30.4.10

El verdadero Raymond Carver

El popular Stephen King escribe sobre una biografía de Carver y su relación con el editor Gordon Lish, quien al parecer es responsable de gran parte del famoso estilo carveriano. Y como anticipo, un cuento sin correcciones editoriales
CARVER. Según King, se decía que el editor del cuentista "minimalista" se jactaba de que éste era su "criatura". De hecho, modificó sus cuentos bastante.fOTO;fUENTE:Revista Ñ

"Raymond Carver, sin duda el cuentista estadounidense más importante de la segunda mitad del siglo XX, hace una temprana aparición en la exhaustiva –y en ocasiones extenuante– biografía de Carol Sklenicka [Raymond Carver. A Writer's Life, Scribera, todavía no traducida al español] a los tres o cuatro años de edad y con correa. "Claro que me veía obligada a tenerlo con correa", dijo mucho después su madre, Ella Carver, al parecer sin ironía alguna. La Sra. Carver podría haber tenido la idea adecuada. Al igual que los perplejos bebedores de clase media que pueblan sus relatos, Carver nunca parecía saber dónde estaba ni por qué se encontraba ahí. Una y otra vez me hacía pensar en un pasaje de Fantasmas, de Peter Straub: "El hombre simplemente manejaba, distraído por esa interminable telenovela de subordinados de los Estados Unidos".

Carver nació en Oregón en 1938 y pronto se mudó con su familia a Yakima, Washington. En 1956, los Carver se trasladaron a Chester, California. Un año después, Carver y un par de amigos andaban de juerga por México. A partir de ahí, los traslados se aceleraron, y eso nos lleva sólo hasta 1977, el año en que Carver tomó su último trago.

Durante la mayor parte de esos primeros años de constantes viajes, arrastró a sus dos hijos y a su sufriente esposa, Maryann, la heroína a la que por lo general no se le hace honor en el relato de Sklenicka. Los llevaba a los tres detrás de sí como latas atadas al paragolpes de una catramina que ningún concesionario en su sano juicio aceptaría. No es extraño que sus amigos bautizaran el auto con el nombre de Perro Corredor. Tampoco lo es que su madre le pusiera una correa cuando lo llevaba al centro de Yakima.

Si bien Ray Carver era brillante y talentoso, también era el tipo de bebedor destructivo que toca fondo y luego sigue enterrándose. Los asiduos concurrentes a Alcohólicos Anónimos saben que los borrachos como Carver son maestros de la curación geográfica que se niegan a admitir que si se sube a un tomador descontrolado a un avión en California, será un tomador descontrolado el que se baje en Chicago, Iowa o México.

Hasta mediados de 1977, Raymond Carver estaba fuera de control. Cuando dio clase en el Taller de Escritores de Iowa junto a John Cheever se convirtieron en compañeros de copas. "Lo único que hacíamos era tomar", dijo Carver haciendo referencia al semestre de otoño de 1973. "No creo que ninguno de los dos haya sacado nunca la funda de las cuatro máquinas de escribir que teníamos". Como Cheever no tenía auto, Carver ponía el transporte para las excursiones que hacían dos veces por semana. Les gustaba llegar al bar en el momento en que estaba abriendo. Cheever señaló en su diario que Carver era "un hombre muy bueno". También era un tomador irresponsable que solía irse sin pagar de los restaurantes, por más que seguramente sabía que era la camarera la que tenía que pagar la cuenta de semejantes clientes. Después de todo, su esposa a menudo trabajó como camarera para mantenerlo.

Era Maryann Burk Carver la que ganaba el pan en aquellos años mientras Ray tomaba, pescaba, estudiaba y empezaba a escribir los relatos que una generación de críticos y docentes calificaría erradamente de "minimalistas" o de "realistas sucios". El talento literario suele tener sus propias reglas, pero los escritores cuyo trabajo deslumbra por su profundidad y misterio a menudo son monstruos prosaicos en su casa. Maryann conoció al amor de su vida –o su calvario; Carver parece haber sido ambas cosas– en 1955, cuando trabajaba en un Spudnut Shop de Union Gap, Washington. Tenía catorce años. Cuando ella y Carver se casaron en 1957 le faltaban dos meses para cumplir 17 años y estaba embarazada. Antes de cumplir 18 descubrió que estaba embarazada otra vez. Durante los siguientes veinticinco años fue camarera en bares y restaurantes, vendedora de enciclopedias y maestra. Poco después de casarse pasó dos semanas envasando fruta para comprarle a Carver su primera máquina de escribir.

Ella era hermosa; él era tosco, posesivo y, en ocasiones, violento. Carver consideraba que sus propias infidelidades no justificaban las de ella. Cuando Maryann incurrió en un "flirteo" luego de haber bebido un poco en una comida en 1975 –época para la cual el alcoholismo de Carver se encontraba en su apogeo–, la golpeó en la cabeza con una botella de vino. Le cortó una arteria cerca del oído y casi la mata. "Necesitaba 'una ilusión de libertad'", escribe Sklenicka, "pero no podía soportar la idea de que ella estuviera con otro hombre". Es uno de los pocos momentos en que Sklenicka da muestras de solidaridad con la mujer que mantuvo a Carver y que nunca pareció dejar de amarlo. Si bien Sklenicka transmite cierta veneración por Carver escritor y sin duda entiende la influencia destructiva que tuvo el alcohol en su vida, prácticamente no abre juicio en lo relativo a Carver como borracho desagradable y marido desagradecido (además de, en ocasiones, peligroso). Cita a la novelista Diane Smith (Letters from Yellowstone), que dijo "Fue una mala generación de hombres", y deja las cosas ahí. Cuando cita declaraciones de Maryann, que se calificaba de "Cenicienta literaria que vive en el exilio en aras de la carrera de Carver", la primera esposa aparece sólo como una ex mujer quejosa. Ray y Maryann estuvieron casados veinticinco años, y fue durante esos años que Carver escribió el grueso de su obra. El tiempo que pasó con la poeta Tess Gallagher, la única otra mujer importante de su vida, fue menos de la mitad que eso.

Sin embargo, fue Gallagher la que cosechó los beneficios personales de la sobriedad de Carver (dejó de tomar un año antes de que ambos se enamoraran), así como también los económicos. Durante el juicio de divorcio, el abogado de Maryann dijo –eso me incomoda y en cierto grado atenta contra mi capacidad de disfrutar de los cuentos de Carver– que sin un acuerdo judicial digno, la vida de Maryann luego del divorcio sería "como una bolsa de picaportes que no abrirían puerta alguna".

La respuesta de Maryann fue: "Ray dice que va a mandar dinero todos los meses, y yo le creo". Carver cumplió la promesa, con cuotas de protesta. Cuando murió en 1988, sin embargo, la mujer que lo había sostenido económicamente descubrió que había quedado al margen del cobro del producto de la venta de los populares tomos de cuentos del escritor.

Tan sólo los ahorros de Carver sumaban casi 215 mil dólares en el momento de su muerte. Maryann recibió unos diez mil. La madre de Carver obtuvo aun menos: a los setenta y ocho años de edad, habitaba una vivienda del estado en Sacramento y se ganaba la vida como "abuela asistente" en un colegio primario. Sklenicka no califica eso de trato indigno, pero me complace hacerlo por ella.

Es como crónica del crecimiento de Carver como escritor que el libro de Sklenicka resulta muy valioso, sobre todo después de que el camino del escritor se cruzó con el del editor Gordon Lish, apodado "Capitán Ficción". Los lectores que duden de la funesta influencia que ejerció Lish en los cuentos de De qué hablamos cuando hablamos de amor, seguramente cambiarán de opinión con el revelador panorama que presenta Sklenicka de esa relación difícil y amarga. Los que aún no se sientan convencidos, pueden leer los cuentos de Principiantes.

En 1972, Lish cambió el título del segundo cuento de Carver para Esquire –que editó profusamente– de "Are These Actual Miles?" (interesante y misterioso) a "What Is It?" (aburrido). Cuando Carver, ansioso por publicar en una revista importante, decidió aceptar los cambios, Maryann lo acusó "de ser una puta, de venderse al sistema". John Gardner le había dicho una vez a Carver que no se podían aceptar cambios. Carver puede haberlo aceptado –lo hace la mayor parte de los escritores que se muestran dispuestos a someterse al proceso de edición–, pero los cambios que hizo Lish fueron extensos y profundos. Carver sostuvo que "publicar en una revista importante valía la pena la concesión". Lish, que trató sin éxito de editar a Leonard Gardner (que siguió escribiendo Ciudad dorada) con similar mano de hierro, se salió con la suya en el caso de Carver. Fue el comienzo.

¿Gordon Lish era un buen editor? Sin duda. Curtis Johnson, un editor de manuales que presentó a Lish y a Carver, asegura que Lish tenía un "gusto infalible en cuanto a la ficción". Sin embargo, como temía Maryann, era mucho mejor para descubrir que para desarrollar, por lo menos en el caso de Ray Carver, del que obtuvo lo que quería. Tal vez percibió en él una debilidad esencial (los alcohólicos lo llaman "complacer a los demás"). Tal vez fue la extraña opinión elitista que parece haber tenido respecto de la escritura de Carver: calificaba a los personajes de "del todo ineptos" y hablaba de "su completa ignorancia, algo de lo que el propio Carver no tenía conciencia". Eso no le impidió atribuirse el mérito del éxito de Carver. Se dice que Lish se jactaba de que Carver era "su criatura", y lo que aparece en la parte posterior de la sobrecubierta de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976), el primer tomo de cuentos de Carver, no es la fotografía de Raymond Carver sino el nombre de Gordon Lish.

El recuento que hace la biógrafa de los cambios que sufrió el tercer libro de cuentos de Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), es meticuloso y desesperante. Según dice, hubo tres versiones: A, B y C. La versión A fue el manuscrito que Carver envió. Se titulaba "Tanta agua tan cerca de casa". La versión B fue el primer manuscrito que Lish le mandó de vuelta. Cambió el nombre del cuento "Principiantes" por "De qué hablamos cuando hablamos de amor", y ese pasó a ser el nuevo título del libro. Si bien Carver se sintió molesto, de todos modos firmó un contrato (sin representante) en 1980. Poco después, la versión C –la que conoce la mayor parte de los lectores– llegaba al escritorio de Carver. Las diferencias entre B y C lo "dejaron perplejo". "Había instado a Lish a meter mano en los cuentos", escribe Sklenicka. "No se esperaba (...) una picadora de carne." Carver era inseguro y llevaba sólo tres años de sobriedad luego de dos décadas de embriaguez. Su correspondencia con Lish sobre los cambios a su trabajo alternaba entre el servilismo ("eres maravilloso, un genio") y suplicar que se volviera a la versión B. No sirvió de nada. Según Tess Gallagher, Lish se negó por teléfono a restablecer la versión anterior, y si había algo que Carver entendía era que Lish ostentaba el "poder del acceso a la publicación".

Ese dilema de hierro es lo que alienta Raymond Carver: A Writer's Life. Cualquier escritor podría preguntarse qué haría en esa situación. Yo lo hice, por cierto. En 1973, cuando se aceptó la publicación de mi primera novela, me encontré en una encrucijada similar: joven, siempre borracho, tratando de mantener a mi esposa y mis dos hijos, escribiendo por la noche, ansioso por tener un desahogo. El desahogo llegó, pero hasta que leí el libro de Sklenicka pensaba que se había tratado del anticipo de 2.500 dólares que Doubleday pagó por Carrie. Ahora me doy cuenta de que puede haber sido no tener a Gordon Lish como editor.

