27.12.09

Charla de café

En las infinitas búsquedas de material sobre lo literario, hallé esta sesuda conversación, donde se habla a conciencia de lo que deben constituir los libros hoy, que ya vivimos en la era del internet.fUENTE Eterna cadencia Editorial

GB: Un buen libro con un mal final, ¿es un buen libro?

P: Para mí, La piedra lunar de Wilkie Collins no tiene buen final…

PZ: ¡Cómo! ¡Es buenísimo! Tiene el final que tiene que tener.

P: Para mí no.

GB: Coincido.

P: Y es un gran libro. Para mí un buen libro con un mal final afecta mínimamente su calificación. De uno a diez puede afectar uno o dos puntos.

GB: ¿Qué tipo de final te gusta?

PZ: ¿Buscás el final feliz? Cuando pedís un masaje, ¿pedís con final feliz?

[Risas]

P: A mí los finales felices no me importan. No me importan los finales, tampoco. En un policial puede ser, pero yo no soy un lector de policiales. Soy más lector, si querés, de novelas psciológicas, y en los finales en las novelas psicológicas el histérico sigue siendo histérico, el mambeado sigue siendo mambeado, con lo cual en un momento el escritor dice “acá lo corto”. Se puede terminar la novela, pero sabés que va a volver a tener una historia de amor totalmente neurótica, entonces no hay un final.

PZ: Vos lo decís por Nina eso.

P: Lo digo por Nina. Gran libro de Guebel.

GB: Yo acabo de terminar un libro de cuentos…

P: [Interrumpe] Pará: yo quiero la respuesta de ustedes dos.

PZ: Un libro que me gusta y que tiene un final malo me da muchísima bronca. Si se nota el apuro porque el escritor se emboló o se aburrió, porque lo corrieron de la editorial… Me da bronca.

P: Aira.

PZ: ¿Aira?

P: Aira tiene finales abruptos.

PZ: Un final abrupto no es un mal final.

P: El otro día en ADN decía “me empiezo a aburrir del libro porque ya tengo otra idea para otro nuevo y medio que lo termino a los ponchazos”. El mismo lo dijo. Que hable el Doctor GB de Aira.

GB: Yo creo que ser escritor es una profesión como cualquier otra. Y si vos fabricás mesas, tenés que fabricarla toda buena a la mesa. Si sos un escritor profesional, sabés que el final lo tenés que trabajar. Que la novela cierre. O el cuento. ¿Cuáles son los mejores cuentos? Los que en las últimas dos líneas te dejan desconcertado, con la boca abierta. Yo creo que el escritor profesional le presta atención al final. Después se ve cómo lo resuelve.

P: O sea: vos sos de la teoría que un libro si tiene mal final no es un buen libro.

GB: Tiene un defecto.

P: ¿Puede llegar a ser un buen libro?

GB: Puede llegar a tener buenos personajes, puede tener una trama interesante…

P: En tu calificación nunca podría llegar a ser excelente.

GB: Cada caso es distinto. Hay que ver qué te deja. Cuando vos cerrás el libro y tenés la sensación de haber perdido o ganado el tiempo, eso es lo que en realidad determina. Nosotros somos lectores voraces, sabemos que no vamos a leer todo lo que queremos leer en nuestra vida. Yo tengo angustia, se me va la vida y ahora que me dedico a esto tengo que leer cosas que a lo mejor no compraría. Es el momento en que cerrás el libro y sopesás todo. A lo mejor no tiene un buen final y es un buen libro. La piedra lunar es clarísimo.

P: Para mí tiene un “buencito” final, podría ser mucho mejor para lo que venía siendo el libro. Pero no me importa nada porque es un libro que disfruté leer. ¡Cuando se pone a dialogar Wilkie Collins con vos a través de los personajes! “Lector, espere que voy a hacer una digresión acá.” Aunque sea el típico recurso de esa época, está buenísimo. Es un libro tremendo.

GB: Además no te olvides que fue publicado por entregas. A lo mejor el final no era tan importante…

P: Como mantener cautivos a los lectores durante tanto tiempo. Para mí, en un punto, es una novela de amor.

GB: Es de todo. Eso es lo maravilloso de la novela oceánica, que es de un montón de cosas.

P: “Novela oceánica”.

PZ: El otro día, en una entrevista, le dije a un entrevistado equis, que veía que su libro era una historia mínima. Y hoy hay muchos novelistas que se dedican a las historias mínimas. ¿Se abandonó la gran novela latinoamericana, la gran novela universal decimonónica, por novelas de historias chicas, pequeñas? Una historia de amor, breve. Una historia de amigos, breve. Un capítulo en la vida de una persona. Como si la novela oceánica, para usar la palabra que está buena, se perdió.

GB: La novela oceánica es la emperatriz de la literatura.

P: ¿Pero no es así la vida? Antes iban de un pueblo a otro y tardaban dos meses. La gente estaba acostumbrada a esa espera. El caballero que iba a buscar a su dama tardaba en llegar y ella estaba enamorada de alguien que había visto en un baile alguna vez. La gente no tiene más esa paciencia. Y si no es la novela de este hijo de mil putas de Wilkie Collins, yo no tengo paciencia para leer algo tan largo escrito por un tipo que no es un genio.

PZ: Hay una frase de Caparrós que a mí me gusta mucho. Él es el escritor que escribe libros enormes. Entonces le preguntan siempre por eso, alguna vez cansado dijo “un buen libro largo, te acompaña, no querés que termine; un mal libro largo lo abandonás en la página 4”.

GB: Corto también.

PZ: Claro.

GB: Pero de hecho, se siguen escribiendo este tipo de novelas. Que no se escriban en la Argentina no significa que no se sigan escribiendo.

P: Pero quiénes la escriben. Más los bestsellerianos que otros.

GB: No: John Irving, por ejemplo. Hasta que te encuentre: 1000 páginas. Las benévolas, de Jonathan Littell: 700 páginas.

P: No: mil y pico.

GB: Bueno, mejor. El último de Salman Rushdie tiene 350, pero las novelas de él no bajan de las 400. Vargas Llosa, otro. ¿Por qué no hay estas novelas en Argentina?

P: ¿Pero cuántos escritores hay que escriben tan largo? Sumo un ejemplo: Bolaño escribía largo.

GB: Javier Marías hizo una trilogía. Pamuk: ahí tenés novelas clásicas. Lo que hay que preguntarse es por qué la Argentina no genera esa clase de novelas.

P: ¿Porque hay menos tiempo? No tengo ni idea. ¿Porque somos impacientes? Viste que si te dormís un segundo en un semáforo te cagan a bocinazos.

GB: Yo creo que es porque hay una urgencia por publicar. Hay una urgencia grande por publicar en 5 años 5 novelas, en vez de en 5 años sacar una buena novela.

PZ: Yo lo veo más por el lado del mercado que por el del escritor. La espera hace perder visibilidad.

GB: ¿Leíste la Vida de Pi?

PZ: Sí, de Yaan Martel. Una novela excelente.

GB: Es excelente. Pasó dos años investigando cómo es la interacción de los humanos y animales en los zoológicos. E investigando también cómo es la supervivencia en alta mar en un bote. Dos años investigando becado por Canadá.

P: Claro: becado. Acá hay una cosa interesante. Becado, acá no hay muchas becas.

GB: Además es hijo de diplomáticos. Uno puede suponer que no tiene que luchar por el sustento.

PZ: Bueno, pero, si el tipo se toma dos años y vende 500 libros, ¿qué come acá?

P: Acá, el escritor que publica un libro por año o un libro cada cinco años, no va a hacer diferencia. Ponele que publique un libro por año de 1500 ejemplares, pongamos que cobra 6000 pesos: son 500 pesos por mes. O sea que el escritor, por más que venda uno por año…

GB: ¿Por qué el escritor tiene que vivir de la literatura? Rulfo era empleado público y nadie puede decir que Rulfo no era uno de los grandes.

P: ¿Y por qué no?

GB: Oscar Wilde decía que el arte es 10% de inspiración y 90% de transpiración.

PZ: (¿No lo decía Picasso?)

GB: A mí me parece que en la Argentina se invierten los términos: se creen que es 90% inspiración y 10% de transpiración. Me parece que falta…

PZ: Sos muy crítico y me parece que hay buenos escritores en Argentina.

GB: No me cabe la menor duda, pero también me parece que hay malos ejemplos.

PZ: Bueno, no te vamos a pedir nombres…

P: Ya los ha puesto en su blog, así que no hay ningún problema. Estoy leyendo a Saer: El río sin orillas. Es como un ensayo que cuenta, por lo menos en las 90 páginas que voy, cómo se va formando Buenos Aires a partir del Río de la Plata. Es muy interesante. Empieza él llegando a Buenos Aires, que se va al Aeroparque y señala lo pegado al río que está. Y se va para atrás: habla de Pedro de Mendoza, de Juan de Solís, habla de los gauchos. Mete comentarios: a Güiraldes le pega un palito. Muy interesante. Saer es un tipo tranquilo, para leer manso.

GB: Gran escritor. El último gran novelista…. Hay una novela muy buena, El enigma de Herbert Hjortsberg de Hugo Correa Luna. Se publicó en 2005, yo le hice la crítica en el blog. Me pareció que iba a ser la novela de la que todo el mundo iba a hablar y pasó inadvertida. En La Nación le hicieron una buena crítica. La publicó en Barcelona. Si yo tengo que decir cuál es la mejor novela argentina de los últimos 10 años es esa. Un noruego que vive en la Patagonia, mezcla la ficción con lo fantástico y hay una cueva donde se oculta un secreto y vienen los servicios de inteligencia ingleses y Buenos Aires manda a un tipo que en realidad es el diablo. Es una novela fantástica, excepcional.

P: ¿Pero está acá en Buenos Aires?

GB: Yo la recibí en La Prensa en 2005.

P: Bueno, vamos a leerla. Otro más: otro ladrillo más para la mesa de luz.

PZ: Hablando de eso, yo me traje una pregunta. ¿Ustedes en quién tienen confianza cuando les recomiendan un libro?

GB: En él. [Señala a P.]

P: Yo sé que no todos los libros que le gustan a él me van a gustar, pero sí entiendo cómo lee –porque estoy empezando a entender cómo lee– y le tengo confianza. Yo sé que hay libros que a mí me gustaron pero que no se los daría a él. No sé si a él le gustaría Nina, por ejemplo.

PZ: No está mal lo que decís, porque habla de cierto conocimiento. No es que el libro que a mí me gusta te tiene que gustar. Es el libro que yo te recomiendo te va a gustar.

P: Por eso, yo confío en que también el otro me entienda mi gusto. Yo confió en gente que conozco. Yo a vos [a PZ] te confío. Vos sabés que este me va a gustar y este no. También tiene que ver con el conocimiento que tenga cada uno, con el haber compartido lecturas.

