalistas inició un juicio cuyo fallo sentenció que Piglia, "o más específicamente su obra, no debió postularse para la obtención del premio", pues "se encontraba vinculado contractualmente con la editora"). Le siguieron los ensayos de Formas breves en 1999, Diccionario de la novela de Macedonio Fernández, en 2000, y El último lector en 2005. De modo que, desde Plata quemada, Piglia no había vuelto a publicar una novela. Hasta ahora.

Blanco nocturno fue mencionada por Piglia a lo largo de la última década en diversas entrevistas en las que, además de coquetear con la idea de dar a conocer el Diario que comenzó a escribir aquella tarde de 1957 y que no ha abandonado desde entonces, hacía referencia a esa novela que, decía a veces, transcurría en 1982, el año de la guerra de Malvinas o, decía otras, contaba la historia de Emilio Renzi que, sumido en una crisis y encerrado en una casa de Adrogué, releía sus diarios mientras iniciaba una relación con su vecina. Pero Blanco nocturno no es nada de todo eso sino la historia de un hombre y su familia, y no transcurre en 1982 sino en 1972, y su escenario no es el confín gélido del mundo sino un pueblo de la llanura bonaerense con madrugadas luminosas y tardes serenas: "La última luz de la tarde de marzo entraba cortada por las rejas de la ventana y afuera el campo tendido se disolvía, como si fuera de agua, en el atardecer".

-Nunca fue una novela sobre la guerra de Malvinas.

-Sí, no, mirá, mi idea era que la novela sucediera durante la guerra, pero que la guerra no tuviera peso. Y eso lo modifiqué, también. No me lleva tanto tiempo escribir las novelas. Si cuento todo el tiempo serán dos años. Pero la anécdota va cambiando mucho. Y yo, en realidad, quería escribir la historia de mi primo.

Blanco nocturno comienza con Tony Durán, un mulato nacido en Puerto Rico, que llega al pueblo tras los pasos de las gemelas Sofía y Ada Belladona a quienes ha conocido en un viaje por Estados Unidos. Durán se hospeda en un hotel, entabla una relación ambigua con otro extranjero, el japonés Yoshio, y desde entonces vive apenas tres meses y cuatro días más, porque lo matan. Entonces entran en escena el comisario Croce -con más intuición que método, en las antípodas de los detectives racionales del género policial- y Emilio Renzi, que llega como enviado del diario El Mundo para informar sobre el caso y queda prendado de una de las gemelas, Sofía, que, además de contarle la historia del pueblo en largas conversaciones envueltas en un clima muy Gatsby, lo pone al tanto de la historia disfuncional de su familia y de la de su hermano Luca, el personaje en torno al cual gira la novela, un hombre dispuesto a todo con tal de no perder la fábrica de autos que es su obsesión y su vida, y que termina conectado, de manera terrible, con la muerte de Durán.

-En realidad, Luca es mi primo. Él tenía una fábrica, y tuvo una crisis porque las cosas iban mal y su hermano pensó que lo mejor era tener una sociedad anónima. Un día Luca se encontró la fábrica en manos de desconocidos, y le dio una especie de ataque. Empezó a escribir sus sueños en las paredes de la fábrica. Encontró un libro de Jung, como en la novela, y ese libro le dio contenido a su delirio, que consistía en que él podía percibir lo que estaba por pasar si era capaz de leer sus sueños. Yo lo quería muchísimo. Murió hace dos años. Poco antes fui a verlo, hicimos un vídeo, fotos. En un momento pensé que iba a poner esas fotos en la novela, pero decidí que no. Yo quería contar esa historia, pero no como una historia familiar. Quería un tono más épico. Entonces aparecieron el portorriqueño, el crimen, las gemelas.

El portorriqueño, el crimen y las gemelas se entrelazan con la historia de Luca, atrincherado en su fábrica, y la novela, bañada de luces -la luz ambarina que tiñe los encuentros entre Sofía y Renzi; la luz amenazante y cegadora de la fábrica; la luz fantasmal que baña las conversaciones entre Renzi y Croce cuando el comisario pasa una temporada en el manicomio-, se entrelaza, a su vez, con las 42 notas al pie (que incluyen chistes malos -como la número 40, que reproduce un chiste clásico entre dos gauchos-, aclaraciones arbitrarias -como la número 38, que segura que cada vez que Sofía se tendía al sol las gallinas trataban de picotearle las pecas- y la única referencia a la guerra de Malvinas en sus casi 300 páginas) que arman un relato paralelo, autónomo.

-Lo que hice fue ir escribiéndolas aparte. Después elegí algunas arbitrariamente, jugando con la nota al pie como un relato que tiene cierta autonomía.

Pero, dice Piglia, la novela no es una novela policial -aunque tiene un comisario-, ni una novela familiar -aunque tiene una familia-, ni una novela campestre -aunque transcurre en el campo-. En la página 142, en la exacta mitad, el comisario Croce le dice a Renzi que le interesa mostrar que las cosas que parecen lo mismo son, en realidad, diferentes. Y, para eso, dibuja un pato que, si se mira de otra forma, es un conejo. Allí está, según Piglia, el núcleo de todo.

-El pato no lo dibujé yo. Lo hizo el primo de mi mujer que es pintor. Ese es el nudo de la novela. Hay un elemento endogámico en un pueblo, de expulsión de cualquier forastero que no tenga similitud con el universo en que se mueve. Me interesó eso, el juego de parecerse a algo. Qué es ser parecido. Qué quiere decir. Eso, y las falsas percepciones.

Las gemelas parecidas; los inocentes falsos; la luz de la traición que lo transforma todo; el apellido Belladona que refiere, entre otras cosas (¿a una conocida actriz porno, extrema?), a una planta de mitología inquietante que produce, en realidad, midriasis, una dilatación de las pupilas que genera un cambio en las percepciones de la luz.

-Pequeñas distorsiones en la percepción. Eso era el nudo secreto de la novela.

En una de las habitaciones de este apartamento hay cajas y, en las cajas, cuadernos de la marca Congreso con tapas de hule negro, los únicos que Piglia usa para escribir el Diario que empezó aquella tarde de marzo de 1957 y en el que ha volcado, desde entonces, 53 años de escritura permanente. Excepto por algunos fragmentos reproducidos en Prisión perpetua, y por un destello publicado en el número 10 de la revista Dossier que edita la Universidad Diego Portales, de Chile, no se conoce nada del contenido de esta obra de más de medio siglo.

-Yo creo que lo voy a publicar. No dejarlo como libro póstumo, ¿no? En un momento pensé que sería bueno publicarlo bajo la forma de series. La serie de los encuentros en los bares, la serie de las cenas con amigos.

En el Diario, la escritura manuscrita alterna palabras bien dibujadas con otras un tanto rotas. Piglia usa tinta azul, o al menos la usó a veces. Entre las páginas amarillas guarda -¿guardaba?- papeles con anotaciones: cuentas, garabatos, listas de tareas pendientes de las que empiezan con frases como ir a tal parte o comprar tal cosa. Los cuadernos de tapas de hule negro marca Congreso se consiguen en una sola librería de Buenos Aires, en el barrio de La Boca.

-¿Y cuando se terminen los cuadernos en esa librería?

-Imaginate. Cuando se terminen no escribo más. Pero no el diario: nada más. Sería buenísimo, ¿no? Se terminan los cuadernos y se termina todo.

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