No hace falta más que leer los cuentos de Principiantes y los de De qué hablamos cuando hablamos de amor para notar el cambio: la prosa de Principiantes consiste en densos pasajes de narración en los que se intercalan golpes de diálogo. En De qué hablamos... hay tanto espacio en blanco que algunos de los cuentos ("Después de los tejanos", por ejemplo) casi parecen capítulos de una novela de James Patterson. En muchos casos, el hombre que no permitía que los editores modificaran su propio trabajo destruía el de Carver. A ese respecto, Sklenicka expresa una indignación que no parece dispuesta o capaz de articular en defensa de Maryann y califica de "una usurpación" la edición que hizo Lish de los textos de Carver. Impuso su propio estilo a los cuentos de Carver, y el minimalismo que se le atribuye al escritor era en realidad obra de Lish. "Gordon (...) llegó a pensar que no sabía nada", dice Curtis Johnson. "Se volvió pernicioso."

Sklenicka analiza muchos de los cambios, pero el lector inteligente abrirá el libro y los buscará por sí mismo. Dos ejemplos desoladores: "Si ello te place" y "Algo sencillo y bueno" ("Después de los tejanos" y "El baño", respectivamente en De qué hablamos...)

En "Si ello te place", James y Edith Packer, una pareja mayor, llega al bingo local y descubre que sus lugares habituales están ocupados por una joven pareja hippie. Peor aún, James observa que el hombre hace trampa (por más que no gana, su novia lo hace). En el transcurso de la tarde, Edith le susurra a su esposo que está "manchando". Más tarde, ya en la casa, le dice que la hemorragia es seria y que tendrá que consultar a un médico al día siguiente. En la cama, James se esfuerza por rezar (una herramienta de supervivencia que tanto James como su creador adquirieron en las reuniones diarias de A.A.), al principio de forma vacilante, luego "empezando a articular palabras en voz alta y rezando con fervor. (...) Rezaba por Edith, para que estuviera bien". Las plegarias no lo alivian hasta que agrega a la pareja hippie en sus meditaciones y hace a un lado los sentimientos negativos anteriores. El cuento termina con una nota de esperanza ganada con esfuerzo: "Si ello te place, dijo en las nuevas oraciones para todos, los vivos y los muertos." En la versión editada por Lish no hay oraciones y, por lo tanto, tampoco revelación; tan sólo un marido preocupado y resentido que quiere decirles a los hippies irritantes lo que pasa "después de los tejanos", después de los juegos. Es una completa reescritura, y es un engaño.

El contraste entre "El baño" (editado por Lish) y "Algo sencillo y bueno" (original de Carver) es aún menos digerible. El día del cumpleaños de su hijo, la madre de Scotty encarga una torta que nunca se va a comer. Un auto atropella al chico cuando va del colegio a su casa y termina en coma. En ambos relatos, el repostero hace insistentes llamados a la madre y a su esposo mientras el chico se encuentra al borde de la muerte en el hospital. El repostero de Lish es una figura siniestra que simboliza el carácter inevitable de la muerte. Lo escuchamos por última vez por teléfono mientras exige que se le pague. En la versión de Carver, la pareja –cuyos integrantes son personajes y no sombras– va a ver al repostero, que pide disculpas por su crueldad no deliberada cuando comprende cuál es la situación y sirve café y sándwiches a la afligida pareja. Los tres toman esa comunión juntos y hablan hasta la mañana siguiente. "Comer es algo sencillo y bueno en un momento como éste", dice el repostero. Esta versión tiene una simetría satisfactoria de la que carece la versión recortada de Lish, pero tiene algo más importante: corazón.

"Lish podía (...) hacer un muñeco de nieve a partir de un montón de nieve", es lo que dice Sklenicka sobre su versión de los relatos de Carver, pero no se trata de una metáfora. Es más convincente cuando habla sobre los cambios que hizo Lish en un pasaje de "No son tu marido" (en ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?), donde señala que la versión de Lish es "más mezquina, más tosca y en cierto modo desmerece a ambos personajes". Carver lo dice mejor. Cuando el narrador de "La aventura" por fin admite que no tiene afecto ni consuelo que brindar a su padre, dice de sí: "Yo era todo superficie pulida sin nada dentro excepto vacuidad". En última instancia, eso es lo que tienen de malo los cuentos de Carver tal como Lish los presentó al mundo, y eso es también lo que hace que estas ediciones sean una corrección necesaria y bienvenida.

Traducción de Joaquín Ibarburu (c) The New York Times y clarín

Clatskanie, 1938 - Port Angels, 1988.
Escritor.

Falleció en pleno apogeo y reconocimiento de su carrera de escritor, tanto en Estados Unidos como internacionalmente. Vivió en docenas de lugares, tuvo infinidad de trabajos y siempre estuvo agobiado por la falta de dinero. Aparte de varios libros de poemas (que pueden conseguirse en español), publicó cuatro libros de relatos, un género en el que ha quedado consagrado como uno de los grandes escritores de las últimas décadas: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor, Catedral y Tres rosas amarillas todos publicados en Anagrama, al igual que la antología Short Cuts. Vidas cruzadas y el libro póstumo Si me necesitas, llámame. Además publicó un breve libro con cinco ensayos autobiográficos y una meditación titulado La vida de mi padre (que en español publicó Norma).

19.4.10

Se busca un lector incómodo

En Historia del pelo, la segunda entrega de la trilogía del escritor Alan Pauls sobre los años 70, el autor de El pasado se sitúa en el cruce de la intimidad y la política de una década que asocia directamente con la abyección. Esos años –para quien indaga– "obligan a ensuciarse de una manera tan extraordinaria que en su contacto es imposible salir limpio. Te rechazan y provocan fascinación".
Tiene el gesto de haberlo pensado todo o casi todo, incluso antes de que se lo pregunte. Por eso mientras contesta y fija la mirada, los ojos grises o azules se le achinan de concentración y se dirigen hacia algún punto que está más allá de las paredes de su estudio, quizá en su propio pasado. O en un presente que ahora trata de desentrañar. En cualquier caso, el tiempo es una dimensión que parece mostrar contradicciones en su propia figura: es un hombre de cincuenta con el aspecto de un joven conflictuado que ha ganado canas y arrugas. Adolescente en los setenta –una época desgarrada en todos los sentidos–, esos años han dejado otras marcas menos visibles: preocupaciones recurrentes, fragmentos de una comprensión que se diluye apenas la roza, rechazos y atracciones, no pocas perplejidades e interrogantes. El encuentro con esos "yacimientos", como los llama, esos objetos potenciados en los que la intimidad se cruza con la política, son una invitación a la ficción que él no desaprovecha.

No es, Alan Pauls, un autor de escritura rápida. Eso se hace evidente en el ritmo de publicación de sus libros tanto como en la elaboración de sus novelas y hasta en la composición misma de sus frases. A El pudor del pornógrafo, publicada en 1984, le siguieron El coloquio, en 1990 y Wasabi en 1994. Casi diez años le tomó la monumental El pasado, con la que ganó el Premio Herralde en 2003 y que le dio una proyección internacional. La vida descalzo –un experimento narrativo en el que lo autobiográfico se narra en clave ensayística, o viceversa– apareció en 2006. Al año siguiente, publicó Historia del llanto, la primera parte de la singular trilogía con la que exhuma esos restos fósiles que todavía tienen tanto para decir, y este año Historia del pelo, mientras Historia del dinero

-¿Por qué eligió el llanto, el pelo y el dinero como los elementos que pueden sostener una representación de los 70?

-Porque los tres son arbitrarios y lo suficientemente insignificantes para entrar en una época demasiado significante. Es imposible abordar una década como la del 70 y tomarla "a su altura". Por eso debía encontrar una diagonal, una vía de acceso que fuera imperceptible para contrarrestar con estas entradas excéntricas la importancia de la época, la pompa abrumadora que tiene. Y a la vez son tres elementos con una resonancia personal y que corresponden al imaginario de esos años. Descubrí que esos fósiles podían reconstruir alucinatoriamente la época: el llanto es la sensibilidad –la primera novela es una especie de educación sensible–; el pelo es la imagen, la manera de señalar una identidad, y el dinero es la economía. Con cualquiera de los tres uno puede entrar perfectamente en cualquier época.

-La época es siempre la de la primera mitad de los 70, la de la militancia.

-La más interesante para mí porque no está "soldada", como sí lo está el resto: la dictadura, que es un objeto más consensual en el que ya no hay muchas grietas. En cambio, la primera parte de la década conserva una buena cuota de misterio.

-¿Presentarla como una historia es una manera deliberada de desacreditar la historia?

-No, es imaginar que la ficción literaria también puede tener algo que decirle a la historia, a su modo, desde una perspectiva mucho más caprichosa e irresponsable. Además, abordarla así me atrajo por varios motivos: por un lado, la historia pensada como narración, y por el otro, en un sentido historiográfico para ver qué había en esos yacimientos como pueden ser el llanto, el pelo o el dinero. El título se me ocurrió después de ver la película de David Cronenberg: Una historia de violencia, que aquí se tradujo como Una historia violenta, borrando justamente ese sentido.

La mención cinematográfica no es arbitraria ni casual. Si Pauls la trae a colación es porque el cine forma parte de su vida casi tanto como la literatura. Antes de publicar su primera novela ya había escrito el guión de la película Los enemigos (1983), y más tarde los de Sinfín (1986); El censor (1995); Vidas privadas (2001) e Imposible (2003). Los análisis críticos que le inspira el cine son tan meditados y frecuentes como los que dedica a la literatura argentina, sobre la que también ha publicado varios libros. Todas las semanas se lo ve presentando un ciclo en un canal de cable y aportó su pequeña, irrisoria, participación como actor en un par de películas. Pero ahora la que ocupa la escena es la novela.

-La historia del pelo es la historia de una obsesión, ¿la militancia admite ser pensada de la misma forma?

-Sí, toda causa funciona de ese modo. Es algo detrás de lo cual alguien se encolumna y por lo que está dispuesto a sacrificarse por completo. Es algo que lo ocupa todo, que lo desaloja todo, una especie de delirio monomaníaco.

-Es una idea que también estaba en El pasado, donde el amor es una fuerza excluyente.

-El principio rector es el mismo. Cuando la causa te posee, estás totalmente identificado con ella. En la novela, el personaje es el pelo, esa es su idea, y todo el mundo gira alrededor de ese organizador de experiencia.

-Las historias no tienen un suceder evolutivo, avanzan a saltos. ¿Se trazó algún plan argumental o lo dejó librado a una deriva?

-En tanto estructuras formales del tríptico, me planteé, para el primer caso, lo testimonial escrito en tercera persona; y para el segundo, una ficción anclada en el pasado pero escrita en un presente continuo. La cuestión temporal era otro de los principios que me había impuesto en el origen del proyecto: escribir tres novelas que tuvieran que ver con los años 70 sin instalar al narrador ni la enunciación en esos años. Intenté trabajar con una especie de vaivén continuo entre esa época, que es una especie de teatro de los acontecimientos, y distintas instancias temporales. Me gustaba la idea de que no sólo se contara algo sobre esos años, sino que eso que se contaba fuera también mirado desde distintos momentos de la vida del héroe.