GB: Tiene que ver con sensibilidades. A lo mejor tenemos sensibilidades parecidas. Nos llegan las mismas cosas, que no a todos les llegan.

P: Sin duda.

PZ: Es curioso que la recomendación termine siendo personal, uno a uno. Entonces, ¿la reseña del diario para qué sirve?

GB: No sirve. [Se ríe]

P: No sirve y sí sirve, porque si yo leo todos los domingos el suplemento de cultura de La Prensa y entiendo cómo lee él, por ahí me sirve. Pero te doy el ejemplo más concreto de todos, yo puedo estar en la librería atendiendo ocho horas y a cada uno que entra, supongamos en un mundo perfecto en el que conozco a cada uno cómo lee, les voy a recomendar un libro distinto.

PZ: Bueno, esa es la tarea del buen librero.

P: Eso. El primer día, el librero que te recomienda bien, es de casualidad. O es un genio y vos te explicaste muy bien. Pero la recomendación llega a medida que te vas conociendo, hablando de tus gustos. Va por ese lado. Yo confío en determinada gente que son “anónimos”, no es que confío en lo que dice, por decirte, Alan Pauls, un tipo conocido. Porque no sabe lo que leo yo ni nada. Lo que por ahí él recomienda no me gusta.

GB: Además, hay una cuestión que hay que decirla: está la cuestión de los compromisos. Creo que uno le da un principio de autoridad a una persona cuando demuestra que no está comprometido. O sea: que tiene la menor cantidad posible de compromisos. Todos tenemos compromisos, es inevitable. Tal vez el hecho de trabajar en un diario chico, con poca tirada, que no tiene presión editorial… Yo creo que por eso prosperan los blogs, porque mucha gente no cree en la crítica, no solamente literaria, sino en la crítica artística en general, los espectáculos, el cine. En los diarios de gran tirada es muy difícil que encuentres una crítica negativa de una película argentina. Por lo general son todas buenas.

PZ: En muchos diarios hay una posición editorial que sólo publican reseñas positivas, sólo reseñas de libros que le hayan gustado a los reseñadores.

P: Eso a mí no me parece una mala política.

PZ: A mí tampoco. Yo hago eso acá: leo un montón de libros pero reseño el que me gustó. Diferente es en el caso de las entrevistas, pero ahí ya no es mi mirada la que importa, sino lo que tiene para decir el entrevistado. Entonces cae con otro peso.

GB: Yo creo que en los diarios no es así: se nota claramente cuando no le gustó el libro y no lo quiere decir.

P: ¿Te cuenta la trama y nada más?

GB: Es que en definitiva, lo que no quiere es herir una susceptibilidad, porque después tenés que encontrarte con esa persona, se puede generar una situación tensa, nos vemos en todos los cócteles.

P: Y hay mucho ego dando vueltas. Es complejo. Hay gente que se enoja y gente que lo toma bien. Hay gente que lo toma re mal que no te guste el libro. Igual, si la crítica está sustentada, se nota que hay buena leche, por más que no te guste… yo creo que nadie se enoja realmente. O se enoja por un rato y después no se enoja más. El tema es cuando es artera, cuando se nota que es una operación para bajar a un tipo.

GB: Absolutamente.

P: Ahí es donde creo que vale el enojo. Sinceramente, GB, no importa cómo escribas, si leés bien, si escribís bien: pero vos tenés una línea de conducta en tus reseñas, no tenés compromiso con nadie, decís lo que te parece. Si uno sigue las reseñas ve una línea de lectura. Si yo fuera escritor y no te gustara mi libro, no me enojaría. De hecho, Piro no se enojó con tu regular. Me parece que no se enojó.

PZ: Pero sí se enojó con las reseñas que fueron malas lecturas.

P: Por el tipo de lector que es GB, de alguna manera era medio obvio que no le iba a gustar. Porque le gustan otras cosas.

GB: Pero por que no me haya gustado esa novela, no voy a dejar de reconocer que escribe muy bien. Lo que pasa es que ese tipo de libro no es el que yo recomendaría a un amigo. Como tampoco recomendaría uno de Aira. Hay una cuestión humana, más allá de la competencia para poder hacer una crítica: si vos conocés a un escritor personalmente, si lo conocés cara a cara y compartiste algo con él, lo mejor es no hacerle una crítica. Si vos escribís un libro, yo trataría de no criticarlo, porque estaría contaminado con la relación personal. Es el caso de Incardona, que decían “no sé por qué lo atacan si es un pibe buenísimo”. Pero no se lo ataca a él: en todo caso, se habla del libro. Lo mejor es no conocer a nadie. No tener contacto con nadie, vivir en un feliz aislamiento. Si te dedicás profesionalmente a hacer crítica.

P: Es un buen punto. Si sos íntimo amigo de un autor cómo hacés para poner un regular.

PZ: Yo puedo decir –lo dijimos en un dialoguito y se lo dije a Terranova personalmente– que Los amigos soviéticos no me gustó. No lo voy a reseñar porque no me gustó.

GB: ¿No se enojó?

PZ: Creo que no, quiero creer que no. Tenemos confianza y sí hay otros libros de él que me gustaron mucho más.

P: No lo digas de una tercera vez porque va a parecer que es personal.

PZ: Noooo. No me da para reseñar el libro porque yo esperaba más, esperaba otra cosa.

P: A mí sí me gustó, pero no se lo recomendaría a GB.

GB: No me lo dieron en el diario, se lo dieron a un colega. Lo estaba esperando ansiosamente, pero no me lo dieron.

PZ: Por ahí lo leí para el orto.

GB: Es una cuestión de gustos, no una cuestión de intelecto. Entre personas más o menos entrenadas, o ilustradas, el término que quieras, en el fondo es una cuestión de gustos. Ahí se bifurcan los senderos. Hay cosas que te gustan y cosas que no te gustan.

P: Y, a pesar de que no te guste, podés reconocer que escribe bien.

PZ: Por supuesto.

GB: Yo lo que trato de hacer cuando comento un libro es tratar de explicar por qué me gustó, por qué no. Qué es lo que tiene.

PZ: Pero muchas veces cuando estás reseñando descubrís finalmente si el libro te gusta o no. Si es una lectura placentera te das cuenta. Pero cuando es una lectura “profesional” le estás poniendo tu laburo a la lectura. Yo estoy leyendo ahora un libro de Rafael Gumucio. Lo entrevisto el viernes, voy por la página 80, igual. Pero no puedo decirte si me gustó o no.

GB: El domingo sale la crítica del libro. Lo acabo de terminar.

PZ: ¿Qué te pareció?

GB: La novela no es mala. Es interesante. Hay autores que saben cómo desollar una clase social. Como, por ejemplo, Cheever en los suburbios estadounidenses. Aquí se ve lo que hay detrás del milagro chileno. Tengo un amigo que vive en Chile y todo lo que me cuenta él de lo que es el chileno promedio, digamos, lo cuenta bien. Ahora, en ese libro hay una burrada tremenda: dice que “lo que los argentinos llaman cono urbano”.

P: Uno de mis parámetros para saber si un libro me gustó es si a los tres meses me acuerdo o no de la historia. Si no me acuerdo nada es que, en definitiva, no me gustó. Y hay libros que no me acuerdo nada y en su momento dije que me gustaron. Es uno de mis parámetros.

GB: Excelente parámetro. El mío es si el libro consigue la suspensión del tiempo. Por ejemplo, hoy vine en colectivo: si estoy leyendo y levanto la cabeza y digo “uy, ya llegué”, ese libro es bueno.

PZ: A mí los libros que más me gustaron son los que no me dejaron empezar otro al día siguiente.

26.12.09

La novela americana

¿Estamos frente a una sintesis de la Comedia Humana? Se lo pregunta el autor de Contagiosa paranoia, quien a veinte años de Los Simpson, define, tajante: "Seguramente la gran ficción estadounidense ya nosea Moby Dick"

“NOCHEBUENA EN FAMILIA”. Max Cachimba (Rosario, 1969):una particular atmósfera entre inocente y cínica. fUENTE Revista Ñ
¿Cultura Simpson? Digámoslo de otro modo: ante todo se trata de una creación muy efectiva para intentar entender uno de los comportamientos culturales más potentes y significativos de nuestra época. Comencemos admitiéndolo: nos referimos a un fenómeno sin precedentes. Al menos en su escala. ¿Recuerdan "Simpsonize Me", el software que hace poco menos de tres años nos invitaba desde la Web a conocer nuestro presunto aspecto en la percepción de un ciudadano de Springfield? Esta podría ser una buena pista. Una muestra y un síntoma de cómo opera la "Cultura Simpson", incluso una clave de su funcionamiento e incesante proliferación.

Un espejo-Simpson: la sensación de que el mundo que habitamos imita más y más algo que comenzó en la mente del historietista Matt Groening. En septiembre pasado, Ñ

Identidad del usuario

Incontrolable. Similar a tantas fanfictions (ficciones personales y amateurs escritas por los fans de una serie televisiva o película o historieta) pero en una escala –sobre todo industrial– inusitada. Un producto cultural de primera magnitud con miles y miles de usuarios Simpson.

Doy un ejemplo. Estoy en una ciudad balnearia, de vacaciones, antes de que comience la temporada. En muy pocas vidrieras ya contabilicé más de cinco docenas de remeras con diferentes motivos Simpson: Homero como el Che Guevara, como el Indio Solari, como Bob Marley, bebiendo cervezas locales, con la casaca boquense y de otros tantos clubes, citando y entrometiéndose en una multitud de referencias incomprensibles para quien no conozca la actualidad y pasiones argentinas.

Por supuesto, esto no se limita sólo a remeras: estamos rodeados de toda una inmediatez simpsonizada. Es imposible caminar dos cuadras por cualquier centro comercial sin toparse con múltiples referencias al universo Simpson: tenemos la impresión de que no existe mayor merchandising que el inspirado en esta familia. Desde juegos de ajedrez a colchonetas inflables a linternas y destapadores: todo lo que podamos imaginar. Y más también.

Apropiaciones de apropiaciones. El detournement preconizado por el situacionista Guy Debord (como su vulgarizada consecuencia digital, el defacing) popularizándose en miles de usufructuarios sin nombre. Resulta claro: en su inmensa mayoría estamos frente a versiones piratas que eluden los derechos de propiedad intelectual incursionando en numerosísimas referencias por demás alejadas a los contenidos de la serie.

Esta sigue un esquema de producción centrado en 16 escritores, responsables de las ideas que organizan cada capítulo. Mientras ellos trabajan, miles de creadores de rostros difusos reinventan a "Los Simpson" en inacabable expansión. Versiones de versiones. Lecturas de lecturas y más lecturas.

Hibridaciones

Ya sabemos, entre los fans, estudiosos y curiosos persisten quienes analizan la actualidad de cada miembro de la familia a modo de arquetipo, proponiendo una suerte de sociología pop. Identificaciones con el modelo Homero, con el modelo Bart o Lisa. O con los innumerables personajes secundarios. No hay más que darse una vuelta por plataformas de intercambio y discusión como Taringa o la especializada Púdrete Flanders! para informarnos sobre las diferentes etapas y oscilaciones de cada uno. Pero más me interesa observar el mix de mitologías contemporáneas que alimentan toda bizarría: ya cité la mixtura de Homero con el Che Guevara ¿una revisión anónima de los íconos de la historia contemporánea desde la perspectiva Simpson? Significativa hibridación: ¿quién fagocita a quién?

¿A qué se debe tanta aceptación, tanta seducción?

Por lo expuesto resulta evidente: de todos los miembros del clan, el favorito es sin dudas Homero. Hace una década posiblemente lo fue Bart, pero hoy papá Simpson parece no tener competencia.

Hace apenas unas semanas, para una nota en la versión digital de Ñ me preguntaban cómo Groening, prototipo de artista estadounidense, podía participar como expositor de una exhibición como Argentrash (que tuvo lugar en el Fondo Nacional de las Artes): una exploración de las posibilidades de existencia de un trash de cuño argentino. Sin embargo, la respuesta ya estaba en Groening cuando inventó la serie y trazó una perspectiva (y una política) de sus alcances, hace dos décadas. Es célebre que entonces declaró que su intención fue ofrecer otras opciones al mainstream trash que la televisión ofertaba por esos días. Si el status quo es trash, nada mejor que intervenir activamente desde ese trash. Un paso más allá en una brillante perversión.

Springfield, la ciudad ficcional imaginada por Groening, está en todas partes, como el trash.

Puede parecer abusivo y de hecho lo es: resulta por demás conocida la historia de la cerveza Duff, que comenzó como una parodia –es la marca de cerveza que consumen Homero y sus amigos– y hace años dejó de ser una fantasía y se comercializa en muchos sitios del mundo. Ficción y realidad entremezcladas.

Otro interrogante: ¿habrá imaginado alguna vez Groening que su familia, en quienes se inspiran sus personajes, se instalaría en semejante mitología viral?

Generación S

Vayamos por la segunda hipótesis: el éxito de estas múltiples apropiaciones se debe a que estalla tanto más allá de sus contundentes efectos comerciales: se trata de una propiedad inconsciente que afecta a más de una generación.

Tengo en mente a los miembros del grupo "Un Faulduo". Jóvenes artistas argentinos (no alcanzan aún los 25 años), no recuerdan un solo momento de sus vidas en el que "Los Simpson" no existieran. Para ellos (así como para todos los que tienen su edad y aún menos) la célebre familia disfuncional es un clásico tan eterno como el Ratón Mickey o el Pato Donald. Por ninguna otra razón les resulta natural utilizarlos como materia prima para sus elucubraciones y empujarlos a un trash aún más extremo. Por momentos tan retorcido y cándido que el mismo Groening terminó por interesarse en ellos.

Esta sensación de pertenencia no es para nada nueva; ya expone su no breve tradición. La atracción con la familia fue tan inmediata que muy tempranamente Frank Zappa se comunicó con los realizadores de la serie manifestándoles su deseo de aparecer en ella como personaje. Una ambición que se vería multiplicada en los años siguientes. Cuando a Meg White, baterista del dúo de rock White Strippes, la consultaron sobre sus deseos incumplidos, sin dudarlo contestó: "Aparecer en los Simpson". Por supuesto, ahí estuvo. Otro tanto sucedió con Michael Jackson. ¿Quién no quiere aparecer en los Simpson? Hasta Fogwill le hizo saber a Groening que quería tener su participación.

Dije fenómeno cultural. Necesito precisar: fenómeno de medios. Pero no en la antigua concepción de inspiración adorniana que se dirime en una crítica a la denominada industria cultural, sino más exactamente un modelo dinámico y pluralista, propio de la Era Web.

El ojo del equipo de Groening no escatima un sabio cinismo. No sólo se apropia de todo tipo de referencia cultural del modo más irreverente (famosas son las protestas y censuras por el contenido de los capítulos que tematizan una cultura en particular, recordemos las quejas del ex diputado Lorenzo Pepe por la "ofensa a la memoria histórica" en el episodio en el que se mencionaba a Juan Domingo Perón) sino que parece disfrutar y reutilizar la mitologización viral de la que vengo dando cuenta.

¿Estamos frente a una suerte de nueva Comedia Humana?
a propagación de un virus informático.
Gran novela americana

Al menos no con un Balzac, sino con miles de narradores, clonados y anónimos: como toda mitología, el relato resulta invariablemente plural por sobreextendido.

Seguramente, la gran ficción norteamericana ya no sea Moby Dick.

Alguna vez leí que las novelas de Thomas Pynchon muestran a los Estados Unidos como a una gigantesca nave espacial fuera de control. Desde que este autor fue parte de una de las historias de "Los Simpson" nos parece un producto más de este virus multiplicante.

Nos criamos viendo a "Los Picapiedras", "Los Supersónicos" incluso "La Familia Ingalls". Sin embargo, ninguna saga sigue atesorando la misma actualidad. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué los vuelve tan actuales después de tantas temporadas de emisión? Tercera hipótesis: si el pop nació como bastante más que una estética en el sentido clásico, esto se debe a que desde su origen fue advertido como un procedimiento de reutilización estética de cualquier dato cultural. Tantos años después, ya no existe en nuestro presente quién no se apropie indiscriminadamente de sus consecuencias y derivaciones.

"Los Simpson" llevan este modelo tanto más lejos en sus efectos. Si no son pocos los que se quejan de que los nuevos episodios ya no sorprenden, sin duda se debe a que su mitologización viral ya fue por demás naturalizada. Estamos sumergidos en ella.

La razón está a la vista: hay tantas o más ideas en la mitología viral de "Los Simpson" que en muchísimas obras y trayectorias del arte de nuestros días. Venimos escuchando hace bastante tiempo que en las series de televisión de la última década (como "Six Feet Under" o "Doctor House" o "Lost") encontramos más ideas y talento que en la gran mayoría de las películas de Hollywood del mismo período. Compartamos o no esta opinión, es indudable que ninguna llegó tan lejos como "Los Simpson".

Si creemos y afirmamos que son una cultura es porque la cultura hace tiempo utiliza los mismos recursos que ellos siguen exhibiendo.

Larga vida a "Los Simpson".

Rafael Cippolini

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24.12.09

FELIZ NAVIDAD, PRÓSPERO AÑO 2010!

COMO LA LLAMA DE ESTA VELA, ESTÉ ENCENDIDA SIEMPRE LA ESPERANZA, QUE NO ES SINO EL MILAGRO DE LA VIDA, PARA CONTINUAR LA ESCRITURA ENTRE LA PIEL Y EL PAPEL...CON LA PERENNE BÚSQUEDA INCANSABLE DE LA FELICIDAD!


¡FELICES FIESTAS!



LES DESEA



MARCELO DEL CASTILLO

21.12.09

JAPON Y YO

Fue el maestro indiscutido de la literatura japonesa, el hombre que mirando el pasado proyectó el futuro, el escritor que reencontró las raíces tras salir a viajar por las corrientes artísticas occidentales de comienzos del siglo XX. En los últimos años, Yasunari Kawabata se convirtió en Argentina en un autor de éxito. La publicación de sus novelas en Emecé atrae a miles de lectores fascinados por una mezcla de elegancia, sensibilidad extrema y esteticismo, y también convoca la consideración crítica en diferentes lenguas. Aquí se presenta un acabado retrato del maestro del Japón Eterno.

Tal vez el instinto permite atisbar su misterio a través de la trama y nos deja sumidos en textos que casi ya no prosan, de puro estar al borde del poema. O tal vez su tenaz realismo nos deja tranquilos, a salvo del brillo del falso exotismo, ese que siempre asedia. En medios urbanos cosmopolitas, over-projected como el nuestro, la notoriedad de Yasunari Kawabata se traduce en frecuente publicación y continuado esfuerzo crítico. El hecho es que en el sinuoso sistema de la cultura japonesa este escritor cumple, por partida doble, un rol providencial. Consiguió (sin apenas buscarlo) ser tenido por maestro, gracias a una incansable labor de transmisión del archivo japonés desde su origen chino, revalorizando la tradición vernácula y elevando a una mujer, Murasaki Shikibu, al podio de campeona de todas las artes. En contradicción sólo aparente, fue pionero en romper el serrallo del casticismo nipón auto-referencial. Ambos procedimientos combinados le ayudaron a escribir una serie de novelas imperdibles que plasman (de manera sutil, oblicua) la biografía de su propio personaje: un japonés de los de antes, torturado por vivir tiempos de ahora (que por momentos le fascinan), aunque atento a retornar a lo pasado. Situado en el centro de la escena durante décadas (la compartió con pares como Junichiro Tanizaki y, luego, con su discípulo Yukio Mishima), a ojos de todos Kawabata corporiza el típico drama nipón: ciudadano de un país con fuerte impronta norteamericana, tras breve deriva extranjerizante decidió retornar poco a poco a su raíz tradicional. Con el alma partida, como Mishima, el periplo del viejo maestro parece invertir el del joven discípulo: en vez de buscar respuesta en tiempos venideros (eso haría Mishima), Kawabata reconstruye un espacio ya sido y allí busca nuevo aliento. Tal es el corte característico del escritor de Osaka. Así lo entienden aquellos que lo leen y comprenden su aventura personal.

Buceando en el archivo

No hay conexión posible con el misterio sin intervención de un médium, figura excepcional que nos abre la puerta a mundos intrigantes vedados. Pocas tradiciones culturales nos resultan tan enigmáticas como la japonesa. Pero quizá ningún barquero nos parecerá más diestro que Kawabata para conducirnos, con pulso firme, hasta la orilla nipona. Sin embargo, la de médium es una condición terrible. Tuvo que ser apabullante para Kawabata incorporar (eso hace el médium: albergar en su cuerpo), en sus escritos y en su vida, al entero Japón clásico, el de los siglos X a XX (re-visitado sin cesar y profundizado año tras año). Gente que lo conoció piensa que esta creciente mediumnidad acabó por destruirlo, empujándolo a buscar descanso en el acortamiento voluntario de sus días.