-Es lo que genera cierta sorpresa o resistencia inicial: no leer una narración clásica sino de estar frente a un relato que al lector lo lleva y lo trae, como podría hacerlo el recuerdo.

-Por ese motivo, hasta cierto punto estas novelas son "testimoniales", pero no en el sentido de que relatan lo que pasó o lo que el protagonista vio o vivió. Por el contrario, hay alguien que da cuenta de una cierta experiencia a través de todas las instancias en que tuvo oportunidad de volver a pensar sobre ella: cómo se procesa, cómo se elabora, incluso cómo se contradice esa experiencia vivida. Las variaciones temporales suceden incluso dentro de una misma frase, sobre todo en El llanto. En El pelo hay una arquitectura narrativa más tradicional, menos ensayística. Es más una comedia.

-Ese ir y venir es más propio del pensamiento que del relato realista...

-Como escritor no me interesan demasiado los hechos, que en general me dejan más bien frío. Me interesa la repercusión de los hechos.

-Lo que se advierte es un estado de estupor o de perplejidad frente a ellos.

-Es la gran lección de las vanguardias del siglo XX: sólo se puede empezar a mirar algo o a contarlo si uno vuelve extraño lo que ve, lo familiar.

-Visto así se pone de manifiesto un procedimiento buscado. Sin embargo, en la lectura se advierte una extrañeza inicial que no parece responder a una operación tan deliberada.

-Hay también una operación más invisible, de vaciado o limpiado. Yo me vi obligado a hacer eso para meterme en los años 70 porque ellos están sobrescritos. Hay demasiada opinión, demasiada idea, demasiado testimonio. Tal vez eso hace que de entrada lo que se cuenta aparezca iluminado por cierta perplejidad. Lo que no quería era que todo resultara inmediatamente verosímil, fluido, que el lector se instalara rápidamente en esa década. Pretendía todo lo contrario: que el lector tuviera que abrirse paso de una manera incómoda en una época desconcertante que se le presentaba a través de muchos matices y prismas.

Cuando señalo los riesgos de semejante empresa –entre los cuales el impulso de abandonar definitivamente la lectura no es el menor–, Pauls deja pasar el comentario. Tal vez no lo escuchó o con su indiferencia quiere dar a entender que desdeña los lectores conformistas, incapaces de asumir un desafío.

No puedo dejar de pensar que siendo novelas que giran alrededor de los años 70, están escritas ahora. Lo que me interesa es cómo recordamos nosotros esos años, no sólo en tanto sujetos privados sino cómo se los recuerda hoy política y socialmente en la Argentina. Es indudable que continúan plenamente instalados en la escena actual. Seguimos flotando en la órbita de los 70 ya sea para exaltarlos y reivindicar una especie de fidelidad ciega a esos valores, proyectos e ideales, o bien para desmarcarnos y decir que somos lo contrario, que aprendimos la lección.

-¿También son una divisoria de aguas generacional?

-Somos de las últimas generaciones que estuvimos cerca de eso. Las que siguen la conocen de oídas o según una perspectiva muy radicalizada que es la de HIJOS. Pero si bien hay toda una generación o una fracción que la conoció de oídas, no es menos cierto que algunos también la padecieron en su carne, ya que fueron heridos, dañados, traumatizados, y tienen una política de fidelidad a los padres. Tampoco hay que olvidar otra fracción que es más heterodoxa si se quiere, que trabaja con la traición, con dar vuelta la cara y ver el asunto de una manera muy distinta. Es el caso Albertina Carri, Nicolás Prividera o Félix Bruzzone. En términos de relación con el pasado, de trasmisión de herencia, de qué hacer con el legado, esta fracción es muy interesante.

-¿Cuál cree que es la lección que queda de esos años?

-Que la cosa con la sangre y la pólvora no va. Hay situaciones que pueden ser muy exaltatorias, muy intensas, incluso muy gozosas, pero no tienen sustentabilidad como para ser resueltas por las armas. La violencia ha sido una vez más sublimada, porque es indudable que sigue habiéndola, pero traducir la violencia literal a violencias sociales simbólicas es un paso que nos distingue de esa especie de catástrofe. Las otras violencias son negociables, articulables, admiten otro tipo de estallidos, son abiertas. En cambio, el planteo de pólvora y sangre no está abierto a nada.

Obsesiones y rechazos

"Es mi ballena blanca." Así define Alan Pauls su búsqueda actual: ver qué puede hacer con la relación entre intimidad y política, cómo trasformarla en un objeto literario, y tratar de entender, por medio de la ficción, aquello que ninguna teoría conseguiría explicar. Tal vez porque, como le ocurría al capitán Ahab, encontrarla sea encontrarse, ninguna otra cosa consigue alejarlo del tema que lo ocupa como una obsesión.

-Tanto "Historia del llanto" como "Historia del pelo" muestran un decálogo de aborrecimientos y de rechazos. En la primera, el encuentro con el cantautor de protesta provoca la náusea...

-La década del 70 es para mí la quintaesencia de la abyección. Es algo que te obliga a ensuciarte de una manera tan extraordinaria que en su contacto es imposible salir limpio. Lo abyecto es algo que efectivamente te rechaza y a la vez provoca una fascinación absoluta. En estas novelitas quería ver si se podía presentar de manera honesta esa situación tan paradójica que es la experiencia de la abyección: estar frente a algo que te inspira asco y al mismo tiempo saber que es algo con lo que no podés dejar de relacionarte porque ese algo habla sobre tu propia subjetividad. Cuando se encuentra con el cantautor, el héroe de Historia del llanto no puede menos que aborrecerlo y satirizarlo, y a la vez reconoce que se siente totalmente interpelado por eso que detesta. Sentirme interpelado por aquello que detesto es una situación muy interesante para mí como escritor. Además de ser una experiencia muy argentina.

-¿Es lo que provoca el contacto con el populismo?

-Yo, por lo menos, tengo esa experiencia con la cultura populista. Pero también me pasa lo mismo con lo que se podría llamar una "cultura progresista". Cualquiera que haya sido comunista o de ultraizquierda, radicalmente antiburgués o revolucionario ha tenido –o debería confesar que la ha tenido– esa experiencia de la abyección. Porque en algún momento ha debido relacionarse con la violencia, con el crimen, con la brutalidad. Uno podría decir que el siglo XX ha estado atravesado por esa experiencia, por las revoluciones que se dan vuelta o los sueños que se convirtieron en pesadillas. El contacto con la abyección fue inevitable, y quizá siga siéndolo. Por ejemplo, si se era comunista había que aclarar que el verdadero comunismo era el antiestalinista: una manera de lavarse las manos frente a la contingencia repugnante que fue el estalinismo. Cuando en verdad, lo más honesto sería decir que ese núcleo abyecto ya estaba en la política comunista desde el principio. Pero volviendo al episodio del cantautor, no me interesaba mostrarlo como un personaje idiota, detestable y parodiable, sino indagar qué de él podía conmover al héroe que lo aborrecía.

-Las dos novelas ponen en escena varias polémicas. Por un lado, las que atañen a ciertos valores o fenómenos culturales propios de los 70, y por el otro, una especie de polémica interna a los personajes en la que el campo de batalla siempre es el cuerpo.

-El cuerpo es el máximo punto en el que la política se liga con la intimidad. Efectivamente, en este sentido es un campo de batalla, una superficie, un soporte, y por lo tanto allí se juega, traducido en su propio idioma, lo mismo que se juega en otros terrenos. En Historia del llanto, quería ver qué pasaba con esa secreción, un poco siguiendo la idea de San Ignacio de Loyola que tiene un texto que se llama Diario de lágrimas, en el que computa la cantidad de llanto que le sacaban los distintos rezos. Y el pelo es una especie de microcuerpito.

-El drama es que nunca se sabe qué se quiere hacer con el pelo.

-Ese es el problema, se pasa el tiempo tratando de descubrirlo: cortarlo, dejarlo largo, raparlo... Para los varones es mucho más complicado que para las mujeres. Basta comparar el comportamiento de ellas con el de los hombres en una peluquería para advertir la diferencia. Las mujeres lo convierten en un ritual social compartido, mientras para los hombres es uno frente a otro: el cliente frente al peluquero. En la Argentina, donde los varones no tienen una cultura de barbería como en otros países, nos sentamos como si estuviéramos en una silla eléctrica y los que tenemos una cierta cantidad de pelo nunca alcanzamos la satisfacción.

-Quería preguntarle por los personajes femeninos en estas novelas, donde tienen apariciones fugaces, pero decisivas.

-Ellas son el único principio de acción en mis libros. En El pasado, la protagonista por excelencia es Sofía, aun cuando la novela está hegemonizada por el personaje de Rímini. En términos de dinámica, ella es la que hace mover el mundo, es la fuerza. Historia del pelo es una novela de hombres sin mujeres, pero en Historia del llanto, la escena femenina está ocupada por la madre y por ese vecino que no se sabe qué es. En Historia del dinero también reaparecerá la madre. Yo no sé qué hacer con el pensamiento de las mujeres porque no sé cómo funciona.

-Pero en "El pasado" hay mucho trabajo en ese sentido.

–Sí, y me valió muchas críticas porque se decía que las había demonizado. Siempre protesté contra eso porque me parecía una lectura superficial, como si yo hubiera pensado en Sofía como una loca, lo cual me parecía muy banal. Para mí es un personaje muy rico, que tiene un saber sobre todo lo que sucede y que es capaz de dar una especie de salto y convertir lo que es un delirio erotómano en una causa casi política.

El militante brechtiano

En 2001, Pauls dio a conocer el ensayo El factor Borges, uno de cuyos hallazgos fue analizar la representación pública del escritor. Una representación que, según dice, funciona como la continuación de la obra por otros medios. Sin ser su expresión ni su causa, establece un nexo indisoluble entre una poética literaria y una personal, basado en la creación de un estilo.

El estilo se definiría como un cuerpo conceptual que interviene en el mundo y se relaciona con él.

La posibilidad de un "estilo Pauls" convoca de inmediato dos elementos: la frase y la distancia.

-El protagonista de "Historia del llanto" dice que utiliza la ficción para mantener lo real a distancial, interponer algo en el medio. En la escritura eso se traduce en la frase, que parece diferir siempre el encuentro del sujeto con su predicado. ¿El encuentro con lo real produce temor?

-Siempre da un poco de miedo y más si hablamos de los 70 ya que es una experiencia peligrosa, combustible. Los 70 son el paradigma absoluto de lo real como combustible, es lo que quema y aniquila. La prédica en favor de la distancia que hay en Historia del llanto y esa estrategia de posposición en relación con la frase tienen que ver con la experiencia de los 70. Dicho esto, debo reconocer que hay algo en mi programa como escritor que tiende a producir distancia. De alguna manera la distancia, como la extrañeza y la perplejidad son mis valores estéticos y formales. Soy una especie de brechtiano militante porque sigo pensando que producir distancia es producir pensamiento, posición, inspiración, es promover una cierta invención en el otro. El problema es que a la distancia se la equipara con la frialdad o impavidez. Para mí es simplemente la intermediación de un idioma entre dos cosas, para que ellas puedan dialogar. Pero no supone frialdad ni ausencia de compromiso. Es la condición de posibilidad de un cierto encuentro entre sujetos, entre experiencias artísticas. Si no hay distancia, lo que hay es deporte, una especie de forcejeo, de búsqueda de resultado.