Destino suyo había de ser un arraigo profundo en tierra japonesa. Lo aceptó cuando entendió que le había tocado una existencia signada por la impermanencia, dimensión crucial de la cultura budista y marca de fuego de sus composiciones. Se acumulan datos sobre el tema. Su padre Eikichi, médico en Osaka, murió con Yasunari de un año. En 1901 fallecía su madre Gen, en 1906 la abuela que lo había recogido y tres años después la única hermana. Dôgen Zenji, patriarca Zen del Japón y uno de sus maestros más citados, al perder su familia y hogar en el siglo XIII llevó su vida a la mística. En circunstancias comparables, Kawabata orientó la suya hacia la estética. Hablar de estética en Japón equivale a mentar un acuciante savoir faire hecho de escucha y observación: durante los ocho años que siguieron a la muerte de su abuela, Yasunari quedó solo en el mundo con su abuelo, un anciano ciego.

Se crearon estrechos lazos entre estos dos, tan náufragos. El viejo exploraba en voz alta escondrijos de la historia de Japón, recitaba de memoria famosos versos de antología, instruía al infante en las raíces culturales chinas y su aclimatación en suelo nipón, alertándolo sobre budismo y shintoísmo, haciéndole escuchar música tradicional. El jovencito, por su parte, tuvo que verbalizar lo que un ojo entrenado consigue captar del fluir de la vida: animalejos y escaleras, rincones y otras formas del espacio, repliegues de una cara, así como la sutil evolución de la luz en el jardín de la casona familiar de Ibaraki, cerca de Osaka. “El adolescente” (así se llama un texto suyo posterior, que evoca esta época), instruido por su abuelo y sostenido por su patria, se volvió fulminante observador, maestro precoz de las correspondencias entre cambios de atmósfera y recursos verbales capaces de expresarlos. La mano del abuelo ciego guió la suya hasta convertirlo en fino calígrafo. La voz anciana tiñó el timbre juvenil con una suave melancolía que se mantendría en sus escritos desde entonces.

A los quince años, Yasunari ya atesoraba una cuantiosa herencia. Al final de sus días haría balance en “Japón hermoso, y yo”, su discurso de aceptación del Premio Nobel, en 1969: la poesía de la antología Kokinshu, las historias de Murasaki Shikibu, el Zen de la era Kamakura, el teatro, la música, las tradiciones orales. Tantos y tan densos materiales se mezclaron hasta fundirse en la marmita de su corazón. Se alearon en su literatura para siempre. Su pluma refaccionó la casa de un lenguaje que parecía vetusto. Lo vertió en un nuevo relato de la vieja capital, uno que nos la hace tan vigente como la que aparece en su novela Kioto, en parte verídica y en parte de su invención, como conviene a la buena literatura. Muchos lectores (incluso japoneses) suponen que Kawabata venía de Kioto. No es así: ni siquiera vivió allí más que breves lapsos. Pero las calles de Kioto, sus tonos y modos siguen vivos y palpitan en muchas de sus obras. Es el lugar físico depositario de una tradición histórica verificable. A la par, es un ámbito mitológico. ¿En algo similar al Yoknapatawpha de Faulkner o al Macondo de García Márquez? En el Kioto de Kawabata más bien perdura, inmutable, un ideal de vida trasmutado en ideal estético. ¿Qué llega a ser entonces Kioto para Kawabata?: sede de vida y belleza, ámbito que enlaza posadas señoriales y templos silenciosos, pisos de madera (donde susurran pasitos descalzos) con bosques de erectos cedros japoneses (bajo cuya sombra se encuentran Chieko y Naeko, hermanas que se ignoraban como tales). ¿Y qué es vida sino presencia de una belleza realizada en y por Kioto? En su obra Kawabata reconstruye el mito del Japón eterno, sueño literario y vital que ubica en un sitio tan cierto como urdido. Así procede en Lo bello y lo triste. Hace lo mismo en Mil grullas: en este caso la acción se desarrolla en Kamakura, villa próxima a Tokio, aunque (como se sabe) construida a imagen y semejanza de la Capital del Oeste, y donde (no es un dato menor) el escritor fijó definitiva residencia.

Tuvo que ser apabullante para Kawabata incorporar en sus escritos y en su vida el entero Japón clásico, el de los siglos X a XX. Gente que lo conoció piensa que esta creciente mediumnidad acabó por destruirlo, empujándolo a buscar descanso en el acortamiento voluntario de sus días.

Ebrio de erotismo

Leer la obra de Kawabata es recorrer su biografía. Nunca incurrió en memorialismos, cierto, pero tramó formas noveladas de su propia existencia. Yasunari fue introspectivo y solitario. A tal punto que el adolescente al que hacíamos mención en 1915 escribió Diario íntimo de mi decimosexto aniversario, publicado diez años más tarde y considerado su debut literario. Pupilo del liceo de Ibaraki, el texto transmite un sentimiento de profunda incomunicación, así como un erotismo naciente que no sabe hacia dónde o hacia quién dirigir. Su búsqueda afanosa, febril, de la belleza (ya por entonces muy madura) contrasta con su incapacidad para distinguir emociones sexuales. Pasará tiempo trenzando evocaciones platónicas al amor femenino en un carteo de dos años con Kiyono, “mi amor homosexual”, antiguo compañero de habitación, un adolescente de pronunciada feminidad. Algunos piensan que Kawabata era homosexual o que, al menos, ése fue para él un episodio homosexual. Agregan los ambiguos personajes que aparecen en La Pandilla de Asakusa (novela casi contemporánea: narra historias del barrio prostibulario de Tokio, en la época de sus estudios universitarios) e, incluso, el hecho de renegar de esta obra, por juvenil y sexualmente infamante. (Digamos, siendo estrictos, que la sacó de su corpus por razones lingüísticas, tal como quedó establecido en la introducción a la edición argentina de la novela. Allí comparo a Kawabata con el Borges de El idioma de los argentinos.)

En consonancia con su obra y por lo que sabemos de su vida, quizá sea más fecundo imaginarnos a un Kawabata perplejo ante todo tipo de encuentros amorosos, consecuencia de una juventud de intensa soledad familiar, continuada por una madurez vivida como impenitente observador de erotismos ajenos. De ello trata una novela como La casa de las bellas durmientes (cuenta entre sus últimas obras narrativas). En una posada secreta, ancianos caballeros de buena sociedad se entregan a placeres muy del gusto de Kawabata: se acuestan con bellas jóvenes desnudas, drogadas y dormidas. El escarceo erótico consiste en mirarlas y escucharlas y saberlas vivientes, sin necesidad de tocarlas. Los viejos mirones manifiestan pleno asombro ante la vida, pero lo acaban transformando en coqueteo con la muerte. La novela ilustra el continuo vaivén entre realidad y fantasía, tenue oscilar de percepción e ilusiones, dando forma a un juego mental de sutil inteligencia y, a la vez, de irremediable soledad.

Breve deriva occidental

Mezcla curiosa la de Kawabata: intensamente cerebral (al punto de concentrar su erotismo en juegos de pura rêverie), y dotado de una sensibilidad a flor de piel, reactiva al menor reclamo de la belleza. Su compleja personalidad explica que, sin refutar la tradición vernácula, durante un tiempo le haya fascinado la occidental. En ella encontró lo que un creador busca en experiencias confinadas a su imaginación: vértigos de emoción y acaso algún conocimiento. Para Kawabata, lo occidental sólo sería una etapa formativa, hasta encontrar rumbo literario.

Los años entre 1917 y 1922 fueron de intensidad insuperable: en apenas un lustro (vivido con la rapidez de una jornada) pudo dar vuelta ochenta mundos mentales y vitales. Todo fue fruto de su mudanza a Tokio. Pero, ¿qué podía ser Tokio para un larguirucho soñador oriundo de Osaka? En pleno intercambio epistolar con Kiyono, la capital se le antojó una urbe anónima donde “vivir una experiencia”. Poniendo en suspenso sus raíces, Tokio le daba ocasión de encontrar “algo nuevo”, pasando de la ensoñación a los hechos. Yasunari ya estaba embebido de procedimientos literarios occidentales, fruto de lecturas entusiastas de Virginia Woolf, Joyce y luego Proust: la minucia, el episodio, la capacidad de abismarse en el irreprimible flujo mental, transformado en protagonista del discurso literario. Tokio era el lugar donde el provinciano estudiante de literatura se engolfó en una vasta exploración de sensaciones: suspendiendo tradiciones objetivistas, como la del haiku (centrada en el predominio de la naturaleza y del instante), Tokio fue excusa para frecuentar la “nueva escuela de las sensaciones” (shinkakuha), grupo literario fundado con Kikuchi Ken. Serviría de bandera para ser identificados en el ambiente local. La Capital del Este brindó el tercer aspecto de esa anhelada modernidad europea: “compromiso” ante la realidad. En su caso, la incomodidad por el estado presente de las cosas no procedía de argumentadas tradiciones socialistas, sino del espontáneo anarquismo del sujeto de Tristan Tzara y de los expresionistas alemanes, autores frecuentados de esa época.

La pandilla de Asakusa fue escenario de un acercamiento pasajero al expresionismo occidental. El personaje de Yukiko, zube o chica mala de Asakusa, recuerda a la Eveline de Dublineses. Todo en la novela es pulsión de existir, manifestación del lado salvaje de la vida. Practica sin recato un espíritu de época que él localizó en Tokio, aunque parezca extraído de Dublín o Berlín, de París o de Praga: “erotismo y sinsentido y velocidad y humor de tira cómica de actualidad y canciones de jazz y piernas desnudas”. Es casi un verso de Tuñón...

Tanta intensidad no le resultaba asimilable. Tras un quinquenio, Tokio acabó siendo su (prolongado) viaje de fin de curso a un mundo arrabalero y desmadrado. Le resultó productivo, sin duda: le dio amplitud de foco (se le suele atribuir “mente fotográfica”), una visión panóptica de su contexto nativo. Se hizo capaz de revisarlo desde el lugar de un hombre moderno japonés, capaz de asumir la inocultable soledad, amores no correspondidos, la incomunicación con los seres queridos, así como una pansexualidad manifiesta en emociones y comportamientos, incluso los más extraños.

La vuelta de Kawabata al serrallo de la tradición comenzó con la selección de temas: Tokio desapareció como escenario de la acción, trasladado a zonas montañosas del monte Fuji, o a parajes recónditos de Aichi o Niigata conectados con un Kioto intemporal. No sería un retorno del todo completo y sincero. Kawabata ya no era el mismo: había perdido la ingenuidad, transformado en implacable excavador de la conciencia. Tampoco Kioto era la misma: pasó a ocupar el lugar de un edén producido hasta la transfiguración. El regreso de Kawabata terminó de aclarar su equivocidad sexual: al fin de este período conoce a Hatsuyo, siete años menor que él. Era camarera de un café de la zona de Ichiko que Yasunari frecuentaba. El café cerró y Hatsuyo, de sólo catorce años, volvió con sus padres adoptivos a un templo de Gifu, centro de Honshu. Así comienzan los viajes de Kawabata a la montaña. Kiyono desaparece de su mente y Hatsuyo pasa a ocupar fantasías (¿heterosexuales?) presentes en La bailarina de Izu (aparecida en 1926, pero que refleja sus viajes de 1918) y en País de nieve (escrita entre 1935 y 1947, ya casado con Hatsuyo), novelas en las que una camarerita de tugurio muta en bailarina y geisha de onsen (posada de aguas termales).

El centro de la escena

Su carácter lo orientaba al secretismo de la ensoñación y a la melancolía de la soledad. En contraste, su obra de escritor (así como la sospecha de una estrecha conexión entre vida y obra, incluso aceptando que ésta idealiza a aquélla) lo proyectó al escenario público. Con bastante indiferencia (algunos la creerían desdén) y sin más plataforma promocional que la elitista revista Bungei Jidai (Tiempos de Arte: allí publicó La bailarina de Izu), Kawabata se transformó en ápice de la literatura japonesa. Su ambigua imagen estética casaba con su posición central, emanando círculos cada vez más amplios. Rechazaba tanto el naturalismo ingenuo de los tradicionalistas como el compromiso de la literatura proletaria. Pero se jactaba de imitar a las vanguardias dadaístas y expresionistas europeas.

¿Qué pasaba en realidad? Yasunari abandonó la Facultad de Literatura Inglesa para incorporarse a la de Literatura Japonesa: ¡vaya toma de posición! Se echó a la espalda la tradición estética nipona (no sólo la literaria, también la plástica, la teatral y la musical), revisada con instrumentos formales que abrillantaron conceptos como yugen (misterio), ku (vacío) o ma (pausa). Los sacaba de las garras de la erudición, volviéndolos experiencias comprensibles para japoneses del siglo XX. Los cultos lectores de Bungen Jidai lo pusieron al frente con una antorcha de luz entre las manos. Fue amigo de los mejores escritores (Junichiro Tanizaki, Ryonosuke Akutagawa), de poetas como Akiko Yosano o Fumiko Enchi (ambas traductoras, como él, de la Historia de Genji) y de Akira Kurosawa, fundador del cine en Japón. Le salieron innumerables imitadores y epígonos, como Kikuchi Ken o Riichi Yoshimitsu. Muchos quisieron volverse discípulos suyos. Lúcido y observador, Kawabata aceptó una sola solicitud: la de Yukio Mishima.

Un libro famoso, Correspondencias (1945-1970), recoge intercambios entre maestro y discípulo. ¡Todo tan japonés en esas cartas! La premiosidad del joven para alcanzar un lugar en la consideración del maestro, la generosidad del hombre grande sosteniendo al novel. Ambos utilizan palabras someras y dan por obvia la labor de instalar al joven novelista en la escena intelectual de Tokio. Llama la atención la formalidad de los mensajes (enviados por iniciativa de Mishima) y de las respuestas (breves, comedidas, alusivas), que insinúan intensas citas personales. Kawabata aceptaba que el talento iría llevando al joven por caminos diferentes del suyo. Mishima le devolvió hasta el fin su devoción filial. El epistolario permite calibrar que Kawabata fue su maestro de escritura (Mishima no cesó de reconocer la primacía narrativa de Kawabata, a quien siempre leyó con la consideración sagrada que se otorga a lo primordial). También fue su maestro de estética: Kawabata le enseñó modos diversos de expresar el espíritu japonés, así como la audacia creciente de quien debe utilizar la herencia recibida en beneficio propio, con entera soberanía.

El final

¿Quién fue maestro de vida de quién? En varias ocasiones Kawabata señaló que el suicidio no le parecía una salida para la existencia. Estaba aterrado por lo ocurrido con gente que sentía cerca. Sus colegas Akutagawa y Shusaku Endo acabaron sus días en plena floración. Jóvenes como el brillante narrador Osamu Dazai (seguidores, aunque separados por posturas estéticas o políticas) optaron también por el suicidio. Para colmo, presenció la escenificación del suicidio ritual de Mishima, en 1970. La desaparición de su discípulo lo obligó a enfrentar algo que compartía con ellos: afán de dejarse arrastrar por la belleza del instante, sumirse en ella y extinguirse.

Cierto europeo de Tokio tuvo interlocución con Kawabata entre 1970 y 1972. Tema: el suicidio. De forma solapada, alusiva, Kawabata evocaba el suicidio de esa gente y la fantasía de acabar sus días de idéntica manera. En modo igualmente indirecto su interlocutor, sacerdote notable, procuraba llevarlo a una consideración distinta del asunto, incluyendo su no agotada maestría, su responsabilidad. El 16 de abril de 1972, Kawabata perdía su vida en Zuzhi, Yokosuka, no lejos de su casa. Motivo oficial del deceso: escape masivo de gas en una habitación desconocida. Al recibir el Nobel, Kawabata había definido su literatura como un intento por “embellecer la muerte y buscar la armonía entre el hombre, la naturaleza y el vacío”. El confidente occidental me dejó claro que la muerte de Kawabata, accidental o provocada, le parecía coherente con su obra, coronando una vida de auténtico maestro.

Alberto Silva/ Fuente: Radar Libros

15.12.09

¿Y si el asombro llegara a su fin?

Hasta el siglo XX, el conocimiento que se tenía del arte de otros países era muy limitado, afirma Umberto Eco. Internet y las muestras itinerantes cambiaron eso. ¿Cómo afectará ese cambio la noción de gusto?, se pregunta el semiólogo italiano.



EN EL LOUVRE. Muchos van al museo y no ven, dice Eco. Aunque reciben más información, concede.

Por Umberto Eco
Los historiadores de la Edad Media nos dicen que el habitante de un pueblo difícilmente se mudaba a la aldea o pueblo vecino, distante a pocos kilómetros, pero era posible que visitara, como peregrino, Santiago de Compostela o Jerusalén. Sin embargo, aunque probablemente conocía las esculturas y vitraux de su propia iglesia, ¿qué podía haber visto o comprendido de las construcciones que cruzaba a lo largo de su peregrinaje? Es muy difícil querer ver algo que nunca se ha visto, algo que desafíe nuestra capacidad de percepción.

Algunos han puesto en duda el hecho de que Marco Polo haya estado realmente en China, porque no habla de la Gran Muralla ni del té ni de los pies vendados de las mujeres. Pero se puede estar mucho tiempo en China sin saber verdaderamente qué beben los chinos, sin observar jamás los pies de una mujer, aunque sea por educación, notando como mucho que en la corte de Gengis Khan, las damas se desplazaban a pequeños pasos; y sin pasar por la Gran Muralla, o pasar por ella y tomarla como una fortaleza local.

Todo esto para decir que, hasta el siglo XX, el conocimiento que la gente tenía del arte de otros países era muy limitado. Por otra parte, si observamos los magníficos grabados de la China del sacerdote Athanasius Kircher, a partir de las reconstrucciones visuales (realizadas según las descripciones verbales de los misioneros), es muy difícil reconocer una pagoda.

¿Cuántas obras de arte de su propia civilización veía un ciudadano francés hasta el siglo XIX? El acceso a las colecciones privadas, e incluso a los museos, estaba reservado a una elite, y a lo sumo, a una elite urbana, hasta la invención de la fotografía.

Para saber, por ejemplo, a qué se parecía una obra de arte conservada en Florencia, se recurría a los grabados. ¡Ah! ¡Esos espléndidos libros de Lacroix donde las madonas de todos los siglos (bizantinas o del Renacimiento) tenían el rostro de las jóvenes que poblaron los relatos históricos de la época romántica!

Recordemos que una de las etimologías de la palabra "kitsch" –aunque las hipótesis son numerosas– es sketch, esquisse, esbozo sintético y apresurado: los caballeros ingleses, durante su "Grand Tour" de Italia, para guardar un recuerdo de los monumentos y galerías que visitaban, pedían a artistas callejeros que les hicieran un dibujo de la obra vista una sola vez, ejecutado rápidamente la mayoría de las veces. De ese modo, incluso la evocación de la experiencia artística directa pasaba por representaciones infieles.

Y no podemos decir que las cosas hayan mejorado con la invención de la fotografía. Para convencerse de ello, basta con consultar algunos libros conocidos de la primera mitad del siglo XX sobre historia del arte, hasta que fue posible la reproducción en color.

Lo mismo que pasaba con las artes visuales, sucedía con el mundo del espectáculo. Es conocido ese maravilloso cuento de Borges en el que Averroes, que busca en vano traducir de Aristóteles los términos "tragedia" y "comedia" (pues esas formas de arte no existían en la cultura musulmana), escucha hablar de un extraño suceso al que había asistido un visitante en China, donde personas enmascaradas y vestidas como personajes de otros tiempos, actuaban en un escenario de modo incomprensible. Le contaban lo que era el teatro, pero él no comprendía bien de qué se trataba. En el mundo contemporáneo, la situación se invierte. En primer lugar, la gente viaja muchísimo, a riesgo de ver en todas partes los mismos lugares, hoteles, supermercados y aeropuertos, todos parecidos los unos a los otros, tanto en Singapur como en Barcelona, y se ha hablado mucho sobre la maldición de esos "no lugares". Pero, sea como fuere, la gente ve y es posible incluso que un francés haya visto las pirámides o el Empire State Building, pero no el tapiz de Bayeux (un poco como su ancestro, el campesino medieval...).

El museo, antes reservado a las personas cultivadas, hoy es la meta de flujos continuos de visitantes de todas las clases sociales. Es cierto que muchos miran pero no ven, pero, a pesar de todo, reciben información sobre el arte de diferentes culturas. Además, los museos viajan, las obras de arte se desplazan. Se organizan suntuosas exposiciones sobre culturas exóticas, del Egipto faraónico a los escitas. El juego de préstamos recíprocos de obras de arte se convierte en vertiginoso, y a veces peligroso.

Puede decirse lo mismo de los espectáculos, y es indudable que un habitante de una ciudad del interior tiene más oportunidades de ver un espectáculo de la Berliner Ensemble o un nô japonés que la que tenían sus padres.

Agreguemos a esto la información virtual: no hablo del cine o de la televisión, que convierten casi en superflua una visita a Los Angeles, puesto que se la recorre mejor en una pantalla que embarcándose en una maratón frenética de una autopista a otra, sin entrar jamás en ningún centro habitado; hablo de Internet, que hoy pone a nuestra disposición todas las obras del Louvre, de la Galería Uffizi o de la National Gallery.

Esto provoca una internacionalización del gusto, y la prueba es la experiencia apasionante que vive aquel que entra en contacto con el mundo artístico chino: habiendo escapado recientemente a un aislamiento casi absoluto, los artistas chinos producen obras que difícilmente se distinguen de las que se exponen en Nueva York o en París. Recuerdo un encuentro entre críticos europeos y chinos, en que los europeos creían interesar a sus invitados al mostrarles imágenes de diversas búsquedas artísticas europeas, en tanto que los chinos sonreían, divertidos, porque ahora conocían esas cosas mejor que ellos.