-El que la frase imponga un continuo, ¿determinó la elección del género de la novela corta, que exige ser leída de un tirón, como se lee una frase?

-Las novelas siempre fueron pensadas como novelas cortas y a partir de esa decisión la frase se empezó a alargar. Mi ilusión (fracasada) era crear en el lector la sensación de que estaba leyendo una sola frase y de que fatalmente tenía que leer el libro de una sentada o no leerlo. El comportamiento de la frase es mi comportamiento literario general: yo trabajo mucho insertando cosas en el medio y eso se verifica tanto en la frase como en los conjuntos novelescos. En El pasado yo tenía una hoja de ruta con los momentos dramáticos del libro, pero lo que más me interesaba era lo que pasaba entre esos momentos. La frase es lo expandible por excelencia, el elemento en el que sucede todo, por eso a veces pienso que tiene que funcionar como una droga, un elemento narcótico en el que se inoculan momentos de mucha lucidez.

-Leí que lo halaga ser considerado un escritor denso, ¿por qué?

-Prefiero esa imputación a que digan que lo que escribo es divertido o entretenido. Me reconozco en el culto de un cierto espesor, la idea de que la literatura es lo contrario de la transparencia. Por el contrario, me gusta tener la experiencia de estar lidiando con un objeto literario cuando leo. Si densidad significa algo que es refractario o que intercepta la luz impidiendo la transparencia, introduciendo variaciones en un contexto que no se deja penetrar fácilmente, sí, me identifico con eso, a riesgo de parecer un plomo.

-¿Saber mucho funcionó alguna vez como un obstáculo para la escritura?

-No, tuve una relación privilegiada con el saber quizá porque nunca logré insertarme del todo en la institución académica, porque en el momento en que podía hacerlo, me fui. Debí haber visto algo que no me convenía o que no deseaba entre el saber literario y mi trabajo como escritor. Además, el saber es algo que la literatura relativiza con mucha facilidad. A mí lo que más me interesa es inventar algo que tenga condiciones tales que adentro pueda meter cualquier cosa. Si lo logro, estoy satisfecho. Es haber dado con un estilo.

Pauls Básico
Buenos Aires, 1959.
Novelista y ensayista

Es escritor, periodista, crítico y guionista de cine. Ha sido profesor de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y fundador de la revista Lecturas Críticas. Fue jefe de redacción de la revista Página/30 y subeditor de Radar, suplemento dominical de Página/12. Es autor de los libros "El pudor del pornógrafo" (1984), "El coloquio" (1990), "Wasabi" (1994), "El factor Borges" (1996), "La vida descalzo" (2006) e "Historia del llanto" (2007). Su novela "El pasado", ganadora del premio Herralde en 2003, ha sido llevada al cine por el director argentino-brasileño Héctor Babenco. Sus novelas, ensayos y cuentos han sido traducidos al inglés, el francés y el portugués, entre otros.
fOTO;fUENTE:Revista Ñ

12.4.10

Tierra de la memoria


El último 24 de marzo, Carlos Gamerro participó en Leipzig junto con Laura Alcoba y Pablo Ramos de una mesa titulada "Los hijos de la memoria" –organizada por el comité para la participación argentina en la Feria de Frankfurt–, en la que se debatió acerca de la literatura escrita durante y después de la dictadura militar, relacionada con el período histórico y sus aspectos centrales en materia de memoria y derechos humanos. Este texto reconstruye esa presentación, incorporando reflexiones y conversaciones mantenidas entre los autores participantes (Tununa Mercado y Félix Bruzzone, además de los ya mencionados) y con el público presente.

Por Carlos Gamerro
fOTOS;fUENTE:RADARlibros

Como soy narrador, antes que ensayista o conferencista, voy a empezar hablando de tres descubrimientos que hice mientras trabajaba en algunas de mis novelas. Cuando estaba escribiendo Las Islas, que trata, entre otras cosas, de la Guerra de Malvinas, quise entrevistar a los soldados que habían participado en ella. En su ensayo Experiencia y pobreza, Walter Benjamin famosamente dijo que durante la Gran Guerra los hombres "volvían mudos del campo de batalla" y, agregaba, "no enriquecidos sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable". De eso que había pasado en las trincheras, los soldados que volvían no podían hablar, eso que habían vivido nunca había pasado antes. Jorge Luis Borges nos recuerda, una y otra vez, que el lenguaje, para comunicar, requiere de experiencias compartidas. Palabras como "rojo", "verde" o "violeta" nada pueden decirle a un ciego de nacimiento; ciegos también, y sordos, eran los oyentes de los soldados que volvían de las trincheras, educados por tres milenios de literatura épica y relatos orales a concebir la guerra como el terreno privilegiado donde se desplegaban valores como el honor, la gloria o la hombría. Mi descubrimiento personal fue que los soldados volvían de Malvinas no mudos sino lacónicos. Me miraban como si supieran de antemano que yo no iba a entender, que las mismas palabras significarían, para nosotros, cosas diferentes. Entre ellos, en cambio, se entendían perfectamente. Cada palabra que usaban, como "frío", "pozo de zorro", "balas trazadoras", "bombardeo naval", desbordaba de paisajes, situaciones y vivencias definidas y precisas, infinitamente ricas y sugerentes, aterradoras, intolerablemente vívidas. Uno de ellos las pronunciaba; los otros asentían, generalmente mudos. Para hablar conmigo, todas las palabras parecían insuficientes; para comunicarse entre ellos, las palabras eran casi innecesarias: lo mismo valían los silencios y los gestos.

Yo me había acercado a ellos con timidez, casi con vergüenza. ¿Cómo iba a escribir yo, que no había estado en la guerra, desde el punto de vista de un ex combatiente? ¿No estaban ellos, los que habían estado, mucho más capacitados para hacerlo? Pero estos encuentros que tuve con los ex combatientes paradójicamente sirvieron para infundirme confianza. Tuve una intuición en ese momento. Sentí: ellos no necesitan hacer real esa experiencia mediante el lenguaje. Yo, que no estuve allí, yo, el que nada ve y el que nada siente ante esas pobres palabras en que destila todo lo que vieron y vivieron, me veo obligado a construir esa experiencia con las palabras; debo hacerla verdadera para mí, primero, y si lo logro, hay una buena probabilidad de que logre hacerla verdadera para mis lectores; y quizá, quién sabe, verdadera, de modos nuevos, incluso para ellos, los que estuvieron. Ese fue mi primer descubrimiento, obvio tal vez, pero una de esas verdades que sólo valen si uno las descubre por su cuenta: que la pobreza de la experiencia puede ser suplida por la riqueza de la imaginación y, sobre todo, por el trabajo de la escritura, que no siempre el que ha tenido la experiencia será el que mejor la cuente.

Se cuenta, entonces, una experiencia que no es enteramente propia; pero para tener la urgencia de contarla –y sin esta urgencia no hay literatura posible– tampoco debe ser completamente ajena. ¿Por qué quería yo contar la Guerra de Malvinas? Hasta donde alcanzo a ver, mis motivaciones personales no eran ningún misterio. Soy clase '62, la clase que fue a Malvinas. No fui a Malvinas. Malvinas, en ese sentido, me dejó la sensación de una vida, quizá también una muerte, paralela, fantasmal (la mía, si me hubiera tocado ir a la guerra). La ficción no sólo existe en la literatura, existe en cada uno de nosotros, en esas otras vidas posibles que se desarrollan paralelamente a la que nos tocó, o elegimos. Ese fue mi segundo descubrimiento: que la literatura puede ser autobiográfica en negativo: la historia no de lo que nos pasó sino de lo que nos pudo haber pasado.

Cuando mis novelas ya fueron varias, y mi afición a tratar en ellas el pasado reciente una rutina, un lector se acercó a preguntarme: "¿Y? ¿Para cuándo la novela del corralito?". Me hice la pregunta a mí mismo. La época sin duda me había marcado, como a la mayoría de nosotros. Viví cada una de las angustias de ese tiempo, mis padres perdieron sus ahorros, yo perdí mi casa. Y, sin embargo, es algo que no caló con la profundidad necesaria: me lastimó la piel, me magulló los músculos, pero no se revolvía en mis tripas, ni se me alojaba en la médula de los huesos. La escritura necesita de raíces más profundas. Se nutre sobre todo de lo que no logramos percibir o entender en su momento; por eso éstas se hunden tantas veces en la adolescencia, la infancia temprana, e incluso la época anterior a nuestro nacimiento; luego, esas vivencias que nos convierten en otro, que nos cambian para siempre. Este fue mi tercer descubrimiento: hay experiencias que nos afectan, y experiencias que son la materia misma de la que estamos hechos. Estas últimas son el más poderoso motor de la escritura.

La literatura argentina sobre la dictadura pasó por cuatro etapas, etapas más lógicas que cronológicas. La primera (que por excesivo énfasis en el tema de la memoria de la dictadura obvié en mi presentación en Berlín, omisión que me ayudó a remediar Sergio Chejfec, presente entre el público) fue la literatura producida durante la dictadura, cuando cualquier revelación sobre lo que estaba sucediendo sería no sólo censurada sino castigada con la muerte. Las estrategias habituales para eludir la censura: la elipsis, el desplazamiento, la alegoría más o menos evidente, se extremaron en esta situación de censura de muerte. Ejemplar en este sentido es Respiración artificial de Ricardo Piglia (1980), novela tan críptica e inteligente que estaba garantizado que los militares no podrían entenderla, y en la cual la desaparición forzada de las personas, ya que no podía decirse, se realiza haciendo desaparecer a un personaje del texto de la novela. La literatura del período necesariamente debe haber tenido una elaboración diferente en los escritores que vivían en el exilio (obligado o voluntario) y publicaban en el extranjero. Pero en Nadie nada nunca (1980) de Juan José Saer o en Cuarteles de invierno (1982) de Osvaldo Soriano también se optó por versiones más o menos indirectas o metafóricas: como señaló Laura Alcoba, los exiliados, por solidaridad mimética, podrían haber limitado su propia libertad de expresión a imagen y semejanza de los que se habían quedado en situación de riesgo.

La etapa siguiente estuvo marcada por la producción discursiva de los participantes directos: militantes y sobrevivientes de los campos de concentración de la dictadura. La forma privilegiada fue el testimonio: lo sucedido en aquellos años había sido escamoteado, negado, borrado, desaparecido; era esencial rescatar la historia, oponer la verdad a las ficciones de la dictadura. En lo discursivo, recordemos, la dictadura y el periodismo cómplice fueron sobre todo creadores de ficciones: estábamos librando la tercera guerra mundial contra el comunismo, los desaparecidos estaban vivos en Europa, estábamos ganando día a día la Guerra de Malvinas. Frente a las ficciones del poder, la literatura se vio obligada a ocupar el lugar de la mera verdad: la imaginación era innecesaria, casi irreverente. El Nunca Más fue el texto fundamental del período: un informe, cuyo fin principal era el de establecer la verdad de los hechos, pero también una colección de relatos, que funda un género discursivo: el Decamerón o Las mil y una noches de los años oscuros. En esta etapa aparecen también novelas que oscilan entre la ficción y el testimonio, como Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso (1984), y ese otro Decamerón, ahora de los años de la militancia, que es La voluntad de Martín Caparrós y Eduardo Anguita (1997-1998). Posteriores, pero asimilables en algunos aspectos a la producción de esta etapa, fueron Villa de Luis Gusman (1995) y El fin de la historia de Liliana Heker (1996), novelas en las cuales la novedad está en haberles dado voz y adoptar el punto de vista de los victimarios –como el médico que trabaja para López Rega en la novela de Gusman–, o de una militante que pasa a colaborar con la represión, como en la de Heker.