Finalmente, basta con pensar en esos innumerables jóvenes de todos los países que reconocen una pieza musical sólo si está cantada en inglés...

¿Iremos hacia un gusto generalizado, a punto tal que ya no podremos distinguir el pop chino del pop norteamericano? ¿O bien veremos perfilarse formas de localización, de tal modo que las diferentes culturas producirán interpretaciones distintas del mismo estilo o programa artístico?

En todo caso, nuestro gusto quedará marcado por el hecho de que ya no parece posible experimentar asombro (o incomprensión) ante lo desconocido. En el mundo de mañana, lo desconocido, si todavía queda algo, estará solamente más allá de las estrellas. ¿Esa falta de asombro (o de rechazo) contribuirá a una mayor comprensión entre las culturas o a una pérdida de identidad? Ante este desafío, es inútil huir: es preferible intensificar los intercambios, las hibridaciones, los mestizajes. En el fondo, en botánica, los injertos favorecen los cultivos. ¿Por qué no en el mundo del arte?

©Le Monde y Clarín, 2009. Traduccion de Estela Consigli. Texto escrito para el Festival Reimes Scenes d'Europe, que se desarrolla hasta el 19 de diciembre.

13.12.09

Nabokov según Amis

El autor de Lolita quiso quemar El original de Laura , su última e inconclusa nouvelle que acaba de ser publicada. Uno de sus grandes admiradores, Martin Amis, despedaza ese texto póstumo y aprovecha para criticar puntos oscuros en la obra de este verdadero genio. Una clase magistral de literatura

Vladimir Nabokov (1899-1977)
Por Martín Amis

El lenguaje lleva una doble vida... y lo mismo le ocurre al novelista. Uno charla con la familia y los amigos, atiende su correspondencia, considera menús y listas de compras, observa signos viales y cosas por el estilo. Después, uno va a su estudio, donde el lenguaje existe de una forma muy diferente... como materia basada en el artificio. Casi todos los escritores, me parece, estarían de acuerdo con la reminiscencia que Vladimir Nabokov (1899-1977) consignó en 1974:

... Consideré a París, con sus días grisáceos y sus noches color carbón, tan sólo como un marco oportuno para los más auténticos y fieles deleites de mi vida: la frase colorida que irrumpía en mi cabeza bajo la llovizna, la página en blanco bajo la lámpara de mi escritorio que me esperaba en mi humilde hogar.

Bien, el deleite creativo es auténtico, sin embargo no es fiel (como casi toda la galería completa de las mujeres ficcionales de Nabokov, el deleite creativo, al final, es sádicamente voluble).

Escribir sigue siendo una tarea muy interesante, pero el destino, o el "malhadado Hado", como lo llama Humbert Humbert, también ha dispuesto un castigo muy interesante. Los escritores tienen una doble vida. Y también mueren dos veces. Ése es el sucio secretito de la literatura moderna. Los escritores mueren dos veces: una vez cuando muere el cuerpo y otra vez cuando muere su talento.

Nabokov había compuesto The Original of Laura, o lo que tenemos del libro, contra el reloj que marcaba su sentencia (una serie de espantosas caídas, después infecciones hospitalarias, después un colapso bronquial). No es "una novela en fragmentos", tal como afirma la cubierta: es inmediatamente reconocible como un cuento largo que se debate por convertirse en novela corta. En esta suntuosa edición, cada página par está en blanco y cada página impar reproduce el manuscrito de Nabokov, con su letra vigorosa y su frágil ortografía ("bycyle", "stomack", "surprize" por bicycle, stomach, surprise), más el texto tipográfico (e infestado de corchetes). Me atrevo a decir que es lindo ver de cerca esas fichas mundialmente famosas, pero en realidad hay muy pocas cosas en Laura... que quedan resonando en la mente. "Los sordos ruidos y estallidos de la aurora habían empezado a sobresaltar la fría ciudad brumosa": en esto escuchamos un eco de la música nabokoviana. Y en lo que sigue atisbamos el cómico e intrépido desdén nabokoviano por nuestra "abyecta corporalidad":

Aborrezco mi vientre, ese baúl lleno de tripas que tengo que cargar conmigo, y todo lo relacionado con él... la comida equivocada, la acidez, el peso plomizo de la constipación, o si no la indigestión con una primera cuota de caliente inmundicia que mana de mí en un baño público...

Por lo demás y en general, Laura... se encuentra a mitad de camino entre la larva y la crisálida (por emplear una metáfora lepidopterológica), y muy lejos de su imago final.

Aparte de una celebratoria acogida de interés en la obra, lo único que conseguirá esto, me temo, es una leve exacerbación de algo que ya es un problema infernal. Es infernal, para mí, porque no cedo ante nadie en mi amor por este enorme genio, extraordinariamente inspirador. Y sin embargo, Nabokov, en su decadencia, obliga incluso a su lector más entusiasta a encarnar el tipo de crítico que él mismo más despreciaba: el vulgar piadoso, "el maligno hurón interesado en lo humano", es decir, el filisteo. No hay casi nada en Laura... que califique como un tema (es decir, como un motivo estructural o al menos recurrente). Pero sí advertimos la aparición de un cierto Hubert H. Hubert (un maloliente inglés que se babea sobre la cama de una preadolescente), advertimos a la vampiresa de 24 años con pechos de 12 años ("el guiño de pálidos pezones y formas firmes"), y también advertimos el febril sueño sobre un amor juvenil ("su pequeño trasero, tan terso, tan luz de luna"). En otras palabras, Laura... se une a El hechicero (1939), Lolita (1955), Ada o el ardor (1970), Cosas transparentes (1972) y ¡Mira los arlequines! (1974) porque resulta imposible ignorar que se vincula con la expoliación sexual de chicas muy jóvenes.

Seis obras narrativas: seis obras narrativas, dos o tal vez tres de las cuales son espectaculares obras maestras. Ustedes admitirán, espero, que el problema infernal es al menos nabokoviano en su complejidad y su cualidad de espinoso. Porque ningún ser humano de la historia del mundo ha hecho tantos para recrear la crueldad, la violencia y la funesta sordidez de este crimen particular. El problema, que acaba por ser estético y no del todo moral, tiene que ver con la íntima malicia de la edad.

La palabra que queremos no es el término legal "pedofilia", que de todas maneras se traduce engañosamente como "cariño por los niños". La palabra que queremos es "ninfolepsia", que no significa exactamente lo que uno cree. Significa "frenesí causado por el deseo de lo inalcanzable" y mi Concise Oxford Dictionary la cataloga correctamente como literaria. Como tal, la ninfolepsia es un tema legítimo y de hecho, casi inevitable para este talento tan singular. "El estilo de Nabokov es en realidad amoroso -observó lúcidamente John Updike-, anhela aferrar una diáfana exactitud entre sus brazos velludos." Sin embargo, en la última etapa de Nabokov, la ninfolepsia se derrumba en su etimología: "del griego numpholeptos, ´secuestrado por ninfas´, a la manera de la epilepsia"; "del griego epilepsia, de epilambanein, ´acceso, ataque´".

Imaginada en la Berlín de la década de 1930 (con la voz de Hitler restallando desde los altoparlantes de las terrazas) y escrita en París (post Kristallnacht, al principio de la frenética huida de Europa de Nabokov), El hechicero es un triunfo despiadado, brillante y casi osmóticamente traducido del ruso por Dmitri Nabokov en 1987, 10 años después de la muerte de su padre. Como relato es logísticamente idéntico a la primera mitad de Lolita: el violador se casará -y quizás asesinará- a la madre y después negociará quedarse con la hija. A diferencia de la imponente Charlotte Haze ("la del noble pezón y enorme muslo"), la viuda sin nombre de El hechicero ya es promisoriamente frágil, con su gran cuerpo deformado por la asimetría causada por las hospitalizaciones y el bisturí de los cirujanos. Y es por eso que su pretendiente rechaza con reticencia la idea de envenenarla: "Además, inevitablemente la abrirán, por pura fuerza de la costumbre".

Se lleva a cabo la boda y también la noche de bodas: "... y resultó perfectamente claro que él (pequeño Gulliver)" sería físicamente incapaz de abordar "esas múltiples cavernas" y "la conformación repulsivamente escorada de su pesada pelvis". Pero "en medio de sus discursos de despedida sobre su migraña", las cosas toman un giro inesperado, "de manera que, después del hecho, quedó atónito al descubrir el cadáver de la giganta milagrosamente vencida y miró la faja de muaré que ocultaba casi totalmente la cicatriz de la mujer".

Pronto la madre está verdaderamente muerta y el hechicero queda solo con su chica de 12 años. "El lobo solitario se preparaba para calzarse la gorra de dormir de la abuelita."

En Lolita, Humbert tiene "extenuantes relaciones sexuales" con su nínfula al menos dos veces al día durante dos años. En El hechicero hay un único deleite... no invasivo, voyeurístico, masturbatorio. En la habitación de hotel, la niña está dormida y desnuda: "él empezó a pasar su varita mágica sobre el cuerpo de ella", midiéndola con "una regla encantada". Ella se despierta, ve "su empinada desnudez" y grita. Con su obsesión reducida ahora a una mancha que se enfría en el impermeable con el que acaba de cubrirse, nuestro hechicero sale huyendo a la calle, tratando de librarse, por cualquier medio, de un mundo "ya visto" y "ya no más necesario". Un tranvía aparece a la vista, chirriando, y bajo

esta creciente, sonriente, megarrugiente masa, este cine instantáneo del descuartizamiento... -eso es, arrástrame, desgarra mi flaqueza- viajo aplanado, sobre mi cara abofeteada... no me hagas pedazos... me estás haciendo jirones, ya basta... Gimnasia en zigzag del relámpago, espectrograma de una fracción de segundo de un trueno... y la película de la vida había reventado.

En términos morales El hechicero es cáusticamente directo. Lolita, por contraste, es delicadamente acumulativa, pero en cuanto al juicio de la abominación de Humbert es, sin dudas, mucho más severa. Dejar esto sentado es necesario para alegar solamente dos puntos esenciales. Primero, el destino de su trágica heroína. No se puede esperar que ningún lector desprevenido advierta que Lolita encuentra un fin terrible en la página dos de la novela que lleva su nombre. "La señora de ?Richard F. Schiller? murió en el parto", dice el "editor" en su prólogo, "al dar a luz a una niña muerta... en Gray Star, una población del más remoto noroeste"; y la novela casi está terminando en el momento en que la señora de Richard F. Schiller (es decir, Lo) aparece brevemente. Así advertimos, en un resuello parentético, el tamaño de la apuesta a la grandeza de Nabokov. "Por curioso que parezca, uno no puede leer un libro -anunció en una oportunidad (dando clase)- sólo puede releerlo." Nabokov sabía que Lolita sería releída y releída. Sabía que él mismo acabaría por absorber el destino de Lolita... su niñez robada, su adultez robada. Gray Star (Estrella Gris), escribió, es "la ciudad capital del libro". Los semitonos cambiantes, estrella gris, pálido fuego, humo letárgico: ése es el quid de Nabokov.

El segundo punto fundamental es la descripción de un sueño recurrente que acosa a Humbert después de la fuga de Lolita (huye con Quilty, cínicamente carnal). También es una prueba de que el estilo, la prosa misma, puede controlar la moralidad. ¿Quién querría hacer algo que lo condenara a sueños como éstos?

... ella acosaba mi sueño pero aparecía allí con disfraces extraños y absurdos como Valeria o Charlotte [sus ex esposas], o una mezcla de las dos. Ese fantasma complejo venía a mí, despojándose de sus prendas una tras otra, en una atmósfera de gran melancolía y repugnancia, y se reclinaba en torpe actitud invitante en algún anaquel estrecho o duro sofá, con sus carnes entreabiertas como la válvula de goma de la cámara de una pelota de fútbol. Me encontraba, con la dentadura postiza rota o perdida sin esperanzas, en horribles piezas amuebladas, donde me recibían con tediosas fiestas de vivisección que generalmente terminaban con Charlotte o Valeria llorando entre mis brazos sangrantes y tiernamente besadas por mis labios fraternos en un confuso sueño de baratijas vienesas subastadas, lástima, impotencia y las pelucas marrones de trágicas ancianas que acababan de morir en la cámara de gas.

Esa frase final, con su clara alusión, nos recuerda la dolorosa y tierna vacilación con la que Nabokov escribió sobre el crimen definitivo del siglo. Su padre, el distinguido estadista liberal (a quien Trotsky detestaba), fue asesinado de un balazo en Berlín por un matón fascista y el hermano homosexual de Nabokov, Sergei, fue asesinado en un campo de concentración nazi ("Qué alegría que estés bien, viva, de buen ánimo", le escribió Nabokov a su hermana Elena, desde Estados Unidos a la Unión Soviética, en noviembre de 1945. "Pobre, pobrecito Seriozha...!"). La esposa de Nabokov, Vera, era judía y por lo tanto, también lo era su hijo (nacido en 1934), y es muy probable que si los Nabokov no hubieran logrado huir de Francia cuando lo hicieron (en mayo de 1940, cuando la Wehrmacht se encontraba a unos 100 kilómetros de París), hubieran formado parte de las veintenas de miles de indeseables que Vichy entregó al Reich.

Hasta donde sé, en su obra de ficción Nabokov escribió sobre el Holocausto tan sólo un párrafo... en el incomparable Pnin (1957). Otras referencias, como la de Lolita, son sesgadas.

Tomemos, por ejemplo, esta demostración de genio en una sola oración del cuento de seis páginas, de descabellada inspiración, llamado "Signos y símbolos" (es una descripción de una matriarca judía):

La tía Rosa, una anciana maniática, angulosa, de ojos desorbitados y temerosos, que había vivido en un trémulo mundo de malas noticias, quiebras, accidentes ferroviarios, tumores cancerosos... hasta que los alemanes la mataron junto con todas las personas por las que se había preocupado.

Pnin va más lejos. Durante una fiesta de emigrados en una casa rural estadounidense, una madame Shpolyanski menciona a su prima, Mira, y le pregunta a Timofey Pnin si se ha enterado de su terrible fin. "Por cierto que sí", responde Pnin. El discreto Timofey se queda sentado solo en la penumbra. Y después Nabokov nos da esto:

Lo que la charlatana madame Shpolyanski había mencionado conjuró la imagen de Mira con inusual potencia. Era perturbador. Sólo en el aislamiento de una dolencia incurable, en la cordura de la proximidad de la muerte, uno podía soportar esto un momento. Para poder existir racionalmente, Pnin se había obligado... a no recordar nunca a Mira Belochkin, no porque... la evocación de un romance juvenil, banal y breve, amenazara su paz mental... sino porque, si uno era sincero con uno mismo, no podía esperarse que subsistiera alguna clase de conciencia, y por lo tanto de razón, en un mundo en el que eran posibles cosas como la muerte de Mira. Uno debía olvidar... porque no podía vivir con la idea de que esta graciosa, frágil, tierna joven, con esos ojos, esa sonrisa, esos jardines y esa nieve como fondo, había sido transportada en un vagón de ganado y ejecutada con una inyección de fenol en el corazón, en ese dulce corazón que uno había escuchado latir bajo sus labios en el crepúsculo del pasado.

Cómo resuena este pasaje con la crucial observación de Primo Levi cuando dice que no podemos, no debemos "entender lo ocurrido", porque "entenderlo" sería "incorporarlo". "Lo ocurrido" fue "no-humano" o "contrahumano", y sigue siendo incomprensible para los seres humanos.

Al relacionar el crimen de Humbert Humbert con la Shoah, y con "aquellos a quienes el viento de la muerte ha dispersado" (Paul Celan), Nabokov nos empuja hasta los límites del universo moral. Como El hechicero, Lolita no tiene fisuras, está intacta y entera. El frenesí del deseo inalcanzable es enfrentado y enmarcado, con estupendo coraje e ingenio. Y allí podría haber quedado el asunto. Pero después vino la crisis del autodominio artístico, tumultuosamente anunciado, en 1970, por la aparición de Ada. Cuando un escritor empieza a descarrilarse, uno espera derrapes y vidrios rotos; en el caso de Nabokov, naturalmente, la erupción tiene la escala de un accidente nuclear.

He leído al menos media docena de novelas de Nabokov al menos media docena de veces. Y al menos media docena de veces he intentado leer Ada (o el ardor: una crónica familiar) y fracasado rápidamente. Mi primer intento fue hace unas tres décadas. Lo dejé después del primer capítulo, con una curiosa sensación, una suerte de hormigueo negativo. Más o menos cada cinco años (eso se convirtió en un esquema regular), volvía a intentar leerla, y al cabo de un tiempo empecé a razonar la dificultad: "Pero esto está muerto", me dije. La curiosa sensación, el cosquilleo negativo, me resulta ahora, por supuesto, desdichadamente familiar: es la respuesta del lector a lo que parece ocurrirles a todos los escritores cuando sobrepasan la expectativa de vida consignada por la Biblia. La irradiación, la capacidad de dar vida, empieza a marchitarse. El verano pasado me fui de viaje con Ada y me encerré con el libro. Y tenía razón. Con 600 páginas, que duplican o triplican la categoría usual en la que Nabokov compite, la novela es lo que los detectives de homicidios llaman un "reventón". Es un cadáver arrojado al agua que se encuentra en la etapa de máxima hinchazón.

En 1939, cuando apareció Finnegans Wake, fue recibido con cauteloso respeto... o con "elogios suscitados por el pánico", según palabras de Jorge Luis Borges. Ada cosechó muchos elogios suscitados por el terror y de hecho, las semejanzas entre las dos óperas magnas son profundas. Nabokov designó al Ulises como su novela del siglo, pero describió a Finnegans Wake como, según la oportunidad, "informe y aburrida", "un libro frío como un pescado", "un trágico fracaso" y "un ladrillo espantoso". Ambas novelas procuran hacer una virtud de la autoindulgencia irrestricta; nos dan la espalda, por así decirlo, y se repliegan en sí mismas. El talento literario tiene diversas maneras de morir. Tanto en el caso de Joyce como en el de Nabokov, vemos una decisiva pérdida de interés por el lector... una pérdida del sentimiento de reciprocidad, de la cortesía. Los placeres de escribir, dijo Nabokov, "corresponden exactamente a los placeres de leer", y las dos actividades son en cierto sentido indivisibles. En Ada, ese lazo se afloja y se debilita.

En Nabokov hay cierta debilidad por lo "patricio", tal como lo denominó Saul Bellow (Nabokov el émigré clásico, Bellow el clásico inmigrante). En las novelas puramente "rusas" del primero (me refiero a las novelas escritos en ruso que no tradujo el propio Nabokov), los personajes masculinos, en particular, tienen una tendencia a magnificarse a sí mismos: son más grandes y más audibles que la vida. No caminan, sino que "marchan" o "dan grandes zancadas"; no comen ni beben, sino que "mastican" y "trasiegan"; no se ríen, sino que "rugen de risa". Están muy lejos de ser los furtivos y vacilantes neurasténicos típicos de la corriente principal de la narrativa anglófona: son musculosos (y dotados) galanes, que ganan todas las peleas y enamoran a todas las chicas. Para ellos, el orgullo no es un pecado capital sino una virtud cardinal. Por supuesto, no podemos prescindir de esta vena de Nabokov: nos da, en otras obras, su magnífica prepotencia cómica. En Lolita, se pretende que esta soberbia cualidad sea divertida, en otras obras, es un rasgo que la ironía no alcanza a proteger.

En Ada el nabobismo (cualidad referida a cualquier hombre importante, influyente o adinerado, un "pez gordo"; nabob es un europeo que hizo fortuna en las colonias, especialmente en India) se combina desastrosamente con una ninfolepsia que es pródiga y monótonamente satisfecha sin mayores problemas. Al principio de la novela, la propia Ada tiene 12 años y Van Veen, su primo (y medio hermano), tiene 14. Cuando Ada crece, en la adolescencia, su hermanita Lucette también está a mano para animar las "vigorosas citas" de ambos. Encima de todo eso, fluye una casi fantasía sobre una cadena internacional de burdeles de elite donde niñas jóvenes, de hasta 11 años, pueden ser "mimadas y mancilladas". Y el padre de Van, de 60 años, (de manera casual, pero típica) tiene una amante que apenas llega a los dos dígitos: tiene 10 años. Este libro interminable está escrito en una prosa densa, erudita, aliterativa, llena de juegos de palabras, que satura; y cada personaje, sin excepción, suena como el difunto Henry James.

Al igual que Finnegans Wake, Ada probablemente "funcione" y "esté a la altura": el decodificador multilingüe, si le dedica tiempo suficiente y no tiene nada mejor que hacer, podría llegar a desenmarañar sus complejos sistemas y simetrías, sus solitarios y engorrosos laberintos, y sus nostalgias pegajosas. Sin embargo, lo que ambas novelas indican claramente es que carecen de cualquier atisbo de tracción narrativa: patinan y se desbarrancan, simplemente no pueden seguir el camino. Y además, en el caso de Ada, hay algo totalmente ajeno, una sensación de monstruosa autorización, de señorío irrestricto y delirante. Moralmente, ése es el mundo que anhelaba el tortuoso Humbert: un mundo en el que "nada importa" y "todo está permitido".