Paralelamente empieza a elaborarse la literatura de los que podríamos llamar los testigos, aunque quizá les convenga mejor la palabra inglesa bystanders, que designa al testigo-observador más que al testigo–participante; niños o como mucho adolescentes cuando aquel fatídico 24 de marzo de 1976, demasiado jóvenes para la militancia y mucho más para la guerrilla; testigos a veces directos, como Laura Alcoba en La casa de los conejos (2008), novela que narra, desde la perspectiva de una nena de siete años, la vida cotidiana en una casa operativa de Montoneros; a veces meramente testigos de los silencios, las verdades a medias, o directamente las mentiras que nuestros mayores nos impartían. En esta etapa regresa la mirada indirecta, los testimonios sesgados y refractados de la primera, pero ahora no por necesidad práctica sino por elección estética, como la más adecuada a la naturaleza incompleta, bloqueada, turbia de la experiencia: como en las novelas Dos veces junio (2002) y Ciencias morales (2007) de Martín Kohan, con su énfasis en las actitudes de los que, como un colimba o una preceptora de escuela, habitan rincones remotos del aparato represivo, o La ley de la ferocidad de Pablo Ramos (2007), en la cual la violencia exterior es referida, metafórica o más bien metonímicamente –porque no se trata de un juego de analogías sino de contagios mutuos–, por la cadena de violencia familiar, y donde el orden moral se trastrueca cuando el hijo sometido a la violencia del padre se regodea de que éste, preso por la dictadura, deba "sentir en carne propia la ferocidad interminable de un sistema invencible".

Y por último –por ahora– llegó la literatura de los que no tienen recuerdo personal alguno; que saben porque escucharon las historias familiares, o leyeron, o investigaron, o imaginaron lo sucedido. Albertina Carri en la película Los rubios (2003) o Félix Bruzzone con 76 (2007) y Los topos (2008). Los caminos parecen dividirse: en algunos casos, el de un furor investigativo, de llegar a la verdad, reponer lo elidido o desaparecido de la memoria o los relatos familiares y sociales. Pero esta investigación no logra a veces más que hacer presente la ausencia, como sucede en el documental-ficción de Carri. Otras veces, la imaginación se sacude todo imperativo de verdad y rellena y aun desborda los huecos de la historia, que parece ser la estrategia de Los topos.

Suele decirse que para entender un período histórico, sobre todo si es traumático, se necesita dejar pasar el tiempo, a veces una o dos generaciones (o tres o cuatro, subirán la apuesta los interesados en que nunca suceda). Pero el tiempo no pasa solo, hay que hacerlo pasar: no es tiempo de espera sino de trabajo incesante. La distancia no se crea con silencio sino a fuerza de escritura. Si se dejan pasar treinta años a la espera de ese momento adecuado, estaremos, treinta años después, todavía al comienzo. Cada escritor se apoya en lo que han hecho los anteriores; porque lo han hecho, puede pasarse a una segunda etapa, o a una tercera. En este proceso inciden todas las prácticas de la sociedad, no sólo la literatura. No importa cuánto tiempo ha pasado, lo que importa es lo que ha pasado en ese tiempo. En la Argentina, en los últimos 34 años desde el golpe, se realizaron los Juicios contra las Juntas, que continúan ahora con los otros responsables; se reivindicó y reparó, en la medida de lo posible, a las víctimas, se restableció la identidad a muchos cuerpos, se recuperaron muchos chicos arrebatados a sus familias. Si no hubiera sucedido todo eso, la literatura seguiría atada a las funciones más básicas del testimonio y la denuncia. El discurso de los derechos humanos, por su vinculación necesaria con la Justicia, es, necesariamente, un discurso de verdad; la literatura no lo es, no necesariamente, y puede, si no oponerse, hacer otra cosa. Cualquier cosa, como dijo Beatriz Sarlo a propósito de Los topos, novela cuya deriva, más que decurso, lleva al protagonista, hijo de desaparecidos, desde una vinculación a regañadientes con la agrupación H.I.J.O.S. hacia planes de venganza personal que lo impulsan a convertirse en travesti y, eventualmente, a convivir en cálida felicidad conyugal con el Alemán, un sádico-tierno, amante-torturador de travestis quizá vinculado con la dictadura. El protagonista, cuyo padre le fue señalado por la propia familia como topo (doble agente), se convierte a su vez en otro topo-traidor que intenta desmarcarse de lo que los discursos oficiales le impondrían, y a quitarle a la palabra H.I.J.O.S. las mayúsculas y los puntos.

Los discursos de la ficción adquieren, en la obra de estos autores, máxima independencia de discursos como los de la militancia o los de los derechos humanos, que pueden considerarse solidarios, pero no por eso rectores. No es que la literatura esté por encima, ni que se constituya en discurso soberano (en todo caso estará al costado, en un lugar marginal, o menor). Esta independencia respecto de los discursos de verdad va de la mano con otra: la independencia de los discursos de la experiencia y los de la memoria, subsidiarios de aquélla. Y no nos parece adecuada esta etiqueta de "hijos de la memoria": contra la visión necesariamente maniquea del discurso de los derechos humanos, que opone la necesidad de la memoria al discurso del olvido interesado, la construcción de una memoria en los discursos de ficción parte de la comprobación de que el olvido, lejos de ser el opuesto de la memoria, es su componente creativo; que la memoria no es igual al registro del pasado sino una versión de éste, siempre cambiante, urdida en función de las necesidades del presente, la más acuciante de las cuales es la de la construcción de la identidad. No hay –lo señala Beatriz Sarlo en su Tiempo pasado– diferencia fundamental entre la construcción de la memoria por parte de los protagonistas, de los testigos, de los que no tienen experiencia directa para recordar: cada memoria personal es un constructo hecho de recuerdos personales, relatos oídos, los discursos de la historia y los medios masivos, sólo que en la obra de estos últimos autores esto se vuelve más evidente que nunca antes. En contra del sentido común, que nos dice que son los protagonistas, o los testigos, los más indicados para recordar y contar la historia, ellos indagan de manera absolutamente novedosa y potente en una época que no vivieron, pero que los gestó en su vientre; tienen pleno derecho a hacer lo que quieren con ella, porque ella los hizo; la mudez no es problema para ellos, porque no están volviendo del campo de batalla: en él nacieron.

5.4.10

¿Lo barato saldrá caro en Internet?

Digitalización y precio son dos palabras que parecen enfrentadas. ¿Existen límites a la gratuidad en Internet? Aunque hoy los usuarios se beneficien del no pago, ¿cuáles son las consecuencias a nivel de los contenidos de la Web en el mediano y largo plazo? Aquí, algunas opiniones para pensar y debatir





Por JUlio Villanueva


A finales de la década de los noventa, una recién creada puntocom proveía servicios de alojamiento web a pymes norteamericanas. Todo parecía maravilloso: su página web era preciosa, la cultura de la empresa muy casual y el número de usuarios no paraba de crecer. Pero había un solo problema: casi todo era gratis.

La empresa proveía un servicio premium de pago, pero el servicio gratuito era tan bueno que casi nadie pagaba por nada. Los inversores se impacientaban. Varios millones de dólares quemados en atraer usuarios y darles servicio y casi ningún cliente. Así que alguien decidió que los usuarios tendrían que pagar. Después de todo, el precio propuesto era muy económico, podríamos decir que casi gratis.

Pero no enteramente gratis. Así que cuando llegó la fecha, menos del 2% de los clientes decidieron pasarse al servicio de pago. Hoy esta empresa está en la larga lista de las puntocom que murieron en aquella burbuja.

Google, YouTube, Facebook, Tuenti, Flickr, Digg son algunas de las muchas que sí han sobrevivido. Algunas ganan hoy dinero. Otras aún tienen que demostrarlo. Pero todas ellas tienen una cosa en común: son enteramente gratis para el usuario. Parece que digitalización y precio son dos palabras enfrentadas. Buenas noticias para los usuarios, pero no tan buenas para los inversores.

¿Existen límites a la gratuidad en Internet? La doctrina de que el coste en Internet tiende a cero y que por tanto los negocios pueden sustentarse de manera gratuita es falsa. Un servidor cada vez es más barato, pero cuesta dinero. Un programador cuesta dinero. Una estrategia para captar clientes cuesta dinero. Y así sigamos sumando.

Sí, muchos clientes lo podrán recibir gratis, pero alguien tiene que pagar si queremos empresas rentables. Pongamos el ejemplo de la prensa en Internet. Hoy los principales periódicos en papel tienen sus versiones gratis en Internet. Y les han aparecido un montón de competidores que sólo están on line.

¿Cuál es la diferencia entre el modelo papel + on line y el sólo on line? La principal es, en mi opinión, que un periódico como The New York Times llevado 100% al on line no puede ser rentable. Y lo mismo pasa con la mayoría de los diarios españoles. ¿Es porque pagan mucho a sus periodistas? ¿Porque escriben contenido que no interesa a nadie? ¿Porque tienen corresponsales en países que nadie sabe situar en un mapa? Personalmente creo que no. Ese modelo de negocio se sustentaba sobre una oferta de producto que tenía aceptación en el cliente y donde lectores y anunciantes pensaban que el precio merecía la pena.

Hoy esta ecuación está cambiando. ¿La alternativa? Bajar la calidad o cantidad de los contenidos. ¿Le parece atractiva esta posibilidad? Algunos dirán... pero si el futuro es que el ciudadano puede hacer de periodista, al igual que hace de productor en YouTube. ¡Por fin el poder se desplaza de la elite mediática a los ciudadanos!

Un minuto de reflexión. ¿Dejaría a un ciudadano, por bien intencionado que fuera, operarlo de un tumor en la cabeza? ¿Es que no tiene valor el periodismo de calidad? ¿Quién hará investigación rigurosa acerca de la corrupción política que nos asuela si no hubiera prensa de pago en nuestro país?

La calidad cuesta

¿Puede esta función cubrirla un periodismo ciudadano o un agregador de noticias? ¿Puede o quiere un periódico sólo on line cubrir la profundidad de noticias que cubren algunos periódicos de papel? Me parece que no.

Y esta reflexión sirve para muchos otros negocios de contenido... ¿Es que no querrá usted ver una buena película o será YouTube capaz de saciar toda su necesidad de entretenimiento? Y si nadie paga por el cine y todos nos lo bajamos gratis,¿tendremos en 10 años mejores o peores películas? Pensamos que el problema son los consumidores. Quieren contenido de calidad, pero gratis. Y se han (nos hemos) acostumbrado a no pagar por nada en Internet, incluso a justificar la piratería de contenidos.

No hemos sido capaces de dar suficiente valor al consumidor y de crear formatos de servicio que aporten valor y que sean innovadores. ¿Por qué es Apple tan exitoso y rentable? ¿Lo han conseguido vendiendo barato? ¿Gratis?

Los modelos gratis tienen cabida. Pero competir en lo gratis es tremendamente difícil. Google no tiene el éxito que tiene por casualidad. Han trabajado para ser exitosos. Ahora podemos escandalizarnos del poder que han alcanzado, pero es evidente que los demás han cometido un pecado de omisión.

Hay contenido de calidad que es gratis. Pero hay otros sectores en los que calidad y gratuidad están reñidos. ¿Estamos hoy preparados para lo "casi gratis" pero "no enteramente gratis"?

Algunos lo están consiguiendo. Apple, con iTunes y su App store está demostrando que muchos usuarios están dispuestos a convertirse en clientes. Este año The New York Times empezará a cobrar por ciertos contenidos. Sus directivos tiemblan de miedo. Veremos.

¿El fin del fotoperiodismo?
Andrés Hax
Una nota en The New York Times de la semana pasada describe cómo el fotógrafo profesional está cada vez más perjudicado por los fotógrafos amateurs, que venden sus fotos a bancos de imágenes por precios módicos. Como no dependen de ese dinero como su fuente principal de ingreso, se pueden dar el lujo de cobrar lo que sería una miseria para un fotoperiodista. Aunque sus fotos no son de calidad profesional, la abundancia que generan las cámaras digitales garantiza que siempre se puede conseguir una toma aceptable para cualquier tema. Esto no es un caso de piratería ni es un acto ilegal. Es un cambio de modelo de negocios. Internet no solamente ha generado una forma de compartir contenidos a un costo casi nulo; también ha creado microeconomías que permiten a novatos amenazar el quehacer de profesionales que se han dedicado una vida a perfeccionar un oficio. Esta nueva realidad es trágica, pero parece ser irreversible.
No existe lo gratuito, alguien siempre paga

Gerard Costa
Estamos alumbrando una generación que no paga por la mayoría de los servicios relevantes. Hace dos años que Chris Anderson acuñaba el término freeconomics para describir un emergente modelo de negocios basado en lo gratuito, gracias a las peculiaridades de Internet. Pensemos en innovaciones gratuitas como las descargas de versiones base de software, el buscador Google, o la solidaridad de aportar mi entrada en Wikipedia. ¿Realmente otro nuevo paradigma? La primera reflexión proviene del chiste de alguien vendiendo a bajo coste a quien le preguntaron cuál era su secreto: "Vender mucho volumen". No existe lo gratuito, alguien acaba pagando. Es cierto que Internet permite una distribución con un coste marginal por cliente prácticamente nulo, y que se reducen constantemente los costes troncales (almacenamiento, procesador, ancho de banda). Pero sólo han transcurrido diez años del estallido de la burbuja de Internet y nuevamente simplificamos: alguien siempre acaba pagando, sea la publicidad en banners o los consumidores de las versiones superiores de software. No es muy distinto de los actuales teléfonos móviles, regalados con la contratación de línea, o el futuro coche eléctrico gratuito si contratamos la cuota mensual de recarga eléctrica. La segunda es que el precio hoy debe contemplar todos los recursos escasos del consumidor, como por ejemplo, el tiempo: a mayor oferta, los consumidores están más bloqueados en el punto de venta, incluso llegan a descartar la compra, como ilustra la paradoja de la elección del psicólogo Barry Schwartz. Te ofrezco tantas soluciones gratuitas, que alguien cobrará para ayudarte a escoger (el "Voy a tener suerte", de Google). Por último, la incipiente economía de lo gratuito nos está mostrando dos caras del ser humano. En una aldea global, el mono desnudo descrito por el antropólogo Desmond Morris puede sublimarse en lo altruista y solidario construyendo de modo comunal Wikipedia. Pero, reflexionemos sobre los efectos de la cara oscura: estamos alumbrando una generación de hombres y mujeres que no pagan por la mayoría de los servicios que les son relevantes, que reciben muchas soluciones gratuitas, etiquetados como generación Einstein, y de los que luego nos sorprende que legitimen lo gratuito de robar con descargas de películas o música, o que confundan al iniciar su carrera profesional la relación entre esfuerzo y resultado. El consumidor nunca llega a valorar lo que le es gratuito, nunca llega a ser tan feliz como cuando paga para tener lo que él valora.
Certifica.com Certifica.com int

El amor, el sexo y sus máscaras

Una crítica literaria y un escritor plantean aquí sus argumentos para debatir en torno a La humillación, la última novela del escritor estadounidense Philip Roth. Son dos visiones donde se trenzan a partir del juego intertextual del autor, sus obsesiones, su decadencia y sus ideas románticas.
"Había perdido su magia". Ese es el comienzo de La humillación y sin demasiada dificultad uno podría imaginarse las manos de Philip Roth sobre la mesa de su cocina en esa casa al noroeste de Connecticut, un cuaderno abierto y, otra vez, esa frase (perfecta, precisa, imbatible) escrita o soñada o imaginada por el autor de Pastoral americana una y otra vez como si fuera al mismo tiempo un fantasma y una amenaza. ¿Qué pasaría si Philip Roth perdiera la magia? Resulta casi imposible separar al autor estadounidense de los narradores o protagonistas de sus libros. Y como desarrolla en esta producción la crítica literaria Virginia Cosin, gran parte de la gracia de la literatura de Roth consiste en esa habilidad para superponer caras y caretas. Por su parte, el escritor Ernesto Mallo concuerda en que tal vez Roth esté perdiendo su voz, sin embargo entrega en esta nueva novela una visión cínica y brutal sobre las relaciones de poder que se tejen en torno al amor. Ambos coinciden en que La humillación es una novela menor en el marco de su obra, pero también que este libro todavía puede generar cierta incomodidad. La humillación es la historia de un reconocido actor en decadencia y su obsesiva relación con la hija lesbiana de unos amigos. Es la historia de un fracaso y una esperanza. Y eso es Roth.


EN CONTRA

Philip Roth haciendo de Philip Roth
Por Virginia Cosin

La humillación es un libro flaco. Y no porque contenga pocas páginas sino porque, en este caso, la historia expone mucha menos carne que piel y hueso. Hay una idea. Hay una estructura. Y hay un comienzo: "Había perdido su magia". Esto dice Simón Axler, último envoltorio nominal con el que Roth se disfraza esta vez. Por eso, aunque sea un poco obvio, no queda otra que preguntarse si esto es lo que nos dice ahora Roth de Roth.

Axler es un actor de 75 años que ha cosechado fama y dinero, principalmente como actor de teatro. Representó a todos los Shakeaspeares posibles, pero un día, arriba del escenario, deja de encontrarle un sentido a la actuación. Recién divorciado de su última esposa, se hunde en una depresión que lo deposita en un instituto psiquiátrico. Cuando vuelve a su casa, se enreda con una mujer más joven que él, más confundida, más frágil y, por lo tanto, más peligrosa que ninguna otra. Roth viene experimentando con el uso de las máscaras (este libro remite indisolublemente a Persona, de Ingmar Bergman) desde que el éxito y el escándalo que suscitó El lamento de Portnoy lo convirtió en una celebridad, en parte por la incógnita escabrosa acerca de quién era realmente Alexander Portnoy, cuya biografía tenía tantos puntos de contacto con la de su autor: los dos habían crecido en Newark, los dos eran hijos de una familia judía, los dos ostentaban cierta dificultad para vincularse afectivamente con las mujeres. A la pregunta sobre si Portnoy era Roth, Roth contraatacó con Zukerman desencadenado, donde un escritor se convierte en una celebridad gracias a su última y escandalosa novela, cuyo protagonista, Carnovsky, es sospechosamente parecido a su autor, Zukerman. La trama, que Martin Amis describió como "una novela autobiográfica sobre la experiencia de escribir novelas autobiográficas" se teje alrededor de un autor intentando desprenderse la malla adherente de su personaje, que se le pega a la piel. Pero Zukerman es sólo uno de los muchos "otros yoes" de Roth: está David Kepesh, (protagonista de la trilogía El pecho, El profesor del deseo y El animal moribundo), un profesor universitario, también escritor, al que lo seducen las mujeres más jóvenes que él. Y Mike Sabath –en El teatro de Sabbath–, un titiritero que ya no puede dedicarse a hacer lo único que sabe, porque sus manos se vuelven artríticas por culpa de la vejez (temido fantasma en su literatura, que en los últimos años ha recrudecido ya no como fantasía sino como experiencia real), pero cuyos impulsos sexuales siguen vibrantes; y Philip (a secas) –en Engaño– un escritor que dialoga con su amante sobre todos los tipos de farsas a los que son sometidos y se someten hombres y mujeres. Y es nada más y nada menos que Philip Roth en Operación Shylock, una delirante comedia de enredos en donde el escritor tropieza con un falso Philip Roth en la tierra prometida. Y vuelve a ser Philip Roth en Patrimonio, pero acá aclara que sí, se trata de una historia verdadera, y se sumerge en la vida –y la muerte– de su padre. Lo cierto es que gran parte de su gracia consiste en conjugar ficción con realidad y desnudar el centro nervioso alrededor del cual giran Eros y Tánatos. Es su desencanto y a la vez la fuerza con la que ruge de dolor lo que conmueve. Sucede que en La humillación, Roth ya no es el hábil constructor de entelequias que se mueven por el texto como en un cuarto repleto de espejos, en donde se hace difícil distinguir cuál es la real y cuál la copia, sino que parecería haberse convertido en un caricaturista de sí mismo. Por supuesto, hay pasajes brillantes: se trata del genio de Roth. Pero aquí es un genio cansado, en piloto automático. No es casual que este nuevo personaje sea precisamente un actor, alguien que se dedica a ser otro. Tampoco lo es que sea un hombre famoso. Allí están todos los ingredientes que suelen nutrir su literatura. Sólo que esta vez, el trazo es demasiado grueso. El comienzo de La humillación atrae al lector y lo mete de cabeza en la historia. Pero hacia el final el lazo se hace tan estrecho que obtura el interés. En este último libro estamos en presencia de un Philip Roth queriendo ser Philip Roth. La buena noticia es que él sigue estando ahí, entre la piel y el hueso.


A FAVOR
Por Ernesto Mallo

La traducción es la primera, aunque no la única, dificultad que opone la lectura de la novela número treinta de Philip Roth. En realidad se trata de un cuento hipertrofiado, generosamente editado para que parezca una novela. A Roth parece que últimamente le está sucediendo lo mismo que al protagonista de La humillación: está perdiendo la voz. Es posible que el ritmo furioso al que viene produciendo libros tenga su cuota de responsabilidad. Los personajes de la obra, especialmente los femeninos, depredadoras poco verosímiles, carecen de nervio; son como fotografías de cumpleaños de personas desconocidas. La trama es débil y produce pocas emociones, amarga, ninguna sonrisa. La humillación es una retractación pública de la muy erótica El teatro de Sabbath. La historia toca sus temas recurrentes: muerte, locura, suicidio y las miserias del envejecimiento. En esta ficción, el vehículo para tratar estas cuestiones es Simon Axler, un reconocido actor a quien se le muere el talento. Cayendo por la pendiente del fracaso, Axler se embarca en una relación con la hija lesbiana de unos amigos, veinticinco años menor que él. Axler quiere "redimir" de su homosexualidad a Pegeen. La narración de sus relaciones, que incluyen un menage a trois, falla. No hay erotismo, el recuento de las acciones y de los "juguetes" de que se valen los personajes para su performance es turístico, no produce excitación alguna, aparece como las fantasías sexuales de un anciano que mira postales pornográficas.