Esto nos lleva a Cosas transparentes (novela a la que incómodamente volveremos) y ¡Mira los arlequines!, así como los más o menos insignificantes volúmenes que estamos revisando. "LATH!" (Look At The Harlequins!), como la llamaba el autor, así como llamaba "TOOL" a The Original of Laura, es el canto de cisne de Nabokov. Tiene algunos estruendos maravillosos y destellos de colores sobrenaturales, pero es duro de oído y de visión reumática; y el tema de la niñita es ahora apenas algo más que un logo... parte del mobiliario de Nabokov, como los espejos, los dobles, el ajedrez, las mariposas. Hay una visita a un motel llamado Lolita Lodge, hay una breve imitación de Dumbert Dumbert. Más centralmente, el narrador, Vadim Vadimovich, se encuentra repentina y solitariamente a cargo de su hija a quien ha visto raramente, Bel, quien, inexorablemente tiene 12 años.

Ahora bien, ¿dónde nos lleva este hilo?

Todavía estaba delirantemente feliz, sin ver aún nada malo o peligroso, o absurdo o directamente anormal, en la relación entre mi hija y yo. Salvo por unos pocos e insignificantes errores -unas pocas gotas calientes de ternura rebalsada, un jadeo disfrazado por la tos y cosas por el estilo-, mi relación con ella siguió siendo esencialmente inocente.

Bien, la deprimente respuesta es que este hilo narrativo no nos lleva a ninguna parte. La única repercusión, temática o no, es que Vadim termina casándose con una de las condiscípulas de Bel, 43 años menor que él. Y eso es todo.

Entre la histérica Ada y la tambaleante ¡Mira los arlequines! llega la siniestra y bellamente melancólica novela breve Cosas transparentes: la redención de Nabokov. Nuestro héroe, Hugh Person, un editor estadounidense que no se graduó en la universidad, es un adorable inadaptado y perdedor sexual, como Timofey Pnin (Pnin cena regularmente en un restaurante llamado El huevo y nosotros, que frecuenta exclusivamente por "simpatía con el fracaso"). Cuatro visitas a Suiza proporcionan los pilares de esta experta narrativa breve, mientras Hugh corteja tímidamente a una coqueta exasperante, Armande, y también vigila a un envejecido, corpulento, decadente y adusto novelista erudito llamado "Mr. R".

Se dice que Mr. R. ha seducido a su hijastra (una amiga de Armande) cuando era pequeña, o en cualquier caso, menor de edad. Así, el tema ninfoléptico planea sobre el relato y está reforzado, en una escena extraordinaria, por la revelación de los anhelos latentes de Hugh. Un inepto penoso, con una libido traicionera (falta de erección y eyaculaciones precoces caracterizan su "mediocre potencia"), Hugh va de visita a la residencia de Armande y la madre de ella lo distrae, mientras espera, con algunas fotos familiares. Se topa con una foto de Armande desnuda, a los 10 años:

El visitante construyó una pila de álbums para ocultar la llama de su interés... y volvió varias veces a las fotos de la pequeña Armande en el baño, apretando contra su reluciente estómago un juguete probóscide de goma, o de pie, mostrando los hoyuelos del trasero, para que la enjabonaran. Otra revelación de suavidad impúber (su línea media apenas discernible de las brizna de hierba menos vertical que la flanqueaba) fue proporcionada por una foto en la que ella aparecía sentada en cueros sobre el césped, peinándose su cabello desteñido por el sol y abriendo ampliamente, en falso perspectiva, las adorables piernas de una giganta.

Escuchó en la planta alta el ruido de la descarga de un inodoro y con una mueca culpable cerró de un manotazo el gordo álbum. Su retráctil corazón se retiró de mala gana, sus latidos se aquietaron...

Al principio este fragmento parece escandalosamente anómalo. Pero luego recordamos que los pensamientos inconscientes de Hugh, sus sueños, sus insomnios ("la noche es siempre un gigante") están saturados de temores inexpresables:

No podía creer que las personas decentes tuvieran esa clase de pesadillas obscenas y absurdas que destruían sus noches y persistían como un temblor durante el día. Ni los relatos de malos sueños que le contaban sus amigos, ni los relatos de los casos de los libros freudianos sobre los sueños, con sus hilarantes interpretaciones, presentaban nada semejante a la compleja inmundicia de su experiencia de casi todas las noches.

Hugh se casa con Armande y después, años más tarde, la estrangula mientras está dormido. De manera que es posible que Nabokov identifique el impulso pedófilo con una incitación a la violencia y a la autoaniquilación. La agitación subliminal de Hugh Person produce una venganza terrible, en su decurso patético y en aislamiento (la cárcel, el manicomio), y exige la purgación final: se quema hasta morir en uno de los incendios más deslumbrantes de toda la literatura. El hotel en llamas:

Ahora las llamas subían por la escalera, en pares, en tríos, en fila de pieles rojas, de la mano, lengua tras lengua, conversando y canturreando alegremente. No fue, sin embargo, el calor de su crepitación, sino el acre humo oscuro lo que hizo que Person volviera a entrar en su habitación; perdóname, dijo una cortés llamita que mantuvo abierta la puerta que él pugnaba vanamente por cerrar. La ventana se golpeó con tal fuerza que sus vidrios se astillaron en un torrente de rubíes... Finalmente la sofocación lo hizo intentar salir para bajar escalando la pared, pero no había cornisas ni balcones de ese lado de la casa ardiente. Cuando llegó a la ventana, una larga llama rematada por una punta de color lavanda danzó ante él para detenerlo con un gracioso gesto de su mano enguantada. Los tabiques divisorios de yeso y madera, al derrumbarse, permitieron que los gritos humanos llegaran hasta él, y una de sus últimas ideas equivocadas fue que eran los gritos de las personas ansiosas de ayudarlo y no los alaridos de sus compañeros de infortunio.

Por sí solas, El hechicero, Lolita y Cosas transparentes podrían haber constituido una luminosa y desconcertante trilogía. Pero no quedaron solas; por el puro peso numérico, por la pura repetición, las novelas sobre la ninfolepsia empiezan a contagiarse entre sí... sufren de contaminación cruzada. Con gratitud tomamos de ellas todo lo que podemos, pero... ¿En qué otro lugar del canon encontramos una fijación tan rebelde? ¿En la espantosa comezón de Lawrence, tal vez, o en las turbias transposiciones sexuales de Proust? No, uno debe aventurarse hasta los márgenes de la literatura -Lewis Carroll, William Burroughs, el marqués de Sade- para encontrar un énfasis equivalente: un énfasis puesto sobre actividades que correcta y eternamente consideramos imperdonables.

En la ficción, por supuesto, nadie sufre daño alguno; la falla, como dije, no es moral sino estética. Y no pretendo insinuar nada al señalar que la obsesión de Nabokov con las nínfulas tiene un paralelo: la repetitiva indiscreción de su obsesión con Freud ("el vulgar mundo, raído, fundamentalmente medieval" del "charlatán de Viena", con "sus resentidos embrioncitos espiando, desde sus recovecos naturales, la vida amorosa de sus padres"). Nabokov atesoraba la anarquía de la vida interior y Freud es vilipendiado porque procuró sistematizarla. ¿Hay algo de rivalidad en este odio? Bueno, a fin de cuentas es Nabokov, y no Freud, quien emerge como nuestro poeta supremo de los sueños (junto con Kafka) y como nuestro supremo poeta de la locura. Pero persiste un reparo producto del sentido común, pese a toda nuestra imparcialidad literaria y crítica: a los escritores les gusta escribir sobre las cosas en las que les gusta pensar. Y, para decirlo de la manera más dura, la mente de Nabokov, durante la última etapa de su vida, no honró suficientemente la inocencia -no honró suficientemente el honor- de las chicas de 12 años. En las tres novelas que acabamos de mencionar defiende con prepotencia su énfasis; en Ada (ese derroche incontinente), en ¡Mira los arlequines! y ahora en The Original of Laura, no lo defiende. Eso deja una leve pero visible cicatriz sobre el leviatán de su obra.

"Bien, soyons raisonnable", dice Quilty, mirando fijo el caño del revólver de Humbert. "Sólo me infligirá una horrible herida y después se pudrirá en la cárcel mientras yo me recupero en algún lugar tropical." Muy bien, seamos razonables. En su libro sobre Updike, Nicholson Baker alude a un orden de logro literario que denomina "Prousto-Nabokoviano". Sí, Prousto-Nabokoviano o Joyceo-Borgeano o, para los estadounidenses, Jameso-Belloviano. Y es en el estamento más alto donde Vladimir Nabokov ocupa tranquilamente su lugar.

Lolita, Pnin, Desesperación (traducida por el autor al inglés en 1966), y cuatro o cinco cuentos son inmortales. Rey, dama, valet (1928, 1968), Risa en la oscuridad (1932, 1936), El hechicero, El ojo (1930), Barra siniestra (1947), Pálido fuego (1962) y Cosas transparentes son libros ferozmente logrados; y Mashenka (1925), su primera novela, es una pequeña belleza.

Curso de literatura europea (1980), Curso de literatura rusa (1981) y Curso sobre el Quijote (1983), junto con Opiniones contundentes (1973) constituyen un brillante registro de un preeminente artista-crítico. Y las Selected Letters (1989), la correspondencia Nabokov-Wilson (1979) y ese fuego fatuo que es su autobiografía, Habla, memoria (1967) nos ofrecen un retrato en cuatro dimensiones de un hombre encantador y honorable. El vicio que Nabokov denostaba con mayor frecuencia era la "crueldad". Y su naturaleza amable queda claramente plasmada en la amorosa atención con la que escribe, en su ficción, sobre los animales. En un minuto se me ocurre nombrar el gato de Rey, dama, valet (que se lava con una pata trasera levantada como un garrote al hombro), los encantadores perros y monos de Lolita, la ardilla de cola oscura y la inolvidable hormiga de Pnin, y el murciélago enfermo de Pálido fuego... que se arrastra como "un inválido con un paraguas roto".

Le dicen "chispa"... un destello, un brillo, un centelleo. La esencia nabokoviana es una inestabilidad milagrosamente fértil, en la que sin advertencia las palabras se distancian de lo cotidiano y se alejan como centellas en el cielo de la noche, iluminando ocultas verstas de deseo y terror. De Lolita, cuando empieza la aciaga cohabitación (nous connûmes, un matiz flaubertiano, significa "llegamos a conocer"):

Nous connûmes los diversos tipos de conserjes de moteles, el criminal reformado, el maestro retirado, el empresario fracasado, entre los hombres; y las variantes maternal, dama y madama entre las mujeres. Y a veces los trenes pitaban en la noche monstruosamente calurosa y húmeda con un desgarrador y ominoso sonido plañidero, que mezclaba el poder y la histeria en un único aullido desesperado.

© MARTIN AMIS, 2009

Traducción: Mirta Rosenberg

fuente:adnCultura.com