A pesar de sus debilidades, La humillación es un libro que vale la pena leer. Roth despliega un profundo conocimiento de la psicología de los actores: es un tour por su desvergonzado e imprescindible narcisismo. Lo que más interesa es la cuestión del poder en el amor. Acá es donde asoma la pluma fuerte de Roth. Quién tiene el poder en una relación amorosa y por qué lo tiene son las preguntas más inquietantes que la novela le plantea al lector. La respuesta no lo es menos: en el amor tiene el poder quien menos ama. La única manera de tener poder es ejerciéndolo, haciéndoselo sentir al otro. Contra toda fantasía romántica (el amor todo lo puede, el amor es más fuerte, el amor nos salvará), Roth opone una visión cínica (dicho esto en el mejor de los sentidos). Desde la vereda de enfrente de la idea romántica del amor (prístino, edulcorado, matrimonial y aséptico), Roth lo muestra pasional, violento, peligroso, oscuro, subterráneo, húmedo, mortal y amargo; carnal y gozoso. Con estas características construye el diálogo político entre Axler y Pegeen. El otrora gran actor que empequeñecía a los otros actores y cautivaba audiencias con su arte queda sometido a las veleidades de una mujer que no es casi nada, que no ha logrado nada, pero que tiene el poder de la juventud. Ser joven significa que siempre hay otra oportunidad. Cuanto más viejo se es, no importa cuántas medallas adornen el pecho, menos oportunidades nuevas habrá. Axler es consciente de la situación, sabe que lleva las de perder, quisiera alejarse, no está en condiciones de soportar otro abandono. Contra toda razón y buen juicio, contra toda certeza del fracaso inminente, sostiene la relación. La esperanza dota al personaje con su dimensión trágica. La esperanza de perpetuar el amor romántico lleva a Axler a fantasear con tener un hijo con ella, establecer un vínculo de sangre, el único que puede subsistir hasta que la muerte los separe. La esperanza lo conduce al laboratorio donde analizarán su esperma. Todo lo hace sin decirle una palabra a su amante porque sabe también que su esperanza transita el camino de su deseo. Si lo que esperamos se parece a lo que deseamos, lo más probable es que nos engañemos. Entonces Axler espera hasta último momento para proponerle un hijo a Pegeen, y espera porque no tiene más remedio, porque el poder lo tiene ella. Quien carece de poder está obligado a esperar, quien tiene el poder obliga a los otros a esperar. No lo matará la vejez, la locura, ni la enfermedad, sino la esperanza.

Roth Básico
Se dio a conocer con "Goodbye, Columbus" (National Book Award de 1960), retrato del éxodo interno de los jóvenes judíos en EE.UU. Diez años y dos novelas después publicó "El lamento de Portnoy", una grotesca comedia de educación sentimental que fue su primer gran éxito de público. Entre 1979 y 1983 lanzó "Zuckerman encadenado", trilogía protagonizada por un novelista neurótico, libidinoso y cínico. Otra novela de Zuckerman, "Pastoral Americana", ganó el Pulitzer en 1998. En varias de sus novelas revisita temas rothianos como la sexualidad vista como camino de liberación sin salida, el poder de la decadencia física y la idea de la identidad de las personas como una ficción caótica.
fOTO;fUENTE:Revista Ñ

4.4.10

Lengua, país y memoria

"La lengua es un oficio distinto al de la vida", dice la escritora rumana Herta Müller, Premio Nobel 2009, que vive en Berlín y escribe en alemán. En este reportaje exclusivo, respondió por teléfono acerca de su literatura, la economía verbal, el recuerdo de la dictadura y la diferencia entre los campos de exterminio nazis y los del estalinismo. Hija de un hombre que fue de las SS y de una prisionera de los soviéticos, tiene motivos para pensar que nació en un mundo difícil.
Por: Mariana Dimopulos
"Hija de Alemania y de Rumania hasta que consiguió el exilio, Herta Müller empezó a escribir sentada sobre un pañuelo en el descanso de una escalera. Por entonces trabajaba en una fábrica como traductora de manuales técnicos. El servicio secreto quería obligarla a convertirse en informante, y ella se negaba, a riesgo de muerte. Hija de un hombre que durante la Segunda Guerra se había enrolado en las SS nazis, y de una mujer que había pasado cinco años en un campo de trabajos forzados soviético, Herta Müller pronto supo que había nacido del lado equivocado.

En tierras bajas, su primer libro, es una vivisección descarnada y fascinante de su pueblo natal, que le valió el repudio de unos y la aclamación de otros: "Cuando aparecieron el primero y el segundo libro, aquí en Alemania, yo todavía vivía en Rumania. Y por el primer libro recibí dos o tres premios. Eso me protegió de las represalias del servicio secreto. Se dieron cuenta de que yo ya no era anónima y que no podían hacer conmigo muchas cosas que antes sí se hubiesen permitido."

Para la ganadora del Premio Nobel de Literatura, no hay separación posible entre la política y la literatura. En la larga era de Ceausescu, que gobernó Rumania durante veinticuatro años alejado de la línea soviética y con apoyo de Occidente, las mujeres debían tener cinco hijos a pesar del racionamiento de la comida, y los ajustes se volvieron tantos que, a mediados de los años ochenta, Ceausescu empezó a fomentar la cría de caballos para ahorrar nafta y evitar el uso de los coches. La minoría a la que pertenecía Herta Müller, impregnada del pasado nazi y arrinconada por el nacionalismo rumano, fue vendida (literal) de a poco a la República Federal Alemana. Por cada uno que lograba salir, se pagaban entre 4 mil y 10 mil marcos. Pero no era fácil conseguir el pasaporte al exilio, y los disidentes como ella sufrieron amenazas y persecuciones.

En esta vida doble, intrincada y solitaria, la escritora fue inventando un lenguaje mordaz y minucioso por el que obtuvo un reconocimiento inmediato. Como en los casos de Franz Kafka y Paul Celan, el alemán fue la lengua de su casa y no del país donde había nacido. Así, su obra viene a confirmar que muchas veces la literatura se escribe en una lengua extranjera, aunque esa lengua sea también la propia.

-A los 15 años, cuando se fue a vivir a la ciudad, aprendió el rumano. Desde entonces usted vive en dos idiomas. ¿Sus libros son un intento de acercarlos?

-Esas dos lenguas ya están cerca, porque están dentro de mi cabeza. Y sólo tengo una cabeza. El rumano es una lengua romance con partes eslavas y el alemán es una lengua germánica. Muchas cosas son distintas. Cuando en rumano se dice "la mesa" en alemán es un sustantivo masculino. Y eso ya se vuelve otro objeto. O las flores. En alemán los lirios son femeninos y en rumano lo contrario, el lirio es un señor. Y yo siempre me hice estas preguntas, tuve que hacérmelas, porque las dos lenguas chocaban entre sí, y cuando pienso en la palabra rumana para lirio la planta se ve distinta. Como escritor, eso uno lo recibe como un regalo. Tenemos dos miradas sobre todas las cosas, y no es porque lo queramos, es simplemente así. Y eso se refleja en todo lo que hacemos, también en la escritura.

-Jorge Semprún dice en un libro que antes de la guerra tenía muy poco para contar, y después de la guerra y del campo de concentración, demasiado. ¿Usted conoce esta sensación?

-Claro, también tengo mucho para contar, pero yo estuve en una dictadura. Gracias a Dios, una dictadura no es un campo de concentración. Probablemente, el campo de concentración sea lo más extremo en métodos de vigilancia y represalias que uno puede experimentar. Supongo que cuanto más uno haya estado en un país donde existen situaciones represivas, tanto más uno tiene que vivir, ¿cómo decirlo?, con precisión. Hay que vivir con precisión para protegerse. Cada día uno ve tantas desgracias. Y las desgracias no les son indiferentes a las personas. En este sentido es que la percepción es distinta en las dictaduras, está como forzada, todo se vuelve intensivo. Y uno tiene daños. Creo que al escribir, los daños juegan un papel importante; quizá sea así para todos los autores. La gente que viene de una dictadura está dañada, y son daños que no se ha buscado. Yo hubiera preferido vivir en un país donde no hubiese tenido esas experiencias y quizás nunca escribir un libro. ¿Por qué escribir? Podría haber hecho cualquier otra cosa.

-Esa precisión en el lenguaje y en la mirada aparece una y otra vez en su obra. ¿Se origina en este tipo de experiencias?

-Creo que cuando era niña también miraba todo con mucha atención, y también estaba forzada a hacerlo. Era hija única, pasaba mucho tiempo sola, en un pueblo pequeño y en una familia de campesinos. Tenía que trabajar en la casa, en el establo con las vacas, eran todas responsabilidades que yo no podía asumir, y las hacía con el miedo de "no puedo, no puedo cumplir con mis tareas".

-¿Es esa la mirada infantil de sus primeras historias?

-Siempre pensé que la soledad aumenta la mirada. Y como uno está todo el tiempo vuelto sobre sí mismo, para vivir, uno tiene que hacer algo con todo eso, lo quiera o no. Además, no es fácil ser niño. Creo que ser niño es difícil porque uno está siempre dependiendo de los otros, y porque uno no puede decidir por sí mismo lo que quiere hacer. Ser niño no es lindo, es un lindo cuento de hadas. Y tampoco la situación material es lo determinante. Claro que el niño pobre la tiene peor, pero pienso que de niños somos demasiado vulnerables.

-Por un lado, para usted la literatura es inseparable de la política. Por el otro, alguna vez dijo que no cree tener ninguna misión. ¿Qué piensa de la "literatura testimonial"?

-Creo que nadie la elige. Una gran parte de la literatura en general, en el mundo, es literatura de testimonio, porque uno ha vivido algo y cuando uno escribe, escribe sobre eso. ¿Qué debería hacer si no? En las dictaduras el tema es la dictadura, y cuando al fin pasaron, en las personas que han sobrevivido dejan muchos traumas. En cada familia hay alguna catástrofe. Y eso es resultado de la realidad. Para hablar sobre algo así no necesitamos ninguna misión. Desconfío de la misión o del encargo. En las dictaduras hubo arte encargado por el Estado, y por supuesto, también una larga serie de escritores que sirvieron a esa ideología. Yo no quiero tener nada que ver con eso; en todo caso lo que tengo es un encargo interior, es más bien una necesidad, tampoco es una misión. Lo misional es peligroso. Los misioneros se salen de tono muy rápido, y eso no aporta nada a la literatura.

-En su última novela, "Atemschaukel" (Vaivén de la respiración), el protagonista dice: "para mí mismo soy un mal testigo".

-Eso es porque la memoria es un terreno muy complicado. ¿Qué significa el recuerdo? ¿Quién se acuerda de qué? Cuando la gente recuerda lo mismo, muchas veces los recuerdos son muy distintos, porque los recuerdos son individuales, son propiedad privada, los construimos en la propia cabeza. Mientras uno experimenta las cosas no tiene tiempo, además, de reflexionar sobre lo que pasa. Y el recuerdo viene de la memoria, pero también de las heridas, los daños que uno arrastra consigo. Y también nos pueden obligar a recordar; es como un estado en el que uno se encuentra. Por eso el recuerdo no es un relato que uno va buscando libremente, el recuerdo también es algo torturante. El protagonista de Atemschaukel está escribiendo con una distancia de sesenta años, se ha convertido en un hombre viejo.

-Pero lo dice antes, como si tuviera esa sensación de ser un mal testigo ya en el campo.

-Sí, ya tenía la sensación de ser un testigo falso en aquel momento porque a veces las cosas estaban tan mal que ni siquiera podía contarlas. No importa cómo uno lo diga, nunca será lo mismo que lo que ha ocurrido. La lengua es un oficio distinto al de la vida. Aun cuando uno no escribe, cuando la gente cuenta algo simplemente, también está dentro de la lengua.

-En "El hombre es un gran faisán en el mundo" y en otros de sus libros posteriores, aparecen canciones tradicionales, supersticiones, elementos mágicos. Esto ha sido comparado con el realismo mágico latinoamericano. ¿Cuál es su relación con esta tradición literaria?

-Estuve muy cerca de esa literatura, y desde muy temprano. Cien años de soledad de García Márquez fue para mí un libro muy importante, o El otoño del patriarca. En Rumania, esta cercanía viene como de un natural parecido, la literatura latinoamericana se ha leído mucho, fue muy traducida. No era capciosa. Allá también había dictadores.

-¿Será la cercanía de las lenguas?

-Sí, en esos idiomas románicos, las imágenes utilizadas por la lengua están muy cerca. Creo que en Rumania hay un muy buen olfato para la literatura latinoamericana. Quizá es una forma de mirar el mundo. Lo mágico, lo surreal juegan un papel mucho más importante en la vida cotidiana rumana de que lo que podría ser, por ejemplo, aquí en Alemania.

-Su último libro está basado en notas que usted tomó de conversaciones con el escritor rumano-alemán Oskar Pastior, que pasó cinco años en un campo de trabajos forzados. ¿Fue un desafío especial utilizar esa otra voz?

-Trabajé mucho tiempo con él, tres años, y después fuimos juntos hasta donde habían estado esos campos de trabajos forzados, en la actual Ucrania. Nos conocíamos muy bien, yo tenía cuatro grandes cuadernos con apuntes de esas conversaciones. Traté de mantener todo lo que pude de nuestro trabajo en conjunto. Por supuesto los hechos, pero también su lenguaje. El fue uno de los grandes autores alemanes, y su lengua es muy precisa y plástica. Eso lo dejé en el libro, era lo que el libro necesitaba. Pero el protagonista, Leopold, no es Oskar Pastior, yo también hablé con otras personas y he puesto varias biografías ahí dentro. Sin embargo, la mayor parte proviene de él. En ese sentido, justamente en la musicalidad de la lengua y al inventar situaciones, fui escribiendo a su par. Y me lo representaba al imaginarme y construir las escenas, acaso porque hicimos ese viaje juntos. Pero no fue más difícil que en otros libros. Trabajar con la lengua es siempre difícil.

-¿Y también trató la propia historia familiar?

-Sí, puse cosas que mi madre vivió allá. Y leí muchos libros sobre deportaciones. En cada campo las cosas eran distintas, quiénes lo dirigían, el personal de vigilancia, si eran sádicos o buenos, si eran correctos y se limitaban a aplicar las penas o si tenían un disfrute sádico al hacerlo. Y la casualidad de con quién le tocaba a uno estar en la barraca. La personas son siempre distintas, también en el campo son distintas. En todas las realidades horribles que se iban acumulando en esos campos participaba especialmente la casualidad. Cuando uno está así, tan a la merced de las circunstancias, algo pequeño puede significar la mayor de las tragedias o la mayor de las fortunas, tan fundamentales se vuelven los detalles.

-Apelando a la idea de la culpa colectiva, en 1944 la ocupación rusa en Rumania envía a aquellos alemanes que no estaban participando de la guerra a los campos de trabajo. ¿Las circunstancias se asemejan un poco al Lager de los nazis?

-Diría que las condiciones no son similares. En el campo de concentración son muy distintas que en el campo de trabajos forzados, ya desde la intención. En el campo de concentración había judíos, pero también homosexuales, enemigos del Estado –lo que los nazis entendían por enemigos del Estado–, o discapacitados. Todos estaban ahí para que los asesinaran. Esa era la meta: la extinción. El objetivo de los otros campos era la reconstrucción de Rusia –así lo llamaban. Por supuesto, eso era el estalinismo más puro, era implacable, horrible, y podía acabar en la muerte, pero esa no era la intención. Que dejaran que la gente se muriese de hambre, que la hayan atormentado así, todo eso venía por añadidura, pero la intención no era el exterminio, mientras que en el campo de concentración sí lo fue.

-¿Cree que podría haber tocado este tema antes en Alemania?

-No lo sé. Recién ahora aparecen en Rumania libros al respecto, esas memorias de la gente sencilla que estuvo ahí. Hasta hace poco, allá en Rumania el tema también era tabú, y los archivos se abrieron con la muerte de Ceaucescu para los historiadores. Antes no hubiéramos podido acceder a esa información. Y la gente tenía miedo porque estaba prohibido hablar del tema. Alguien que ha estado por 5 años en uno de esos campos, y vuelve, va a respetar la prohibición. Porque una persona así está domesticada y queda temerosa para toda la vida. Y no sé qué hubiera pasado si hubiese intentado escribir sobre esto hace 15 años. Quizás el público no hubiera tenido la distancia suficiente, o lo hubieran tomado como si lo estuviera poniendo al mismo nivel que un campo de concentración y entonces hubiera habido problemas, pero no es lo mismo.

-Hace poco publicó un artículo sobre las actividades del servicio secreto rumano, la Securitate, que la persiguió y que motivó su exilio de Rumania. Y según ha experimentado en Bucarest, sigue activo. ¿Qué cree del futuro de Rumania?

-Me gustaría que se convirtiera en un Estado democrático. Pero creo que Rumania ya ha profundizado demasiado la marcha en un rumbo equivocado. Todas las viejas redes y la gente de la Securitate, por ejemplo, los antiguos caciques del partido, han asumido las posiciones decisivas del país. Lo mismo ocurrió con la privatización, son dueños de casi todas las empresas. A ellos les pertenecen las cosas, se sirven los unos a los otros, se conocen de antes y se sirven mutuamente. Por ejemplo, se había abierto una oficina que se ocupaba de los crímenes del comunismo, y ahora la unieron a otra. El jefe de la primera había trabajado muy bien, en el correr de los años fue encontrando muchas tumbas colectivas y anónimas, en los bosques, en los campos adonde llevaban a la gente en ese tiempo. El hizo que sacaran a esa gente de ahí y la enterraran. Entretanto, la política oficial de Rumania empezó a considerarlo como algo molesto. Y todo va ocurriendo de esta forma, ésta es la tendencia. Además, la corrupción es tan grande, y todo eso tiene que ver con los viejos tiempos.

-¿Qué desearía que pasara?

-¿Deseos? Uno siempre puede desear ... que la Unión Europea mire con atención lo que está ocurriendo y que los obligue a cosas que corresponden a un país democrático. Hay mucha gente que vuelve a ser amenazada. Esto ya no es ideológico, no es el socialismo, lo que hay en marcha es una criminalidad de gánsteres. Cuando estos dirigentes sienten que los molestan, reaccionan muy claro y brutalmente. Todo es alarmante. Y no mejora, sino que en los últimos años es cada vez peor.

-¿Está descartado que regrese algún día?

-Sí, nunca pensé en volver. No hay por qué vivir en el lugar donde uno ha nacido. En ese país hay muchos que en su tiempo hicieron conmigo lo que quisieron. Están todos en las escuelas, son profesores en las universidades. De mucha gente sé tantas cosas. Y no quisiera volver a vivirlo. Con una vez basta."

Así escribe
La sopa de hierbas

La mujer de Windisch estuvo cinco años en Rusia. Dormía en una barraca con camas de hierro en cuyos bordes chasqueaban los piojos. La habían pelado al rape. Tenía la cara gris. Y el cuero cabelludo rojo y carcomido.

Sobre las montañas se alzaba otra cadena montañosa de nubes y nieve a la deriva. Sobre el camión ardía el hielo. [...]. Cada mañana había hombres y mujeres que se quedaban sentados en los bancos. Con los ojos abiertos. Dejaban pasar a todos los demás. Se habían congelado. Estaban sentados en el más allá.

La mina era negra. La pala, fría. El carbón, pesado.

Cuando la nieve se fundió por primera vez, una hierba fina y puntiaguda empezó a brotar entre la rocalla de las hondonadas. Katharina había vendido su abrigo de invierno por diez rebanadas de pan. Su estómago era un erizo. Katharina recogía un manojo de hierbas cada día. La sopa de hierbas calentaba y era buena. El erizo ocultaba sus púas durante algunas horas.

Luego llegó la segunda nevada. Katharina tenía una manta de lana. Era su abrigo durante el día. El erizo pinchaba.

Cuando oscurecía, Katharina seguía la luminosidad de la nieve. Agachada, se deslizaba junto a la sombra del guardián. Iba hasta la cama de hierro de un hombre. Un cocinero. Que la llamaba Käthe, la abrigaba y le regalaba patatas calientes y dulces. El erizo ocultaba sus púas durante unas horas.

Cuando la nieve se fundió por segunda vez, la sopa de hierbas empezó a brotar bajo los zapatos. Katharina vendió su manta de lana por diez rodajas de pan. El erizo volvió a ocultar sus púas durante unas horas.

[...] Cuando murió el cocinero, la luz de la nieve pasó a brillar en otra barraca. Katharina se deslizaba a la sombra de otro guardián. Hacia la cama de hierro de un hombre. Un médico. Que la llamaba Katyusha, la abrigaba y un día le dio una hojita de papel blanco. Debido a una enfermedad. Durante tres días, Katharina no tuvo necesidad de ir a la mina.

Cuando la nieve se fundió por tercera vez, Katharina vendió su zamarra de piel de oveja por un bol de azúcar. Katharina comió pan húmedo y espolvoreado con un poco de azúcar. El erizo volvió a ocultar sus púas durante unos días.

El hombre es un gran faisán en el mundo
Traducción J. J. Solar
(paginas 114-115)

Müller Básico
Nitzkydorf, Rumania, 1953.
Escritora

Estudió filología germánica y rumana en la Universidad de Timisoara, época de la que data su posición disidente frente al régimen de Ceaucescu. Se exilió en 1987, en Berlín, junto con su marido, el novelista Richard Wagner. Habla y escribe en alemán y rumano, pero optó por el alemán en sus libros. La crítica ha señalado la capacidad de su prosa para reflejar con economía de recursos situaciones sórdidas. Recibió numerosos premios y, el año pasado, el Nobel de Literatura. En castellano, se publicaron sus novelas En tierras bajas, El hombre es un gran faisán en el mundo, La piel del zorro y La bestia del corazón.
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